Uno se encuentra de pronto ante la imagen de su propio destino, al que había pensado abandonar detrás del último libro. Y es posible que el novelista se dedique a escribir historias implicando en ellas la parte más sombría de su vida, con el fin de verse liberado de aquel peso y de poder respirar al aire de un futuro menos expuesto a la barbarie de los recuerdos y del dolor, un futuro desvinculado de la presión dominante del acontecimiento que había provocado la separación, o, como decía Rilke, despedida. Pero, de manera más dramática que los demás, aquella avanzadilla que es la de los seres humanos obligados por las circunstancias históricas a despedirse de lo suyo, de su patria, de su familia, de sus bienes, de sus amigos, de sus paisajes, de su idioma, de los libros de su infancia... Es el drama del exiliado, al que Dante supo encerrar en un libro de viaje, llenarlo de sus amores y de sus odios y tirar por la borda del espíritu lo que desde su pasado amenazaba su libertad. La Divina Comedia no es más que un tratado de teología escrito a lo largo de un viaje en el más allá, con el fin de que el poeta pudiera librarse del peso demasiado visible y molesto de su despedida de Florencia. Hay una frontera terrible entre el Dante florentino y el Dante exiliado. Para soportar el destierro, o sea, la separación o el alejamiento, el poeta carga a sus espaldas personajes del pasado, amigos y enemigos íntimamente relacionados con la tierra perdida y los descarga luego en un libro. De este modo, se imagina poder seguir más tranquilo por el camino hacia el futuro.
Utilizando la misma táctica, Ovidio llena de recuerdos y de lamentaciones sus Tristes y Pónticas, y Chateaubriand sus Memorias de ultratumba con el fin, quizá, de gozar de una eternidad liberada de lo terrenal. Cualquier autor de memorias lo que hace es imitar a estos famosos y cumplir con la tarea que Husserl recomienda a los fenomenólogos: colocar entre paréntesis al mundo objetivo, realizar lo que él llama una epoché, y evacuar de este modo el continente de la conciencia con el fin de poder dar el salto fenomenológico hacia el verdadero conocimiento. Todo resultaría ser, bajo este aspecto, puro acto separatístico y los místicos sabían perfectamente en qué consistía la vía purgativa que los llevaba a la unitiva. Sagrado o profano, el acto en sí implica una separación o una despedida, cuyo fin es siempre un olvido y una entrada libertadora en el terreno de una nueva sabiduría.
Al ver el otro día por televisión la película Stromboli de Rossellini, director de cine que me gusta poco, porque no me ha convencido nunca el neorrealismo y tampoco Ana Magnani, me he dado cuenta de que, en el fondo, mi propia literatura, de la que nunca hablo, o muy poco, no es sino la historia de unos personajes en eterna despedida, símbolos de todos nosotros, pero sobre todo del personaje clave del siglo XX, con más razón después de Yalta, que es el exiliado voluntario o involuntario, el condenado obligado a abandonar su patria porque así se lo impone la ley o porque, colocado entre la muerte y el destierro, escoge a este último, como es humano hacerlo. Y digo esto porque Karin, interpretada por Ingrid Bergman en la película de Rossellini, representa perfectamente el papel del ser humano obligado a huir, a despedirse (ella es lituana) y a transplantarse a una isla volcánica del Mediterráneo, símbolo también del peligro en que todos los seres humanos vivimos desde siempre. Exilio es el nombre de nuestra existencia, en el sentido más platónico de la palabra, ya que el alma se ve obligada en un determinado momento a abandonar el mundo de las ideas y a exiliarse en un cuerpo perecedor e ignorante, sometido a las equivocaciones, al seudoconocimiento y a la muerte. Karin había huido de Lituania para no caer en manos de los rusos, se encuentra en un campo de concentración en Italia, al final de la guerra, y escoge el matrimonio con un italiano pobre con el único fin de poderse salvar ante la posibilidad de ser entregada a los rusos, como pasó en miles de casos similares, como consecuencia del crimen colectivo cometido en Yalta por los tres malos actores de la más grande tragedia de todos los tiempos. Sin embargo, la elección de Karin no es acertada. No logra integrarse en el mundo de Stromboli. Es la miseria, la incomprensión, la estrechez material y espiritual. Cuando el volcán se sale de madre y su lave invade el pequeño pueblo donde viven Karin y su marido, se produce la separación entre los dos y ella huye, o trata de huir, cruzando la montaña cerca del cráter, y no lo logra. Ante la parquedad de sus recursos y las fuerzas que se unen para destruirla, descubre su inmensa soledad e implora el último socorro posible, levanta su mirada hacia el cielo cubierto de estrellas y se dirige a Dios. Es así como encuentra la paz y comprende. Volverá al pueblo y al marido, puesto que eran su única posibilidad de anclarse en el destierro, la única patria que tenía. En el fondo, nada podía sustituir lo perdido, sólo quizá el nuevo entendimiento que había conseguido después del contacto con la fuente de todo saber y consuelo. El final de la película es un final místico, profundo y genialmente humano. Hemos perdido algo para conseguir otra cosa, posiblemente mucho mejor, aunque situada en un plano distinto, que es el de la otra dimensión, la del alma, y cuando nos hacemos cargo de ello los demás problemas, relacionados con la pérdida y la despedida, se vuelven de repente inocuos y como empequeñecidos.
Creo que una de las escenas más desgarradoras del cine de la postguerra es la del grito de la mujer consciente de su soledad y de su separación, de la inutilidad de cualquier actuación, ya que nada tenía el poder de reintegrarla a lo que había perdido, su Lituania natal, su mundo destrozado y borrado del mapa. Nadie supo nunca representar mejor esta desesperación anímica y orgánica a la vez y que ningún otro dolor puede igualar. El momento en que uno cobra conciencia de lo que ha perdido, en una situación tan clara y reveladora como la que vive Karin encima del volcán y ante la imposibilidad de seguir adelante y salvarse –pero salvarse, ¿hacia dónde y con qué fin?— es uno de los momentos cumbre del arte de Rossellini. Aquella escena es desgarradora y, sin querer, durante días, traté de esconderla detrás de mi conciencia. Sólo esta noche, ante la máquina de escribir, en un momento casi de revelación, tengo el valor de confiar a mis lectores el secreto de mis libros, que ellos mismos habrán descubierto a lo largo de sus lecturas, más fuertes que yo bajo este aspecto, ya que situados ante un drama ajeno y más libres para apreciar, entender y seguir adelante.
Me hubiera gustado relacionar la película de Rossellini con otros libros y durante unos momentos concentré mi memoria con el fin de poder citar novelas de contenido afín, y no lo logré. Fue cuando me decidí a autocitarme. ¿Cómo es posible que nadie, o muy pocos escritores hayan intentado describir este drama explicativo del mal que aqueja nuestro tiempo? ¿Es posible que Thomas Mann, que ha vivido bastantes años en el exilio, haya escrito Doctor Faustus única y exclusivamente para acusar a los suyos, o sea, a los alemanes, de los desmanes de la Segunda Guerra, cuando todos hemos sido culpables de ella? Joyce se autositúa en el exilio con el fin de poder escribir el Ulises y Musil abandona Viena para ver desde lejos los defectos de Cacania, que es la humanidad, y el protagonista de La hora veinticinco es también el símbolo del exiliado perenne, pero tampoco es una patria la que él pierde, porque son los demás quienes lo exilian en sus propias manías y no los suyos. El drama es el de Dante y el de Karin, la lituana de Rossellini. Son las mismas patrias, caídas en manos de los negros, en tiempos del florentino y de los rojos en tiempos de Karin, quienes nos sitúan fuera del paraíso en que cada uno nace y que, al perderse, todo se pierde, menos el honor, como decía Francisco I después de Pavía para consolarse de alguna manera. Pues sí, menos el honor, todo lo hemos perdido, dentro de una conciencia de lo irrecuperable que nos acerca al conocimiento como cualquier situación límite, pero nos aleja de lo que nos hubiera gustado continuar en el tiempo y en el espacio, de acuerdo con los ríos, los montes, las ciudades, los padres y los amigos. Y vivimos en la ilusión de haberlos recuperado, ya que hemos salvado la libertad y el honor, pero un día nos encontramos como Karin, encima del volcán de la conciencia y lanzamos hacia el cielo nocturno el grito suplicando ayuda. Y el cielo se apiada de nosotros y nos devuelve la paz, mientras el paisaje del exilio se vuelve paraíso recuperado. Ya que, en este nivel divino o simplemente metafísico, todo es patria cuando sabemos colocarnos en el territorio del alma.
Sí, yo mismo he vivido la noche de Karin y no sólo una vez durante las muchas noches de mi pasado, pero, ¿constituyen realmente respuesta y confirmación los destinos de los personajes de Dios ha nacido en el exilio, El caballero de la resignación, Los imposibles, La séptima carta, Una mujer para el Apocalipsis, Viaje a San Marcos, Marta o la segunda guerra y, sobre todo, el Tomás Singurán de Perseguid a Boecio en su doble y trágico aspecto contemporáneo e histórico? Es una pregunta. Es posible que sólo pagando un precio, muy alto en casos como estos, uno alcance la vía unitiva, después de haber recorrido las leguas de la vía iluminativa y los dolores de la purgativa. Entonces lo místico se vuelve Via Crucis y, una vez inserto en el destino de todos los destinos, nos volvemos historia sagrada, puesto que todos somos una Imitatio Christi en miniatura, imagen en bronce, y a lo sumo en plata, del oro fundacional o crístico. Pero ¡qué metales más pesados, Dios mío!
Sin embargo, la pregunta queda en el aire: ¿por qué tan pocos novelistas contemporáneos del Via Crucis más largo y más poblado de la historia del hombre, que es la segunda mitad del siglo XX, han tenido la osadía de acercarse a un tema tan actual? Quizá porque el tema sea demasiado escabroso y hasta repulsivo. Es como acusar a todo el mundo de lo que sucedió y sigue sucediendo sin que nadie quiera enterarse y, menos todavía, tratar de resolver el problema. Con un tema así no es posible alcanzar la gloria del best-seller. Lo que explicaría los pocos lectores que tengo, es verdad que en muchos países, lo que no deja de ser un consuelo y una esperanza.
Utilizando la misma táctica, Ovidio llena de recuerdos y de lamentaciones sus Tristes y Pónticas, y Chateaubriand sus Memorias de ultratumba con el fin, quizá, de gozar de una eternidad liberada de lo terrenal. Cualquier autor de memorias lo que hace es imitar a estos famosos y cumplir con la tarea que Husserl recomienda a los fenomenólogos: colocar entre paréntesis al mundo objetivo, realizar lo que él llama una epoché, y evacuar de este modo el continente de la conciencia con el fin de poder dar el salto fenomenológico hacia el verdadero conocimiento. Todo resultaría ser, bajo este aspecto, puro acto separatístico y los místicos sabían perfectamente en qué consistía la vía purgativa que los llevaba a la unitiva. Sagrado o profano, el acto en sí implica una separación o una despedida, cuyo fin es siempre un olvido y una entrada libertadora en el terreno de una nueva sabiduría.
Al ver el otro día por televisión la película Stromboli de Rossellini, director de cine que me gusta poco, porque no me ha convencido nunca el neorrealismo y tampoco Ana Magnani, me he dado cuenta de que, en el fondo, mi propia literatura, de la que nunca hablo, o muy poco, no es sino la historia de unos personajes en eterna despedida, símbolos de todos nosotros, pero sobre todo del personaje clave del siglo XX, con más razón después de Yalta, que es el exiliado voluntario o involuntario, el condenado obligado a abandonar su patria porque así se lo impone la ley o porque, colocado entre la muerte y el destierro, escoge a este último, como es humano hacerlo. Y digo esto porque Karin, interpretada por Ingrid Bergman en la película de Rossellini, representa perfectamente el papel del ser humano obligado a huir, a despedirse (ella es lituana) y a transplantarse a una isla volcánica del Mediterráneo, símbolo también del peligro en que todos los seres humanos vivimos desde siempre. Exilio es el nombre de nuestra existencia, en el sentido más platónico de la palabra, ya que el alma se ve obligada en un determinado momento a abandonar el mundo de las ideas y a exiliarse en un cuerpo perecedor e ignorante, sometido a las equivocaciones, al seudoconocimiento y a la muerte. Karin había huido de Lituania para no caer en manos de los rusos, se encuentra en un campo de concentración en Italia, al final de la guerra, y escoge el matrimonio con un italiano pobre con el único fin de poderse salvar ante la posibilidad de ser entregada a los rusos, como pasó en miles de casos similares, como consecuencia del crimen colectivo cometido en Yalta por los tres malos actores de la más grande tragedia de todos los tiempos. Sin embargo, la elección de Karin no es acertada. No logra integrarse en el mundo de Stromboli. Es la miseria, la incomprensión, la estrechez material y espiritual. Cuando el volcán se sale de madre y su lave invade el pequeño pueblo donde viven Karin y su marido, se produce la separación entre los dos y ella huye, o trata de huir, cruzando la montaña cerca del cráter, y no lo logra. Ante la parquedad de sus recursos y las fuerzas que se unen para destruirla, descubre su inmensa soledad e implora el último socorro posible, levanta su mirada hacia el cielo cubierto de estrellas y se dirige a Dios. Es así como encuentra la paz y comprende. Volverá al pueblo y al marido, puesto que eran su única posibilidad de anclarse en el destierro, la única patria que tenía. En el fondo, nada podía sustituir lo perdido, sólo quizá el nuevo entendimiento que había conseguido después del contacto con la fuente de todo saber y consuelo. El final de la película es un final místico, profundo y genialmente humano. Hemos perdido algo para conseguir otra cosa, posiblemente mucho mejor, aunque situada en un plano distinto, que es el de la otra dimensión, la del alma, y cuando nos hacemos cargo de ello los demás problemas, relacionados con la pérdida y la despedida, se vuelven de repente inocuos y como empequeñecidos.
Creo que una de las escenas más desgarradoras del cine de la postguerra es la del grito de la mujer consciente de su soledad y de su separación, de la inutilidad de cualquier actuación, ya que nada tenía el poder de reintegrarla a lo que había perdido, su Lituania natal, su mundo destrozado y borrado del mapa. Nadie supo nunca representar mejor esta desesperación anímica y orgánica a la vez y que ningún otro dolor puede igualar. El momento en que uno cobra conciencia de lo que ha perdido, en una situación tan clara y reveladora como la que vive Karin encima del volcán y ante la imposibilidad de seguir adelante y salvarse –pero salvarse, ¿hacia dónde y con qué fin?— es uno de los momentos cumbre del arte de Rossellini. Aquella escena es desgarradora y, sin querer, durante días, traté de esconderla detrás de mi conciencia. Sólo esta noche, ante la máquina de escribir, en un momento casi de revelación, tengo el valor de confiar a mis lectores el secreto de mis libros, que ellos mismos habrán descubierto a lo largo de sus lecturas, más fuertes que yo bajo este aspecto, ya que situados ante un drama ajeno y más libres para apreciar, entender y seguir adelante.
Me hubiera gustado relacionar la película de Rossellini con otros libros y durante unos momentos concentré mi memoria con el fin de poder citar novelas de contenido afín, y no lo logré. Fue cuando me decidí a autocitarme. ¿Cómo es posible que nadie, o muy pocos escritores hayan intentado describir este drama explicativo del mal que aqueja nuestro tiempo? ¿Es posible que Thomas Mann, que ha vivido bastantes años en el exilio, haya escrito Doctor Faustus única y exclusivamente para acusar a los suyos, o sea, a los alemanes, de los desmanes de la Segunda Guerra, cuando todos hemos sido culpables de ella? Joyce se autositúa en el exilio con el fin de poder escribir el Ulises y Musil abandona Viena para ver desde lejos los defectos de Cacania, que es la humanidad, y el protagonista de La hora veinticinco es también el símbolo del exiliado perenne, pero tampoco es una patria la que él pierde, porque son los demás quienes lo exilian en sus propias manías y no los suyos. El drama es el de Dante y el de Karin, la lituana de Rossellini. Son las mismas patrias, caídas en manos de los negros, en tiempos del florentino y de los rojos en tiempos de Karin, quienes nos sitúan fuera del paraíso en que cada uno nace y que, al perderse, todo se pierde, menos el honor, como decía Francisco I después de Pavía para consolarse de alguna manera. Pues sí, menos el honor, todo lo hemos perdido, dentro de una conciencia de lo irrecuperable que nos acerca al conocimiento como cualquier situación límite, pero nos aleja de lo que nos hubiera gustado continuar en el tiempo y en el espacio, de acuerdo con los ríos, los montes, las ciudades, los padres y los amigos. Y vivimos en la ilusión de haberlos recuperado, ya que hemos salvado la libertad y el honor, pero un día nos encontramos como Karin, encima del volcán de la conciencia y lanzamos hacia el cielo nocturno el grito suplicando ayuda. Y el cielo se apiada de nosotros y nos devuelve la paz, mientras el paisaje del exilio se vuelve paraíso recuperado. Ya que, en este nivel divino o simplemente metafísico, todo es patria cuando sabemos colocarnos en el territorio del alma.
Sí, yo mismo he vivido la noche de Karin y no sólo una vez durante las muchas noches de mi pasado, pero, ¿constituyen realmente respuesta y confirmación los destinos de los personajes de Dios ha nacido en el exilio, El caballero de la resignación, Los imposibles, La séptima carta, Una mujer para el Apocalipsis, Viaje a San Marcos, Marta o la segunda guerra y, sobre todo, el Tomás Singurán de Perseguid a Boecio en su doble y trágico aspecto contemporáneo e histórico? Es una pregunta. Es posible que sólo pagando un precio, muy alto en casos como estos, uno alcance la vía unitiva, después de haber recorrido las leguas de la vía iluminativa y los dolores de la purgativa. Entonces lo místico se vuelve Via Crucis y, una vez inserto en el destino de todos los destinos, nos volvemos historia sagrada, puesto que todos somos una Imitatio Christi en miniatura, imagen en bronce, y a lo sumo en plata, del oro fundacional o crístico. Pero ¡qué metales más pesados, Dios mío!
Sin embargo, la pregunta queda en el aire: ¿por qué tan pocos novelistas contemporáneos del Via Crucis más largo y más poblado de la historia del hombre, que es la segunda mitad del siglo XX, han tenido la osadía de acercarse a un tema tan actual? Quizá porque el tema sea demasiado escabroso y hasta repulsivo. Es como acusar a todo el mundo de lo que sucedió y sigue sucediendo sin que nadie quiera enterarse y, menos todavía, tratar de resolver el problema. Con un tema así no es posible alcanzar la gloria del best-seller. Lo que explicaría los pocos lectores que tengo, es verdad que en muchos países, lo que no deja de ser un consuelo y una esperanza.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
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