El crítico Carlo Bo acaba de publicar una edición antológica de la literatura picaresca y de presentarla al público italiano en un volumen en que encontramos a Rinconete y Cortadillo, al Lazarillo de Tormes y a Guzmán de Alfarache (Ed. Rizzoli, Milán 1986). Los comentarios que la aparición de dicho libro ha desencadenado en la península han sido varios, no exentos de admiración y a menudo de disparatadas ingenuidades. El origen y la proliferación del pícaro en la España de los Siglos de Oro siguen siendo un misterio. No conocemos con exactitud ni siquiera la patria semántica de su nombre. Siguiendo la teoría de Américo Castro, el pícaro no fue sino un hebreo perseguido que se ocultaba bajo una condición social de humildad y recelo, cuyo desemboque no pudo ser más que una literatura cuyo humorismo no hacía sino afilar con astucia el arma social de una venganza y de un anticonformismo que iban desde lo anticatólico hasta lo antimonárquico. Todos los valores importantes de la sociedad española de la época más brillante de su historia han sido triturados y escarnecidos por los autores de la literatura picaresca. Según Marañón, en su introducción al Lazarillo, esta literatura ha sido una desgracia para España, en cuanto productora de malentendidos y burlas que, más tarde, encontraremos en las mismas bases de la leyenda negra.
Se trató, según el punto de vista de algunos críticos, de una literatura de oposición, escrita por unos marginados sociales, de origen moro o judío. El mismo Mateo Alemán, autor de Guzmán de Alfarache, fue un cristiano nuevo perseguido por la impureza de su sangre y obligado a huir a Méjico. La misma decadencia de España, según estos críticos, se debió en aquella época a la persecución de moros y judíos, cuyo alejamiento o cuya falsa conversión explicarían la caída de la sociedad española del siglo XVI, como del XVII, en un impotente pesimismo, del que nunca logró levantarse. El ingenio judío y la operosidad mora destemplaron, con su exilio o su marginación, el arranque vital de los españoles.
Sin embargo, tengo la impresión de que las cosas se presentan bajo una luz de objetividad contraria a estas explicaciones más o menos subjetivas. Aquella sociedad española, privada de elementos étnicos y religiosos ajenos a su esencia, o bien convertidos a ella, fue la única en Europa capaz de descubrir mundos nuevos, de conquistarlos, de integrarlos a la civilización y a la religión cristianas y, también, de crear una cultura que, durante dos siglos, dominó Europa y dejó una magnífica herencia de obras maestras, todavía valederas. Ni los moros ni los judíos emigrados llegaron a crear una cultura mayor en los territorios donde se instalaron. En cambio los conversos contribuyeron, como Santa Teresa o Fernando de Rojas y el mismo Alemán, a la expansión y desarrollo de la cultura española peninsular. La mezcla con los españoles “cristianos viejos” fue benéfica para todos. El aislamiento en el espacio religioso y étnico respectivos, consecuencia de su alejamiento o expulsión, no dio frutos. Fue la matriz ibérica, cristianizada y latinizada, la que produjo el fenómeno de la expansión y del imperio, como el de las obras maestras. La picaresca no fue más que el polo equilibrador de la honra, el elemento complementario de Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo, San Juan de la Cruz, etcétera. Lo uno complementa y explica lo otro. No lo contradice, como afirma un crítico italiano. La misma presencia en Cervantes (Rinconete y Cortadillo), en Quevedo (El Buscón) o en Lope (el gracioso) de personajes picarescos es, desde este punto de vista, representativa. El pícaro está en todas partes, hasta en la literatura de los que cultivan la honra y los valores positivos del imperio. La picaresca no es la literatura de los marginados, moros y judíos rechazados por la sociedad de los cristianos viejos, sino la expresión de una crítica social necesaria y constructiva, dando cuenta de la libertad de expresión que reinaba en la época. No es la expresión de un minus sino la de un plus.
Resulta muy difícil, cada vez más, comprender a España, sobre todo en un tiempo empeñado en destruirla, bajo todos los aspectos. Y no me parece justo contemplarla, en su momento más alto, bajo perspectivas difamantes o parciales. En definitiva, ¿qué es lo que permanece en vida, pensando en la Europa de entonces, contemporánea de Cervantes y del Lazarillo, si eliminamos a España, o si la reducimos a un concepto inquisitorial y picaresco? Poca cosa. Europa existe y se justifica a sí misma sólo en relación permanente con su complementariedad española. Rebajarla o malcomprenderla es menospreciar y menguar a Europa.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (8 de enero de 1986)
Se trató, según el punto de vista de algunos críticos, de una literatura de oposición, escrita por unos marginados sociales, de origen moro o judío. El mismo Mateo Alemán, autor de Guzmán de Alfarache, fue un cristiano nuevo perseguido por la impureza de su sangre y obligado a huir a Méjico. La misma decadencia de España, según estos críticos, se debió en aquella época a la persecución de moros y judíos, cuyo alejamiento o cuya falsa conversión explicarían la caída de la sociedad española del siglo XVI, como del XVII, en un impotente pesimismo, del que nunca logró levantarse. El ingenio judío y la operosidad mora destemplaron, con su exilio o su marginación, el arranque vital de los españoles.
Sin embargo, tengo la impresión de que las cosas se presentan bajo una luz de objetividad contraria a estas explicaciones más o menos subjetivas. Aquella sociedad española, privada de elementos étnicos y religiosos ajenos a su esencia, o bien convertidos a ella, fue la única en Europa capaz de descubrir mundos nuevos, de conquistarlos, de integrarlos a la civilización y a la religión cristianas y, también, de crear una cultura que, durante dos siglos, dominó Europa y dejó una magnífica herencia de obras maestras, todavía valederas. Ni los moros ni los judíos emigrados llegaron a crear una cultura mayor en los territorios donde se instalaron. En cambio los conversos contribuyeron, como Santa Teresa o Fernando de Rojas y el mismo Alemán, a la expansión y desarrollo de la cultura española peninsular. La mezcla con los españoles “cristianos viejos” fue benéfica para todos. El aislamiento en el espacio religioso y étnico respectivos, consecuencia de su alejamiento o expulsión, no dio frutos. Fue la matriz ibérica, cristianizada y latinizada, la que produjo el fenómeno de la expansión y del imperio, como el de las obras maestras. La picaresca no fue más que el polo equilibrador de la honra, el elemento complementario de Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo, San Juan de la Cruz, etcétera. Lo uno complementa y explica lo otro. No lo contradice, como afirma un crítico italiano. La misma presencia en Cervantes (Rinconete y Cortadillo), en Quevedo (El Buscón) o en Lope (el gracioso) de personajes picarescos es, desde este punto de vista, representativa. El pícaro está en todas partes, hasta en la literatura de los que cultivan la honra y los valores positivos del imperio. La picaresca no es la literatura de los marginados, moros y judíos rechazados por la sociedad de los cristianos viejos, sino la expresión de una crítica social necesaria y constructiva, dando cuenta de la libertad de expresión que reinaba en la época. No es la expresión de un minus sino la de un plus.
Resulta muy difícil, cada vez más, comprender a España, sobre todo en un tiempo empeñado en destruirla, bajo todos los aspectos. Y no me parece justo contemplarla, en su momento más alto, bajo perspectivas difamantes o parciales. En definitiva, ¿qué es lo que permanece en vida, pensando en la Europa de entonces, contemporánea de Cervantes y del Lazarillo, si eliminamos a España, o si la reducimos a un concepto inquisitorial y picaresco? Poca cosa. Europa existe y se justifica a sí misma sólo en relación permanente con su complementariedad española. Rebajarla o malcomprenderla es menospreciar y menguar a Europa.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (8 de enero de 1986)
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