martes, 19 de junio de 2007

Gloria y miserias del Naturalismo


Se están cumpliendo los ciento treinta y cinco años del nacimiento de Guy de Maupassant, (octubre de 1850, en Tourville-sur-Arques, no lejos de París) uno de los representantes más famosos de la escuela literaria llamada naturalismo, cuyo padre literario había sido Gustavo Flaubert. Maupassant escribió seis novelas y más de doscientos cuentos y fue el autor francés más admirado y más leído de la segunda mitad del XIX. En pleno éxito enfermó gravemente, dio señales de locura y acabó por cortarse el cuello, el 6 de julio de 1893, en Auteuil, cerca de París también. A los cuarenta y tres años había conocido todos los éxitos y todos los dolores. Había dedicado parte de su tiempo a la investigación de los fenómenos parapsicológicos, lo que había aumentado su tensión interior y su caída en la locura. En uno de sus cuentos titulado Le Horla, describe uno de aquellos fenómenos y es como una premonición, algo así como un ser monstruoso e irreal que aparece en la vida del protagonista y lo destruye. Era la época del espiritismo, de las clases del doctor Charcot, en la Salpetrière, a las que asistió Freud y el retorno al magnetismo natural de Mesmer, un fin de siglo lleno de acontecimientos y de cambios de todo tipo.

Bel Ami fue la novela más leída de Maupassant, pero también Más fuerte que la muerte o los cuentos de Boile de suif o de Una vida, libros que ilustran perfectamente la escasa filosofía del naturalismo: son los actos mismos de la vida y su incesante correr lo que constituye la existencia, sin problemas trascendentales, épica pura, destinada a dar cuenta de la sencillez de la existencia o del destino humano. Una imitación de algo, tan simple como el origen imitado. Sin embargo, el talento de Maupassant hace olvidar a veces lo reducido que es su esquema. Sabe construir una vida paralela, transformarse en espejo de la realidad, según los cánones de la corriente a la que representa y otorga a sus personajes las mismas dimensiones que estos aparentan dentro de las dimensiones de lo que es lo real. Un amor, dentro de dicho marco, no es más que la historia de una pasión que encuentra en lo carnal su solución y su meta. El dinero, la ambición, la política, el alcohol, lo sensual constituyen los aspectos humanos, los motores de una sociedad burguesa que vive, alrededor de la derrota de 1871, sus años más bajos y más ambiciosos. Por este motivo Maupassant fue llamado “el pintor de la sociedad de su tiempo”. Dentro de la misma técnica lo fueron los pintores realistas y hasta impresionistas de la época. El pintor, como el escritor, lo que tiene que hacer es observar y describir “la piel de las cosas”, ya que, después de esta capa de lo visible, no hay nada. Lo mismo pensaban los físicos...

Fue la doctrina de Freud la que, según su discípulo Binswanger, reflejó con cierta exactitud esta superficialidad materialista. El psicoanálisis freudiano es, en el fondo, un naturalismo y su ineficacia está en relación directa con su limitación. Para Freud el alma no existe. Sólo existe la psique, emanación de lo somático, que nada tiene que ver con el alma de las religiones, invento de los sacerdotes del mundo antiguo. Pero aquel cúmulo de prejuicios explosionó alrededor de 1900 y de sus ruinas nacieron los nuevos físicos, la nueva filosofía, la psicología de Jung, la pintura abstracta, las vanguardias antimaterialistas de principios de siglo, el acercamiento entre la ciencia y la religión, un mundo que nada tenía que ver con “la piel de las cosas” sino más bien con su meollo. Fue así como Maupassant cayó en el olvido, injustamente, porque, por encima de sus defectos técnicos, el escritor poseía el don de la escritura, sabía dar vida a una acción y construir el relato de un personaje. Una literatura de las apariencias, esto sí, pero bien vestidas, a la moda de su tiempo que tuvo el sentido de la elegancia y de la buena educación.

Por este motivo Maupassant sigue viviendo e interesando a muchos lectores. De manera más sincera y auténtica que otros, supo escoger, no sólo reflejar indistintamente la totalidad de la vida, lo que hubiera sido una monstruosidad. Este saber elegir constituye el leit-motiv estético de su arte, que lo coloca por encima de las exigencias mediocres del naturalismo. Doctrina muerta, a pesar de todo, sobreviviente sólo a través de pocos elegidos, más fuertes que la muerte, como hubiera dicho Maupassant mismo.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)




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