He tenido, desde que ha empezado el mes de junio, un sinfín de revelaciones y de grandes satisfacciones artísticas. La alegría veraniega empezó con los cuadros de Molina Sánchez, llenos de ángeles, ilustrando el itinerario de un pintor que parece destinado a traducir en líneas y colores la pasión de Rilke por los mensajeros celestiales. De repente, Molina Sánchez me aparece como uno de los más grandes pintores españoles contemporáneos, reflejando, al mismo tiempo, una profundidad anímica y una técnica dignas de todo lo que ha hecho hasta ahora y anunciadora quizá de futuros milagros pictóricos. Pero también he podido admirar en una galería de nombre abulense, en Galileo, 7, la exposición de Elena Ghiu y sus tapices tan llenos de luz y de sugerencias que parecen como importados de otros mundos, mensajeros de algo que trasciende la materia y los temas. Un auténtico gozo espiritual.
Pero fue el otro día, en la Iglesia de la Encarnación, donde he podido pensar en paz en la armonía perfecta que los artistas establecen entre su tiempo y las formas que lo representan. El conjunto musical Albicastro Ensemble ejecutaba obras del siglo XVI (Landi, Monteverdi, Melij y Marini), luego del período siguiente (Bach y Haendel), con ocasión de la edición de un disco (por la casa Ethnos) dedicado a los Lieder Espirituales de Bach y algo se producía poco a poco dentro de la Iglesia. El Barroco cantaba (a través de la maravillosa voz de Rosa María Melister), sonaba y coincidía con el sentido arquitectónico y místico del edificio. Me pasé dos horas escuchando, mirando y meditando. Los compositores eran italianos y alemanes, el arquitecto y los pintores habían sido españoles, pero habían vivido al unísono del tiempo, insertos en la misma filosofía vital y en el mismo deseo de hacer arte sometiéndose al mismo estilo. Que es la forma de un tiempo. Me hubiera gustado asistir, acto seguido, a la representación de un Auto sacramental de Calderón, en el mismo sitio, bajo la misma luz. O que alguien me leyera fragmentos del Criticón.
Mi imaginación vagaba debajo de la cúpula, se dejaba impresionar por los santos barrocos, gigantescos en sus nichos medio protegidos por la sombra, trataba de dar un sentido a las líneas y a los colores, mientras la música de Monteverdi, extraordinariamente paralela, trágica y elocuente a la vez, o la de Landi, me permitía otorgar al siglo XVII dimensiones de completez. Lo que veía y oía en aquel momento convergía en un conocimiento global que era el de la época. Aquel tiempo tuvo un estilo y la belleza del momento consistía para mí en descifrar las intenciones de los creadores en el espacio y de los creadores en el tiempo, arquitectos y pintores, por un lado; músicos, por el otro. Podía hasta imaginar los trajes de la gente, en un momento parecido, situado tres siglos antes, gente de la Corte, contemporáneos de Felipe IV y de Calderón, por ejemplo, contemplando las mismas pinturas y escuchando la misma música, viviendo las mismas sensaciones que el público de mi tiempo. En apariencia los problemas que cada uno llevaba dentro eran otros, pero, en el fondo, la obsesión de la muerte, el miedo a la enfermedad, los intereses creados, la protesta de algunos ante los abusos de los grandes, el conformismo de los cortesanos, el amor y los celos, todo este conjunto de esencias eternas no había cambiado para nada. Éramos los mismos. Sólo que los reyes y los grandes llevaban otros nombres y los trajes otro corte.
José L. González tocaba su clavidordio en un solo de Haendel (“Suite en re menor para clave”) y mi mente mudaba de ropa a los espectadores, nos encontrábamos cinco o seis decenios más tarde y, sin embargo, nada había cambiado. Algo en los trajes. Pero los problemas seguían iguales a sí mismos desde los comienzos del hombre y del arte. Y yo seguía encontrándome a gusto en aquel ambiente tan perfectamente descrito por el pianista, con la ayuda de Haendel, claro está, y que dibujaba en el aire del oído las mismas formas y las mismas tonalidades. La humanidad estaba saliendo del Barroco para dirigirse hacia la locura del iluminismo y de la revolución. Pero nadie se daba cuenta de nada, ni en la melodía ni en la pintura o la arquitectura. ¿O es que lo trágico del Barroco no es sino la premonición de Voltaire y de la guillotina, del asesinato de los reyes y de las carnicerías napoleónicas? ¿No está Goya en las mismas preguntas de Calderón? Habría que esperar a Mozart y, sobre todo, a su Réquiem, para que lo trágico esencial volviese a la superficie, anunciando, desde cerca, la magnitud del drama, al que Beethoven otorgará acentos goyescos. Yo no quería pensar en aquello. En la tarde casi veraniega, en la Encarnación milagrosa, donde cuaja todos los años, después de licuefacerse, la sangre de San Pantaleón, menos en los años anunciadores de tragedias nacionales, la belleza del estilo daba alas a mi placer de vivir.
Pero fue el otro día, en la Iglesia de la Encarnación, donde he podido pensar en paz en la armonía perfecta que los artistas establecen entre su tiempo y las formas que lo representan. El conjunto musical Albicastro Ensemble ejecutaba obras del siglo XVI (Landi, Monteverdi, Melij y Marini), luego del período siguiente (Bach y Haendel), con ocasión de la edición de un disco (por la casa Ethnos) dedicado a los Lieder Espirituales de Bach y algo se producía poco a poco dentro de la Iglesia. El Barroco cantaba (a través de la maravillosa voz de Rosa María Melister), sonaba y coincidía con el sentido arquitectónico y místico del edificio. Me pasé dos horas escuchando, mirando y meditando. Los compositores eran italianos y alemanes, el arquitecto y los pintores habían sido españoles, pero habían vivido al unísono del tiempo, insertos en la misma filosofía vital y en el mismo deseo de hacer arte sometiéndose al mismo estilo. Que es la forma de un tiempo. Me hubiera gustado asistir, acto seguido, a la representación de un Auto sacramental de Calderón, en el mismo sitio, bajo la misma luz. O que alguien me leyera fragmentos del Criticón.
Mi imaginación vagaba debajo de la cúpula, se dejaba impresionar por los santos barrocos, gigantescos en sus nichos medio protegidos por la sombra, trataba de dar un sentido a las líneas y a los colores, mientras la música de Monteverdi, extraordinariamente paralela, trágica y elocuente a la vez, o la de Landi, me permitía otorgar al siglo XVII dimensiones de completez. Lo que veía y oía en aquel momento convergía en un conocimiento global que era el de la época. Aquel tiempo tuvo un estilo y la belleza del momento consistía para mí en descifrar las intenciones de los creadores en el espacio y de los creadores en el tiempo, arquitectos y pintores, por un lado; músicos, por el otro. Podía hasta imaginar los trajes de la gente, en un momento parecido, situado tres siglos antes, gente de la Corte, contemporáneos de Felipe IV y de Calderón, por ejemplo, contemplando las mismas pinturas y escuchando la misma música, viviendo las mismas sensaciones que el público de mi tiempo. En apariencia los problemas que cada uno llevaba dentro eran otros, pero, en el fondo, la obsesión de la muerte, el miedo a la enfermedad, los intereses creados, la protesta de algunos ante los abusos de los grandes, el conformismo de los cortesanos, el amor y los celos, todo este conjunto de esencias eternas no había cambiado para nada. Éramos los mismos. Sólo que los reyes y los grandes llevaban otros nombres y los trajes otro corte.
José L. González tocaba su clavidordio en un solo de Haendel (“Suite en re menor para clave”) y mi mente mudaba de ropa a los espectadores, nos encontrábamos cinco o seis decenios más tarde y, sin embargo, nada había cambiado. Algo en los trajes. Pero los problemas seguían iguales a sí mismos desde los comienzos del hombre y del arte. Y yo seguía encontrándome a gusto en aquel ambiente tan perfectamente descrito por el pianista, con la ayuda de Haendel, claro está, y que dibujaba en el aire del oído las mismas formas y las mismas tonalidades. La humanidad estaba saliendo del Barroco para dirigirse hacia la locura del iluminismo y de la revolución. Pero nadie se daba cuenta de nada, ni en la melodía ni en la pintura o la arquitectura. ¿O es que lo trágico del Barroco no es sino la premonición de Voltaire y de la guillotina, del asesinato de los reyes y de las carnicerías napoleónicas? ¿No está Goya en las mismas preguntas de Calderón? Habría que esperar a Mozart y, sobre todo, a su Réquiem, para que lo trágico esencial volviese a la superficie, anunciando, desde cerca, la magnitud del drama, al que Beethoven otorgará acentos goyescos. Yo no quería pensar en aquello. En la tarde casi veraniega, en la Encarnación milagrosa, donde cuaja todos los años, después de licuefacerse, la sangre de San Pantaleón, menos en los años anunciadores de tragedias nacionales, la belleza del estilo daba alas a mi placer de vivir.
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