jueves, 22 de enero de 2009

Mircea Eliade


Un día, en París, hace veinte años, le dije a Eliade: “Creo que eres uno de los más grandes filósofos de las religiones de nuestro tiempo.” Me contestó, desde su modestia, tan característica de los que tienen conciencia de lo que realmente son: “No soy más que un historiador de las religiones.” Fue las dos cosas a la vez, y serán los decenios futuros quienes demostrarán al gran público el acierto filosófico, la información, la honestidad intelectual, la profundidad de todos sus puntos de vista, la perenne actualidad de este escritor, que fue, además, un novelista de primera magnitud.

Yo tenía quince años cuando, de retorno a la India, Eliade había empezado a publicar sus primeras obras literarias, la novela Maytrei entre ellas, y, más tarde, Señorita Cristina y otras, que aportaban ideas, estilos, problemáticas nuevas en el marco de la literatura de entonces. La India, con sus profetas y sus costumbres, sus paisajes y sus religiones, penetraba como un vendaval en los espíritus de los adolescentes que entonces éramos. En seguida ingresó Eliade en la Universidad, como ayudante de Nae Ionescu, uno de los catedráticos más famosos de la época, y se dio a conocer a través, también, de sus estudios relacionados con la historia de las religiones y del periodismo, ya que colaboró asiduamente en los cotidianos y semanarios de la época, marcados por un tradicionalismo que formaba parte de las tendencias más apasionadas de la juventud del mundo intelectual. Lindando con Rusia, Rumania no había tenido simpatías ni por los gobiernos zaristas, ni se adhería a la ideología y menos todavía a la práctica política del régimen comunista. El partido comunista no tenía mil miembros en 1944, cuando las tropas soviéticas invadieron y ocuparon el territorio rumano, anexionando, incluso, parte de sus provincias orientales, lo mismo que habían hecho con Polonia, Checoslovaquia y los países bálticos. Eliade, como todos los intelectuales rumanos de la época, algunos de ellos exiliados famosos, militaba en contra del marxismo, desde el fondo de sus convicciones políticas como desde el de sus convicciones religiosas.

Antes de estallar la guerra, Mircea Eliade fue nombrado agregado de cultura de la Embajada de Rumania en Londres; luego fue trasladado a Lisboa, estrenó en 1940 su única obra teatral, Antígona, en el teatro nacional de Bucarest; luego la catástrofe de la postguerra se nos echó encima a todos, y, al salir yo, en 1945, del campo de concentración de María Pfarr, en Austria, traté en seguida de contactar con los que, como yo, se habían decidido a no regresar al país ocupado y deformado por un régimen que nada tenía que ver con las raíces más antiguas ni con las más modernas libertades del país. Con Eliade, desde Italia, y más tarde desde la Argentina, me escribí con regularidad. Me envió un día el manuscrito de su novela El bosque prohibido, para preguntarme cuál era mi opinión y si valía la pena publicarla, y le contesté, entusiasmado por la lectura de aquel libro, que no tuvo mucha suerte entonces, sólo de crítica, según recuerdo, ya que no rimaba, en el París de los años cincuenta, con las pálidas elucubraciones literarias de un ambiente dominado por la mala literatura de Sartre. Un historiador de las religiones difícilmente podía adherirse a aquella profanación, de la que el espíritu francés tardó bastante en recuperarse.

Un año después recibí otra carta sorprendente del amigo Eliade, que pedía mi consejo sobre si era oportuno abandonar París y aceptar un interesante ofrecimiento que le acababa de hacer la Universidad de Chicago. No sé hasta qué punto mi consejo le valió para algo. El hecho es que mi amigo escogió América, donde hizo una carrera fulminante. Publicó libro tras libro, estudió religiones con criterio de pensador y creyente, tuvo mucho éxito, ya en París, con El mito del eterno retorno, uno de sus ensayos más profundamente marcado por su espiritualismo rumano; editó a lo largo de los años el famoso también Tratado de historia de las religiones, De Zamolxis a Gengis-Khan, Imágenes y símbolos, Mefistófeles y el andrógino, seguidas por más de una veintena de ensayos, estudios, novelas y cuentos, traducidos hoy a todos los idiomas cultos.

Difícilmente podríamos encontrar una figura tan compleja, rica y universal. No sólo porque haya cultivado tantos géneros a la vez, sino porque ha sabido situarse, en cada uno de ellos, en su onda más actual y más convincente. La importancia de las religiones en la historia de las civilizaciones había sido puesta de relieve por Vico, ya a principios del XVIII, y Spengler, como Toynbee más tarde, otorgaron a lo religioso un peso específico de grandes consecuencias, hasta el punto de que el auge de una cultura apareció como coincidiendo con la cumbre de su propia religión, pero fue Mircea Eliade quien analizó con pasión de erudito la característica de las grandes religiones y el enlace mítico y cultural que cada una de ellas tuvo con el drama del hombre. La cultura occidental pierde con su muerte a una de sus personalidades más conocidas y más fundamentalmente relacionadas con su tiempo y con sus más auténticas tradiciones.

Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986

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