domingo, 24 de febrero de 2008

Victor Hugo y la revolución libertadora (I)


Si contemplamos la época romántica bajo su aspecto francés resulta lícito definirla como anárquica y revolucionaria. Pero no es así si acudimos a ella desde las profundidades de la psique alemana. Novalis sólo vive veintinueve años, pero es mucho más romántico, mucho más genuino en su romanticismo que Victor Hugo, que fallece a los ochenta y tres y cuyo primer centenario va a ser festejado como es debido, quiero decir politizando el asunto, por todas las trompetas y todos los bomberos literarios del planeta. Esto se ha vuelto inevitable. Hasta al pobre fray Bartolomé de las Casas lo están sodomizando en este momento, al falsificársele no sólo su mensaje sino también, y sobre todo, sus mejores intenciones. Novalis es el poeta más representativo de cierto esoterismo manando de nuestras relaciones interiores con lo religioso. Victor Hugo es, al contrario, el exotérico por antonomasia, el poeta capaz de escribir doscientos versos diarios , o veinte páginas de prosa, casi dictadas, en su época de exiliado en las islas de Jersey y Guernesey, por los espíritus de los grandes fallecidos de la historia humana que acudían uno tras otro a satisfacer la sed de conocimiento y de gloria del enemigo de Napoleón III. Gran parte de su obra, como de sus convicciones, fueron resultado de este contacto espiritista, lo que da cuenta perfectamente de la categoría del personaje, considerado hoy como el ángel del progreso, del humanitarismo y del socialismo político-literario. Sus monumentos, como los obeliscos, montan guardia ante los posibles desfallecimientos del espíritu. Estoy seguro de que la humanidad no ha tenido nunca un genio más fecundo y más embrollador. Fecundo cuantitativamente hablando; embrollador desde la perspectiva del reino de la calidad.

La vida misma del autor de Los miserables es un espejo embrujado y contradictorio. Nace en 1802, es hijo de un general de la Revolución y de Napoleón Bonaparte, que combate en España y contribuye a dejar aquí el recuerdo imborrable de una ocupación confundida por el pueblo español con el saqueo, la violencia, la injusticia, lo contrario de una liberación y cuya imagen concretó Goya en su cuadro La noche del 2 al 3 de mayo. Es posible que sus padres, fieles a su ideología, no le hayan hecho bautizar, lo que explicaría tantas cosas, situando al hombre y a su actuación dentro del marco que le corresponde. Escribió mucho desde joven, se ilustró en seguida por sus sentimientos monárquicos y tradicionales, fue senador del reino durante el período de la Restauración (de la monarquía y, por supuesto, de los valores tradicionales, una vez hundido el espectro de la Revolución), pero luego todo se vuelve tenebroso en la vida de Hugo, inexplicable no tanto desde el punto de vista de una metamorfosis ideológica sino sobre todo desde el ángulo vivo que tendría que ser el punto de observación más esclarecedor de los poetas, de los grandes por supuesto. Pero, ¿fue realmente Víctor Hugo un gran poeta? Es lo que trataremos de dilucidar a lo largo de esta inquisición.

Cuando el nieto de Napoleón es elegido presidente de la Segunda República, después de la revolución de 1848, lo encontramos ya cambiado, agitándose poderosamente en la vida política de aquella época, corta e incierta, ya que, poco tiempo después, Napoleón tira su máscara y se proclama emperador. En 1852 el poeta, disidente, considerándose como engañado por el político, escoge la libertad, se va a Bruselas y, en 1855, lo encontramos en la isla inglesa de Jersey, y dos años después en Guernesey, donde seguirá viviendo hasta la caída de Napoleón el pequeño, como no dejó de llamar a su enemigo y rival. En las islas Británicas, situadas muy cerca de la costa francesa, restos de la ocupación inglesa medieval y de los conflictos que hacen resaltar la figura de Juana de Arco, donde Hugo escribe una parte esencial de su obra y donde, bajo el influjo y el dictado de las mesas bailantes, compone poemas, novelas, ensayos y donde cincela su nueva personalidad de defensor del pueblo, amante del progreso, adorador de la revolución y amigo de los indefensos. El personaje que más lo visita durante el exilio es el socialista Pierre Leroux. Tanto La leyenda de los siglos como Los miserables y El hombre que ríe los escribe en la isla, y por supuesto su Fin de Satanás, obra sine qua non para un entendimiento correcto de la mentalidad y del cambio que se había producido en el poeta. Podríamos integrar esta actitud dentro de un seudo cristianismo generalizado, fruto de un romanticismo tardío, al que pertenece Michelet también, como luego veremos, y que es una combinación asaz indigesta de catolicismo liberado, de espiritismo, de humanitarismo socialista y de mentalidad revolucionaria. Quizá también de un nacionalismo que cierra caminos, tapa aperturas, impide contactos y falsifica esperanzas. Dos nombres tiene el espíritu, según Hugo: Jesucristo y la Revolución Francesa, consecuencia esta de Aquél. No haría falta insistir en ninguna demostración para comprender las consecuencias de tal actitud, pero sería contentarnos con una sola premisa y dejar entonces la conclusión falta de su segundo argumento.

Podríamos decir que la última fase de la vida de Hugo, una vez decretada la tercera República, después de la guerra con Prusia, en 1871, es la de la gloria universal. El año terrible, historia de aquella guerra, como El arte de ser abuelo son las obras últimas y muy leídas entonces de un escritor que es contemporáneo de Baudelaire, de Nietzsche y de Dostoievski, de Flaubert y de Balzac, con los cuales no tiene, podemos decirlo, ninguna relación. La humanidad avanzaba por unas vías a las que Victor Hugo ignoraba y a las que creía destinadas al progreso, palabra mágica que le obsesionó durante toda la vida y que le impidió tener un contacto genuino con la realidad. Ha sido y es leído todavía porque los seres humanos viven de ilusiones, de mentiras, de falsedades y de generosos abandonos que suelen terminar bajo la guillotina de una u otra revolución castigadora de los miserables, redentora solo de los verdugos.

Es un sentimiento religioso mal entendido lo que domina a los románticos, sobre todo en Francia. ¡Qué diferencia entre la poesía pomposa y bombardeante de Victor Hugo y el catolicismo dolorido, entrañable y auténtico de Baudelaire! El autor de Las flores del mal, el más grande poeta de Francia, resulta ser, bajo la perspectiva que hoy tenemos de todo aquello, el único poeta de su tiempo capaz de haber vivido lo cristiano sin retorismo [sic] y sin necesidad de traducirlo a la jerigonza política, mientras el autor de La leyenda de los siglos, como el cura Lamennais, el erudito Michelet, los socialistas literarios y los primeros anarquistas no lograron acercarse nunca a la verdad, capitaneados por las elucubraciones vetero y neotestamentarias del poeta aliado de la revolución. Su Fin de Satanás, como su libro sobre Shakespeare, donde habla de todo menos del dramaturgo inglés, serían las obras más representativas de este delirio cristiano socialista, sólo explicable dentro de aquel oscurecimiento del espíritu que fue el romanticismo francés en general y el de Victor Hugo en especial.

Citaba antes el nombre de Julio Michelet, el contemporáneo y admirador del poeta. Mientras Lamennais, en la fase ortodoxa de su vida, declaraba la Revolución Francesa como “...un desastre radical”, incomparablemente el más grande enturbiamiento de la sociedad jamás conocido en los tiempos anteriores, porque durante ella, “...al ser negado el poder espiritual fue aniquilada la sociedad”, otros pensadores del XIX, como el mismo Lamennais en la segunda fase de su existencia, contribuyeron a formar la base de casi todos los errores actuales. Cuando hablamos de un cristianismo social, de reconciliar la fe cristiana y la revolución (rusa o francesa, da igual, porque se trata de la misma doctrina y de la misma utopía enemiga de los hombres), de una religión cristiana sin Cristo o sin Resurrección, nos referimos, a menudo sin saberlo, a los errores de Victor Hugo y de Michelet, de los que se han derivado las nuevas Iglesias del siglo pasado, la positivista de Augusto Comte o las parroquias laicas de Saint-Simon y de Fourier, desde cuyos fundamentos han emprendido el vuelo las ideas cristianas enloquecidas que agitan los espíritus de los socialistas y comunistas actuales. La misma URSS, como todo el tinglado intelectual erigido alrededor de la lucha de clases, de la igualdad, de la fraternidad universal, del progreso, del hombre considerado como auto-redentor, de la ciencia salvadora, de la ideología última, son prejuicios que nacen en los libros del vate de Guernesey o en los del autor de la Bruja considerada como mujer salvadora y como “fin de la opresión cristiana”. Es esta colaboración entre el poeta y el historiador un signo evidente de lo que podríamos llamar la síntesis entre el romanticismo y el naturalismo, brotada de las relaciones del primero con la naturaleza, los instintos, los sentimientos, la parte nocturna del ser y del contacto del segundo con el progreso contemplado como producto de la identificación con la mente o el espíritu dedicados a fabricar técnica, mucho más eficaz que “el Dios antinatural del cristianismo”. El “soplo de Satanás” empieza a fecundar el mundo y sus profetas más iluminados van a ser Hugo y Michelet.

Si volvemos sobre aquello nos quedamos mudos de indignación ante libros que hicieron soñar a más de una generación y transformaron su mensaje en una herencia envenenada, una falsificación de la Historia y de todo futuro posible. Es lógico admitir hoy que las épocas más inauténticas hayan sido los siglos XVIII y el XIX, por el lado de la exaltación de la razón el primero y por el de la exaltación de los instintos, de la naturaleza y hasta de lo animálico el otro. Y también es lógico poder vaticinar, ante la credulidad sin remedio de la especie humana, que seguiremos empantanados en el lodo racional e irracional de los dos tipos de revolución forjados por la Ilustración y el Romanticismo, hasta el fin de los tiempos. Ya que el drama humano no tiene remedio, según parece. Victor Hugo, en este sentido, y así es como es preciso enfocarle cien años después, ha sido uno de los responsables del desastre. Y su personaje preferido, el Satanás de su poema, una de las obras peores, desde todos los puntos de vista, en la historia de la poesía, constituye quizá la clave para comprender las intenciones del poeta y de sus más fervorosos admiradores.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



3 comentarios:

Anónimo dijo...

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Laura dijo...

El escritor de este artículo debería citar el origen de los comentarios que pone en boca de muchos escritores muy por encima de sí. Da informaciones falsas, dudosas y que sin duda no son fruto más que de su opinión personal y que sin embargo viste de hechos. Demuestra no conocer en absoluto la obra de Víctor Hugo, o en todo caso tenr algún tipo de aversión personal que le hace modificar lo cierto.
Estudio Historia y he estudiado bastante la figura de Víctor Hugo. Tal vez pueda engañar a lectores desconocedores de su obra, pero cualquiera que haya leído al menos los Miserables y sepa un poco de su historia no podrá más que reírse ante este artículo demagógico y de tono panfletario. Es obvio que el escritor o bien desconoce muchas cosas o bien elimina "de un plumazo, a los que no coincidían con su imagen" de Víctor Hugo. No sé qué motivo le lleva a hacer esto, pero no hay duda de que lo hace.

Silo dijo...

Señora L.Rios, en esta entrada se trae un artículo escrito por Vintila Horia bastante claro con citas explicadas que no pretende engañar a nadie.

Otra cosa es que lo que dice no coincida con la imagen que vd. tiene de Víctor Hugo y por eso pretenda "eliminarlo" (?). "No sé qué motivo le lleva a hacer esto, pero no hay duda de que lo hace".