viernes, 26 de febrero de 2016

Estrellas caídas en encajes antiguos



Mi generación creció en el ritmo de los bailes y canciones de Fred Astaire y Ginger Rogers, frunció el ceño a la manera de Humphrey Bogart, se enamoró de Rita Hayworth y, algo más tarde, se dejó embrujar por Gene Kelly. Todo esto al margen de las seriedades, entre ellas la guerra, que nos privaron durante algunos años de estrellas de todo tipo y nos hundieron en el barro de la política y de los campos cruzados por los tanques, camino del este o del oeste. Filosofamos por encima de estos extremos, con Maurras. Ortega, Unamuno o Eugenio d´Ors y hasta con el corporativismo mussoliniano, y llegamos a Heidegger por el atajo del existencialismo de la posguerra, amargados, desengañados, exiliados, emigrados, millones de jóvenes que se habían escapado de los campos de concentración rusos y alemanes y que buscaban cobijo en cualquier sitio. A mí me tocó Italia y luego Argentina. Recuerdo los cines baratos de la calle Lavalle, en pleno centro de Buenos Aires, donde por un peso se podían ver tres películas seguidas, olvidándose uno de todo lo que había vivido entre el mar Caspio y el Atlántico y gozando de la música o de la épica, forjando en la sombra de la sala ilusiones para un futuro próximo, con el mismo poder de construir utopías felices que lo había hecho antes del desastre. Lana Turner pudo ser entonces un ideal representativo, un aliciente, igual en posibilidad de sugerencias prospectivas a la sonrisa heroica de Gary Cooper que planteaba en Solo ante el peligro el problema de una resistencia individual, victoriosa al final, por encima de la cobardía colectiva y del mal. Estados Unidos, a pesar de la bomba atómica, suavizada por las caderas de Gilda, podía haberse transformado entonces en un ideal vital.

Pero no fue así. La epopeya del desengaño ante el puritanismo victorioso –todo aquello se nos antojaba terriblemente anticomunista y no lo era sino hasta cierto punto, el punto precisamente en que la mediocridad se encontraba, y transigía, con lo infernal– empezó entonces, cuando la gente del este europeo emigrada a todas las Américas de la esperanza empezó a darse cuenta de que su desengaño procedía de un engaño y de que nadie en Washington, si siquiera el general Eisenhower, pensaba rescatar el espacio perdido. Los comunistas, al contrario, se apoderaron de la China y de Cuba, primeros frutos caídos en la cesta de la cobardía y del entendimiento entre los dos falsos enemigos. Nos dimos cuenta de que tanto los políticos como las películas estaban embaucando a la humanidad y empezamos a alejarnos de los mitos norteamericanos, para acercarnos, poco a poco, a Fellini y a Bergman. Y cuando empezaron a fallecer los grandes de la literatura, Faulkner, Hemingway, John Dos Passos, Henry Miller, y nos percatamos de que nadie les sucedía, comprendimos que algo se había acabado y que la descomposición final iba a venir desde el lugar mismo donde había nacido la esperanza. Fue, en efecto, la Universidad norteamericana, con sus profesores y alumnos, quien creó la moda universal de la caída democrática en el regazo de la izquierda libertaria (terrible contradicción en los términos), endulzada la caída por la costumbre de drogarse para olvidar (¿qué?) y para aguantar (¿qué?). Entre aquellos lejanos orígenes infernales y la invitación que Tierno Galván hizo a los jóvenes madrileños durante una inolvidable noche de aquelarre, la relación es fácil de establecer. La línea del hundimiento sigue un trazado geopolítico transcontinental de una asombrosa pero lógica sismología.

Fue así como, de mal en peor, me encontré con la serie negra del cine norteamericano en Televisión española, con la reposición de las películas de Rita, con Humphrey Bogart y demás estrellas caídas no en el olvido sino en la querella de los viejos encajes. Y ninguno de los actores adorados otrora volvió a gustarme. Me parecieron terriblemente demodés, feos, inútiles, bailando con monotonía al son de una música sin gracia ni melodía, haciendo muecas ridículas, sufriendo abusivamente, amando con reparos, desintegrándose en la nada después de cada representación. La pequeña pantalla acabó con ellos en mi alma, de la misma manera en que la evocación televisiva de la Segunda Guerra Mundial acaba y hasta ridiculiza a personajes como Churchill, Stalin, Roosevelt y demás comparsas del inolvidable enfrentamiento que dejó a la humanidad coja, sorda, medio ciega, medio tonta y completamente cambiada, en el peor sentido de la palabra. Una catástrofe telúrica y espiritual a la vez nos ha trasladado a otro tiempo, y la evocación del anterior, causa de este, pone sin piedad de relieve la fragilidad, la poca seriedad, la cínica indiferencia ante lo real de quienes prepararon el traslado, empezando por los políticos y terminando con las películas.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, marzo de 1984


2 comentarios:

Minodora Ruschita dijo...

Este o plăcere sa-l citești pe Vintilă Horia. În puține cuvinte spune mult mai mult decat pot imagina contemporanii operei sale nemuritoare.

Minodora Ruschita dijo...

Este o plăcere sa-l citești pe Vintilă Horia. În puține cuvinte spune mult mai mult decat pot imagina contemporanii operei sale nemuritoare.