martes, 27 de junio de 2017

El gnosticismo, ayer y hoy (I)

Dos temas de gran actualidad me brindan hoy la oportunidad de volver a hablar del gnosticismo: la aparición, en Italia, de un Manual de las doctrinas políticas, por Giorgio Galli (Milán 1985), y el centenario de Fernando Pessoa, el gran poeta portugués, cuya tragedia y cuyo fin algo tienen que ver con el gnosticismo o, por lo menos, con una de sus variantes más modernas y más nocivas desde el punto de vista espiritual.

Ya veremos, al comentar más tarde un libro de mucha envergadura, la relación que se ha podido establecer entre matriarcado, por un lado, y concepción cíclica de la historia, y patriarcado y concepción lineal de la misma. Esto tiene que ver, claro está, con la política, porque el gnosticismo, según Galli, formaría parte de aquellas alternativas minoritarias, opuestas a las grandes, que suscitaron y provocaron, a lo largo de la historia, respuestas muy originales por parte de las sociedades. Si pensamos, por ejemplo, en el dionisismo, en la brujería y en el gnosticismo, nos encontramos, ya en los primeros siglos del cristianismo, como también antes, con la respuesta del racionalismo griego, con al de la Iglesia universal o, ¿por qué no?, con la de la Inquisición. Hubo incitación y respuesta. Cada vez que la gran madre aparecía en el horizonte de las tendencias matriarcales de una sociedad o de una cultura, cuando la mujer era considerada como más digna que el hombre para dedicarse al culto y cuidar de los rituales y cuando la política formulaba también respuestas en este sentido, el hombre se encontró en fases de retorno. El mismo concepto de “revolución” implica esta analogía con el mito del eterno retorno, con lo cíclico, con la inseguridad nocturna del elemento yin, con la divinidad misma transformada en mujer. (La diosa razón, por ejemplo, durante la Revolución Francesa). Cuando el varón reconquista su primacía, entonces vuelven los dioses varoniles. Según Eric Voegelin, en su libro, ya comentado aquí (Nueva ciencia de la política, ed. Rialp, Madrid, 1968), el mundo occidental en sus varias fases, desde el siglo XII hasta hoy, ha caído repetidamente en la tentación gnóstica cuya mejor definición sería “la redivinización de la sociedad”. Se trata de una inmanentización y secularización del misterio, de una traslatio desde lo divino a lo social. El humanismo renacentista, la ilustración, el progresismo, el liberalismo y el marxismo serían, según Voegelin, encarnaciones gnósticas. “Es fácilmente imaginable la indignación de un liberal humanista cuando se le diga que su tipo particular de inmanentismo es un paso adelante en el camino que conduce al marxismo. No será superfluo, por tanto, recordar el principio de que la esencia de la historia se encuentra en el plano de las experiencias, no en el de las ideas.” La secularización no la realizaron los marxistas, pero esta fase gnóstica de la historia de Occidente no es sino un preaviso experimental, que anuncia las expropiaciones marxistas del siglo XX. La “experiencia” es la misma. El humanismo que vivimos (todos son humanistas, quiero decir todos los ismos, desde la Enciclopedia a esta parte) parece ser, pues, una respuesta última al cristianismo, considerado ya como vencido. Piensen en la socialdemocracia de Alfonsín y su alianza experimental con el mismo, o a [sic] cualquier tipo de socialismo. Son formas gnósticas, revolucionarias, que han pasado de una situación marginal, como lo fueron en la Edad Media, o en la protohistoria del cristianismo, a formas de Estado cada vez más seguras de sí mismas y, sobre todo, en el terreno de la lucha antirreligiosa. En lo fáctico, podríamos decir que este matriarcado más bien primitivo no ha tenido solución para ningún problema, de ahí su rivalidad con las formas a las que llamábamos “orgánicas” o “éticas de tipo tradicional” en artículos precedentes, cuyas respuestas políticas han tenido siempre una eficacia evidente.

Entre Galli y Voegelin, comentando los dos estas apariciones políticas durante largos períodos de tiempo y dando cuenta de bajofondos mucho más hondos que el aspecto periodístico del asunto, la pregunta que se nos ocurre es la siguiente: ¿por qué motivo el cristianismo, vencedor ante el gnosticismo clásico, se encuentra hoy en una situación más bien incómoda, para no llamarla de otra manera, y me refiero sobre todo al cristianismo católico, el único capaz en este momento de contestar a su enemigo de siempre, ya que tanto la iglesia ortodoxa, sometida al comunismo soviético, como los protestantes coadyuvantes en el proceso de descomposición de Occidente, no tienen ninguna posibilidad de contraatacar? ¿Por qué se ha llegado a una situación de extremo peligro dentro de la misma Iglesia? ¿Por qué caminos, precisamente?, ya que son estos, me imagino, los problemas que se plantearán los cardenales y obispos reunidos en el Sínodo romano.


Antes de todo: ¿Qué es la gnosis? En un primer enfoque, se trata de una actitud intelectual, surgida en el mundo helenístico, contraria a la física y a la metafísica de los griegos creadores de una filosofía característica, dominada por Platón y Aristóteles. El orden del cosmos tal como lo explican los filósofos, sus leyes, los astros, el Dios responsable de la Creación, encuentran en los primeros gnósticos unos críticos terribles, cuyo fin evidente era, como lo afirma Henri Charles Puech (en su En busca de la gnosis, dos tomos, París 1978), una revolutio final, aniquiladora de toda ética, preconizadora de una nivelación absoluta del espíritu llamada “la Gran Ignorancia” o la paz del “no-ser”. Dios no se preocupa del mundo, está lejos o piensa en otras cosas, mucho más importantes que la salvación de cada uno. Dios mismo es alguien a quien hay que salvar, dominado por pequeños dioses malignos, autores de la desgracia que reina en el mundo. Fue Simón el Mago, al que se cita en las Actas de los Apóstoles [sic] como opositor al apóstol Felipe, en Samaria, el fundador de la gnosis. Su grupo estaba formado por treinta iniciados y por una mujer llamada Elena. Los iniciados correspondían a los treinta días del mes y Elena era la Luna o Selene, lo que corrobora lo que decíamos antes: los gnósticos representan el matriarcado, al que se opone, en aquel momento por lo menos, la concepción viril de Cristo, siendo los doce apóstoles los doce signos del Zodíaco. El Dios desconocido, que no es ni el del Antiguo ni el del Nuevo Testamento, sólo se le ha revelado a Simón a través de Sofía. Su religión es, pues, revelada, pero el mago perece en las pruebas a las que lo someten los Apóstoles.

Sin embargo, su enseñanza permanece en el alma colectiva de los griegos y nos encontramos con las tesis intelectuales y sutiles del gnosticismo en autores como Orígenes, Clemente de Alejandría, Ireneo y otros, que oponen a la falsa gnosis de Simón la verdadera gnosis, que es la de Cristo. (Gnosis en griego significa sabiduría y conocimiento.) Hubo un influjo directo de este tipo de gnosis cristiana en el desarrollo teológico y arquitectónico de la Edad Media. La misma construcción de las catedrales, tan llena de misterios, símbolos y secretos, sería una prueba de ello. La misma doctrina cristiana, situada en esta línea, tuvo dos matices: uno esotérico, u oculto para la masa, y otro exotérico, destinado a satisfacer las necesidades espirituales del pueblo, en el marco de una sencillez, a menudo impresionante y rica, que constituye la característica más convincente del teatro medieval. Exotérico es el Misterio de Elche, esotérico es el teatro religioso de Calderón.

Sin embargo, desde el periodo humanista a esta parte, la Iglesia trató de democratizarse, apoyándose en su aspecto exotérico. Desaparecen, ya en las iglesias y catedrales del Renacimiento, y más tarde con más visibilidad todavía, los símbolos medievales. La estructura misma de los templos, imitando a los griegos o romanos (es decir, a los paganos, destinados a otro tipo de culto) se aparta de lo iniciático y no solo la gente, pero [sic] hasta los sacerdotes dejan de poseer la sabiduría oculta de lo gótico. Muchas catedrales pierden su carácter esotérico y los mismos deanes o arciprestes se empeñan en destruir estatuas, ornamentos o vidrieras que sobrepasaban su poder de entendimiento, perdido o disuelto en el tiempo. Todo tendió a una uniformización que alcanzó cumbres de mal gusto y mediocridad durante el siglo llamado de las luces, cuando la antigüedad pagana volvió no solo para influenciar la mente de los intelectuales, sino también para destrozar los últimos testimonios del misterio. Fue así como, arrinconada en su sentimentalidad religiosa, a menudo considerada por los “filósofos” como un simplismo destinado a desaparecer ante el alud progresista del gnosticismo neopagano, la Iglesia no encontró argumentos valederos para oponer a la campaña de los enciclopedistas. La sabiduría se había trasladado al sector agnóstico.

Esto fue posible porque la Iglesia había abandonado el camino del gnosticismo cristiano, tan brillantemente representado por Orígenes, para democratizarse en el sentido menos espiritual posible. Ante la argumentación científica de los evolucionistas, positivistas (nueva gnosis, la de Augusto Comte, pero anticristiana), materialistas y naturalistas, los teólogos oficiales de la Iglesia no supieron cómo defenderse, exentos de argumentación. Tantos siglos de aislamiento detrás de las ciencias y de las filosofías, a las que nunca más trató de asimilar y de convertir, se quedó sola delante de tanto progreso. Lo que antes había sido una minoría revolucionaria, provocando reacciones saludables, hasta los tiempos de Santo Tomás de Aquino, se volvió mayoría, con la ayuda de las ciencias seculares, cada vez más invadentes y exitosas. El cristianismo apareció, ante tales resultados, como algo relacionado con una fase primaria de la humanidad, tal como la concibió y combatió uno de los primitivos más enfatuados y humanamente más contraproducentes del siglo XX, que fue Lenin.

Sin embargo, podemos afirmar que el milagro se ha producido. Lo que demuestra la nueva ciencia, la física y la biología sobre todo, pero la astrofísica también, es la coincidencia entre la religión y el conocimiento científico. Esto lo saben de sobra mis lectores y no voy a insistir en ello, reservándome conclusiones más amplias para la próxima semana, cuando, en este marco que hemos hoy establecido, trataremos también del drama de Pessoa.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


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