miércoles, 11 de septiembre de 2013

La nueva novela histórica y la moral vertical


Fue el romanticismo y su pasión por el pasado de los pueblos quien creó el género y Walter Scott su primer campeón. Durante el siglo XIX el género conoció un auténtico auge en al marco de la misma preocupación y tanto Víctor Hugo como Alejandro Dumas, Henryk Sienkewicz (con su Quo vadis) o Gustavo Flaubert con Salambó y Pérez Galdós con sus Episodios nacionales, llenaron las conciencias individuales de una auténtica conciencia colectiva o histórica. Los mismos comunistas bolcheviques utilizaron las incursiones de Alejandro Tolstoi (con Pedro I e Iván el Terrible) tratando de encontrar en el totalitarismo del pasado exculpaciones para el presente. Al ser nuestro siglo un tiempo amoral pero, a la vez, necesitado de permanentes justificaciones ante sus fracasos y holocaustos, la novela histórica aparece y desaparece del escenario de la actualidad a medida que los tiranos visibles u ocultos nos privan de esperanza y de futuro. Hundirse en el pasado, con el fin de buscar en su lejanía paralelismos esclarecedores o consuelos de todo tipo, desencadenó oleadas de investigaciones literarias a menudo dominantes. Marguerite Yourcenar, por ejemplo, dominó durante más de dos decenios la novela francesa con su reconstitución del drama de Adriano. Pero los nombres de Mújica Laínez, el mismo García Márquez, Thornton Wilder, Umberto Eco, Gertrud von Le Fort, Robert Graves bastarían para comprender la magnitud del proceso. Y si, como afirman los futurólogos, "el futuro es el pasado", desde la perspectiva de cualquier prospectiva y programación valederas, entonces podemos vislumbrar tranquilamente y hasta profetizar un éxito cada vez mayor para este tipo de novela desocultadora del tiempo humano bajo todas sus dimensiones temporales.

Es una novela recientemente editada en Francia el acontecimiento que me da pie para esta meditación. El novelista se llama Hubert Monteilhet y su libro Nerópolis (Ed. Juillard-Pauvert, París 1984) se ha transformado en pocos meses en el éxito del año. Se trata de una historia siuada en uno de los momentos más simbólicos y, para nosotros, elocuentes, de la historia de Roma, el momento en que Nerón incendia su capital con el fin de arrasarla y sustituirla por una nueva, digna de su gloria, una Nerópolis que nos hace pensar, evidentemente, en la manía destructora y falsamente sustitutiva de los líderes comunistas que han llamado Leningrado a la ciudad de Pedro el Grande, Kaliningrad a la Koenisberg de Kant, Stalingrad, Togliatigrad (pronto habrá un Brejnevgrad, me imagino), pruebas contundentes de un odio para el pasado sólo comparable con la ignorancia, la futilidad y la barbarie de donde han brotado estos cambios basados más bien en la destrucción que en su contrario. Nerón se nos antoja, de repente, como el precursor de esta baja locura antihumana. El personaje principal de la novela de Monteilhet es un joven llamado Kaeso, hijo de un senador que asiste y comprende el peso de la decadencia, el lujo corrompido de la aristocracia, la locura del emperador, pero conoce la filosofía de Séneca y las religiones orientales y se convierte al cristianismo, única posibilidad de salvación en medio de aquel caos.

Creo que se trata de uno de los libros más auténticos de estos últimos años, en el marco de una novelística francesa carcomida por sutilezas estetizantes o politiqueras que amenazan acabar con ella y con la fama que tenía en el mundo. Este libro no es ninguna innovación, pero sí una toma de conciencia muy importante en un momento en que, en Occidente como en la Roma de Nerón, el cambio de los nombres de las ciudades, como la corrupción, la crueldad y el vicio se han vuelto reglas de la vida cotidiana, mucho más convincentes, para los jóvenes sobre todo, que la moral de las religiones. Hasta lo religioso ha llegado a ser interpretado y aceptado desde el punto de vista de la libido. El escándalo, pues, como siempre en estas circunstancias, no ha dejado de asomarse a la actualidad. Monteilhet fue acusado por el crítico literario de Le Monde de antisemitismo porque se permitió hablar de la alianza entre el gobierno neroniano y los judíos en su actuación anticristiana. Nadie puede negar el hecho. Pertenece a la historia y es ésta quien ha de colocarlo en un sitio o en otro, pero comprender hoy aquella situación no es difícil porque las autoridades religiosas y políticas de los judíos buscaban aliados en cualquier sitio, con el fin de combatir una nueva religión surgida de sus propias entrañas, pero dirigida hacia metas distintas. Toda circunstancia histórica de este tipo incluye hechos y actitudes parecidas. No se trata de una acusación, sino sólo y exclusivamente de una realidad perfectamente justificada desde el punto [sic] de su actualidad. Es preciso colocar el hecho dentro de su contexto temporal para comprenderlo por encima de cualquier filo antisemitismo [sic], actitudes que no tienen, en este caso, ninguna razón de ser, puesto que, como afirma el autor en una entrevista, un cristiano no puede ser antisemita siendo el Nuevo Testamento una continuación del Antiguo, una anulación del mismo podríamos decir, pero anulación implica una existencia anterior sine qua non. De estas siniestras escaramuzas alrededor del antisemitismo está lleno este siglo de abusos, de tiranías ideológicas, de falsas actitudes en pro o en contra, sobre todo en los medios intelectuales que han estropeado la vida y la están estropeando desde hace decenios. Es como lo de los derechos humanos. Quien no acepta el gulag, las clínicas de tortura psíquica, la miseria material y la ideología máa aberrante y humillante de todos los tiempos, es un enemigo de los derechos humanos. Quien está de acuerdo con la muerte del hombre es su aliado. Paradoja horrible, típica de un tiempo neroniano.

Pero, sin embargo, hay muchos motivos para criticar a Monteilhet. No es Nerópolis su primer libro ni su primer escándalo. Escribió hace años un panfleto contra Pablo VI de una violencia sólo justificable en el marco de la corrupción de esta Roma que es el mundo occidental y que quiere cambiar de nombre como también de dioses. Acusó al Papa del Concilio Vaticano II de haber pregonado "la doctrina de la bondad original del hombre, capaz de realizar su salvación por sus propias fuerzas". Doctrina nefasta, herejía pelagiana condenada por el Concilio de Éfeso en 431, causa primera de todas las desviaciones anticristianas, pues antihumanas también, como la de la Revolución Francesa cuando los ciudadanos se autosalvaban bajo la batuta humanista de Danton y Robespierre y, más tarde, bajo los cantos esteparios de Lenin y Stalin. Los derechos humanos prodecen de aquella aberración introducida por Pelagio e imitada por los desviacionistas revolucionarios de todas las épocas neronianas. Lo que ha creado en el mundo (pagano ayer, neopagano hoy) un fundamento para la perdición del hombre ha sido precisamene, según Monteilhet, su adhesión a la moral horizontal del paganismo o de los paganismos de siempre. En efecto, para el hombre elevado hacia Jehová, o hacia Cristo, no se trata de unos dioses inmanentes capaces de provocar en nosotros sólo la imitación de sus gestas y fechorías, siempre sangrientas y corrompidas, sino del Dios celoso y espriritual que nos contempla día y noche desde su posición metafísica trascendental. Con el cristianismo -y es su revolución- pasamos a otra dimensión, nos volvemos seres humanos (según Fellini y Pasternak), rompemos con el pasado o la prehistoria.


He aquí un ejemplo, propuesto por Monteilhet: la ley romana prohibía las relaciones homosexuales entre los ciudadanos porque lo moral era lo que servía a la ciudad. Un hombre, si tenía familia e hijos, si había cumplido con la ley, podía tranquilamente tener relaciones con un esclavo o un liberto. La moral no contemplaba, en su enfoque social y político horizontal, este tipo de relación. Nerón se casó dos veces con dos hombres, pero no con ciuddanos romanos sino con esclavos. Ni siquiera el emperador loco se atrevió a infringir la lex. El hombre pagano fabricaba él mismo su moral bajo el imperio de una utilidad terrenal limitada. El placer no abandonaba nunca esta horizontalidad. El amor no existe en la antigüedad, como tampoco existirá durante la Revolución Francesa y su continuación soviética. Y tampoco existe si lo separamos de la moral vertical. La degradación del matrimonio, el aborto, la homosexualidad, la desnatalización, la violencia generalizada, no contemplada por la ley horizontal o socialista, la droga, el placer por encima de todo, los derechos humanos, dan cuenta perfectamente del sentido neroniano de nuestra época. "Sólo el judío piadoso", afirma Monteilhet, ha permanecido vertical desde sus orígenes." Pensamiento profundo en cuya estela testamentaria yo incluiría al buen cristiano también.

Pero, afirma el novelista, el cristianismo ha muerto con [el] Vaticano II. Durante dos milenios Dios "ha tratado de evitar los desastres del pecado original", pero ante la pesadez de la naturaleza humana el experimento no ha tenido éxito. La moralidad neroniana que todo lo domina da cuenta de esta tragedia. No quiere decir que no haya cristianos en el mundo, y los seguirá habiendo durante mucho tiempo, de la misma manera en que sigue habiendo bonapartistas, legitimistas o carlistas. Lo que le parece evidente es que un Concilio haya [sic] puesto punto final a la moral vertical en sí [,] a un movimiento universal creado por Dios a favor del hombre y estrangulado por éste después de dos mil años de esperanzas. ¿Es esto así? Los años que vienen confirmarán esta tesis, tan pesimista, o la aniquilarán en sus mismas raíces que, al ser históricas, proyectan sus sombras sobre nuestro propio futuro. 

Vintila Horia, en El Alcázar, octubre 1984

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