Resulta que lo mejor de Fellini es su enorme
expresionismo mezclado con un surrealismo literario y psiquiátrico a la vez. La
imagen artística que nos ofrece de la realidad humana, aislada completamente de
la naturaleza, imaginada por la mente de un artista, se inscribe directamente
en el mejor manierismo, desde El juicio final, El entierro del señor
de Orgaz y la obra del Parmigianino y Arcimboldo, hasta las
oscuridades de Goya, los sueños de Dalí y la novela conceptista
del siglo XX, pasada por el tamiz de las vanguardias. Ni El castillo, de
Kafka, ni Muerte en Venecia faltan a la cita que Fellini
establece, por lo menos en la segunda parte de su carrera, con el afán europeo
de comprender la decadencia, cantarla como algo sublime y casi religioso y, al
comprenderla, colocarla dentro de las [sic] famosas paréntesis eidéticas
de Husserl y tirarla por la borda. Por la borda por la que Fellini
parece haber querido tirar aquel continuismo habsbúrgico que otorga un matiz
imperial, trágico y crepuscular al final del siglo pasado y al comienzo del
nuestro. Ya que se trata, precisamente, de una nave. La tierra misma es una
nave y es posible que el simbolismo vienés tenga en Fellini una
intención ecuménica, en un momento en que una explosión nuclear indeseada y
accidental pueda acabar con nosotros. Pero existe también la posibilidad,
viendo Y la nave va y estableciendo ciertos paralelismos literarios
inevitables, como también filosóficos, de que este final no sea sino parcial y
que el simbolismo del "espacio de Viena", tan presente en la
película, no sea sino un pesimismo irónico relacionado con el fin de algo y con
el principio de otra cosa, según Juan Bautista Vico y todas las
interpretaciones cíclicas de la historia. En este caso, Fellini
aparecería como un profeta. Y no sé si es esta su intención, ya que lo que
podríamos llamar "el mensaje" felliniano se me antoja tan secreto
como la personalidad humana de este poeta tan crepuscular y tan primaveral a la
vez.
Se trata, en la película, de un grupo de personas que
acompañan el cadáver de una famosa cantante, cuyo último deseo había sido el de
que sus amigos tiren sus cenizas cerca de una isla, en el Adriático. Es gente
perteneciente a la nobleza europea, al mundo de la música, hay un poeta también
perdido en este manicomio, un periodista encargado de contar la historia de la
travesía a su periódico y, más tarde, en pleno mar, aparecen unos gitanos
servios mezclados con anarquistas relacionados con el atentado de Sarajevo, y
que añaden su nota de romanticismo primitivo, musical también, pero de otro
origen, a la flotante, rara y decadente compañía. Surge un barco de guerra
austríaco que busca a los rebeldes y pide al capitán su entrega. Un príncipe
austríaco también, ex amigo de la cantante fallecida y que se encuentra a bordo
de la nave, interviene, y el viaje puede continuar hasta que tenga lugar la
fúnebre ceremonia, ante la isla que se alza, fantástica, irreal, o surrealista,
al cabo del horizonte. Una vez terminado el ritual, vuelve a aparecer el
acorazado austríaco, intimando otra vez la entrega de los anarquistas servios.
Y es cuando sucede el desastre final. Una bomba, lanzada por un gitano, prende
fuego al gigantesco artefacto de guerra, sus cañones se disparan solos,
disparados por las llamas, y todo el mundo, los decadentes, sofisticados y
musicales viajeros, como también el acorazado, se hunde en las aguas y solo el
periodista, junto con un rinoceronte que se encontraba a bordo, logran
salvarse, con el fin de que el primero cumpla con su deber de información y el
segundo con su deber de poner a salvo los derechos de la grotesca vida natural.
Parece poco, contado así, pero es mucho, como todo Fellini
fiel a sí mismo, ya que es el cineasta quizá más completo y más representativo
del cine europeo, portavoz de una conciencia que puede ser, al fin y al cabo,
deseo de representar lo que sucede con nosotros, y también lo que podemos hacer
para corregirnos y salvarnos. Tirarlo todo por la borda, como en la sugerencia
metafísica de Husserl, puede constituir uno de los justificantes más
evidentes de la película. Siendo el otro el arte por el arte, tan poderoso como
el primero, ya que Fellini es un poeta y es en la riqueza y armonía de
su lenguaje donde se encuentra su clave formal. ¿Qué es lo que permanecería de
la belleza de las Elegías de Duino sin la belleza del lenguaje y la
perfección de la forma?
Y el lenguaje de Fellini está en sus imágenes, que,
con el tiempo, en la memoria del espectador, se transforman en arquetipos, como
tantas de las bellezas visibles que él creó en Casanova o en el Satiricón
o en Prueba de orquesta, películas que definen al Fellini de su
segunda fase y la mejor de su creación y en la que podemos insertar Y la
nave va. Los cantantes organizando todo un concurso de virtuosidad ante los
fogoneros, en el antro más profundo de la nave; o la aparición del acorazado,
auténtico momstruo surgiendo desde las profundidades, como desde una pesadilla,
como todo lo que es exterior, invención permanente de Fellini,
creación en el estudio ("la pittura è cosa mentale", solía decir Leonardo,
en este caso el cine también, arte en el sentido semántico de la
palabra, virtuosidad, de areté), pintura y escultura, música e imagen,
como en las óperas de Wagner, el multidisciplinario y soteriológico. Es
posible que Fellini intente también, como el compositor alemán, salvar a
Italia y a Europa. Las visiones que crea son realmente entusiasmantes, yo gozo
de ellas como ante un genial fuego de artificios, tengo ganas de reír, ya que
no sé cómo mejor expresar mi entusiasmo ante tanta barroca y surrealista
maestría que trata de purificarnos, quitarnos de encima los restos anímicos del
espacio de Viena, tan ocultos y tan presentes en nosotros. Cuando escucho a Mitterrand,
por ejemplo, o cuando veo caminar a la señora Thatcher o sonreír a Felipe
González, o leo las palabras de Craxi y miro los saltitos
saltimbanquis y seniles de Pertini o la cara decadente y corrompida,
vienesa también, de Olof Palme, quiero huir y esconderme porque todos
ellos crean en mí complejos de descomposición y pesadilla. Y lo europeo no es
sólo esto, pero nadie quiere explicármelo en un lenguaje político, de
manera que solo me quedan estos pasitos, estas palabritas, este estilo medio
bizantino que huele a putrefacción y a "cuir de Russie". El cineasta
lo que pretende, ya que ha leído a Jung y sabe lo que es un arquetipo y
lo que significa el inconsciente colectivo, es limpiar nuestra interioridad,
sacarnos de la mente el elegante afán de decadencia que hemos heredado del espacio
más gracioso e inolvidable situado dentro de nuestra enfermedad, que es Viena y
lo habsbúrgico. En cuanto logremos eliminarlo sin prejuicios y dejarlo hablar
sólo en los libros de historia, como un espléndido mal del que todos padecemos volens
nolens, entonces quizá la nave misma desaparezca de nuestros sueños, ya que
el fin que perseguimos la mayor parte de sus viajeros no es asistir a un
funeral, ni siquiera artístico, sino seguir creando vida.
Pero todo esto, me dirán ustedes, está en Muerte en Venecia.
Y es verdad, hasta cierto punto. Quiero decir en la novela de Thomas Mann
y no en la falsificación cinematográfica de Visconti, donde los vicios
del director figuraban en el primer plano de un asunto que sobrepasaba aquellas
nimiedades. Visconti pintó un bello cuadro inspirado en Thomas Mann,
pero detrás del lienzo se agitaban los monstruos políticos y eróticos de Visconti.
La explicación de la belleza, según Thomas Mann, el artista mismo no la
encontrará sino en la muerte, complemento inequívoco de todo esfuerzo vital,
entrada en la verdad. Quien se acerca a la vedad en la película de Fellini
es el periodista, el único out-sider en medio del drama, y este se
salvará, junto con el rinoceronte. Es posible comprender, no solo muriendo,
sino también –y esto me parece muy italiano—salvándose, después de haber
asistido a la lección de la muerte. Morir es expresionista. Sobrevivir puede
ser europeo, pero esto implica un afán y una inteligencia casi supremos y
últimos, como es el esfuerzo que realiza el periodista, salvando del desastre
al animal prehistórico y llevándolo hacia la orilla, mientras las dos facetas
de lo habsbúrgico, el [sic] militar y el artístico, se están hundiendo
en el mar por su propia culpa, en una especie de suicidio, que fue el símbolo austríaco
y europeo de la Primera guerra Mundial.
Podríamos hablar, pues, de un cine antineorrealista. ¡Qué
lejos se encuentra, en efecto, Fellini, de sus primeros ensayos y de Rossellini!
Y mientras Antonioni se está dirigiendo hacia una especie de sub-realismo,
cargado de pesadez y de materialismo, en el sentido peyorativo que esto empieza
a tener, Fellini realiza películas en su estudio, crea naturaleza, al
estilo manierista de sus mejores predecesores artísticos, en un intento casi
científico de crear vida en un suntuoso laboratorio. Pero utilizando para ello
una imaginación y un poder que pocos artistas tienen. Los dos barcos de la
película, el trasatlántico de los decadentes y el acorazado, y el mar mismo con
sus colores azules y su isla fantasmal, parecida a la Isla de los muertos,
de Böcklin, constituyen el marco en que se desarrolla la sinfonía
crepuscular. Cuesta cierto trabajo, al principio, entrar en este mundo, pero
una vez dentro el gozo es ilimitado, como en Amarcord. Una sola nota
discordante, según mi criterio de crítico no-cinematográfico: hubieran podido
faltar los gitanos y aquella escena de la conversión de los viajeros a la
música de los primitivos, en un arrebato violento de conquista por el lado de
las tinieblas auténticas o supuestas como tales. Esto lo había visto en otras
películas, no de Fellini y no muy buenas. Hermann Broch, en la
primera parte de Los sonámbulos, se había acercado al tema, pero la
literatura ofrece otras posibilidades de desarrollo que en el cine tienen
siempre la posibilidad de deslizarse hacia al romanticismo más mediocre y
barato. Además, ¿por qué aparecen los gitanos junto con los anarquistas? La
combinación no tiene sentido. Es un defecto de peso. Como también la conquista
de la bella "demoiselle" por parte de un joven formando parte del
grupo revolucionario y desapareciendo con él hacia la sombra del acorazado. No
hay bastante preparación para que una escena así encuentre nuestra comprensión y
resulta, además, tan dulzona y repetida como la mencionada antes. Todo esto del
encuentro entre los sofisticados crepusculares y los puros supuestamente no
contaminados por la civilización, no me ha convencido. Mientras todo el resto
añade una conclusión a las intenciones de Thomas Mann e ilustra
perfectamente lo que tendríamos que hacer antes de que un acorazado explote ante
nuestras propias narices con toda la carga atómica que hoy lleva a bordo.
Vintila Horia,
en El Alcázar, ¿1983?
Recuerdo haber leído otra reseña y comentario de Vintila Horia sobre la pelicula "Casanova-Fellini" en las páginas de El Alcázar. Debería buscarse y publicarse aquí. Pero VH no solo escribió para este diario: poseo un recorte (creo que de "Blanco y Negro") de un extraordinario artículo en el que, con el pretexto de una excursión a Siguenza, pasa revista a varias esculturas de "pensadores": una figurilla prehistórica rumana, el Doncel, el Pensieroso de Miguel Angel y el de Rodin. Cuando vaya a mi casa de Alicante, donde lo tengo, lo enviaré. Le felicito por su labor y saludos cordiales.
ResponderEliminarGracias. Es bienvenido todo lo que sea de Vintila.
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