De los veinticinco tomos formando parte de la Literatura Universal dirigida por Klaus von See, sólo han salido dos hasta la fecha, en traducción española, si los dos tomos que yo poseo son los primeros y los últimos publicados (Editorial Gredos, Madrid, tomo 9-10 dedicado al “Renacimiento y Barroco”, bajo la dirección de August Buck y tomo 13 dedicado a la “Ilustración europea”, dirigido por Jürgen V. Stackaelberg, ambos de 1892). Obra más que respetable, auténtica enciclopedia del saber literario realmente universal, ya que abarca las literaturas del mundo entero y no sólo la occidental, lo que acerca la historiografía literaria a la historia y a la filosofía de la historia universal, en un período en que el alma de los pueblos, como acción y como letras, se nos presenta en el marco de su magnitud ecuménica. Difícilmente pudieron Alfonso X, Bossuet o Vico filosofar en torno a la historia universal, en un momento en que el universo era el Mediterráneo y, más tarde, parte de las Américas y un Oriente más bien exótico que real, mientras el esfuerzo de Spengler o el de Toynbee, como el admirable libro de historia literaria dirigido por Klaus von See, responden a un interés y a unas posibilidades apoyados en un conocimiento por primera vez universal. Fueron los cubistas quienes se plantearon el problema de una psique unificada y cuando Paul Morand, en el marco de dicha vanguardia, contemplaba bajo esta perspectiva su Nada más que la tierra (Rien que la terre), trataba de dar cuenta de un espacio anímico tan unitario y tan reducido a sus proporciones humanas, por primera vez aprensibles debido a los medios de transporte que aminoraban el mismo concepto de universal y reducían los hombres a lo humano, con todos los riesgos que esta operación incluye.
¿Es esta obra demasiado o demasiado poco? Resulta difícil y hasta arriesgado juzgar el conjunto a través de sólo dos tomos y me hubiera gustado, evidentemente, haber podido empezar la lectura de esta magna obra con los volúmenes dedicados a la Literatura Actual y a la Metodología de la ciencia literaria. Con el primero porque tengo más probabilidades de medir el arte y la sabiduría de los autores a través de algo que es mi contemporáneo y ver hasta qué punto los críticos e historiadores literarios del siglo XX hayan [sic] sabido permanecer dentro del marco de una elemental objetividad; el segundo porque, al formular en un título un concepto tan grave como el de “ciencia literaria”, implica una intencionalidad. La literatura sería tan capaz de aprehender su propia realidad , como la física es capaz de enfrentarse con el objeto de su investigación. La literatura, según los colaboradores que aquel último tomo tenga, sería tan investigable, tan dispuesta a revelar sus leyes, como una estrella para un astrofísico o una molécula para un especialista en física cuántica. ¿Podría ser el estructuralismo la clave mayor para tal desocultamiento? Me imagino que no, y si me imagino que sí, peor para el libro y su método. ¿Es posible, pues, hablar hoy de una “ciencia literaria”, y en nombre de qué?
Durante los años 20, un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bucarest, Miguel Dragomirescu, enseñaba a sus alumnos las leyes de la “ciencia literaria” y publicó en París, en aquella época, un libro dedicado al tema. Se trataba de una teoría relacionada con el éxito de las ciencias exactas, pero sigo creyendo que la literatura, como el arte, o como el ser humano considerado como sujeto y no como objeto, se resisten a encajar en fórmulas y leyes exactas y que se dejan dominar más bien por lo que los físicos mismos llaman “principio de indeterminación” o “de incertidumbre”, lo que abre puertas mucho más interesantes y valederas hacia un conocimiento del arte. Es la intuición lo que determina (y pido perdón por emplear aquí esta palabra) tanto la esencia y la actuación del genio, como el entendimiento del lector. Nadie podrá nunca explicarme de manera coherente cómo ha sido creado el Quijote y tampoco podremos obligar a nadie a interpretar y amar El entierro del señor de Orgaz según un principio u otro, según un solo criterio quiero decir. Cada genio es un mundo indeterminable y tan indescifrable desde una clave determinista como lo es su obra para quien la lee o la contempla. De manera que la pregunta sigue en pie: ¿De qué ciencia literaria se trata? Quiero decir: ¿De qué método para considerar lo literario como objeto? Me lo pregunto con cierta inquietud.
Podría destacar, dentro del conjunto de artículos o capítulos de los dos tomos aparecidos: “Doctrinas literarias del Renacimiento y el Barroco”, por August Buck, o el largo y excelente capítulo dedicado por Leo Pollmann a la “Épica renacentista”, en el que coloca en un mismo nivel de calidad Los Lusíadas, de Camoens y La Araucana, de Ercilla, obras maestras de la épica renacentista, junto con las de Tasso y Ariosto, al lado del fracaso de la Francíada, de Ronsard, uno de los mayores poetas líricos franceses del XVI, pero mal relacionado con la musa homérica. Me parece de mucho interés volver a hablar hoy de Ercilla, porque su epopeya araucana pone de relieve la libertad de la que gozaban los españoles en un siglo considerado como un auge espiritual y político de España y, también, como un trozo de humanidad, según la leyenda negra, oprimido por la Inquisición. Lo que hace Ercilla es elogiar a un indio pagano y salvaje, pero heroico, defensor de su pueblo ante las embestidas de la conquista. Goza de más aprecio Caupolicán que el capitán general de Chile, don García Hurtado de Mendoza, diferencia de trato que se resolvió más tarde a desfavor del poeta, pero interviniendo en la intriga no lo religioso o lo nacional sino la envidia y el rencor de un noble más poderoso que el poeta ante la corte de entonces. Esto no impidió a Ercilla publicar, una tras otra, las tres partes de su epopeya, con igual éxito, sin que a nadie se le ocurriera condenarlo por su admiración dedicada a los indios. Tales elogios de un pueblo enemigo no encontramos a menudo en la historia de la literatura europea. Habría que volver a los Persas, de Esquilo para medir correctamente los sentimientos de Ercilla, lo que no deja de sorprender a quien no conozca desde dentro los sentimientos que movían a los grandes españoles de entonces, empujados en su deseo de conquista más bien por el afán religioso y soteriológico que por el material. Un indio pagano podía ser un héroe, igual que un español, de la misma manera en que un indio bautizado podía formar parte de la misma Ciudad de Dios, sólo en el marco de la conquista española. Amplios y respetables son los capítulos consagrados al Siglo de Oro español por Horst Baader y Eberhard Müller-Bochat, como también el capítulo sobre “Gracián y la moralística española”, por Gerhart Schröder, insistiendo este último sobre la relación entre El criticón y el manierismo. En efecto, el mérito más esclarecedor de Gracián, y, sobre todo en las páginas de su obra maestra, es el de haber sabido transformar al escritor en un “descifrador”, lo que representa una diferencia de enfoque comparando el Barroco y el Renacimiento. “Si el descubrimiento de las leyes de la perspectiva espacial significa, en el Renacimiento, la objetivación de las cosas percibidas, en el siglo XVI el sujeto perceptor salta al primer plano y se convierte él mismo en tema central, en el juego con el engaño o ilusión perspectivista del proceso de percepción”. Observación muy sutil que da cuenta del cambio que se produce en la obra del El Greco y continúa en Velázquez, mientras en la literatura encontramos la sustitución del mundo objetivo por el subjetivo en Cervantes, en el mismo Gracián, pero también en Quevedo y Calderón. Es la manera característica en que va a proceder el expresionismo y, también, el nuevo conceptualismo de la novela del siglo XX, manierista hasta el punto en que Musil nos aparece como procedente de Calderón. Fueron los físicos los que, durante nuestro tiempo, nos enseñaron a separarnos de lo objetivo, simple falsa ilusión, ya que el mundo objetivo, como ellos mismos lo afirman, no existe. Sí existe para el realismo socialista, pero es caricatura política pura, máscara de una máscara. Creo que Gracián está destinado a nuevas y fructíferas investigaciones, cada vez más descifradoras, empleando aquí su lenguaje, de nuevos horizontes literarios.
El tomo dedicado al tema de la “Ilustración europea” contiene también páginas de análisis llevado a cabo con la seriedad que los alemanes saben infundir a todos sus quehaceres. Salta a al vista la simpatía con que tratan los temas españoles, sobre todo en un siglo de enfrentamientos ideológicos y filosóficos, políticos al fin y al cabo, terminados con la invasión de España por las tropas francesas, a la que Roland Mortier llamó “la tragedia de la Ilustración española”. Y fue realmente una tragedia, ya que muchos españoles se habían convertido a las ideas de la Ilustración, Cadalso, Jovellanos, Moratín y demás, convencidos de la necesidad de una modernización, pero la irónica manera en que Montesquieu se ocupó de España en el capítulo LXXVIII de sus Cartas persas hirió profundamente a los españoles. Una carta de Bernardo de Iriarte a Voltaire protestando y quejándose contra Montesquieu, quedó sin respuesta. “Es posible, escribe Wilfried Floeck, en el capítulo sobre “La literatura de la Ilustración española”, que tales escritos apenas despertaran en España simpatía por los ilustrados franceses. Pero estuvieron especialmente afectados los ilustrados españoles, que se veían confusos entre el orgullo nacional herido y las ideas de la Ilustración francesa.” El romanticismo, poco tiempo después, resolvió el problema de modo más tajante y justo. Sin embargo, espíritus retrasados o nostálgicos no acaban de salir de la Ilustración.
Pero el problema de una literatura universal queda en el aire. Esperemos una respuesta satisfactoria en los últimos tomos de la obra. Me pregunto quién va a tener el valor de demostrar algo difícilmente demostrable en el horizonte científico actual: quiero decir, si es posible hablar, hoy precisamente, de una ciencia de la literatura.
¿Es esta obra demasiado o demasiado poco? Resulta difícil y hasta arriesgado juzgar el conjunto a través de sólo dos tomos y me hubiera gustado, evidentemente, haber podido empezar la lectura de esta magna obra con los volúmenes dedicados a la Literatura Actual y a la Metodología de la ciencia literaria. Con el primero porque tengo más probabilidades de medir el arte y la sabiduría de los autores a través de algo que es mi contemporáneo y ver hasta qué punto los críticos e historiadores literarios del siglo XX hayan [sic] sabido permanecer dentro del marco de una elemental objetividad; el segundo porque, al formular en un título un concepto tan grave como el de “ciencia literaria”, implica una intencionalidad. La literatura sería tan capaz de aprehender su propia realidad , como la física es capaz de enfrentarse con el objeto de su investigación. La literatura, según los colaboradores que aquel último tomo tenga, sería tan investigable, tan dispuesta a revelar sus leyes, como una estrella para un astrofísico o una molécula para un especialista en física cuántica. ¿Podría ser el estructuralismo la clave mayor para tal desocultamiento? Me imagino que no, y si me imagino que sí, peor para el libro y su método. ¿Es posible, pues, hablar hoy de una “ciencia literaria”, y en nombre de qué?
Durante los años 20, un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bucarest, Miguel Dragomirescu, enseñaba a sus alumnos las leyes de la “ciencia literaria” y publicó en París, en aquella época, un libro dedicado al tema. Se trataba de una teoría relacionada con el éxito de las ciencias exactas, pero sigo creyendo que la literatura, como el arte, o como el ser humano considerado como sujeto y no como objeto, se resisten a encajar en fórmulas y leyes exactas y que se dejan dominar más bien por lo que los físicos mismos llaman “principio de indeterminación” o “de incertidumbre”, lo que abre puertas mucho más interesantes y valederas hacia un conocimiento del arte. Es la intuición lo que determina (y pido perdón por emplear aquí esta palabra) tanto la esencia y la actuación del genio, como el entendimiento del lector. Nadie podrá nunca explicarme de manera coherente cómo ha sido creado el Quijote y tampoco podremos obligar a nadie a interpretar y amar El entierro del señor de Orgaz según un principio u otro, según un solo criterio quiero decir. Cada genio es un mundo indeterminable y tan indescifrable desde una clave determinista como lo es su obra para quien la lee o la contempla. De manera que la pregunta sigue en pie: ¿De qué ciencia literaria se trata? Quiero decir: ¿De qué método para considerar lo literario como objeto? Me lo pregunto con cierta inquietud.
Podría destacar, dentro del conjunto de artículos o capítulos de los dos tomos aparecidos: “Doctrinas literarias del Renacimiento y el Barroco”, por August Buck, o el largo y excelente capítulo dedicado por Leo Pollmann a la “Épica renacentista”, en el que coloca en un mismo nivel de calidad Los Lusíadas, de Camoens y La Araucana, de Ercilla, obras maestras de la épica renacentista, junto con las de Tasso y Ariosto, al lado del fracaso de la Francíada, de Ronsard, uno de los mayores poetas líricos franceses del XVI, pero mal relacionado con la musa homérica. Me parece de mucho interés volver a hablar hoy de Ercilla, porque su epopeya araucana pone de relieve la libertad de la que gozaban los españoles en un siglo considerado como un auge espiritual y político de España y, también, como un trozo de humanidad, según la leyenda negra, oprimido por la Inquisición. Lo que hace Ercilla es elogiar a un indio pagano y salvaje, pero heroico, defensor de su pueblo ante las embestidas de la conquista. Goza de más aprecio Caupolicán que el capitán general de Chile, don García Hurtado de Mendoza, diferencia de trato que se resolvió más tarde a desfavor del poeta, pero interviniendo en la intriga no lo religioso o lo nacional sino la envidia y el rencor de un noble más poderoso que el poeta ante la corte de entonces. Esto no impidió a Ercilla publicar, una tras otra, las tres partes de su epopeya, con igual éxito, sin que a nadie se le ocurriera condenarlo por su admiración dedicada a los indios. Tales elogios de un pueblo enemigo no encontramos a menudo en la historia de la literatura europea. Habría que volver a los Persas, de Esquilo para medir correctamente los sentimientos de Ercilla, lo que no deja de sorprender a quien no conozca desde dentro los sentimientos que movían a los grandes españoles de entonces, empujados en su deseo de conquista más bien por el afán religioso y soteriológico que por el material. Un indio pagano podía ser un héroe, igual que un español, de la misma manera en que un indio bautizado podía formar parte de la misma Ciudad de Dios, sólo en el marco de la conquista española. Amplios y respetables son los capítulos consagrados al Siglo de Oro español por Horst Baader y Eberhard Müller-Bochat, como también el capítulo sobre “Gracián y la moralística española”, por Gerhart Schröder, insistiendo este último sobre la relación entre El criticón y el manierismo. En efecto, el mérito más esclarecedor de Gracián, y, sobre todo en las páginas de su obra maestra, es el de haber sabido transformar al escritor en un “descifrador”, lo que representa una diferencia de enfoque comparando el Barroco y el Renacimiento. “Si el descubrimiento de las leyes de la perspectiva espacial significa, en el Renacimiento, la objetivación de las cosas percibidas, en el siglo XVI el sujeto perceptor salta al primer plano y se convierte él mismo en tema central, en el juego con el engaño o ilusión perspectivista del proceso de percepción”. Observación muy sutil que da cuenta del cambio que se produce en la obra del El Greco y continúa en Velázquez, mientras en la literatura encontramos la sustitución del mundo objetivo por el subjetivo en Cervantes, en el mismo Gracián, pero también en Quevedo y Calderón. Es la manera característica en que va a proceder el expresionismo y, también, el nuevo conceptualismo de la novela del siglo XX, manierista hasta el punto en que Musil nos aparece como procedente de Calderón. Fueron los físicos los que, durante nuestro tiempo, nos enseñaron a separarnos de lo objetivo, simple falsa ilusión, ya que el mundo objetivo, como ellos mismos lo afirman, no existe. Sí existe para el realismo socialista, pero es caricatura política pura, máscara de una máscara. Creo que Gracián está destinado a nuevas y fructíferas investigaciones, cada vez más descifradoras, empleando aquí su lenguaje, de nuevos horizontes literarios.
El tomo dedicado al tema de la “Ilustración europea” contiene también páginas de análisis llevado a cabo con la seriedad que los alemanes saben infundir a todos sus quehaceres. Salta a al vista la simpatía con que tratan los temas españoles, sobre todo en un siglo de enfrentamientos ideológicos y filosóficos, políticos al fin y al cabo, terminados con la invasión de España por las tropas francesas, a la que Roland Mortier llamó “la tragedia de la Ilustración española”. Y fue realmente una tragedia, ya que muchos españoles se habían convertido a las ideas de la Ilustración, Cadalso, Jovellanos, Moratín y demás, convencidos de la necesidad de una modernización, pero la irónica manera en que Montesquieu se ocupó de España en el capítulo LXXVIII de sus Cartas persas hirió profundamente a los españoles. Una carta de Bernardo de Iriarte a Voltaire protestando y quejándose contra Montesquieu, quedó sin respuesta. “Es posible, escribe Wilfried Floeck, en el capítulo sobre “La literatura de la Ilustración española”, que tales escritos apenas despertaran en España simpatía por los ilustrados franceses. Pero estuvieron especialmente afectados los ilustrados españoles, que se veían confusos entre el orgullo nacional herido y las ideas de la Ilustración francesa.” El romanticismo, poco tiempo después, resolvió el problema de modo más tajante y justo. Sin embargo, espíritus retrasados o nostálgicos no acaban de salir de la Ilustración.
Pero el problema de una literatura universal queda en el aire. Esperemos una respuesta satisfactoria en los últimos tomos de la obra. Me pregunto quién va a tener el valor de demostrar algo difícilmente demostrable en el horizonte científico actual: quiero decir, si es posible hablar, hoy precisamente, de una ciencia de la literatura.
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