jueves, 12 de julio de 2007

Sobre Atlántida y el tema de los orígenes


Todo parece tener un sentido, hasta lo más vulgar y sensacionalista, en este tiempo conclusivo y esclarecedor. He comparado a veces las épocas de decadencia con el otoño revelador de la esencia del bosque. La caída de las hojas pone de relieve, de repente, el contenido de una vasta entidad vegetal, oculta detrás de su propio continente. Es así como la literatura del siglo XX es capaz de constituirse en síntesis y de resolver problemas y contrastes que no eran sino complementariedades, como el cíclico batallar, a través de los siglos de Occidente, de las etapas clásico-románticas a las que, hasta ahora, sólo Dante y Goethe han sabido concentrar en un solo ser cultural o, mejor dicho, espiritual. Pero he aquí cómo, bajo esta luz clarividente, lo más basto y corriente puede aparecernos como indicio de algo situado por encima de su propia intencionalidad. Quiero referirme a los libros dedicados a esclarecer aspectos tan apasionantes de la vida y de la historia, de la psique como de la astronomía, en una especie de alarde epistemológico que aparece como el resultado del consumismo cultural al que estamos sometidos (astrología, parapsicología, ovnismo, profetismo, conocimiento espectacular del pasado más remoto, etcétera), y que no es sino un vuelo esencial hecho de saltitos existenciales. Esto, en una sola palabra, podría llamarse simbolismo.

Tengo varios libros sobre la mesa y me gustaría hablar de todos ellos a la vez, en un arranque (yo tampoco me puedo sustraer a esta globalidad anagógica) típico de lo que hemos llegado a ser: víctimas de nuestra propia superficialidad, en el sentido de que cualquier malintencionado seudocientífico logra apasionarnos por temas de trascendencia reducida al nivel más bajo o televisivo de las cosas. Libros que, aparentemente, no dicen nada y que, en el fondo, y bajo la perspectiva abierta más arriba, podrían insertarse en otro tipo de esfuerzo. De esta manera, el presente enlaza con el futuro.

En primer lugar, dos libros que tratan de la Atlántida: La pirámide sumergida en el triángulo de las Bermudas, por Marcus Silverman, y En busca de la historia perdida, por Juan G. Atienza (ambos editados por Martínez Roca, Barcelona, el primero en 1984, el segundo en 1983), para enfocar, en segundo lugar, los horizontes abiertos por Las pautas proféticas, por Alan Vaughan (Ed. Martínez Roca, 1983), y corregidas, por así decirlo, por C.-G. Jung, desde el punto de vista de la psico y parapsicología, en su libro Un mito moderno y por la revista Metapolítica (Roma, 1983, en su número de diciembre), desde un punto de vista cristiano, y que, hasta cierto punto, coincide con el del psicólogo suizo y difiere esencialmente del de los tres autores citados.

Nos encontramos con dos problemas que apasionan al público de hoy, y que son la historia y la caída de Atlántida, y la realidad, interior o exterior, de los platillos volantes. Basado en textos antiguos y observaciones contemporáneas, el austríaco Jürgen Spanuth había afirmado, en un libro publicado en Tubinga, en 1976, que el continente sumergido había formado parte de las aguas del océano Atlántico, pero no de su zona canaria, sino de los mares del norte, situándolo cerca de las costas alemanas y danesas, en la inmediata vecindad de la isla de Heligoland. Spanuth hace coincidir aquel desastre con la aparición del cometa Halley en el año 1226 antes de Cristo, corroborada la fecha a través de muchos acontecimientos contemporáneos, como la destrucción de la civilización cretense y con el cambio de clima y paisaje que se produjo en la Grecia de entonces, aunque con efectos menos terribles. La segunda aparición del cometa coincidiría con el nacimiento del Señor, y la tercera, con la batalla de los campos Cataláunicos, cuando fueron vencidos los hunos. No hay duda alguna: Atlántida existió, y la historia y la geografía de la misma, expuesta por Platón en Critias, tienen el aspecto más riguroso posible, desde un punto de vista que hoy llamaríamos científico, aunque no hubiese sido esta la intención del fundador de la academia.

Según las averiguaciones de Marcus Silverman, una pirámide descubierta recientemente cerca de Bimini, en el mismo triángulo de las Bermudas, pirámide parecida a las de Egipto y Méjico, no permitiría ya ninguna clase de dudas. Atlántida erigía sus archipiélagos circunferenciales, tal como Platón los había descrito, en aquella zona. Cargada de energía y de información, dicha pirámide sería la causa del hundimiento de tantos barcos dentro del triángulo fatal, y la catástrofe se habría producido en el momento en que una de las tantas lunas que daban vueltas a la tierra había abandonado su órbita satelitaria, hubiera chocado con nuestro hábitat espacial y habría provocado terremotos e inundaciones a escala planetaria, consecuencias de los cuales cambios de clima radicales hubieran desencadenado desastres de toda clase, el fin de muchas especies animales y vegetales y la entrada de la Tierra en una nueva era. Monumentos de piedra fueron construidos desde entonces con el fin de indicar con asombrosa exactitud la distancia que les separaba de la hundida Atlántida, como, por ejemplo, el de Stonehenge, que, según cálculos realizados por Alex Stone, citado por Silverman, cálculos realizados sobre la base del número tres (y los trilitos de Stonehenge), darían la cifra de 6.300, que son los kilómetros separando [sic] el monumento del centro mismo del triángulo de las Bermudas. Debajo de aquellas aguas, según nuestro autor, se encontraría una inmensa ciudad, hecha de templos, pirámides y otros edificios, santuarios de la sabiduría de los atlantas, y que, una vez descubierta e investigada, permitiría a la humanidad un avance espectacular hacia el progreso y la paz, de la misma manera, supongo, en que la investigación que realizaron los templarios en los subterráneos del templo de Salomón permitió a los europeos la construcción de las catedrales y el inicio de una época de prosperidad espiritual y material.

No tengo anda contra estas teorías, simples hipótesis, en el fondo, montadas en un núcleo casi invisible de verdad controlada. Desde una perspectiva profana o científica, en el sentido que hoy damos a este concepto, es posible que Atlántida haya existido, en un sitio o en otro, y que las entrañas de sus monumentos estén pletóricas de datos sumamente interesantes y útiles para nosotros. El problema que, lógicamente, surge en la mente de una persona apasionada no tanto por la ciencia en sí, sino por lo que más bien podríamos llamar la “metaciencia”, lo que tendría que interesarnos, es: ¿por qué se hundió Atlántida? O, mejor dicho, situando el tema en el marco espiritualista, tan frecuentado por estos autores: ¿quién hizo hundir aquel continente?, puesto que, tanto según Platón como según otros investigadores actuales, el elemento fundamental del desastre no hay que buscarlo en las entrañas de la Tierra o en los cometas impersonales venidos de muy lejos y, por casualidad, enfrentados con la Tierra, sino en la maldad evolucionista de los atlantas, que pasan de una época de fidelidad a sus dioses o a su dios único, el fundador, Poseidón, a una fase de soberbia y de conquistas materiales. El fin de las civilizaciones, como la egipcia, por ejemplo, no está en la fuerza de una embestida exterior (los romanos para los egipcios, los bárbaros para los romanos), sino en una caída interior. También los templarios, como lo escribía aquí hace unos meses, conocieron una fase ascensiva y buena y se hundieron, como Atlántida, abatidos desde su interior orgullo y riqueza, cuando el bien inicial se volvió mal conclusivo y exterminador. Existe, pues, una posible interpretación, quizá la única correcta, del fin de las civilizaciones, basada en las posibilidades de exégesis total que nos brinda la metapolítica, en un caso; la metaciencia, en el otro. Pienso que todo en la historia de la Tierra tiende hacia un fin preciso y concreto: la revelación cristiana, y que todo lo que ha sucedido con anterioridad a ella no ha sido sino una preparación metafísica, desde el hundimiento de la Atlántida hasta el más remoto mañana. La Historia misma no es sino revelación paulatina, epifanía sin fin, pero con clave única. Por este motivo estoy convencido de que sólo el cristianismo puede dar pie a interpretaciones esotéricas conclusivas y realistas, dando a esta palabra su sentido religioso más exacto. El oscurecimiento de estos conoceres se ha producido, a lo largo de los siglos, tanto debido a cataclismos (venidos siempre desde una causa interior), como a actuaciones equivocadas, como las de tantos Papas del Renacimiento, embaucados por el humanismo, alejándose cada vez más del único conocimiento que los cristianos llamamos la verdad. La evolución misma de las ciencias actuales tiende a corregir la trayectoria equivocada, en una especie de arranque de feed-back que hoy tiene su justificación más fecunda y renovadora. Libros, pues, como el de Silverman, pueden ser interesantes, una vez colocados en su sitio. Dicha verdad se sirve hasta de tales pequeños pasos de danza para alcanzar su fin último.

Juan G. Atienza ha escrito mucho sobre tantas cosas. Su información es a veces exacta y científica, otras veces basada en hipótesis imposibles de averiguar. O en inexactitudes, como cuando, en la página 68 de su libro En busca de la historia perdida, donde [sic] hace derivar la palabra muérdago (muga sería el nombre celta de la planta) del francés muguet, cuando esto significa “lirio de los valles”, mientras muérdago, en francés, se llama gui. O cuando, al tratar de explicar las pinturas y bajorrelieves obscenos en algunas iglesias románicas, relaciona aquello con el tantra. Hubiera sido más sencillo recordar la lección moral del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, o la intención, moralizadora también, de La Celestina, obras escritas en épocas de inmoralidad o de vagas intentonas erotizantes (el amor loco) amenazando la sociedad española dedicada a la reconquista. O cuando sugiere que kábala podría relacionarse con caballo, cuando en hebreo significa tradición (gabbalah). Lo apasionante en este libro lo constituye la intención de situar a España en un auténtico espacio esotérico y hasta ocultista (Noé en Noya, por ejemplo, o “Las sorpresas de la vieja Asturias”). Lo que, a menudo, puede confundir al lector es la actitud digamos religiosa de Juan G. Atienza. ¿Se trata de un homo religiosus dispuesto a investigar bajo la nueva luz a la que aludíamos antes, o de un ocultista esotérico, tan de moda hoy, aceptando cualquier tipo de introducción a la fenomenología religiosa, menos la cristiana? En este caso su obra tiende de por sí a una autodestrucción casi masoquista, y que resulta interesante en cuanto tal, fenómeno característico de los tiempos (tempora pessima sunt).

España, como toda tierra, europea o no, ha sido y es tierra sagrada, en el sentido de que ha servido para representar parte del gran espectáculo (el gran teatro del mundo) en cuyo marco terrenal iba a producirse el Nacimiento del Niño Divino anunciado por Virgilio, y donde, al final de los tiempos, se va a producir la segunda venida. En este sentido todos los esfuerzos esclarecedores, incluido el de Juan G. Atienza, constituyen actos de acercamiento, forman parte de una metahistoria que, poco a poco, empezaremos a comprender.


Vintila Horia, en El Alcázar, febrero 1984

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