sábado, 9 de febrero de 2008

Eugenio Montale, el premio Nobel y otros embrollos


Hace diez años Eugenio Montale recibía en Estocolmo el premio Nobel, mientras otro poeta italiano, Salvatore Quasimodo, lo recibía en 1957, dos nombres fundamentales para comprender lo que se suele llamar el hermetismo, puesto de moda en Italia precisamente y cuyo otro representante y casi fundador, Guiseppe Ungaretti, no llegó a alcanzar el prestigioso laurel. Lo consiguieron otros, y no hace falta citar aquí nombres y obras ya relegados por el tiempo a los confines de la nada, griegos de izquierda, eslavos deslavazados, eunucos y petimetres, nórdicos y meridionales, sombras de lo que tiene que ser un escritor y sobre todo un poeta (Ezra Pound o Borges) para merecer el reconocimiento de una Academia que no dio una durante los últimos años, sometido el asunto a criterios que no son, evidentemente, los literarios. El desgraciado Premio Nobel para la Paz, caído hace algunos años encima de un argentino de cartón y guasa, acabó por alejar el Nobel de nuestros respetos y predilecciones. Creo que el último, el de 1984, ha sido olvidado antes de finalizar el año. Carcas rojos, bisexos, unisexos y homosexos de todas las latitudes y posturas han protagonizado un espectáculo que ya no interesa a nadie.

Nos planteamos, pues, el tema de la utilidad de los premios literarios. Nuestro temor es obvio: si seguimos en la línea Nobel, entonces el escritor vivirá bajo la tentación de ser mediocre, politizante o contra naturam, porque fuera de estas coordenadas le resultará difícil colocarse en una posición favorable. Hacer el sueco será, por consiguiente, su última oportunidad, y la última para la literatura también. Pero en el marco de las literaturas nacionales sucede lo mismo o casi. Hay que combinar forzosamente lo político, lo policíaco y lo pornográfico para conseguir el Planeta u otro galardón efectista y remunerador. El error, por parte de los jurados y de los dueños nacionales y multinacionales de estos premios, es visible y contraproducente para ellos mismos. Porque, de esta manera, la literatura dejará de existir y, con ella, el deseo y hasta la pasión por la lectura. Y, al dejar de existir escritores, también dejarán de existir los libros y, con ellos, los premios. Me parece lógico.

En la eterna Barcelona de las justas innovaciones y del culto real por lo bello acaba de aparecer un nuevo editor, que prefiere editar libros buenos a realizar buenas ganancias. Esto es algo así como un heroísmo puro en el marco de la cobardía impura que rodea el mundillo de la editoría, en un momento tan desfavorable para las artes porque es desfavorable para el ser humano.

Y me parece, bajo este aspecto, digna de ser recordada la actitud de los dos poetas italianos citados más arriba, ante el éxito, de venta por un lado y de los premios por el otro. Cuando el editor comunicó a uno de ellos el resultado de la venta de su último libro, más bien halagüeño, el poeta se puso triste. No había escrito para tanta gente. El éxito significaba para él un desastre multitudinario. Hubiera preferido la mala venta, pero acompañada por una carta del único lector comprensivo en el que piensan todos los escritores conscientes de su misión.

El año pasado ha sido publicado en Italia un libro de Domenico Porzio titulado Con Montale en Estocolmo, donde se nos cuentan los días y las noches del autor de Huesos de sepia en el 1975 de su premio Nobel. Cuando llega ante el Auditorium Montale dice a su amigo: “Un galpón pintado de rojo, donde se organizan ferias sin interrupción: máquinas, animales y, hoy, los laureados.” Se entiende, laureados del Nobel. Para poder vivir, ya que la poesía no daba para tanto, Montale tuvo que dedicarse al periodismo hasta el final de su vida y dirigió la “terza pagina” del Corriere de la Sera, de Milán.

Y, a propósito de hermetismo, esta definición del mismo debida a un prosista que nada tiene, en el fondo, con la poesía hermética, y que fue el escritor naturalista francés Guy de Maupassant: “Cuando escribí estos versos sólo Dios y yo entendíamos su significado; hoy sólo Él.” Maupassant escribió pocos versos y más bien cuentos y novelas de un realismo hoy más bien sobrepasado y como putrefacto, pero tuvo, sin embargo, ante el misterio de la poesía de siempre este sobresalto metafísico y tan definidor del arte verdadero.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)



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