Estamos de vuelta de muchas cosas, pero todo gira alrededor de lo esencial, que es la fe y el cristianismo. Si vuelve el latín, pues volverá la Edad Media, lo que obligará a muchos no sólo a corregir lo que mal pensaban de la época más gloriosa del cristianismo y de su enseñanza aplicada al libro cotidiano de las horas, sino también a modificar la opinión en que tenían a España como baluarte de una Iglesia que brilló con sus mejores luces dentro del tiempo de la Edad Media, en el que España se quedó sola, una vez abandonada por la Iglesia su relación con lo gótico. Va a ser muy curioso, en cuanto futurible, un hecho que ya estamos presintiendo: el momento en que alguien se va a atrever a llamar “edad oscura” al Renacimiento y al humanismo, alguien dotado de bastante clarividencia y de bastante valor personal como para explicarnos cómo y por qué la separación realizada entre la iglesia y el espíritu de la Edad Media, ya desde el siglo XV, coincidió con la decadencia de tantas cosas, en el marco mismo de la Roca de Pedro, como también dentro de la mentalidad occidental.
Vuelvo a afirmar, para mejor esclarecer lo que acabo de decir, que la tesis humanista, y antiespañola, según la cual el descubrimiento de las Américas ha sido posible desde una perspectiva humanista y renacentista es falsa: al contrario, el descubrimiento por parte de Cristóbal Colón, apoyado por los Reyes Católicos, ha sido posible dentro del marco de una mentalidad medieval, quiero decir, ecuménica, o sea, universal. Ninguna corte humanista europea ha ayudado o alentado a Colón, mientras este encontraba el apoyo material y moral necesarios allí donde no se habían apoderado de las almas ni la aegritudo petrarquista, ni el concepto limitado del estado nacional maquiavélico, ni el de política amoral, ni el de cúpula clásica sustituyendo la aguja gótica o cristiana. Porque, realmente, el cambio arquitectónico que se produce en Europa, menos en España hasta muy entrado el siglo XVI, debe de convencernos de que el retorno a lo clásico ha sido también un retorno, si no total, por lo menos parcial, pero de mucho peso intelectual, a lo pagano. España resistió la embestida humanista hasta muy entrado el XVII y dejó de ser medieval, o sea, gótica y ecuménica, sólo después de la muerte de Calderón y el reino de los dos últimos Austrias. Carlos II fue un personaje gótico, qué duda cabe, pero minimizado ya por su hechizo y por su mismo aspecto de gárgola caricaturesca, como desprendida del tejado de una catedral. Pero el esfuerzo había sido hecho ya y los Siglos de Oro tienen en la historia su aspecto característico, mientras el murmullo de batalla que se levanta por encima de ellos da cuenta todavía, como un eco lejano y auténtico, de lo que estaba en juego, quiero decir en el trágico juego histórico en el que España dejó su peso específico, como rastro imperecedero en todo el mundo, en la literatura como en el arte, en la política como en el derecho y la filosofía. Es inútil rechazar lo mejor. Siempre volverá a la superficie y, además, sin el apoyo interesado de nadie.
Tengo delante de mí varios libros sobre la Edad Media. Una segunda edición de 1983, por ejemplo, de San Bernardo y el arte cisterciense (Ed. Taurus, Madrid), subtitulado, no sé por qué, “El nacimiento del gótico”, ya que pocas noticias nos da el autor, Georges Duby, sobre dicho nacimiento. Libro muy bien hecho y correctamente pensado sobre el esfuerzo interior del Cister, sobre la personalidad deslumbrante de Bernardo de Claraval, sobre el misterio mismo de la construcción cisterciense, sobre la separación entre caballeros y siervos dentro de la organización misma de la orden y sobre la decadencia de esta en el momento en que los abusos y la riqueza se apodera de la obra de San Bernardo. ¿No sucederá lo mismo con los franciscanos, los templarios, los dominicos, hoy mismo con los jesuitas? La cosas de la tierra, aunque inspiradas por las mejores intenciones, llevan dentro una especie de destino genético y otorgan a instituciones, fundaciones, órdenes de todo tipo, una semblanza casi orgánica: nacen, se desarrollan, alcanzan un auge bien visible en el tiempo y empiezan a decaer, agonizan y mueren, a veces después de siglos de resistencia contra la muerte. Son como las civilizaciones descritas por Spengler, que se parecen a los árboles y a los seres humanos, desde su primer brote hasta su caída.
Me hubiera interesado más, sin embargo, una explicación del nacimiento del estilo gótico, no muy bien enfocado y menos bien desarrollado en este ensayo quizá demasiado técnico y erudito, y que se deja escapar lo fundamental. ¿De dónde proviene el estilo de las catedrales? ¿Del románico, como una culminación y florecimiento del mismo, o entra por la puerta oriental de Europa, desde las lejanías de Armenia? ¿Podemos, sí o no, establecer una relación entre San Bernardo y los templarios, entre la presencia de estos en Jerusalén y su retorno a España, pocos años después de realizar sus investigaciones en los sótanos del templo de Salomón, como sostienen los entendidos en esta clase de misterios? ¿Es “gótico” nada más y nada menos que “art got” o sea “argot” o arte secreto? Y si esto no es más que pura fantasía, a menudo interesada en deformar el mensaje y el origen, ¿dónde está el “nacimiento del gótico”, como se pregunta Georges Duby, pero sin contestar a su propia pregunta? Porque las invenciones, suposiciones y falsas argumentaciones en relación con el misterioso origen del arte más cristiano de todos los tiempos son ya legión. Estilo bárbaro, pues, ya que vinculado necesariamente con las invasiones germánicas y que desembocan, una vez convertidas y civilizadas, en las maravillas, tan sutiles, fervorosas y constantes en su secretum, de la catedral, a la que el joven Goethe creía alemana de origen y que, en el fondo, fue obra de San Bernardo. Pero, ¿cómo? Ya que el santo francés no era arquitecto. La inspiración pudo venir desde otro nivel, pero los especialistas no estarían de acuerdo con una tesis así. Lo malo es que tampoco ellos tienen una clave satisfactoria.
Tengo también ante los ojos algunos libros de Régine Pernoud, la gran especialista francesa, autora de una historia de Abelardo y Heloísa (editada hace algunos años por Espasa-Calpe en la colección Austral), y de un ensayo más reciente sobre Las luces de la Edad Media, título muy logrado, ya que opone la auténtica luz de una cultura religiosa, creadora de todas nuestras modernidades, a aquel falso “siglo de las luces” que acabó con casi todas las libertades de expresión, en el sentido auténtico de las cosas, quiero decir cristiano, y supo sustituir la evolución por la revolución, cosa mala de por sí, y la Bastilla por la guillotina y más tarde por el gulag y sus mortíferos derivados. Sabemos hoy hasta qué punto fue falsa la denominación de oscurantismo que los discípulos del payaso más elocuente de la literatura de todos los tiempos que fue el señor Voltaire, dieron a la Edad Media. Dice Régine Pernoud (en una entrevista que otorga a Isabella Rauti, publicada por Il Secolo, de Roma, el pasado 19 de diciembre: “El concepto de oscurantismo me parece perfectamente ridículo cuando se suele aplicar a la Edad Media exclusivamente, y luego generalizado a toda la época. Me parece, al contrario, perfecto cuando se aplica a la época de Galileo (1564-1642). Todos dicen, hablando de Galileo y de aquel período, que se trata de la Edad Media, cuando, en realidad, nos encontramos en pleno siglo XVII. Y es éste, precisamente, el oscurantismo.”
Y si, por encima, la Edad Media no está en medio de nada, ya que duró más de mil años y que, como dice Régine Pernoud, dio lugar al desarrollo de una verdadera revolución industrial, es preciso invertir los términos y hablar de una edad oscura europea relacionada directamente con los pocos siglos del Renacimiento, cuyos monumentos arquitectónicos aparecen hoy cada vez más como enormes tumbas imitando el estilo de otra época, y definir a la mal llamada Edad Media como el milenio de las luces. Sobre todo para un cristiano sería normal proceder a una operación así, puesto que el milenio medieval fue la época del mejor desenvolvimiento y progreso de una civilización de los santos, dentro de la cual todos los valores cristianos se esforzaron en moldear al ser humano según el modelo divino que estaba en su base. La espléndida imagen creada por San Agustín, la de “Ciudad de Dios”, es lo que mejor define el esfuerzo de la Edad Media, edad perfecta situada, sí, entre dos épocas que serían las fronteras de la larga intervención de dios en los asuntos de la Tierra, su Resurrección contemplada como despedida y su futuro retorno considerado como final del humanismo.
Vuelvo a afirmar, para mejor esclarecer lo que acabo de decir, que la tesis humanista, y antiespañola, según la cual el descubrimiento de las Américas ha sido posible desde una perspectiva humanista y renacentista es falsa: al contrario, el descubrimiento por parte de Cristóbal Colón, apoyado por los Reyes Católicos, ha sido posible dentro del marco de una mentalidad medieval, quiero decir, ecuménica, o sea, universal. Ninguna corte humanista europea ha ayudado o alentado a Colón, mientras este encontraba el apoyo material y moral necesarios allí donde no se habían apoderado de las almas ni la aegritudo petrarquista, ni el concepto limitado del estado nacional maquiavélico, ni el de política amoral, ni el de cúpula clásica sustituyendo la aguja gótica o cristiana. Porque, realmente, el cambio arquitectónico que se produce en Europa, menos en España hasta muy entrado el siglo XVI, debe de convencernos de que el retorno a lo clásico ha sido también un retorno, si no total, por lo menos parcial, pero de mucho peso intelectual, a lo pagano. España resistió la embestida humanista hasta muy entrado el XVII y dejó de ser medieval, o sea, gótica y ecuménica, sólo después de la muerte de Calderón y el reino de los dos últimos Austrias. Carlos II fue un personaje gótico, qué duda cabe, pero minimizado ya por su hechizo y por su mismo aspecto de gárgola caricaturesca, como desprendida del tejado de una catedral. Pero el esfuerzo había sido hecho ya y los Siglos de Oro tienen en la historia su aspecto característico, mientras el murmullo de batalla que se levanta por encima de ellos da cuenta todavía, como un eco lejano y auténtico, de lo que estaba en juego, quiero decir en el trágico juego histórico en el que España dejó su peso específico, como rastro imperecedero en todo el mundo, en la literatura como en el arte, en la política como en el derecho y la filosofía. Es inútil rechazar lo mejor. Siempre volverá a la superficie y, además, sin el apoyo interesado de nadie.
Tengo delante de mí varios libros sobre la Edad Media. Una segunda edición de 1983, por ejemplo, de San Bernardo y el arte cisterciense (Ed. Taurus, Madrid), subtitulado, no sé por qué, “El nacimiento del gótico”, ya que pocas noticias nos da el autor, Georges Duby, sobre dicho nacimiento. Libro muy bien hecho y correctamente pensado sobre el esfuerzo interior del Cister, sobre la personalidad deslumbrante de Bernardo de Claraval, sobre el misterio mismo de la construcción cisterciense, sobre la separación entre caballeros y siervos dentro de la organización misma de la orden y sobre la decadencia de esta en el momento en que los abusos y la riqueza se apodera de la obra de San Bernardo. ¿No sucederá lo mismo con los franciscanos, los templarios, los dominicos, hoy mismo con los jesuitas? La cosas de la tierra, aunque inspiradas por las mejores intenciones, llevan dentro una especie de destino genético y otorgan a instituciones, fundaciones, órdenes de todo tipo, una semblanza casi orgánica: nacen, se desarrollan, alcanzan un auge bien visible en el tiempo y empiezan a decaer, agonizan y mueren, a veces después de siglos de resistencia contra la muerte. Son como las civilizaciones descritas por Spengler, que se parecen a los árboles y a los seres humanos, desde su primer brote hasta su caída.
Me hubiera interesado más, sin embargo, una explicación del nacimiento del estilo gótico, no muy bien enfocado y menos bien desarrollado en este ensayo quizá demasiado técnico y erudito, y que se deja escapar lo fundamental. ¿De dónde proviene el estilo de las catedrales? ¿Del románico, como una culminación y florecimiento del mismo, o entra por la puerta oriental de Europa, desde las lejanías de Armenia? ¿Podemos, sí o no, establecer una relación entre San Bernardo y los templarios, entre la presencia de estos en Jerusalén y su retorno a España, pocos años después de realizar sus investigaciones en los sótanos del templo de Salomón, como sostienen los entendidos en esta clase de misterios? ¿Es “gótico” nada más y nada menos que “art got” o sea “argot” o arte secreto? Y si esto no es más que pura fantasía, a menudo interesada en deformar el mensaje y el origen, ¿dónde está el “nacimiento del gótico”, como se pregunta Georges Duby, pero sin contestar a su propia pregunta? Porque las invenciones, suposiciones y falsas argumentaciones en relación con el misterioso origen del arte más cristiano de todos los tiempos son ya legión. Estilo bárbaro, pues, ya que vinculado necesariamente con las invasiones germánicas y que desembocan, una vez convertidas y civilizadas, en las maravillas, tan sutiles, fervorosas y constantes en su secretum, de la catedral, a la que el joven Goethe creía alemana de origen y que, en el fondo, fue obra de San Bernardo. Pero, ¿cómo? Ya que el santo francés no era arquitecto. La inspiración pudo venir desde otro nivel, pero los especialistas no estarían de acuerdo con una tesis así. Lo malo es que tampoco ellos tienen una clave satisfactoria.
Tengo también ante los ojos algunos libros de Régine Pernoud, la gran especialista francesa, autora de una historia de Abelardo y Heloísa (editada hace algunos años por Espasa-Calpe en la colección Austral), y de un ensayo más reciente sobre Las luces de la Edad Media, título muy logrado, ya que opone la auténtica luz de una cultura religiosa, creadora de todas nuestras modernidades, a aquel falso “siglo de las luces” que acabó con casi todas las libertades de expresión, en el sentido auténtico de las cosas, quiero decir cristiano, y supo sustituir la evolución por la revolución, cosa mala de por sí, y la Bastilla por la guillotina y más tarde por el gulag y sus mortíferos derivados. Sabemos hoy hasta qué punto fue falsa la denominación de oscurantismo que los discípulos del payaso más elocuente de la literatura de todos los tiempos que fue el señor Voltaire, dieron a la Edad Media. Dice Régine Pernoud (en una entrevista que otorga a Isabella Rauti, publicada por Il Secolo, de Roma, el pasado 19 de diciembre: “El concepto de oscurantismo me parece perfectamente ridículo cuando se suele aplicar a la Edad Media exclusivamente, y luego generalizado a toda la época. Me parece, al contrario, perfecto cuando se aplica a la época de Galileo (1564-1642). Todos dicen, hablando de Galileo y de aquel período, que se trata de la Edad Media, cuando, en realidad, nos encontramos en pleno siglo XVII. Y es éste, precisamente, el oscurantismo.”
Y si, por encima, la Edad Media no está en medio de nada, ya que duró más de mil años y que, como dice Régine Pernoud, dio lugar al desarrollo de una verdadera revolución industrial, es preciso invertir los términos y hablar de una edad oscura europea relacionada directamente con los pocos siglos del Renacimiento, cuyos monumentos arquitectónicos aparecen hoy cada vez más como enormes tumbas imitando el estilo de otra época, y definir a la mal llamada Edad Media como el milenio de las luces. Sobre todo para un cristiano sería normal proceder a una operación así, puesto que el milenio medieval fue la época del mejor desenvolvimiento y progreso de una civilización de los santos, dentro de la cual todos los valores cristianos se esforzaron en moldear al ser humano según el modelo divino que estaba en su base. La espléndida imagen creada por San Agustín, la de “Ciudad de Dios”, es lo que mejor define el esfuerzo de la Edad Media, edad perfecta situada, sí, entre dos épocas que serían las fronteras de la larga intervención de dios en los asuntos de la Tierra, su Resurrección contemplada como despedida y su futuro retorno considerado como final del humanismo.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
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