¿Quién no habrá leído, por lo menos
en su juventud, una novela de Knut Hamsun? Entre las dos
guerras, el autor noruego gozó de mucha fama en todo el mundo, fue
premio Nobel y entusiasmó con su pasión por la naturaleza por lo
menos a dos generaciones de lectores que buscaban en sus escritos,
todos ellos autobiográficos, el hilo perdido de un contacto que la
civilización y la técnica habían cortado casi de cuajo. Se habló
mucho en aquella época del posromanticismo de Hamsun, pero
creo, a la luz de su obra completa, que el autor de Hambre
pudo formar parte de un cauce expresionista que, entre otros ideales,
practicó el del retorno a los misterios entrañables y auténticos
de las estaciones y del contacto que el ser humano podía aún
mantener con la madre naturaleza, envuelto todo en un panteísmo
típicamente siglo XIX y un deseo de volver a vivir lo religioso sin
intermediarios. Una religión más bien primitiva, ni católica ni
protestante y cuya fuente mayor fue, sin duda alguna, el afán de las
vanguardias de principio de siglo de librarse de las capas de
conocimiento que la civilización bimilenaria de Europa nos había
acumulado encima, tal como Husserl y la fenomenología lo
predicaban en la misma época. Hamsun fue el fruto real de
todas aquellas corrientes literarias, filosóficas y artísticas que
trataron desesperadamente de otorgar al ser humano la consciencia de
la paz y de la justicia por encima de ideologías, conflictos y
dogmas de todo tipo y, también, de insertarlo en una Europa que no
fuese de los políticos, de los banqueros y de los ismos. Pero no lo
lograron. Fueron arrinconados por la guerra del 14-18, por el
estallido de la revolución en 1917, por el desarrollo victorioso de
los nacionalismos y por un aburguesamiento que iba a convertir a
nuestro continente en una víctima del capitalismo, por un lado, y en
un mártir del comunismo, por el otro. Es posible que de este doble
envilecimiento brote un día la semilla de la salvación que todo
martirio lleva en sus entrañas.
Knut Hamsun nació en Lom,
Noruega, el 4 de agosto de 1859, y falleció en su tierra, en 1952, a
la edad de noventa y tres años. Con estas palabras concluye su libro
autobiográfico, Por los senderos cubiertos de hierba: “Día
de san Juan de 1948. Hoy la Corte Suprema ha pronunciado su sentencia
y yo pongo fin a mi escribir”. De esta manera, como única
posibilidad de protesta, el gran escritor noruego acababa
voluntariamente su carrera, que tanta fama y tanto dinero había dado
a su patria. ¿Por qué fue condenado Hamsun a la cárcel y
luego a una existencia equívoca en un manicomio, y a la confiscación
de casi todos sus bienes? Por “inteligencia con el enemigo”. El
escritor, en efecto, durante la última contienda, había colaborado
con los alemanes, que habían ocupado Noruega en 1939 y solo la
habían abandonado en 1945. Fue lo que se llamó un
“colaboracionista”, como colaboracionistas son hoy, siguiendo el
mismo razonamiento jurídico y político, los que colaboran con el
enemigo ocupante de los países europeos del Este. Con la única
diferencia de que aquella ocupación duró menos de cinco años y
esta dura ya más de cuarenta y no tiene ganas de acabarse. En cuanto
a la gravedad y poder destructor de la una como de la otra, sería el
momento de realizar una encuesta entre los supervivientes de la
primera y los vivientes de la segunda, con el fin de aclarar las
cosas.
Y también sería sumamente interesante
realizar una encuesta a escala mundial para descifrar el misterio de
la actitud que tomaron los intelectuales con respecto de las crisis,
ideologías, ocupaciones de territorios, terrorismos, humillaciones y
desprecio de lo humano a lo largo de este siglo desgraciado. ¿Por
qué, en su mayor parte, las mentes más claras, las conciencias más
profundas, los talentos y los genios han colaborado con el mal bajo
sus formas más insospechadas, desde el estalinismo hasta el
nacionalsocialismo y, hoy mismo, desde el régimen destructor de
libertades e iglesias que reina en Rumanía, hasta la hambruna
organizada en Cuba por Fidel Castro? Hubo mártires, sí, pero
la lista de los “colaboracionistas” es mucho más larga.
Hay, pues, una doble posibilidad de
enfocar a los escritores de nuestro siglo: una, puramente literaria;
política, la otra. Es posible que entre las dos haya un territorio
común, una tierra de nadie y de todos, que constituiría como una
patria espiritual, albergando, en tiempos de crisis, la vasta
problemática del escritor sometido a la embestida de los bárbaros.
Desde el punto de vista político la diferenciación ha sido
impresionante desde que el capitán Dreyfuss, a finales del siglo
XIX, hundió en el extremismo a los intelectuales franceses. Derecha
e izquierda, enfrentadas con violenta dureza, forman desde entonces
como dos partidos y no hay manera de volver a la objetividad. Hoy,
con más razón que nunca, a medida en que la falsificación de la
mente se ha transformado en proceso universal de conversión a la
animalidad. Habrá defensores y atacantes, escritores deseosos de
poner de relieve lo que realmente sucede en el mundo y otros
dispuestos a cobijar sus cobardías detrás de los premios literarios
y su seudoindependencia espiritual. Habrá héroes y fugitivos,
ángeles y traidores, siendo las dos condiciones más elocuentes y
formadoras que nunca. Los ángeles serán, como es lógico, los
perseguidos, mientras los traidores gozarán de todos los privilegios
de lo visible. Hamsun, Brasillach, Ezra Pound,
Ernst Jünger, Heidegger, innumerables rumanos y
polacos, rusos y checos pagaron caro su afán de anticonformismo.
Pero existe
también una posibilidad literaria de entender esta diferenciación.
Knut Hamsun fue un autodidacta. Padeció el hambre en su
juventud y dio cuenta de ello en su novela más famosa. Con el dinero
del Nobel se compró una finca y se dedicó a la agricultura y a sus
libros. Estudió en su propia biblioteca, igual que otros prosistas
característicos de la problemática de nuestro tiempo, autodidactas
también. Me refiero a Máximo Gorki y a Panait Istrati.
Entre los tres hay como una grave posibilidad de unión. Fueron
pobre, vagabundearon por el mundo, creyeron en el comunismo, para
apartarse de él en le segunda fase de su vida. Era explicable que un
pobre del siglo XX creyera en el marxismo. La pobreza implicaba no
solo una injusticia, sino una posibilidad de desigualdad. Gorki
se marchó de la URSS, fue más tarde engañado por Stalin,
que lo convenció a [sic] regresar, con el fin de envenenarle
y acabar con su resistencia. Hamsun e Istrati, con el
dinero de sus primeros éxitos, se fueron a visitar el país de sus
sueños y, al volver a Occidente, expresaron su furia y su desengaño.
Hamsun se hizo nacionalsocialista e Istrati colaboró
en el semanario de un grupúsculo de extrema derecha en la Rumanía
del año 1935. El desengaño les obligó a tomar actitud en contra de
la causa que lo había producido. La situación literaria de los tres
es hoy significativa. Asistimos a un renacimiento de Panait
Istrati. Nuevas traducciones, obras completas, silencio total en
su país de origen, cuya ideología ataca con pasión y fanatismo en
Hacia la otra llama, el terrible panfleto que escribió de
regreso de la URSS y que lo hace indeseable en la Rumanía de hoy.
Hamsun es otra vez famoso y sus novelas encuentran hasta la
admiración de los ecologistas por su amor a la tierra y a la
naturaleza. Mientras Gorki goza de la falsa admiración de sus
compañeros de viaje y su obra se edita como si fuese la de un fiel
comunista, La madre, por ejemplo, pero su realismo socialista
ha destrozado en ella toda razón de ser literaria y humana. Sus
descripciones de la miseria y de los vagabundos, su maniqueísmo que
le obliga en su juventud a dividir el mundo entre buenos comunistas y
malos burgueses, lo hace hoy insoportable y fuera de moda y aguante.
Con Hamsun sucede –y sucederá
cada vez más– lo que sucedió con Hermann Hesse, a un nivel
menos alto y menos profundo, pero el retorno a la actualidad de los
dos se debe en gran parte a su defensa de una espiritualidad
vinculada a uno de los terrores de nuestra época y, sobre todo, de
los últimos diez años. La industria, igual que las ideologías, nos
están haciendo la vida imposible. Tren de vida, como se dice, pero
tren hacia la muerte. El Rhin, como fluida realidad paradigmática.
Ante la corrupción de la atmósfera, de los bosques, de los ríos y
de las mentes, vuelven a la superficie los ideales que formaban el
credo de los expresionistas, a principios de siglo: la urbe
monstruosa como enemiga máxima, la técnica como asesina de la
tierra, lo espiritual y lo natural como posibilidades de salvación.
La literatura de Knut Hamsun coincide en el tiempo con los
ideales expresionistas, bajo su forma menos sutil, diría, a la que
se habían adherido Thomas Mann, Kafka, Rilke,
Hesse y otros, pero el retorno a la naturaleza y a sus dioses
prístinos, a una religión que algo se parece al panteísmo
romántico, tiene mucho que ver con el retorno de Hamsun, En
sus novelas más leídas antaño, Hijos de su tiempo, Pan,
Brotes de la tierra, los duros inviernos noruegos, la
explosión de la primavera y de las pasiones, el contacto con las
fuerzas invisibles, el paisaje como matriz espiritual, explican la
razón de ser de este retorno.
Además –y en ello Hamsun se
parece a Kafka, a Rilke, a los cubistas franceses–
estuvo en los Estados Unidos en su juventud y escribió un libro, La
vida espiritual de la América moderna, en el que atacaba, ya a
finales del siglo pasado, la degeneración cultural como fruto de la
civilización industrial y el peligro que representa el dinero,
peligro al que Pound llamaba “usura”. Muchas razones para
una esperada vuelta a la actualidad.
Vintila Horia, en El
Alcázar (fecha desconocida)
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