Uno se pregunta, al final del libro de Patrick Süskind El perfume (Ed. Seix Barral, Barcelona, 1985), si el protagonista de esta novela no es sino una encarnación del demonio, o del político. Del político revolucionario, quiero decir. O quizá de los dos, en una de las síntesis más sobrecogedoras y apasionantes de la novelística actual. Sólo se me ocurre comparar El perfume, desde esta perspectiva, con El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, y El tambor de hojalata, de Günter Grass, libros tan simbólicos, tan conceptistas y, por ende, tan antirrealistas como la mejor literatura de nuestro siglo. Si, por el contrario, la novela de Süskind no es más que un puro juego literario, una fantasía inspirada en ciertos juegos del lúdico y trágico siglo XVIII, anunciador de dramas revolucionarios aún sin concluir, entonces su creación y su éxito me parecen de una futilidad sin remedio. Pero estoy convencido de que un escritor, hijo de un gran pintor, testigo, como Grass y Carpentier, de los inmensos derrames cerebrales de nuestro tiempo, provocados por los excesos utópico-psiquiátricos del XVIII, no pudo permanecer indiferente a lo esencial. La novela de nuestro tiempo ha dado pruebas de su participación en la tareas de liberación del hombre, en la que toman parte las ciencias y la filosofía. Es así como, una vez aclarado el asunto de la participación de Süskind en la cruzada de las élites creadoras, destinada a acabar con las imposturas y a esclarecer el horizonte para que el tercer milenio realice una verdadera separación con respecto a su pasado próximo, es así como me atrevo a penetrar en la explicación y el análisis de El perfume.
El mismo nombre del protagonista es aleccionador. Se llama Jean-Baptiste Grenouille, o sea, Juan Bautista Rana, y podría aparecernos como un Juan Bautista al revés, bautizando no a un posible salvador, sino a una rana, a un ser de sangre fría, a una encarnación temporal del demonio, en un siglo mal llamado de las luces, ya que fue más bien un anticipo de las tinieblas que se nos echaron encima en el XIX, cuando tomó cuerpo, a través de la ciencia y la filosofía, el materialismo determinista proclamado como Biblia sine qua non del hombre enciclopedista o postcartesiano. Desde el primer párrafo, el autor nos sitúa dentro de la realidad de su héroe. “Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille, y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales, como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etc., ha caído en el olvido, no se debe, en modo alguno, a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no dejó huellas en la historia: el efímero mundo de los olores.”
Juan Bautista tenía un olfato tan agudo y tan penetrante como la voz del enano chillón de Günter Grass, algo por encima de lo normal, un don destructor, que lo llevará a cometer crímenes abominables con el solo fin de conseguir un perfume capaz de otorgarle la posibilidad de hacerse amar por los demás, y, de este modo, dominarles. Fin de por sí satánico, que el autor explica así: “Sabía que era capaz de mejorar este aroma. Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.” Y más adelante, embriagado por la idea de su perfume: “No estaba loco. Su estado de ánimo era tan claro y alegre que se preguntó por qué lo quería. Y se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado.”
Se trata, en pocas palabras, de un personaje enfermizo, feo, huérfano abandonado, criado en un orfanato de París y que se da cuenta, con el tiempo, de que posee el don del olfato hasta tal punto que, al husmear un día un olor embriagador en una calle de París, se deja llevar por su atractivo, descubre su fuente en una joven y la mata para saborear el perfume de su cuerpo, para poseerla con el olfato. En cambio, el cuerpo de Juan Bautista no despide ningún olor, igual que el de una rana o el del diablo. Es un ser de sangre fría que nunca amará a nadie y nadie lo amará, pero que, para conseguir la felicidad, se dedicará a crear en Grasse, en el sur de Francia, un perfume especial, asesinando a veinticuatro bellas vírgenes, con el fin de dar una base a su creación, recogiendo el olor de sus cuerpos, al que añadirá, como virtud olfatoria final, el olor de la vigesimoquinta joven, la más bella de todas, a la que asesinará utilizando la misma táctica. Pero, una vez conseguido el perfume más atractivo del mundo, será descubierto, reconocido como asesino, juzgado y condenado a una muerte infamante en la plaza pública. Y es cuando se produce el milagro. Grenouille perfumará su cuerpo antes de salir para el cadalso, de manera que la multitud que había acudido para asistir a su castigo y muerte, embriagada por el olor del asesino, acabará adorándole, se dedicará a una orgía animálica en las calles de Grasse, el mismo tribunal que le había condenado lo absolverá, y el padre mismo de la víctima le pedirá aceptase [sic] ser su hijo adoptivo. La transformación de los seres que lo odiaban en esclavos inocentes, dedicados a amar al asesino de las veinticinco jóvenes en flor, es casi hipnótica, monstruosa, obra del perfume sacado de los cuerpos de las víctimas. Grenouille abandonará la ciudad encantada y regresará a París, donde, en medio de un cementerio y de un grupo de maleantes que lo miran con ojos enemistosos [sic], utiliza otra vez el truco del perfume, y el efecto es tan inmediato, concentrado el efecto en unos cuantos seres humanos, que estos llevan su adoración hasta el punto de querer poseer el cuerpo de su nuevo dios, al que adoran destrozándole, cayendo sobre él “como hienas” y devorándolo, acto seguido, del tal suerte que, “media hora más tarde, hasta la última fibra de Jean-Baptiste Grenouille había desaparecido de la faz de la tierra”.
A lo largo de todos los tiempos el político malo ha sido identificado con el demonio o con un aliado del mismo. El dirigente mefistofélico es carismático, utiliza la palabra (como en Mario el brujo, de Thomas Mann), para transformar la falta de voluntad de su pueblo en una sola voluntad sometida a sus deseos. También Hermann Broch en Der Versucher (El tentador), había tratado de explicar el embrujo del político moderno y la facilidad con que logra apoderarse de las conciencias más sutiles. Stalin y Hitler representarán para siempre modelos de “tentadores”, característicos de un linaje que empieza, quizá, con Pericles, pasa a través de muchos avatares, para tomar formas de modernidad con Cromwell y luego con los engendros más peligrosos fabricados por la especie humana bajo nombres que Süskind deja de citar pero que no han sido menos atroces que Saint-Just, Mirabeau y Robespierre. Sin embargo, creo que la novela más completa y sugestiva, la que se atreve a analizar las entrañas mismas del fenómeno, ha sido El siglo de las luces, en cuyas páginas el mago se vuelve clase usurpadora en el poder. El usurpador es uno de los nombres del enemigo. La masa mayoritaria sucumbe ante el embrujo y las tentaciones de una minoría capaz de utilizar la palabra como instrumento de la tentación y de asesinar a los auténticos conocedores del logos, los poetas. Tanto con la revolución francesa, como con la rusa, los poetas han sido las víctimas preferidas de los falsos poetas en el poder. Escribe Carpentier: “La revolución había forjado hombres sublimes, ciertamente, pero había dado alas, también, a una multitud de fracasados y de resentidos, explotadores del terror que, para dar muestra de alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana.” Y más adelante: “En más de un comité se había escuchado el bárbaro grito de: “Desconfiad de quien haya escrito un libro”... Y hasta había llegado el ignaro de Henriot a pedir que la Biblioteca Nacional fuese incendiada, mientras el Comité de Salud Pública despachaba cirujanos ilustres, químicos eminentes, eruditos, poetas, astrónomos, al patíbulo...” El perfume que envolvió a la revolución (a las dos, la de 1789 y la de 1917) apesta todavía en los aires del tiempo, y había sido fabricado con los mismos métodos que utiliza Grenouille para destilar los suyos. El resultado es idéntico, sólo que la segunda revolución no ha sido aún devorada por sus adoradores. O sí. Pero, al ser contemporáneos de la atrocidad, no nos damos cuenta de ello...
Sin embargo, creo que hay más en la novela, tan lograda y tan llena de alegorías, de Patrick Süskind. Por encima del símbolo político que encierra, el lector atento olfateará el matiz metafísico de la tragedia, que es la del mismo demonio. Éste no tiene olor. No tiene, pues, una existencia terrenal auténtica. No posee una identidad característica y, por ello, es rechazado siempre, no sólo por feo, sino también por falto de presencia real, de humanidad. No es amado y no puede amar. ¿Hay algo más terrible que esto? La corta trayectoria de Jean-Baptiste en la vida terrenal es, en el fondo, una tragedia, que el mismo protagonista no comprende, sino que sólo intuye y hace todo lo posible para paliarla o anudarla inventándose un perfume humano que, al final, acaba con él.
Hay algo revelador en la novela de Süskind, un profundo soplo metafísico que dio vida a las letras alemanas desde el siglo XVIII hasta hoy. Pienso en el derrotero literario de Alemania desde Las afinidades electivas, de Goethe, hasta El perfume, un soplo que parece acudir desde el equilibrio interior que caracteriza la cultura alemana y que permite interpretar lo que Novalis llamaba la noche y Hölderlin “pan y vino”, día y noche, completez humana, consciencia y subconsciente, clásico y romántico. Mientras la novela francesa se ha desarrollado casi siempre a un nivel moral, razonado y razonable, y la rusa se ha desarrollado en una permanente tormenta aislada en su propio infierno, en el mundo de abajo del alma rusa, la alemana ha asumido todos los poderes del espíritu a la vez, como en este modelo de novela actual que es la historia de un perfumista en busca de su propio perfume, y al que sólo encontrará más allá de la vida, como recompensa o como castigo.
El mismo nombre del protagonista es aleccionador. Se llama Jean-Baptiste Grenouille, o sea, Juan Bautista Rana, y podría aparecernos como un Juan Bautista al revés, bautizando no a un posible salvador, sino a una rana, a un ser de sangre fría, a una encarnación temporal del demonio, en un siglo mal llamado de las luces, ya que fue más bien un anticipo de las tinieblas que se nos echaron encima en el XIX, cuando tomó cuerpo, a través de la ciencia y la filosofía, el materialismo determinista proclamado como Biblia sine qua non del hombre enciclopedista o postcartesiano. Desde el primer párrafo, el autor nos sitúa dentro de la realidad de su héroe. “Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille, y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales, como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etc., ha caído en el olvido, no se debe, en modo alguno, a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no dejó huellas en la historia: el efímero mundo de los olores.”
Juan Bautista tenía un olfato tan agudo y tan penetrante como la voz del enano chillón de Günter Grass, algo por encima de lo normal, un don destructor, que lo llevará a cometer crímenes abominables con el solo fin de conseguir un perfume capaz de otorgarle la posibilidad de hacerse amar por los demás, y, de este modo, dominarles. Fin de por sí satánico, que el autor explica así: “Sabía que era capaz de mejorar este aroma. Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.” Y más adelante, embriagado por la idea de su perfume: “No estaba loco. Su estado de ánimo era tan claro y alegre que se preguntó por qué lo quería. Y se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado.”
Se trata, en pocas palabras, de un personaje enfermizo, feo, huérfano abandonado, criado en un orfanato de París y que se da cuenta, con el tiempo, de que posee el don del olfato hasta tal punto que, al husmear un día un olor embriagador en una calle de París, se deja llevar por su atractivo, descubre su fuente en una joven y la mata para saborear el perfume de su cuerpo, para poseerla con el olfato. En cambio, el cuerpo de Juan Bautista no despide ningún olor, igual que el de una rana o el del diablo. Es un ser de sangre fría que nunca amará a nadie y nadie lo amará, pero que, para conseguir la felicidad, se dedicará a crear en Grasse, en el sur de Francia, un perfume especial, asesinando a veinticuatro bellas vírgenes, con el fin de dar una base a su creación, recogiendo el olor de sus cuerpos, al que añadirá, como virtud olfatoria final, el olor de la vigesimoquinta joven, la más bella de todas, a la que asesinará utilizando la misma táctica. Pero, una vez conseguido el perfume más atractivo del mundo, será descubierto, reconocido como asesino, juzgado y condenado a una muerte infamante en la plaza pública. Y es cuando se produce el milagro. Grenouille perfumará su cuerpo antes de salir para el cadalso, de manera que la multitud que había acudido para asistir a su castigo y muerte, embriagada por el olor del asesino, acabará adorándole, se dedicará a una orgía animálica en las calles de Grasse, el mismo tribunal que le había condenado lo absolverá, y el padre mismo de la víctima le pedirá aceptase [sic] ser su hijo adoptivo. La transformación de los seres que lo odiaban en esclavos inocentes, dedicados a amar al asesino de las veinticinco jóvenes en flor, es casi hipnótica, monstruosa, obra del perfume sacado de los cuerpos de las víctimas. Grenouille abandonará la ciudad encantada y regresará a París, donde, en medio de un cementerio y de un grupo de maleantes que lo miran con ojos enemistosos [sic], utiliza otra vez el truco del perfume, y el efecto es tan inmediato, concentrado el efecto en unos cuantos seres humanos, que estos llevan su adoración hasta el punto de querer poseer el cuerpo de su nuevo dios, al que adoran destrozándole, cayendo sobre él “como hienas” y devorándolo, acto seguido, del tal suerte que, “media hora más tarde, hasta la última fibra de Jean-Baptiste Grenouille había desaparecido de la faz de la tierra”.
A lo largo de todos los tiempos el político malo ha sido identificado con el demonio o con un aliado del mismo. El dirigente mefistofélico es carismático, utiliza la palabra (como en Mario el brujo, de Thomas Mann), para transformar la falta de voluntad de su pueblo en una sola voluntad sometida a sus deseos. También Hermann Broch en Der Versucher (El tentador), había tratado de explicar el embrujo del político moderno y la facilidad con que logra apoderarse de las conciencias más sutiles. Stalin y Hitler representarán para siempre modelos de “tentadores”, característicos de un linaje que empieza, quizá, con Pericles, pasa a través de muchos avatares, para tomar formas de modernidad con Cromwell y luego con los engendros más peligrosos fabricados por la especie humana bajo nombres que Süskind deja de citar pero que no han sido menos atroces que Saint-Just, Mirabeau y Robespierre. Sin embargo, creo que la novela más completa y sugestiva, la que se atreve a analizar las entrañas mismas del fenómeno, ha sido El siglo de las luces, en cuyas páginas el mago se vuelve clase usurpadora en el poder. El usurpador es uno de los nombres del enemigo. La masa mayoritaria sucumbe ante el embrujo y las tentaciones de una minoría capaz de utilizar la palabra como instrumento de la tentación y de asesinar a los auténticos conocedores del logos, los poetas. Tanto con la revolución francesa, como con la rusa, los poetas han sido las víctimas preferidas de los falsos poetas en el poder. Escribe Carpentier: “La revolución había forjado hombres sublimes, ciertamente, pero había dado alas, también, a una multitud de fracasados y de resentidos, explotadores del terror que, para dar muestra de alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana.” Y más adelante: “En más de un comité se había escuchado el bárbaro grito de: “Desconfiad de quien haya escrito un libro”... Y hasta había llegado el ignaro de Henriot a pedir que la Biblioteca Nacional fuese incendiada, mientras el Comité de Salud Pública despachaba cirujanos ilustres, químicos eminentes, eruditos, poetas, astrónomos, al patíbulo...” El perfume que envolvió a la revolución (a las dos, la de 1789 y la de 1917) apesta todavía en los aires del tiempo, y había sido fabricado con los mismos métodos que utiliza Grenouille para destilar los suyos. El resultado es idéntico, sólo que la segunda revolución no ha sido aún devorada por sus adoradores. O sí. Pero, al ser contemporáneos de la atrocidad, no nos damos cuenta de ello...
Sin embargo, creo que hay más en la novela, tan lograda y tan llena de alegorías, de Patrick Süskind. Por encima del símbolo político que encierra, el lector atento olfateará el matiz metafísico de la tragedia, que es la del mismo demonio. Éste no tiene olor. No tiene, pues, una existencia terrenal auténtica. No posee una identidad característica y, por ello, es rechazado siempre, no sólo por feo, sino también por falto de presencia real, de humanidad. No es amado y no puede amar. ¿Hay algo más terrible que esto? La corta trayectoria de Jean-Baptiste en la vida terrenal es, en el fondo, una tragedia, que el mismo protagonista no comprende, sino que sólo intuye y hace todo lo posible para paliarla o anudarla inventándose un perfume humano que, al final, acaba con él.
Hay algo revelador en la novela de Süskind, un profundo soplo metafísico que dio vida a las letras alemanas desde el siglo XVIII hasta hoy. Pienso en el derrotero literario de Alemania desde Las afinidades electivas, de Goethe, hasta El perfume, un soplo que parece acudir desde el equilibrio interior que caracteriza la cultura alemana y que permite interpretar lo que Novalis llamaba la noche y Hölderlin “pan y vino”, día y noche, completez humana, consciencia y subconsciente, clásico y romántico. Mientras la novela francesa se ha desarrollado casi siempre a un nivel moral, razonado y razonable, y la rusa se ha desarrollado en una permanente tormenta aislada en su propio infierno, en el mundo de abajo del alma rusa, la alemana ha asumido todos los poderes del espíritu a la vez, como en este modelo de novela actual que es la historia de un perfumista en busca de su propio perfume, y al que sólo encontrará más allá de la vida, como recompensa o como castigo.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
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le agradezco infinitamente esta labor que está haciendo. Horia es realmente un genio...
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