martes, 27 de mayo de 2008

Historia de una literatura trágica


Hay dos literaturas trágicas en el mundo, las últimas quizá: la soviética y la hispanoamericana, dando cuenta de la historia actual de sus respectivos pueblos. Mientras el bienestar, el conformismo, la transformación del escritor occidental en cliente de lujo de la sociedad satisfecha, impide una relación auténtica entre la literatura y el hombre y comercializa o endemoniza al esclavo de la usura, allí donde el ser humano está encadenado, oprimido, internado en el gulag soviético o bien obligado a asistir impotente a la difusión de la plaga bíblica de la subversión económica, el escritor ha sustituido al héroe político y cuenta la tragedia cotidiana de los suyos Es la voz de una miseria jamás alcanzada hasta ahora por el hombre, ni siquiera en sus peores tiempos históricos. El exilio o el gulag, por un lado, la contemplación desde una falsa libertad cívica, por el otro, otorgan a los escritores soviéticos y a los hispanoamericanos unas posibilidades de desvelar la estatua de la verdad en tonos de tragedia, en una especie de tiempo privilegiado, parecido hasta cierto punto a la época en que los griegos sacaban los mismos matices de los terrores humanos ante lo desconocido y ante la inclemencia del destino. Podríamos decir, pues, que pocos novelistas de la segunda mitad del siglo XX hayan sabido bajar a las profundidades de este infierno como lo han hecho Pasternak, Bulgakov y Solzhenitsin (sin hablar de los exiliados, que forman otro frente, paralelo, de esta lucha en el nombre de la salvación de la esencia), y, desde la otra perspectiva, los grandes hispanoamericanos que se sitúan en algo así como un Big Bang de su propia literatura desde el mismo momento en que empiezan a separarse de la simple protesta política y a expresar lo humano concentrado en el drama representativo y simbólico de sus colectividades.

Ningún historiador literario se ha atrevido hasta la fecha a presentar las dos literaturas a las que aludo más arriba bajo este aspecto, que es el auténtico, puesto que son historiadores occidentales, engarzados en el conformismo, pero lo curioso es que ni siquiera dentro del espacio hispanoamericano, donde el novelista se atreve a hablar y a revelar, los especialistas han sido capaces de interpretarlos al debido nivel existencial. Casi todos ellos provienen del espacio crítico de las universidades norteamericanas, donde la novela del Sur es interpretada al simple nivel de la protesta social, del realismo mágico y, en líneas generales, de interesadas, subjetivas e inauténticas posiciones marxistas o estructuralistas, falsificadoras de la realidad literaria. Sin embargo, libros como Pedro Páramo, El siglo de las luces, La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta y también Tres tristes tigres pueden ser contemplados hoy en su luz verdadera, por encima de partidismos, caprichos críticos y prudencias universitarias. En el marco defraudante de la interpretación, el libro del profesor italiano Giuseppe Bellini, Historia de la literatura hispanoamericana (editorial Castalia, Madrid 1985), aparece como un primer esbozo, desde Europa, destinado a situar lo hispanoamericano en su justo nivel de vida. No es que se trate de una historia tan atrevida y real como yo la planteo en esta crónica, pero sí de un intento, por lo menos, destinado a acabar con mucha falsa leyenda y con algunos falsos mitos. Es evidente que una literatura tan vasta no puede caber en menos de setecientas páginas y que, lógicamente, ninguno de los autores tratados por Bellini llega a tener en el libro un retrato exhaustivo, pero esta sería tarea de los exegetas monográficos o de los historiadores nacionales. Resulta difícil hablar de Carpentier de Vargas Llosa en cuatro páginas y de Cortázar en tres, pero es este el rigor limitativo al que se somete el historiador de tan magna empresa. Se trata de enfocar más de veinte literaturas a lo largo de más de cuatro siglos y el esfuerzo puede resultar agotador por demasiado sintético. Y es lo que le sucede a Bellini a pesar de sus buenas intenciones. Sin embargo, merecía la pena saltar por encima de los prejuicios y escribir una historia así. Libro, pues, más que meritorio, quizás único en su objetividad, a menudo entusiasmante desde el punto de vista del observador sine ira et studio.

En la misma Introducción encontramos estas frases reveladoras. “No me cansaré de repetir que la verdadera función misionera de España, descontada la inevitable tragedia de la conquista, con sus dolorosas consecuencias, y la frecuente incomprensión ante lo diferente, fue la conservación esencial y la valoración de un inmenso patrimonio cultural indígena, mérito extraordinario de las órdenes religiosas a cuya obra inteligente debemos todos nuestros conocimientos del mundo precolombino.” Y más adelante: “Lo que importa, habida cuenta de los datos con que contamos, es poner de relieve que gran parte de la esencia cultural del mundo aborigen se ha salvado y acabó confluyendo como componente decisivo en la espiritualidad hispanoamericana, no en discordia, sino en productiva síntesis, manifestándose legítimamente en una lengua sin lugar a dudas importada, pero que sirvió para unificar la expresión del continente y, sobre todo, para insertar su presencia cultural en un concierto mucho más amplio.” Pensamientos que contradicen a los indigenistas politizados, cuyas conclusiones demenciales encontramos en el Canto General de Neruda y en la pintura, cada vez más afeada por el paso implacable del tiempo, de Diego Rivera y Siqueiros. Bellini logra definir de esta manera el descubrimiento, que fue una inmensa acción destinada a insertar un continente separado en el área cultural de Europa y, por ende, de la humanidad. Y fue la España religiosa la que preservó los monumentos culturales incaicos o aztecas y mayas y que fundó universidades desde mediados del siglo XVI. La magnitud en lo bello y lo universal de la literatura hispanoamericana actual no es sino la continuación de aquel acto fundacional, mientras la decadencia política no es más que una separación del mismo.

El primer capítulo de la Historia de Bellini es dedicado a la literatura precolombina, la náhuatl y la maya, en la zona azteca de la conquista, y la de los incas en el hemisferio austral. Poesía religiosa y metafísica, sobre todo, cantando la sumisión del hombre a los dioses, pero también la angustia kierkegaardiana ante la dureza inexplicable de Quetzalcoatl o hasta de la diosa madre y ante la presencia eterna de la muerte. Escribe Bellini: “El mundo náhuatl y el mesoamericano están dominados por la presencia de la muerte, y no es extraño que esta domine, junto con la influencia hispánica, y sobre todo Quevedo en el ámbito literario, incluso la poesía contemporánea de estas regiones, especialmente la mexicana.” Hay quien cree en una vida más allá de la muerte, destinada a la felicidad (“Dicen que en buen lugar, dentro del cielo/ hay vida general, hay alegría”), pero hay quien piensa que el más allá no es sino la nada. Es la duda precristiana, presente en casi todas las religiones llamadas paganas, cuyos fieles han vivido en todas las latitudes esta incertidumbre de la que han sido liberados por el mensaje del Nuevo Testamento. Y hay una poesía heroica en la que el poeta canta a los príncipes de antaño y lamenta la decadencia de los héroes actuales y su afeminamiento y su decadentismo, lo que explicaría, por lo menos en parte, la derrota espectacular ante la embestida de la nueva civilización española.

Estas antiguas resonancias brotan, por encima de los siglos, en la literatura hispanoamericana actual y encontramos su filosofía en Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, García Márquez o Juan Rulfo, entre otros. Sí, está presente en ellos, como bien lo observa Bellini, el influjo de Valle-Inclán, de Quevedo y del surrealismo, pero hay como una vuelta al mundo mágico precolombino en poetas y novelistas y que se combina felizmente con lo español y lo europeo. Sería este todo un tema para futuras reflexiones. ¿Hasta qué punto el retorno –como el retorno humanista en Italia por encima de la Edad Media cristiana- ha sido libertador? O, en otras palabras: ¿Cuál puede ser el destino de los trescientos millones de hispanohablantes una vez liberados del catolicismo y de lo español y entregados a la libertad mágica de sus comienzos? ¿No es más bien incaico o azteca el presidente de El otoño del patriarca? ¿No era mejor el Paraguay de los jesuitas que el de los demócratas seudoeuropeos? ¿Cuál ha sido el factor o los factores que han determinado un cambio profundo, y no para bien, de los pueblos hispanoamericanos durante el siglo XIX? ¿Tiene razón Sarmiento en su Facundo, criticando la herencia española, o José Hernández en Martín Fierro, alabándola? ¿Y cuál[es], por fin, han sido los frutos de las llamadas revoluciones, como la mejicana, hundiendo a todo un pueblo en la miseria y las tinieblas precolombinas? La falta general de una elite política, ante la presencia de una elite intelectual de primera magnitud, capaz de enderezar el destino de los argentinos, por ejemplo, puede achacarse al Renacimiento humanista, para no llamarlo de otra manera, que ha desencializado la psique de todos los pueblos hispanoamericanos y, de manera espectacular, a los argentinos. El colonialismo no ha sido aún desterrado y es posible afirmar, a través de los acontecimientos actuales, que, en realidad, ha empezado a comienzos del siglo XIX, en el mismo momento de la independencia. La literatura hispanoamericana, bajo sus aspectos más grandiosos y a través de sus novelas más desgarradoras y auténticas, no serían sino el espejo de esta tragedia.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)