Dónde empiezan y dónde terminan los límites humanos de este
escritor es aún difícil decirlo. Fue un novelista, un pensador religioso, un
visionario, un moralista, un espejo de su tiempo... Todas estas posibilidades
juntas formarían quizá el rostro de Dostoievski, contemporáneo de tantos
grandes novelistas, perteneciente al siglo de Balzac, Flaubert, Dickens,
Tolstoi, Manzoni y otros, románticos o realistas, pero, como
ninguno, anunciador de un cambio.
Estamos lejos del optimismo demagógico de Víctor Hugo,
que pudo haber leído gran parte de los libros que Dostoievski publicó
entre 1860 y 1879 (Hugo fallece en 1885), y también de la exactitud con
la que el autor de Madame Bovary anotaba las sutilezas psíquicas del
alma femenina, tan representativa de la mediocridad del siglo y del burguesismo
materialista, y sin embargo los “Hermanos Karamazov” son de la misma época y
dicen más. Habría que trasladar a una computadora los inmensos datos que la
novela del siglo pasado nos brinda para saber algo sobre lo que todo aquello
preanuncia. Pero basta abrir Los endemoniados para saberlo en seguida,
escrito con claridad, negro literario sobre la blanca hoja del tiempo.
En su novela inacabada, titulada Bouvard y Pécuchet, Gustavo
Flaubert había recogido mucho material para poner en ridículo la fe del
burgués empapado de falsa ciencia, preparando con cada error y cada entusiasmo
los abismos que iban a seguirle. Pero el abuso de datos y acontecimientos, la
crítica demasiado visible que llevaba dentro como único mensaje, hicieron
fallar el blanco. Su libro es más bien humorístico que profético. Mientras en Los
endemoniados, aparecido en 1871, Dostoievski otorga al presente, de
forma directa y alucinante, poder determinante sobre el futuro. El diálogo,
casi al final del libro, entre Verkovenski y Stavroghin es un texto tan fuerte
y tan actual como la leyenda del Gran Inquisidor, inserta en el texto de Los
hermanos Karamazov.
Hay que partir desde la siguiente base para comprender aquel
escalofriante diálogo: para cualquier discípulo de Hegel la idea de
cambiar el mundo, de modificar al ser humano, sustituyéndose [sic] el
hombre a Dios en esta tarea cinceladora y demiúrgica, constituye algo al
alcance de la mano. La ciencia, aguzada por la filosofía materialista (o por la
confusión que establece el idealismo hegeliano entre la razón y la realidad),
permite cualquier reforma. El mundo es modificable porque es simple materia
muerta, perfectamente conocida, al alcance de la razón, o porque esta, al
confundirse con lo real, lo puede cambiar desde dentro. Se trata de un simple
truco, al que recurren en vano los medioambientistas de hoy, convencidos, como Lysenko,
de que basta modificar los caracteres de un ser o de una planta, en el
laboratorio y luego en el campo, para que estos caracteres adquiridos y a la
merced de nuestra voluntad, sean transmitidos a los herederos. Hoy sabemos que
esto no es verdad, pero en el segundo tercio del siglo pasado cualquier
modificación querida por el hombre implicaba beneficios incalculables para el
futuro de la humanidad. Nadie recordaba la experiencia del barón de
Frankenstein, descrita por Mary Shelley a principios del siglo XIX y lo
que la ciencia podía ser capaz de engendrar.
Igual que en El hombre invisible de H. G. Wells,
lo que se le ocurre a Verkovenski, empujado, como Bouvard y Pécuchet, por las
fatales conclusiones del siglo, es que un grupo de hombres decididos, amigos de
la “ciencia” como diría un marxista de hoy, podría reformar al sociedad, de tal
manera como para transformarla en algo muy dócil y manejable. Bastaba con
aplicar ciertos principios e imponer ciertas reglas en el juego político
social. Dice Verkovenski: “Necesitamos una corrupción ilimitada, innoble, capaz
de transformar al hombre en un insecto inmundo, vil, cruel y egoísta. Eso es lo
que necesitamos.” ¿Cómo llegar a la corrupción ilimitada? Sencillo: en la
sociedad del futuro, soñada por Verkovenski, lo que hacía falta era imponer a
los ciudadanos la obligación del espionaje. Todos tenían que comunicar a la
policía lo que hacían los demás. “Cada cual pertenece a todos y todos
pertenecen a nadie. Todos los hombres son esclavos e iguales en la esclavitud;
en casos extremos se puede utilizar la calumnia y el asesinato, pero lo
importante es que todos sean iguales. En primer lugar se rebaja el nivel de la
educación, de las ciencias y de los talentos. El alto nivel no es accesible más
que a los talentos, de manera que ¡nadie con talento! Los hombres de talento
acaban siempre por conquistar el poder y se transforman en déspotas. No pueden
hacer otra cosa; siempre han hecho antes el mal que el bien. Habrá que
eliminarlos, o matarlos. Cicerón tendrá la lengua cortada. Copérnico tendrá los
ojos cegados, Shakespeare será lapidado... Los esclavos deben ser iguales. Sin
despotismo nunca ha habido ni libertad ni igualdad. Y la igualdad debe reinar
sobre el rebaño.” Y más adelante, en esta increíble apertura hacia lo que
tratará de imponer en Rusia la revolución leninista: “El deseo de instruirse
constituye de por sí un deseo aristocrático. Si dejamos prosperar la familia y
el amor, inmediatamente nacerá el deseo de propiedad. Pues mataremos este
deseo. Haremos progresar en cambio la embriaguez, la calumnia, la delación;
empujaremos a los hombres hacia una orgía sin límites, destruiremos en huevo a
cualquier genio... Los esclavos deben tener señores. Obediencia total,
despersonalización absoluta; pero cada treinta años serán autorizadas unas
convulsiones, y entonces todos se arrojarán unos contra otros y se devorarán
recíprocamente; pero solo hasta ciertos límites, para vencer el tedio.”
Con estos ideales, Verkovenski pensaba poder levantar a los
rusos en el nombre de un futuro mejor. Parecía aquello el sueño de un loco,
algo cruel y ridículo a la vez, pero sabemos perfectamente, desde la perspectiva
de tantos acontecimientos actuales, que Verkovenski era la encarnación del
ideólogo del siglo XX, cuidadosamente elaborado y perfeccionado por el
pensamiento nihilista, hegeliano-marxista, del siglo XIX. Albert Camus
describe la evolución de dicho proceso en su ensayo, hoy casi olvidado,
titulado el hombre en rebeldía. La sociedad creada por Lenin y llevada
por Stalin a su auténtico apogeo verkovenskiano, la encontramos en Los
endemoniados. Dostoievski lo que hace es solo preanunciar el nuevo
reino de 1917. El grupo de visionarios, al que el autor coloca en una pequeña
ciudad de provincia rusa, va a constituirse en el núcleo ideal, situado en el
caldo de cultivo ideal, para que el futuro se cumpla. Los horrores que este
puñado de posesos cometerían en pocos meses, los incendios y los crímenes, pero
también las palabras y las ideas, están en la base del mundo de hoy. Casi nos
hemos olvidado de que aquello empezó alguna vez, y no en 1917, sino en un
libro, como sucede siempre. El pequeño grupo se volvió partido ecuménico y
Vekovenski y Stavroghin están en el poder en muchos países. Vemos sus rostros
en la televisión y en la primera página de los periódicos. Y no nos asustan ya.
Porque nos hemos acostumbrado con [sic] ellos, porque el mal ha
sustituido al bien, y esto ha dejado de conmovernos; o porque prevemos, desde
las profundidades del inconsciente, y con la ayuda de Dostoievski y de
otros como él, el fin de la pesadilla. Los endemoniados están en el poder, pero
este tiene límites y la fecha de su caída esté quizá a la vista.
Vintila Horia,
en El Alcázar, 28 de marzo de 1978