martes, 3 de julio de 2007

De Guy a Gay o el centenario de muchas cosas


Exactamente hace un siglo lo que reinaba en la Francia de la segunda República era el realismo, conocido en esta fase de su existencia como naturalismo. Era la época de Emilio Zola, los hermanos Goncourt, Alfonso Daudet, continuadores de la investigación fenoménica de Flaubert. Entre dos prolongadas caídas de párpados (cito a Emilio García-Merás), el locutor nacional llamó Gay de Mompasán a la estrella de aquel movimiento literario que imponía en la novela francesa y europea la ideología dominante de la época, o sea, el materialismo. Corta fase de entusiasmo, dentro del optimismo característico de estos arranques sin fundamento que hacen creer durante un rato a los hombres que la vida es lo que se ve y, siendo eso bastante reducido, lograremos conocerlo, explorarlo, mejorarlo, etcétera; fue el sueño de los humanistas renacentistas y de los ilustrados del XVIII y todos ellos acabaron en pesadilla revolucionaria. Sin embargo, Guy de Maupassant tuvo más talento que los demás y en sus libros más famosos, como Una vida (1883), Bel Ami (1885) y sus cuentos, llevó hasta sus últimos extremos los secretos de una corriente literaria bastante exenta de arcanos, pues de poder adquisitivo en el orden cognoscitivo como en el artístico.

Gustavo Lanson, en su Historia de la literatura francesa, lo define con mucha claridad de la siguiente manera: “En todo esto, nada de filosofía profunda: fue en el aire ambiental donde Maupassant ha tomado la doctrina del correr incesante de los fenómenos; lo que dispensa a uno de filosofar, y de allí no se ha movido.”

Enfocar la vida desde el mirador poco alto de los fenómenos visibles, investigarla científicamente, como lo pretendió Zola, llevó siempre a los escritores a cultivar esperanzas situadas la misma altura. Máximo Gorki, agitándose en la misma estela, confundió la vida con las reacciones primitivas de los vagabundos rusos y el misterio de la noche con la noche en los asilos, simpleza que le llevó hacia el consuelo comunista y a la formulación política de una nueva estética, muy vieja en realidad, que fue la del llamado “realismo socialista” que, como sabemos, no logró nunca autodefinirse, en el sentido de que nadie se ha enterado hasta la fecha por qué el socialismo tenía que ser realista o el realismo socialista. Las novelas y el teatro creados bajo dicho encantamiento no dieron cuenta jamás del drama ruso, mucho más interior y oculto, lejos de las miradas bastas del naturalismo materialista, drama que no fue nunca, y tampoco lo es hoy, realista o socialista. Es humano. Pero para alcanzar este nivel es preciso apartarse de los telescopios políticos con los que escritores y secretarios de partido siguen enfocando desde muy cerca la vida del alma. Que no es una galaxia.

A pesar de las críticas que hoy podemos formular a la literatura naturalista en general, y a la de Maupassant en particular, los cuentos y las novelas de este escritor muerto joven (el mismo año que Zola, en 1893, hace exactamente noventa años) tienen el encanto especial de la gran sinceridad ante la vida que tuvo el autor de Bel Ami y que no tuvieron ninguno de sus secuaces soviéticos. No abordó sus temas, simples, sí, pero auténticos, desde la perspectiva política. La vida no es eso, pero parte de ella sí. No logramos entender nada, pero por lo menos apiadarnos de algo, con el mismo valeroso heroísmo que empujaba a Maupassant hacia sus pequeños protagonistas, pobres mujeres de la clase media o alta, prostitutas, enamoradas, decepcionadas, y que lograban conmover a un público muy numeroso y a llevar a los europeos –ya que el fenómeno naturalista fue europeo- hacia lo que en la política de entonces fue llamado la Real politik de Bismark y que llego a asustar a los expresionistas de principios de siglo. Aquel falso realismo, del que nacerá tanto la revolución comunista como la Primera Guerra Mundial, era como una trampa. Muchas cosas se cocieron entonces, hace un siglo exactamente, dentro de la psique occidental. Y la cocción resultó más bien ponzoñosa. Por encima, claro está, de la voluntad y de las intenciones de Guy de Maupassant, que de gay nunca tuvo nada. La belle époque fue engendrada en la misma década y cubrió con su falsa alegría, que no llegó a engañar a Rilke ni a Rodin, a sus contemporáneos y que sacó de la garganta de los expresionistas los chillidos más esperpénticos y proféticos a la vez.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)


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