viernes, 15 de enero de 2010

Con Kazantzaki, a Toledo


Buscando un libro en mi biblioteca, me encontré un tomo de Nikos Kazantzaki, el autor de Cristo otra vez crucificado, un libro de artículos y de notas de viaje titulado Del monte Sinaí a la isla de Venus, publicado en París hace bastantes años (1958) y donde figura un capítulo dedicado a Toledo. Como esta ciudad es en este momento la pasión del autor de estas líneas, me precipité sobre él y lo devoré en pocos minutos. La garra del escritor está presente en cada palabra, en cada imagen. Pinceladas cortas y audaces, colores vivos, mediterráneos, claroscuros barrocos, exactamente como en la novela citada más arriba o como en Zorba el griego. El mismo comienzo es dramático y sugestivo. El escritor conserva en la memoria el recuerdo de un Toledo imaginado a lo largo de los años, inspirado en los libros, los cuadros y las fotografías. Lo que dominaba los recuerdos era el mismo cuadro del Greco, con aquel relámpago azul que corta el mundo en dos. Cuando Kazantzaki llega a Toledo es de primavera [sic], el aire dulce y pacífico envuelve la ciudad en un manto de paz. No hay drama. “España es el invento de algunos poetas y pintores y de algunos turistas apasionados.” La realidad es otra. El demonio que el escritor lleva a su izquierda, encima del hombro, le susurra palabras en el oído, palabras poco agradables para la ciudad imperial. ¡Qué aburrimiento! Pero el ángel, desde el otro hombro dice: “¿Y si fuéramos a ver a El Greco?” El demonio sabía perfectamente por qué se aburría y por qué Toledo no le gustaba. Pero el ángel también sabía la razón de lo contrario. Toledo es una ciudad dominada por un ángel, habitada por lo sagrado, ilustrada por uno de los pintores religiosos más grandes de todos los tiempos.

Y se van a visitar la casa de El Greco, el cretense, envueltos en una atmósfera que, según Kazantzaki, evoca y recuerda Creta. La misma luz, las mismas mujeres, los mismos olores. Los árabes como parte del telón de fondo. Los seres que animan los cuadros de El Greco parecen como consumidos por el fuego: “Todos los apóstoles arden”, afirma contemplando a San Bartolomé y a San Andrés. La luz es un fuego y no viene del sol sino desde una luna trágica. Y este ardor aumenta con la edad. El Greco se vuelve cada vez más apasionado y esencial. Un miedo metafísico domina los últimos cuadros. “Uno no deja de pensar en las fuerzas oscuras. La alquimia, la magia, la brujería, el exorcismo.” Sus personajes se parecen a unos muertos que acaban de recobrar la vida, conservando sin embargo algo, un dejo de los colores del más allá. Preciosa manera de definir la extraña luz que domina los cuadros del toledano. Ahí está, creo, la llave del enigma. No hay nada de magia o de alquimia en la obra del pintor. Para comprenderlo no es preciso, como hace Kazantzaki, retrotraerlo a Creta, porque es el espíritu de Castilla, el significado mismo de Toledo en aquel fin de siglo, lo que empapa de luz nueva la pintura del cretense castellanizado, del griego católico que encuentra en la colina, a la que Rilke llama “el monte de la revelación”, los últimos secretos de su arte poético. Nada de Oriente palestinense, como pensaba Marañón, ni de magia árabe, ni de recuerdos cretenses. El Greco conserva de su educación y formación originarias sólo un recuerdo imperecedor [sic], el de Platón y de su concepción del mundo. Todo el resto se lo concede Toledo, como centro de un imperio ecuménico, un experimento inaudito e inédito, inscrito en los rostros del “Entierro del señor de Orgaz”. El alma que habita sus cuadros es la que vive en aquellos rostros y da vida a aquellos cuerpos inmortales. ¿Por qué no habla Kazantzaki del “Entierro...”? Difícil contestarlo. Ni siquiera lo cita, y es la obra maestra de su cretense. Nos habla, pues, de todo menos de lo fundamental. Hubiera sido interesante escuchar su opinión ante el cuadro por antonomasia. Pero lo elude y no sabemos por qué. Si no lo ha visto, esto me resulta imperdonable. Si lo ha visto y le ha inspirado menos pensamientos y admiración que los demás cuadros del pintor, me resulta incomprensible. El capítulo sobre Toledo se ha quedado como inválido y no podrá nunca sanarlo, ya que ha salido, hace tiempo ya, hacia la parte superior, como hubieran dicho El Greco y Platón juntos.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, septiembre 1984
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