sábado, 20 de junio de 2009

Aproximación a Europa a través de Robert Musil


Escribe el autor de El hombre sin atributos: “Somos la primera época en la historia incapaz de amar a sus poetas”. En cuanto a la relación de esta época con la filosofía, dice: “Un pensamiento que pretende ser profundo, atrevido, original, pero que, hasta el momento, se limita exclusivamente al terreno racional y científico”. Creo haber encontrado en los ensayos que Musil publicó a lo largo de varios años, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, una de las claves más atrevidas y valederas de nuestro siglo. El libro se titula Sobre la estupidez y otros escritos (Arnoldo Mondadori Editore, Milán, 1986) y contiene, entre otros, tres o cuatro trabajos que llaman poderosamente la atención del lector de hoy, acostumbrado a asistir al espectáculo de la estupidez contemporánea, concentrada sobre todo en la invalidez y la corruptibilidad del intelectualismo marxista. Sólo si tuviéramos un día el valor de volver sobre la opinión que Kafka, Rilke, Musil, Thomas Mann, Unamuno y Ortega tuvieron acerca del materialismo dialéctico, podríamos tomar la medida del mal que esta falsa filosofía ha provocado en el hombre, a pesar de las advertencias que ellos han formulado en libros, conferencias o artículos. Lo mismo ha sucedido con el freudismo. Me di cuenta de ello antes de leer los ensayos de Musil, mientras terminaba con otra lectura, la de una biografía dedicada, hace años ya, a uno de los personajes femeninos más apasionantes de la segunda mitad del XIX y de la primera del XX, Lou Andreas Salomé (Mi hermana, mi esposa, por H. F. Peters, Plaza y Janés editores, Colección El Arca de Papel, Barcelona, 1980), a la que amaron Nietzsche, Rilke y todos los que se le acercaron, persona inteligente, atractiva, muy culta, síntesis quizá de la feminidad contemporánea, escritora, “madre, hermana y amante”, que ha sido capaz de hacer evolucionar a Rilke hacia la esencia de sí mismo. Interesante el hecho de que, al pretender Rilke hacerse psicoanalizar por Freud, a pesar de considerarle como “antipático y hasta repelente”, Lou Salomé, que se encontraba entonces en Viena estudiando el psicoanálisis y cautivando a Freud, se opuso a ello. Escribe Peters: “Se dice que, más tarde, Lou comentó que se había opuesto con todas sus fuerzas al psicoanálisis porque, según su opinión, la semilla de lo que después se conocería como las Elegías de Duino, de cuya existencia ella estaba segura, hubiera sido arrancada con el resto.” El papel destructivo del psicoanálisis aparece claramente en esta oposición por parte de una de las discípulas más fervientes del maestro vienés. De la misma manera podemos encontrar oposiciones encarnizadas al marxismo en los textos más hondos y más representativos de los genios del siglo. Una antología de los mismos resultaría muy aleccionadora y hasta sorprendente. Marxismo y psicoanálisis han sido, quizá, las causas profundas del mal que todavía padecemos, el uno en Occidente, el otro en el universo del gulag.

Europa padece de los dos males a la vez, territorio intermedio, situado en la encrucijada de los males. En uno de los ensayos más actuales de su libro, citado más arriba, titulado “Europa, abandonada a sí misma”, Musil analiza la situación de nuestro continente, quizá demasiado en función de su situación personal de austríaco desengañado por la derrota de 1918 y por la descomposición del imperio habsbúrgico, pero ya sabemos hasta qué punto aquel sistema político, tan tradicional y antiguo, era representativo de toda una situación continental. Hay varias conclusiones a las que llega Musil y que me gustaría poner de relieve aquí y comentar fugazmente. En primer lugar, la sensación del escritor de que “después de 1914 el hombre ha demostrado ser, sorprendiendo a todo el mundo, una masa más maleable de lo que se hubiera podido creer. ¿Por qué? Pues sencillamente porque “la naturaleza del hombre es capaz tanto de canibalismo como de la crítica de la razón pura”. Dentro de este espantoso abanico de posibilidades, el hombre europeo ha tenido un momento la posibilidad de corregir su trayectoria y ha sido al final del XVIII cuando creyó que “... dentro de nosotros existiera una fuerza y que bastaba con liberarla para que ella se expandiese con asombrosa facilidad”. La llamaban “razón” y colocaban sus esperanzas en una “religión natural”, en una “moral natural” y hasta en una “economía natural”. Ellos despreciaban la tradición y se creían capaces de reconstruir el mundo basándose en el espíritu. La tentativa, basada en supuestos teóricos demasiado frágiles, falló, dejando detrás un montón de ruinas.

En segundo lugar, por consiguiente, la Revolución francesa, seguida por la rusa, como causa de la masificación. Esta paulatina revelación de lo revolucionario como nefasta sustitución de lo tradicional, en el marco de una esperanza traducida a conceptos letales y caóticos y a hechos criminales universalizados, constituye uno de los hechos más importantes en la historia de la redención política del hombre, por llamar de alguna manera a lo que está sucediendo en el umbral mismo de 1989, fecha que va a servir, dentro de poco, a los ángeles caídos para ensalzar de nuevo su rebelión y su catástrofe, y para los demás, para desenmascarar el fraude.

En tercer lugar, una conclusión que envuelve lo político en general, como actuación y como filosofía de la vida en sociedad: el pragmatismo antiidealista, que fue fruto de la Revolución y del liberalismo, ha hecho coincidir en una sola casta, o clase dirigente, al político y al comerciante, conceptos afines “a pesar de todo lo que los separa”, afirma Musil. He aquí sus importantes consideraciones: “Las bases espirituales del capitalismo son las mismas: sólo se tienen en cuenta los hechos; sólo se confía en sí mismo; sólo se aferran los apoyos sólidos y se trabaja en serio; el hombre, el hombre tal como se presenta, es plenamente autónomo; y en el llamado tiempo libre será un desierto, el desierto del alma. La política, tal como la entendemos hoy, es la más clara antítesis del idealismo, para no decir su perversión. El hombre que especula con las rebajas de los hombres, que se llama “político realista”, considera como “reales” sólo las bajezas del hombre, porque cree que sólo en ellas puede confiar plenamente. No cuenta nunca con la convicción, sino siempre, y sólo, con la cerción [¿] y la astucia.” De este modo se ha podido alcanzar lo que Musil llama más adelante “el desprecio luciferino por la impotencia del idealismo. Un desprecio que no es sólo típico de los corrompidos, sino a menudo también de los hombres fuertes de nuestro tiempo”.

Si aplicamos esto a la vida política de los últimos decenios, en Europa, y también en España, podemos enfocarlo todo bajo una temible luz, reveladora de tantas desgracias. Lo pragmático nos ha sumido en una mentalidad de masa, incapaz de reaccionar tomísticamente y de quitarse de encima a los tiranos (políticos o comerciantes), creando al mismo tiempo un prototipo político de la más baja categoría, el hombre inculto que controla el poder desde la caverna de las urnas, pero goza del poder con la satisfacción mediocre del comerciante enriquecido y no con la consciencia del poder puro que hacía vibrar a los políticos de antaño, quiero decir de antes de la época de las revoluciones, cuando la masa era comunidad y cuando el pueblo apoyaba al caudillo, quiero decir al monarca, en su busca permanente de aventura que ensanchaba los límites no sólo de lo nacional, sino de lo humano. Hoy el político-comerciante lo que ensancha es su poder y su haber, y lo que esto hace menguar es el ideal, la felicidad y la novedad creadora de las comunidades, incapaces de salirse de lo económico.

Y, por fin, una curiosa y original, inesperada y cruel constatación sobre la corriente dominante en los tiempos en que Musil escribía sus obras maestras, me refiero al Hombre sin atributos y a Las cavilaciones del alumno Törless. . Al expresionismo llama “una payasada”. Esto ninguno de sus contemporáneos lo había afirmado, por lo menos con tanto desprecio. Es quizá una manera de poder explicarnos un hecho visible y poco comentado por la crítica oficial o universitaria: los genios de la época –me refiero a Kafka, Thomas Mann, Rilke, Hesse, el mismo Musil y otros- no se han acercado demasiado a la corriente dominante en la Alemania de entonces. Han aceptado algunas de sus ideas y revisiones, pero no se han dejado arrastrar ni por las polémicas ni por los entusiasmos. Había empezado entonces la descomposición política de las vanguardias, que iba a culminar con el surrealismo, descomposición en la que interpretó un papel preponderante Bertold Brecht con su inaceptable conversión a un comunismo deletéreo y fatal, del que sólo supo desprenderse demasiado tarde, durante la rebeldía obrera en el Berlín invadido ya por los soviéticos, primera rebelión seria contra el fantasma marxista y contra el ismo degradante más letal en la historia de Europa.

Volvemos con estas consideraciones sobre algo que hemos tocado varias veces en estas crónicas: el racionalismo nos separó de lo subjetivo y de lo personal y nos hundió en la objetividad. Escribe Musil: “La objetividad, por ello, es incapaz de constituir un orden humano, sino sólo un orden de las cosas.” Si el pensamiento no es capaz de insertarnos en el sentimiento, en un orden religioso y hasta místico, entonces no sirve más que para separarnos del hombre. Y es lo que ha sucedido. Basados en la esperanza de un “hombre nuevo”, desde 1789 hasta hoy, los europeos han envejecido, en el centro mismo de una separación fundamental. La esperanza iluminista se ha vuelto desesperación y desengaño y ha procreado en todos los continentes, pero sobre todo en los espacios del hombre blanco, protagonista de la nueva civilización y de los conceptos “revolucionarios”, un sinfín de reacciones, a menudo alocadas, universitarias, juveniles y menos juveniles, musicales y literarias, desde Rimbaud hasta Ezra Pound, pasando por las vanguardias, que no pueden dejar de impresionar al historiador del siglo XX como al del XIX, siglo de la posrevolución. El mismo concepto de decadencia es inconcebible e incomprensible si lo separamos de la historia de la revolución liberal, más tarde marxista. “Histórico –escribe Musil- es lo que nosotros mismos no haríamos.” Un “nosotros mismos” evidentemente tarado por los males antitradicionales de los tiempos contemporáneos. Ni Santa Teresa ni San Juan de la Cruz, y tampoco El Greco o Quevedo, a pesar de todo, hubieran dado de lo histórico una definición tan acobardada.

Vintila Horia, en El Alcázar, 30 de octubre de 1986

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