lunes, 28 de julio de 2008

El secreto de Shakespeare


A lo largo de la década de los años 50, el crítico francés Paul Arnold trató de demostrar que toda la obra de Shakespeare giraba alrededor de ciertos secretos de tipo ocultista o esotérico y, en un libro titulado El esoterismo de Shakespeare (París, 1955), ilustraba su tesis al desocultarnos los misterios no sólo de La tempestad, sino también de Otelo y de Hamlet. Más tarde, en 1977, el mismo autor, insistiendo en el tema, publicó otro ensayo, Clave para Shakespeare (1977), analizando otras obras del dramaturgo inglés o volviendo sobre las ya explicadas. El éxito de aquellas interpretaciones no sobrepasó el de cierta elite relacionada con problemas de este tipo y la gente siguió admirando al autor de El mercader de Venecia por sus puras dotes dramáticas.

El tema, sin embargo, ha vuelto a apasionar a los intérpretes del pensamiento shakespeariano hasta el punto de que el profesor Martín Lings, de la Universidad de El Cairo, se decidiera a publicar un estudio titulado El secreto de Shakespeare (Ed. Atanor, Roma, 1986), afirmando que la obra del gran inglés está pletórica de símbolos iniciáticos y que personajes como Hamlet o el rey Lear algo tienen que ver con el misterio de la santificación, que ellos bajan al infierno (de la vida cotidiana más tensa y dolorosa) con el solo fin de redimirse y conocer, siguiendo, en este sentido, el derrotero de Dante.

También el estudioso italiano Rocco Montano acaba de publicar un libro titulado El concepto de tragedia en Shakespeare (Chicago, 1986), en el que afirma que, al ser el poeta un católico perseguido por los anglicanos, su obra reflejaría las persecuciones y sufrimientos de los suyos bajo el reino de Isabel, en la época de El Greco y de Felipe II. Vinculado al pensamiento de Petrarca y de Erasmo, el actor y autor dramático representó de manera oculta el doloroso itinerario en el tiempo de sus correligionarios y contemporáneos. Fragmentos enteros de sus dramas no hacen sino poner en clave teatral ideas católicas y partes de una doctrina sometida a una verdadera persecución por parte de la reina y de su gobierno, cuyos desmanes iban a acentuarse decenios más tarde en tiempos de Cromwell. Shakespeare sería, según estas últimas interpretaciones, un esotérico cristiano que, por temor a las represalias, escondía su mensaje detrás de la actuación de sus personajes.

Hay que tener en cuenta, cada vez que se vuelva sobre este apasionante asunto, que el siglo XVI ha sido uno de los más dados a este tipo de mentalidad, ocultista según algunos, esotérica según otros. Místicos neoplatónicos, como el maestro Eckart, Ruysbroek, Tauler de Estrasburgo y poco después Paracelso y Cornelio Agrippa formaban parte de las preocupaciones, lecturas y comentarios de la época, cuyo fin era el de esclarecer el destino del alma y la salvación espiritual. Tres años después de la representación de La tempestad, los rosacruces revelan al mundo su doctrina (en 1614 precisamente) y logran impresionar hasta tal punto a sus contemporáneos que personajes como Descartes y más tarde Spinoza y Leibniz tratan de contactarlos. Hoy sabemos que aquello fue un intento protestante de atacar a la Iglesia ya que, en el siglo XVIII, la masonería puede ser considerada como una continuación del rosacrucismo, siguiendo casi los mismos caminos. Quiero decir que las preocupaciones de Shakespeare, hasta en su defensa de lo católico, con todos los riesgos que esto suponía, eran de todos y que, de un modo católico o protestante, los rituales secretos, los símbolos, lo esotérico y lo ocultista eran tan de moda como hoy el deporte o la parapsicología.

Se ha comentado mucho y hasta la saciedad la tesis acerca de la identidad de Shakespeare, pero esto no tiene nada que ver con la persona que ha escrito su obra. Shakespeare puede ser el personaje enterrado en la iglesia de Stratford u otro, sin embargo, el autor de la obra que lleva su nombre vivió intensamente los acontecimientos de su tiempo y se dedicó sobre todo a defender ciertos valores que la iglesia cismática de Londres trataba de hundir. Es éste el secreto, quizá.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

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miércoles, 9 de julio de 2008

El cauce teológico y la huella heroica


Los libros extraordinarios han llegado últimamente a mi torre serrana, como para completar este horizonte situado entre la torre con cigüeñas de mi pueblo y la silueta gris de El Escorial. Dos libros que, de manera casi milagrosa, se completan el uno al otro: El Libro de la Pasión (Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1986), del chileno José Miguel Ibáñez Langlois, y un Libro de cetrería (Traité de la chasse au faucon, Editions de l´Herne, París, 1986), por Jean Parvulesco. Textos realmente estremecedores por el mensaje que llevan como pegado a cada sílaba y al ritmo interior de su posibilidad de expresión. Poca gente entiende lo que está sucediendo y tienen que ser los poetas, hoy como siempre, los reveladores de lo actual. Por esto hubo siempre, como en el poema de Hölderlin, “poetas para tiempos de desastre”.

Empecemos por el chileno, que es, además, crítico literario de El Mercurio de Santiago, autor de varios tomos de poesía y de una Introducción a la Literatura de la que di cuenta alguna vez en esta crónica. Su Libro de la Pasión es una versificación muy personal de los Evangelios, es lo que Papini llamó “la historia de Cristo”, pero puesta en lenguaje contemporáneo y poético a la vez, es una de las interpretaciones más ricas en contenido que jamás he leído. Y es una lástima que la producción literaria de un país tan interesante desde el punto de vista literario como es Chile no está presente en los escaparates de España porque, y sobre todo en este caso, aquello resulta a menudo revelador. Pocas veces en mi vida he leído una poesía tan convencedora, tan profundamente cristiana como este largo poema de Ibáñez Langlois que, a veces, resulta incluso conmocionante por la fuerza con que sabe acercarse al tema mayor de nuestra cultura y de nuestra civilización, que es el nacimiento, la presencia entre los hombres, la actuación y la muerte y resurrección de Nuestro Señor. Hubo momentos, a lo largo de la lectura, en que tuve que hacer esfuerzos sobre mí mismo para volver a encontrarme, para separarme del embrujo encantador de este libro que sabe contar nuestra historia más íntima y más trágica, más allá de cuyo conocimiento no existimos ni tenemos alguna probabilidad de conocernos alguna vez. El lenguaje es sencillo, casi periodístico, lleno de alusiones a nuestro tiempo y a su lenguaje, pero resulta tan poderoso y tan reconstructor de las bases mismas de nuestro ser que uno se encuentra como inmerso en el misterio que constituye la vida y la muerte de Cristo.

No sé qué fragmentos citar para que el lector de mi pálida interpretación tenga una idea remota de lo que es esta permanente intervención de lo divino en lo humano y de lo pasado en el presente: qué es la formación de la luna/ qué/ sino el efecto luminoso de la agonía del huerto/ los húmedos olivos crecían llorando hacia la divina sangre/ qué es el episodio de Adán y Eva/ sino la Pasión misma en su negativo/qué es/ qué es el origen del lenguaje humano y la invención del fuego/ sino el primer ensayo general del INRI sobre la tierra/ y ese fragor lejano que se llama historia de la humanidad/ qué es pues/ sino el último suspiro de la boca del crucificado muerto/ o acaso el primer suspiro que resucitó/ qué es la tercera guerra mundial sino/ Jesús que está en agonía hasta el fin del mundo/ todos los días son viernes santos todas las noches también/ que diga alguna noche que no es el crucificado...

Y cada fragmento de la historia de Cristo, desde el Nacimiento hasta la Resurrección, pasando por el fragmento tan impresionante de la Verónica, no hacen sino reconstituir, desde la profundidad, el derrotero de la humanidad desde que, como decía Pasternak, empezó a ser Historia, ya que todo lo que precede a Jesús no fue más que prehistoria. Desde entonces, todos los momentos de la humanidad están llenos de Cristo, como si, de repente, una vez consumado el drama de la Crucifixión y el milagro de la Resurrección, cada una de nuestras fibras se quedara como empapada por los momentos mayores de la vida y muerte de Cristo. El poema dedicado a la comparación, magna por cierto, entre Sócrates y Buda por un lado y Cristo por el otro, es una de las mejores interpretaciones teológicas y filosóficas de la diferencia. Por encima de filosofías y revelaciones, el cristianismo resulta ser lo que realmente fue: una religión traída aquí abajo por el Hijo mismo de Dios. De este modo, cualquier momento de su historia es ejemplar y simbólico hasta tal punto que cada uno de nosotros, desde entonces hasta el fin de los tiempos, esté vinculado estrechamente al desarrollo de aquel drama cósmico. Desde los tiempos en que leía los poemas de Claudel, algunos de los versos de Unamuno, algún que otro drama en verso de Eliot, no me había acercado a una poesía tan conmovedora y tan fielmente sometida a la Verdad. Ibáñez Langlois nos levanta de repente y de un modo muy auténtico y veraz hacia lo que somos. El dolor del hombre contemporáneo es el producto de una ignorancia, de una separación que lo aleja cada vez más de su entraña esencial existencial que es la Pasión. Yo diría que el mérito mayor de este poema fabulosamente sincero y eficaz reside en el hecho de que logre colocarnos en el centro vital de nuestra razón de ser.

El Tratado de cetrería de Jean Parvulesco, título simbólico también porque la táctica de la caza, en este caso, tiene como objeto las almas, lo que Dios caza entre los hombres, lo que la Gracia escoge para situar en una posición de sufrimiento, de herida y entendimiento. Las alusiones a Fátima, a Ezra Pound, a los mártires y caballeros medievales, firman una atmósfera que deja en libertad el vuelo visible del águila y la existencia del elegido. La caza tiene aquí un sentido divino y el caballero medieval es el personaje, apenas aludido pero presente, de un conjunto de poemas que trata de una cetrería, pero fuera del bosque o de la animalidad, directamente relacionada al vínculo esencial, el que une dramáticamente el hombre a su Dios. El lenguaje aquí es mucho más prolijo y sofisticado. Parvulesco maneja un idioma esotérico, aludiendo, a menudo citando, textos en latín, o a Lucia, la niña de Fátima cuyo nombre significa luz, instrumento que hizo posible su paso hacia nosotros: en el otro mundo, tengo innúmeros apoyos; mientras que aquí,/ en este no tengo más que a ti, oh adornante Lucia, paloma reclusa/ en el Carmel de Coimbra...

O estos versos sacados de uno de los poemas más bellos del libro que, hasta cierto punto, continúa la historia de Ibáñez Langlois, sin la cual ésta no hubiera sido posible: en las colinas abruptas, estos manzanos salvajes y/ estos viñedos, guarida de una pasión insatisfecha por donde/ corre la sangre/ de los muertos y de los vivos camino de la muerte/ es allí donde abandoné el sendero...

¿Cómo entender y justificar a Ezra Pound sin el calvario de la pineda de Pisa? ¿Cómo comprender lo mejor de Eliot sin los sacrificios multitudinarios de la Segunda Guerra? ¿O a Gottfried Benn? Y he citado a los poetas quizá más representativos de estos tiempos de desastre. Parvulesco no hubiera escrito poemas, o de otro modo, sin las mazmorras, los castigos, el hambre, las experiencias que tuvo que vivir en el cuerpo mismo de su alma, durante los años que nos separan de la paz que no acabó con ninguna guerra, sino que la volvió permanente. Creo que sólo pocos escritores, pero los mejores, hayan tenido el valor de acercarse a las causas y a los reales efectos de aquel acontecimiento en el que estamos todavía metidos y de cuyas consecuencias anímicas muchos no se dan cuenta. Heinrich Böll por supuesto que no, y tampoco los tocados por la muerte ideológica, pero sí algunos elegidos que han sabido otorgar a este tiempo los matices de un Libro de la Pasión. Nos encontramos sometidos a una prueba mayor, como en un proceso de iniciación, de la que sólo muy pocos saldremos beneficiados, en el sentido del conocimiento, y de la que la mayoría se considerará como participante beneficiosa y consumidora, pero de cuyos resultados nunca se enterará. El drama ha sido y es candente, crucificial diría, inventando una palabra que da cuenta y que empuja a algunos a considerar a este tiempo como a un tiempo último, apocalíptico.

Hubo otro tiempo, según la enseñanza de Parvulesco en esta versificación de nuestro calvario, en el que el hombre, representado por unas elites, estuvo a punto de conseguir el reino de Cristo en la tierra o, por lo menos, un acercamiento a la promesa. Pero aquello no fue posible por motivos que expusimos a veces en estas crónicas semanales. La Edad Media fue la época en que muchos corazones en tierras a las que Parvulesco llama “las Austrias”, en un sentido simbólico lleno de contenido esotérico y hasta de un sentido político muy sutil, muy relacionado con el bajofondo sattwico de Pound, alcanzaron un umbral. Con mucha dificultad y sacrificio, aquello llegó a llamarse imperio y Dante, los templarios y Enrique VII de Luxemburgo, igual que Federico II de Hohenstauffen un poco antes, pero no duró mucho. La promesa, tan difícilmente formulada y esclarecida, no pudo cumplirse. España fue quizás el último peldaño y el más alto en el marco de aquella subida. Y tanto Cervantes aquí, como Shakespeare del otro lado, fueron los últimos mensajeros del secreto imperial, mientras Quevedo cantaba, en versos y en prosa, lo que no pudo ser. Considero los poemas de Parvulesco, hombre situado en la sombra de “las Austrias”, como trozos sangrientos e iluminativos de aquel lejano acontecimiento que no deja, sin embargo, de insuflar vida a poetas de nuestro siglo, y me refiero sobre todo a Rilke y a Ezra Pound, quizá los mayores embajadores de una vieja tierra aparentemente perdida, en la que está cazando ahora un arquero real venido desde las tierras hiperbóreas del Sagitario. Su Tratado de Cetrería no sería, bajo este signo, sino un Libro de Horas vivido y contado bajo el encanto permanente de los Cantos Pisanos, formando una especie de terceto mágico para mover por el mundo de la guerra sin fin a los caballeros de la resignación. Su libertad es inclinarse ante el poder eterno.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

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