La semana pasada tuvo lugar en Madrid el estreno en España de una espléndida obra compuesta quizá en 1786 por Michael Haydn, hermano del gran José, precursor de la gran música austríaca, quiero decir de Mozart y de Beethoven. Missa Hispanica porque encargada a Michael por unos aristócratas españoles en tiempos de Carlos III. La historia sería más o menos la siguiente, utilizando aquí los datos que esgrime en el Programa, en una nota muy documentada y bien escrita, Andrés Ruiz Tarazona. En efecto, sabemos cómo José Haydn mantenía una correspondencia con María Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente-Osuna, porque pretendía adquirir los manuscritos de la obra del compositor vienés. A través de Boccherini, que entonces residía en Madrid, y del embajador de España en Viena, la correspondencia sigue su curso y es posible que, al tener José demasiados encargos, dirigiese hacia su hermano aquellos pedidos, como es también posible que dicha Missa Hispanica haya sido pedida a Michael desde Madrid con el fin de conmemorar la paz de Basilea que ponía fin a la guerra con Francia, en 1795. En este caso, la obra sería más bien de 1796. Se trata, en cualquier manera, de una obra espléndida, llena de luminosidad y armonía, anticipando todo el movimiento musical que vendrá después. No hay que olvidar el hecho de que Michael fuera amigo de Mozart y le sucediera en el órgano de la catedral de Salzburgo cuando, en 1781, el ex niño prodigio saliera para Viena.
Lo que me incitó a dedicar un comentario a dicha Missa, tan desconocida entre nosotros y de nombre tan bonito y evocador, fue el hecho de que, durante el concierto, el ritmo mismo de la música me obligó a pensar en la época en que fue compuesta. ¿Cómo pudo escribirse una obra tan perfecta y tan religiosa en una época tan dedicada a despotricar de Dios? Fue un tiempo frívolo y despreciable, poblado por falsos curas y por falsos filósofos, que llevaron juntos al pueblo francés a la guillotina. Pero tanto los Haydn como Mozart componen durante aquel periodo gran parte de sus obras maestras inspiradas en sentimientos religiosos. ¿Era inauténtico el sentimiento religioso situado en la base de dichas obras? ¿No sucedía lo mismo en Venecia desde hacía más de un siglo? ¿No vivía la misma élite española, pintada por Goya, un sentimiento parecido, quiero decir una religiosidad profundamente dañada por las sombras del siglo de las luces? ¿No son más bien Casanova, Cagliostro, el marqués de Sade, Robespierre y los locos que gobernaron a Francia después de 1789, el mismo Rousseau, los representantes auténticos de la mentalidad de su tiempo?
Realmente los grandes del siglo XVIII nada tienen que ver con la religión o, si lo tienen, es en cuanto acérrimos enemigos de la misma. Sin embargo, para mejor comprender la Missa Hispanica y otras cosas parecidas de la misma época, es preciso contemplarla bajo varias perspectivas s la vez. Por debajo del racionalismo que lleva a todo el mundo, por lo menos aparentemente, hacia la revolución y la destrucción de los valores tradicionales, corre otro río, menos visible, pero que, con Chateaubriand en el exilio, con el mismo Goya, con la futura y próxima resurrección del catolicismo una vez acabada la tiranía napoleónica, el río romántico, que dará su nombre a la primera parte del siglo XIX. Lo religioso interpreta en la corriente romántica un papel de primer orden. Y es mérito quizá de Viena y de los Habsburgo, el haber sabido guerrear contra la revolución desde las mismas trincheras de lo católico, lo que explica muchos acontecimientos europeos y, también, la posibilidad de creación que, desde Viena, permitía a los compositores situarse por encima de la Ilustración.
En el vestíbulo del Teatro Real, una mano sacrílega ha colocado un obelisco enorme y feo, blanco como de azúcar pastelero y que domina el espacio, tan pulcro y cuidado de aquella entrada en el templo de la música. ¿Por qué un obelisco? ¿Y por qué tanto mal gusto? Quizá el concepto de revolución logre, aquí también, explicarnos el atentado.
Lo que me incitó a dedicar un comentario a dicha Missa, tan desconocida entre nosotros y de nombre tan bonito y evocador, fue el hecho de que, durante el concierto, el ritmo mismo de la música me obligó a pensar en la época en que fue compuesta. ¿Cómo pudo escribirse una obra tan perfecta y tan religiosa en una época tan dedicada a despotricar de Dios? Fue un tiempo frívolo y despreciable, poblado por falsos curas y por falsos filósofos, que llevaron juntos al pueblo francés a la guillotina. Pero tanto los Haydn como Mozart componen durante aquel periodo gran parte de sus obras maestras inspiradas en sentimientos religiosos. ¿Era inauténtico el sentimiento religioso situado en la base de dichas obras? ¿No sucedía lo mismo en Venecia desde hacía más de un siglo? ¿No vivía la misma élite española, pintada por Goya, un sentimiento parecido, quiero decir una religiosidad profundamente dañada por las sombras del siglo de las luces? ¿No son más bien Casanova, Cagliostro, el marqués de Sade, Robespierre y los locos que gobernaron a Francia después de 1789, el mismo Rousseau, los representantes auténticos de la mentalidad de su tiempo?
Realmente los grandes del siglo XVIII nada tienen que ver con la religión o, si lo tienen, es en cuanto acérrimos enemigos de la misma. Sin embargo, para mejor comprender la Missa Hispanica y otras cosas parecidas de la misma época, es preciso contemplarla bajo varias perspectivas s la vez. Por debajo del racionalismo que lleva a todo el mundo, por lo menos aparentemente, hacia la revolución y la destrucción de los valores tradicionales, corre otro río, menos visible, pero que, con Chateaubriand en el exilio, con el mismo Goya, con la futura y próxima resurrección del catolicismo una vez acabada la tiranía napoleónica, el río romántico, que dará su nombre a la primera parte del siglo XIX. Lo religioso interpreta en la corriente romántica un papel de primer orden. Y es mérito quizá de Viena y de los Habsburgo, el haber sabido guerrear contra la revolución desde las mismas trincheras de lo católico, lo que explica muchos acontecimientos europeos y, también, la posibilidad de creación que, desde Viena, permitía a los compositores situarse por encima de la Ilustración.
En el vestíbulo del Teatro Real, una mano sacrílega ha colocado un obelisco enorme y feo, blanco como de azúcar pastelero y que domina el espacio, tan pulcro y cuidado de aquella entrada en el templo de la música. ¿Por qué un obelisco? ¿Y por qué tanto mal gusto? Quizá el concepto de revolución logre, aquí también, explicarnos el atentado.
Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida)
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