jueves, 28 de junio de 2007

Los profetas del Renacimiento



El nombre de Eduardo Schuré resulta conocido a los que hayan leído su libro más famoso, titulado Los grandes iniciados, en el que presentaba bajo una luz unitaria a los fundadores de las religiones, libro que ha tenido y sigue teniendo su éxito, más o menos limitado, en un mundo donde lo religioso se vuelve cada vez más apremiante y más actual. Pero como todo resulta confuso y todo se presta a una penosa mezcolanza, más peligrosa a menudo que el ateísmo puro, hay que ir con pies de plomo y saber distinguir entre ocultismo y esoterismo, entre religión y moral, entre orientalismo auténtico y orientalismo de feria, entre sutiles investigadores del alma y brutales torturadores del cuerpo. Hubo siempre, desde que nuestra religión aparece en la tierra, intentos de destruirla desde dentro, y gran parte de las herejías aparecen como puras técnicas de desestabilización cristiana. Pues hoy sucede lo mismo y, entre tanto budismo y tanto tantrismo y brujería y satanismo, uno no sabe ya qué camino elegir, puesto que, muy a menudo, se nos va el santo al cielo, enojado y aburrido por tanta pasión seudorreligiosa. Lo mejor, ahora como siempre, es estar de acuerdo con lo religioso y saber acogerse a la ortodoxia, bajo la protección de los evangelios. Por este motivo, cualquier interpretación que no esté estrictamente de acuerdo con la Iglesia me parece sospechosa. Me refiero, claro está, a la Iglesia de los textos sagrados, que nunca falla y que ha podido conservar su esencia intacta, a pesar de los abusos humanos, demasiado humanos, de sus a veces indignos servidores. Y se me ensombrece la memoria recordando las trágicas aventuras de los enamorados de la pureza religiosa y de los cultores de un cristianismo digno de sus orígenes –Dante y los suyos, ante la descomposición inmunda que conoció la Iglesia hasta en la Edad Media y que culminó con el exilio a Aviñón y, más tarde, con la muerte de Savonarola al que hoy, por cierto, piensan llevar a los altares-, aventuras no desprovistas de una enorme y aleccionadora actualidad.

Escribo obsesionado por lo que sucede alrededor nuestro. Acontecimientos terribles nos obligan a contemplar la otra cara de la moneda, a insertar lo que ocurre para la alegría cotidiana de los medios de comunicación, en otra perspectiva, inactual diría, pegada a otra realidad. El mismo terrorismo, físico y psíquico, que domina casi todo lo que está ocurriendo, la injusticia transformada en medida exclusiva de lo justo, en el marco de una ya clásica inversión de los valores, no es más que un instrumento metafísico, algo tan tremendamente aleccionador y simbólico como el rostro cansado de Fraga o el permanente desvarío intelectual de Alfonso Guerra. Esta cara visible de la realidad implica su propia contradicción, su adhesión a una caída, que puede ser el fin, parcial o definitivo, de un tiempo mucho más amplio que el nuestro. Nuestro tiempo, de este modo, resulta ser un eón, una vasta aglomeración de tiempos menores corriendo hacia la suerte mayor de su propio cumplimiento o de su muerte. Esto lo intuyen claramente los que saben de historia de las religiones y de esoterismo. Lo político se vuelve historia y es metafísica pura, en el marco de un destino al que cumplen, en su más mínimos detalles, los políticos, los verdugos y los grandes torturadores más o menos ocultos de la humanidad.

Y todo tiempo fue así. Ya que todo tiempo no es sino un fragmento, siempre igual a sí mismo, a pesar de lo que digan los historiadores. Pienso en la época enfocada por Schuré en su libro Los profetas del Renacimiento (Ed. Laterza, Bari, cuarta edición, 1983), al que acabo de encontrar en una librería de Turín y al que leí con bastante prisa, deseoso de llegar al final, algo frustrado y desengañado, desde las primeras páginas. Porque el autor nos promete mucho y cumple poco. Sus “profetas” son un poeta y cuatro pintores: Dante, Leonardo, Rafael, Miguel Ángel y Correggio. Todos ellos, pero sobre todo Dante y Leonardo, descubren “las fuerzas nefastas” que dominan su mundo, el fragmento de tiempo que les toca vivir. Leonardo se da cuenta de que la razón y la ciencia no son capaces de sorprender el misterio y dar cuenta de él, y pasa al arte con el fin de profundizar el enigma. Todo se vuelve símbolo, como en “La última cena”, de Milán, donde sabe retratar el misterio profundo de la religión cristiana. Judas es el mal, o su modesto representante, y está allí desde el principio, como una prueba de que en los mismos momentos fundadores de una religión revelada es preciso que aparezca el personaje, fundador también, pero del revés de la medalla. Representante del mal dentro del cristianismo, padre de todos los que han deformado el mensaje o han tratado de deformarlo, traicionándole en su esencia desde entonces hasta hoy. Herejías, reformas, separaciones, quisquillosismos diabólicos, alianzas con el mal, abusos e impurezas, contradicciones abominables, la historia misma de la Iglesia de Cristo empieza su itinerario en el momento de la Cena, cuando Dios está presente y cuando, con la simbolización ritual del pan y del vino, misterio estremecedor entre todos los misterios, el Mal clava en el cuerpo místico del edificio su primera flecha envenenada. Desde entonces hasta hoy la historia del cristianismo no ha hecho sino repetir aquella básica tragedia, esclarecedora de la tragedia humana.

Cuando el otro día el presidente del Consejo, hablando de la ejecución del poeta negro, decía, con su habitual sentido de la irrealidad, que aquello “está en contra de la historia”, tenía que haber dicho lo contrario: aquello estaba dentro de la historia. Nadie, en lo horroroso, se mueve contra la historia, ni siquiera los socialismos en el poder. Contra la historia se habría levantado algún que otro poeta o santo, pero tengo la impresión de que don Felipe no sabe mucho de esto. Nunca lo sabe un político, que es, forzosamente, autor de historia. Buena o mala, esa es harina de otro costal.

Pensemos en Dante y en el viaje iniciático que realiza en el mundo del más allá, viaje profético, auténtico “método del conocimiento”, como bien lo define Schuré, porque concluye una época y abre otra, y porque sintetiza la sabiduría secreta de los últimos siglos medievales. Obra tan compleja y tan completa como el lenguaje plástico de una catedral gótica. Pensemos también en la lucha que Dante llevó a cabo con el fin de purificar las costumbres eclesiales de su tiempo y en el sueño que soñó en relación con el Imperio universal, destinado a liberar a todos los hombres de la tierra, en el marco de una religión vuelta a su pureza inicial. La vida de Dante es quizá la más representativa en el marco de la cultura occidental, porque representa conscientemente una actitud contra la Historia, un intento de corrección, al que nadie logró llevar a cabo, porque todos los rebeldes (Savonarola, como decía antes, o San Francisco de Asís) fueron condenados y ejecutados o, con más suerte algunos, fueron aceptados como tales reformadores y rápidamente eliminados como doctrina, considerados como peligrosos destructores de un orden bien sentado en su propia malignidad. Es la historia misma del franciscanismo, que todavía no ha terminado, desvirtuada durante los últimos decenios por los propios franciscanos, de la misma manera en que los templarios, los jesuitas o los dominicos de su primera fase no se parecen a los de la última. Se plegaron todos al tiempo histórico y traicionaron su mensaje fundador. Recuerden las dificultades que tuvieron que pasar Fray Luis de León o San Juan de la Cruz, dentro de la misma desgracia.

¿Hasta qué punto Julio II fue un gran pontífice, y hasta dónde lo siguió Miguel Ángel en su búsqueda artística? ¿Era deber de la Iglesia dejarse arrastrar por los caminos de la Historia o, más bien, levantarse contra ella con el fin de alejarse de la política y dejar al ser humano libre para que cumpliese su destino como ente espiritual y no como mero monigote físico? En el fondo, el Renacimiento, según Schuré, no es sino una metamorfosis de la antigüedad, un cambio de imagen, seguido por la presencia de lo eterno femenino (que es más bien medieval) y por la revelación jerárquica de “los tres mundos”, divino, humano e infernal, tal como aparece en La Divina Comedia. Es aquí, precisamente, donde el pensamiento de Schuré aparece como algo inseguro, deseoso de descubrir leyes detrás de los acontecimientos artísticos de la época y dejarlo todo bien claro y arregladito. Creo que Burkhardt fue más explícito y más profundo. El Renacimiento no es sólo lo que Schuré observa en él y hoy, años después de la primera publicación del libro, sabemos más y con más criterio de separación y síntesis. Sin embargo, el autor acierta cuando piensa que, por encima de las destrucciones y mediocrizaciones de la democracia actual, el ser humano ha vuelto a descubrir el camino que une la religión a la ciencia, clave quizá del mundo de mañana, clave no muy nueva ya que la misma Edad Media, y en gran parte el Renacimiento también, han utilizado para despejar los derroteros políticos de la Historia. Derroteros inferiorizantes, como nos podemos dar cuenta comentando las frases cabalísticas de los políticos, pero formando parte de la eterna tragedia del hombre.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


martes, 19 de junio de 2007

Gloria y miserias del Naturalismo


Se están cumpliendo los ciento treinta y cinco años del nacimiento de Guy de Maupassant, (octubre de 1850, en Tourville-sur-Arques, no lejos de París) uno de los representantes más famosos de la escuela literaria llamada naturalismo, cuyo padre literario había sido Gustavo Flaubert. Maupassant escribió seis novelas y más de doscientos cuentos y fue el autor francés más admirado y más leído de la segunda mitad del XIX. En pleno éxito enfermó gravemente, dio señales de locura y acabó por cortarse el cuello, el 6 de julio de 1893, en Auteuil, cerca de París también. A los cuarenta y tres años había conocido todos los éxitos y todos los dolores. Había dedicado parte de su tiempo a la investigación de los fenómenos parapsicológicos, lo que había aumentado su tensión interior y su caída en la locura. En uno de sus cuentos titulado Le Horla, describe uno de aquellos fenómenos y es como una premonición, algo así como un ser monstruoso e irreal que aparece en la vida del protagonista y lo destruye. Era la época del espiritismo, de las clases del doctor Charcot, en la Salpetrière, a las que asistió Freud y el retorno al magnetismo natural de Mesmer, un fin de siglo lleno de acontecimientos y de cambios de todo tipo.

Bel Ami fue la novela más leída de Maupassant, pero también Más fuerte que la muerte o los cuentos de Boile de suif o de Una vida, libros que ilustran perfectamente la escasa filosofía del naturalismo: son los actos mismos de la vida y su incesante correr lo que constituye la existencia, sin problemas trascendentales, épica pura, destinada a dar cuenta de la sencillez de la existencia o del destino humano. Una imitación de algo, tan simple como el origen imitado. Sin embargo, el talento de Maupassant hace olvidar a veces lo reducido que es su esquema. Sabe construir una vida paralela, transformarse en espejo de la realidad, según los cánones de la corriente a la que representa y otorga a sus personajes las mismas dimensiones que estos aparentan dentro de las dimensiones de lo que es lo real. Un amor, dentro de dicho marco, no es más que la historia de una pasión que encuentra en lo carnal su solución y su meta. El dinero, la ambición, la política, el alcohol, lo sensual constituyen los aspectos humanos, los motores de una sociedad burguesa que vive, alrededor de la derrota de 1871, sus años más bajos y más ambiciosos. Por este motivo Maupassant fue llamado “el pintor de la sociedad de su tiempo”. Dentro de la misma técnica lo fueron los pintores realistas y hasta impresionistas de la época. El pintor, como el escritor, lo que tiene que hacer es observar y describir “la piel de las cosas”, ya que, después de esta capa de lo visible, no hay nada. Lo mismo pensaban los físicos...

Fue la doctrina de Freud la que, según su discípulo Binswanger, reflejó con cierta exactitud esta superficialidad materialista. El psicoanálisis freudiano es, en el fondo, un naturalismo y su ineficacia está en relación directa con su limitación. Para Freud el alma no existe. Sólo existe la psique, emanación de lo somático, que nada tiene que ver con el alma de las religiones, invento de los sacerdotes del mundo antiguo. Pero aquel cúmulo de prejuicios explosionó alrededor de 1900 y de sus ruinas nacieron los nuevos físicos, la nueva filosofía, la psicología de Jung, la pintura abstracta, las vanguardias antimaterialistas de principios de siglo, el acercamiento entre la ciencia y la religión, un mundo que nada tenía que ver con “la piel de las cosas” sino más bien con su meollo. Fue así como Maupassant cayó en el olvido, injustamente, porque, por encima de sus defectos técnicos, el escritor poseía el don de la escritura, sabía dar vida a una acción y construir el relato de un personaje. Una literatura de las apariencias, esto sí, pero bien vestidas, a la moda de su tiempo que tuvo el sentido de la elegancia y de la buena educación.

Por este motivo Maupassant sigue viviendo e interesando a muchos lectores. De manera más sincera y auténtica que otros, supo escoger, no sólo reflejar indistintamente la totalidad de la vida, lo que hubiera sido una monstruosidad. Este saber elegir constituye el leit-motiv estético de su arte, que lo coloca por encima de las exigencias mediocres del naturalismo. Doctrina muerta, a pesar de todo, sobreviviente sólo a través de pocos elegidos, más fuertes que la muerte, como hubiera dicho Maupassant mismo.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)




martes, 12 de junio de 2007

¿Es posible una historia y una ciencia de la Literatura universal?


De los veinticinco tomos formando parte de la Literatura Universal dirigida por Klaus von See, sólo han salido dos hasta la fecha, en traducción española, si los dos tomos que yo poseo son los primeros y los últimos publicados (Editorial Gredos, Madrid, tomo 9-10 dedicado al “Renacimiento y Barroco”, bajo la dirección de August Buck y tomo 13 dedicado a la “Ilustración europea”, dirigido por Jürgen V. Stackaelberg, ambos de 1892). Obra más que respetable, auténtica enciclopedia del saber literario realmente universal, ya que abarca las literaturas del mundo entero y no sólo la occidental, lo que acerca la historiografía literaria a la historia y a la filosofía de la historia universal, en un período en que el alma de los pueblos, como acción y como letras, se nos presenta en el marco de su magnitud ecuménica. Difícilmente pudieron Alfonso X, Bossuet o Vico filosofar en torno a la historia universal, en un momento en que el universo era el Mediterráneo y, más tarde, parte de las Américas y un Oriente más bien exótico que real, mientras el esfuerzo de Spengler o el de Toynbee, como el admirable libro de historia literaria dirigido por Klaus von See, responden a un interés y a unas posibilidades apoyados en un conocimiento por primera vez universal. Fueron los cubistas quienes se plantearon el problema de una psique unificada y cuando Paul Morand, en el marco de dicha vanguardia, contemplaba bajo esta perspectiva su Nada más que la tierra (Rien que la terre), trataba de dar cuenta de un espacio anímico tan unitario y tan reducido a sus proporciones humanas, por primera vez aprensibles debido a los medios de transporte que aminoraban el mismo concepto de universal y reducían los hombres a lo humano, con todos los riesgos que esta operación incluye.

¿Es esta obra demasiado o demasiado poco? Resulta difícil y hasta arriesgado juzgar el conjunto a través de sólo dos tomos y me hubiera gustado, evidentemente, haber podido empezar la lectura de esta magna obra con los volúmenes dedicados a la Literatura Actual y a la Metodología de la ciencia literaria. Con el primero porque tengo más probabilidades de medir el arte y la sabiduría de los autores a través de algo que es mi contemporáneo y ver hasta qué punto los críticos e historiadores literarios del siglo XX hayan [sic] sabido permanecer dentro del marco de una elemental objetividad; el segundo porque, al formular en un título un concepto tan grave como el de “ciencia literaria”, implica una intencionalidad. La literatura sería tan capaz de aprehender su propia realidad , como la física es capaz de enfrentarse con el objeto de su investigación. La literatura, según los colaboradores que aquel último tomo tenga, sería tan investigable, tan dispuesta a revelar sus leyes, como una estrella para un astrofísico o una molécula para un especialista en física cuántica. ¿Podría ser el estructuralismo la clave mayor para tal desocultamiento? Me imagino que no, y si me imagino que sí, peor para el libro y su método. ¿Es posible, pues, hablar hoy de una “ciencia literaria”, y en nombre de qué?

Durante los años 20, un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bucarest, Miguel Dragomirescu, enseñaba a sus alumnos las leyes de la “ciencia literaria” y publicó en París, en aquella época, un libro dedicado al tema. Se trataba de una teoría relacionada con el éxito de las ciencias exactas, pero sigo creyendo que la literatura, como el arte, o como el ser humano considerado como sujeto y no como objeto, se resisten a encajar en fórmulas y leyes exactas y que se dejan dominar más bien por lo que los físicos mismos llaman “principio de indeterminación” o “de incertidumbre”, lo que abre puertas mucho más interesantes y valederas hacia un conocimiento del arte. Es la intuición lo que determina (y pido perdón por emplear aquí esta palabra) tanto la esencia y la actuación del genio, como el entendimiento del lector. Nadie podrá nunca explicarme de manera coherente cómo ha sido creado el Quijote y tampoco podremos obligar a nadie a interpretar y amar El entierro del señor de Orgaz según un principio u otro, según un solo criterio quiero decir. Cada genio es un mundo indeterminable y tan indescifrable desde una clave determinista como lo es su obra para quien la lee o la contempla. De manera que la pregunta sigue en pie: ¿De qué ciencia literaria se trata? Quiero decir: ¿De qué método para considerar lo literario como objeto? Me lo pregunto con cierta inquietud.

Podría destacar, dentro del conjunto de artículos o capítulos de los dos tomos aparecidos: “Doctrinas literarias del Renacimiento y el Barroco”, por August Buck, o el largo y excelente capítulo dedicado por Leo Pollmann a la “Épica renacentista”, en el que coloca en un mismo nivel de calidad Los Lusíadas, de Camoens y La Araucana, de Ercilla, obras maestras de la épica renacentista, junto con las de Tasso y Ariosto, al lado del fracaso de la Francíada, de Ronsard, uno de los mayores poetas líricos franceses del XVI, pero mal relacionado con la musa homérica. Me parece de mucho interés volver a hablar hoy de Ercilla, porque su epopeya araucana pone de relieve la libertad de la que gozaban los españoles en un siglo considerado como un auge espiritual y político de España y, también, como un trozo de humanidad, según la leyenda negra, oprimido por la Inquisición. Lo que hace Ercilla es elogiar a un indio pagano y salvaje, pero heroico, defensor de su pueblo ante las embestidas de la conquista. Goza de más aprecio Caupolicán que el capitán general de Chile, don García Hurtado de Mendoza, diferencia de trato que se resolvió más tarde a desfavor del poeta, pero interviniendo en la intriga no lo religioso o lo nacional sino la envidia y el rencor de un noble más poderoso que el poeta ante la corte de entonces. Esto no impidió a Ercilla publicar, una tras otra, las tres partes de su epopeya, con igual éxito, sin que a nadie se le ocurriera condenarlo por su admiración dedicada a los indios. Tales elogios de un pueblo enemigo no encontramos a menudo en la historia de la literatura europea. Habría que volver a los Persas, de Esquilo para medir correctamente los sentimientos de Ercilla, lo que no deja de sorprender a quien no conozca desde dentro los sentimientos que movían a los grandes españoles de entonces, empujados en su deseo de conquista más bien por el afán religioso y soteriológico que por el material. Un indio pagano podía ser un héroe, igual que un español, de la misma manera en que un indio bautizado podía formar parte de la misma Ciudad de Dios, sólo en el marco de la conquista española. Amplios y respetables son los capítulos consagrados al Siglo de Oro español por Horst Baader y Eberhard Müller-Bochat, como también el capítulo sobre “Gracián y la moralística española”, por Gerhart Schröder, insistiendo este último sobre la relación entre El criticón y el manierismo. En efecto, el mérito más esclarecedor de Gracián, y, sobre todo en las páginas de su obra maestra, es el de haber sabido transformar al escritor en un “descifrador”, lo que representa una diferencia de enfoque comparando el Barroco y el Renacimiento. “Si el descubrimiento de las leyes de la perspectiva espacial significa, en el Renacimiento, la objetivación de las cosas percibidas, en el siglo XVI el sujeto perceptor salta al primer plano y se convierte él mismo en tema central, en el juego con el engaño o ilusión perspectivista del proceso de percepción”. Observación muy sutil que da cuenta del cambio que se produce en la obra del El Greco y continúa en Velázquez, mientras en la literatura encontramos la sustitución del mundo objetivo por el subjetivo en Cervantes, en el mismo Gracián, pero también en Quevedo y Calderón. Es la manera característica en que va a proceder el expresionismo y, también, el nuevo conceptualismo de la novela del siglo XX, manierista hasta el punto en que Musil nos aparece como procedente de Calderón. Fueron los físicos los que, durante nuestro tiempo, nos enseñaron a separarnos de lo objetivo, simple falsa ilusión, ya que el mundo objetivo, como ellos mismos lo afirman, no existe. Sí existe para el realismo socialista, pero es caricatura política pura, máscara de una máscara. Creo que Gracián está destinado a nuevas y fructíferas investigaciones, cada vez más descifradoras, empleando aquí su lenguaje, de nuevos horizontes literarios.

El tomo dedicado al tema de la “Ilustración europea” contiene también páginas de análisis llevado a cabo con la seriedad que los alemanes saben infundir a todos sus quehaceres. Salta a al vista la simpatía con que tratan los temas españoles, sobre todo en un siglo de enfrentamientos ideológicos y filosóficos, políticos al fin y al cabo, terminados con la invasión de España por las tropas francesas, a la que Roland Mortier llamó “la tragedia de la Ilustración española”. Y fue realmente una tragedia, ya que muchos españoles se habían convertido a las ideas de la Ilustración, Cadalso, Jovellanos, Moratín y demás, convencidos de la necesidad de una modernización, pero la irónica manera en que Montesquieu se ocupó de España en el capítulo LXXVIII de sus Cartas persas hirió profundamente a los españoles. Una carta de Bernardo de Iriarte a Voltaire protestando y quejándose contra Montesquieu, quedó sin respuesta. “Es posible, escribe Wilfried Floeck, en el capítulo sobre “La literatura de la Ilustración española”, que tales escritos apenas despertaran en España simpatía por los ilustrados franceses. Pero estuvieron especialmente afectados los ilustrados españoles, que se veían confusos entre el orgullo nacional herido y las ideas de la Ilustración francesa.” El romanticismo, poco tiempo después, resolvió el problema de modo más tajante y justo. Sin embargo, espíritus retrasados o nostálgicos no acaban de salir de la Ilustración.

Pero el problema de una literatura universal queda en el aire. Esperemos una respuesta satisfactoria en los últimos tomos de la obra. Me pregunto quién va a tener el valor de demostrar algo difícilmente demostrable en el horizonte científico actual: quiero decir, si es posible hablar, hoy precisamente, de una ciencia de la literatura.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



lunes, 4 de junio de 2007

El noble, el soldado y el monje


Si nos acercamos a la historia literaria de España nos encontramos de repente ante una realidad característica: los escritores más grandes del Siglo de Oro fueron soldados o monjes. La Iglesia y el Ejército hicieron posible el imperio ecuménico. Y gran parte de unos y otros pertenecieron a la nobleza. En un libro publicado recientemente en Italia, Il soldato gentiluomo –Autoritratto d´una societá guerriera: la Spagna del Cinquecento, Bolonia 1984, el profesor Rafaelle Puddu vuelve sobre el tema, en páginas de una gran sutileza crítica y de una gran actualidad. En un momento en que se nos quiere convertir a una sociedad de masas, cada vez más fantasmal y despegada de la realidad, este libro demuestra claramente que el hombre español lo que ambicionó a lo largo de sus mejores siglos fue convertirse en noble. Mientras en Francia todo fluye hacia la sociedad burguesa y el ejército mismo de la revolución iba a ser un ejército pequeño-burgués, empapado de ideales revolucionarios, destructores de cualquier libertad en Francia como en Europa, el ejército español se convirtió en una milicia de la pequeña nobleza, ambiente ideal para la creación de una nueva aristocracia y que llevará el peso de las grandes batallas  tanto ante Granada, como en Pavía y Mühlberg. Las mejores tropas de Carlos I fueron las españolas, vencedoras en todos los frentes. Si pensamos en Sancho Panza, como ejemplo, nos damos cuenta de que, al final de la primera parte del Quijote, el plebeyo campesino se había transformado poco a poco, en  contacto con los ideales aristocráticos del amo, en un pequeño caballero, tal como aparecerá a lo largo de toda la segunda parte de la novela cervantina.

Mientras Francia y otros países europeos, dirigidos por el espíritu maquiavélico condensado en El príncipe, van hacia una masificación del espíritu militar, en España, escribe Puddu, “la máxima aspiración de los populares no era la de derribar a la jerarquía del linaje, del poder o de la riqueza, sino de conquistar un status lo más posible aristocrático sirviendo al soberano, único patrono digno de un gentilhombre. El espíritu público castellano estaba caracterizado por el respeto de la tradición, de la ortodoxia y de la autoridad. “ La diferencia social entre unos ejércitos, educados en un espíritu cada vez más burgués, como sucedió no sólo en Francia, sino también en la Inglaterra de Cromwell, y el ejército español ceñido a la idea de élite, fue grande a lo largo de muchos siglos. En su libro El hidalgo y el honor, Alfonso García Valdecasas demostró lo mismo, poniendo de relieve la misma ambición que aguijoneaba a las clases bajas, en los siglos XVI y XVII en España y las empujaba a través del sentimiento de la honra, hacia ideales aristocráticos. El teatro de Lope de Vega supo ilustrar esta pugna.

Es así como España, sobre todo a través de Castilla, se vuelve una nación militar con ideales propios y transforma a los españoles en hidalgos, ante una sociedad europea cada vez más apegada a ideales materialistas y comerciales. Por este motivo, quizá los españoles no simpatizaron con Erasmo de Rótterdam, famoso por su antimilitarismo, entre otras cosas, y tampoco con un Maquiavelo cínico y ateo, cuya manera de enfocar el Estado no coincidía con la de los españoles. Durante dos siglos, los ideales españoles se imponen a los demás, justamente porque los ideales aristocráticos que empapaban la mentalidad de los tercios fueron capaces de crear un tipo humano de una valentía sin par, movido por ideas y convicciones evidentemente superiores a las de las demás naciones. También la disciplina de los tercios hundía sus raíces en la misma realidad.

El monje es complementario de este espíritu. Su actuación se integra también en una milicia, que se volverá “compañía” con Ignacio de Loyola, pero dominicos, franciscanos o jerónimos forman parte de la misma mentalidad que procede de las órdenes caballerescas de la Edad Media y que encuentran en España y sobre todo en Castilla un terreno muy propicio para el cultivo de sus principios. Se puede ser monje perteneciente a una orden humilde, basada en la plegaria y la limosna, pero el “esprit de corps” es el mismo. Y el escritor pertenecerá a la misma idea de servir con sus escritos en el marco de la misma sumisión, en el sentido medieval de la palabra. Por este motivo, la historia de España en general, como la de la literatura española en especial, son tan genuinas y originales. Cualquier actuación implicaba aquí una actitud caballeresca que se traducía en batallas y milicias en nombre de algo que era, unificados los ideales en un solo fin: Realeza, Estado, Letras, Religión se volvían una sola fe. Por este motivo, resulta imposible separar la Iglesia de lo que fue España, sobre todo en sus momentos de mejor entrega a sí misma.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)