La historia de Italia posee un especial encanto, ya que concentra, como una síntesis, gran parte de la historia de Europa. Todos los pueblos del continente han pretendido conquistarla y hasta los árabes han estado en Sicilia y en el sur. ¿Y quién no conoce este permanente vaivén de invasiones y barbaridades que sirvieron quizá para algo en el marco de civilización de los incultos y de la barbarización y resurgimiento de los decadentes? Lo que menos conocemos es la historia de la resistencia ante los impactos de tantas razas y renovaciones. Por ejemplo: sabemos que Garibaldi, en nombre de la unidad peninsular, ha conquistado Italia de cabo a rabo, en nombre de una idea revolucionaria liberal. Pero no sabemos nada, o sabemos poco, acerca de la resistencia que encontró, sobre todo en el sur, desde Nápoles para abajo. Aquella gente sencilla que salía al encuentro de las tropas piamontesas y de los carbonari, lo que pretendía defender no era sólo su casa o su familia, sino también a su rey y a su religión. No sólo fueron perseguidos y ejecutados, a mediados del siglo pasado, los bandoleros o brigantes, de los que hablan las crónicas de la conquista, sino y sobre todo millares de patriotas que utilizaron, según la táctica de siempre, la guerrilla y los golpes de sorpresa, que hicieron famosos en sus respectivas regiones a aquellos caballeros de la resignación, hoy relegados al limbo del exilio histórico. Nadie habla de sus hazañas que nada tuvieron que ver con el Código Penal y más bien con un código caballeresco y medieval, digno de ser conocido y respetado.
Del mismo modo, la invasión napoleónica en Italia, de la que habló con tanta sabiduría literaria Carlos Pujol en su novela La sombra del tiempo (Ed. Planeta, Barcelona 1981), encuentra cada vez más plumas polémicas y se erige en contra de aquella falsa liberación, defendiendo a los que se le opusieron, los mal llamados “briganti” de la época. Los fuera de la ley lo que infringían era la ley impuesta por el invasor.
Acaba de publicarse un librito titulado Mateo Manodoro, general de brigantes (Ed. Solfanelli, Chieti 1986), exaltando la vida de un caudillo local, utilizando argumentos contrarios a la historiografía liberal de la época. La revolución francesa es hoy exaltada sólo por estos historiadores, partidarios de la misma, o por los materialistas dialécticos, para los cuales cualquier revolución es buena, hasta la más opresora, con tal de abrir el gran camino para la penetración del marxismo. A medida que nos estamos acercando a la fecha del segundo centenario (1789) surgen en todas partes defensores de la tradición y enemigos de la revolución. Bajo este signo, Mateo Manodoro luchó en contra de los jacobinos invasores de la península, tanto en 1799 como en 1806. Su resistencia ante los franceses y sus lacayos duró años seguidos y sólo en 1812 pudo ser capturado y ejecutado. Según la izquierda actual fue un bandolero, enemigo de la ley. Según Bernardino Giardetti, autor del libro, Manodoro fue un adversario de la revolución y un defensor de la monarquía borbónica, la de Nápoles, y de la religión amenazada por los jacobinos, cuyos desmanes en Roma, en este sentido, aparecen muy bien descritos por Carlos Pujol en la novela mencionada más arriba.
El problema es arduo: ¿Fueron, en efecto, los borbones y la Iglesia la causa del bandolerismo en el “mezzogiorno” italiano, o hay que buscarla en otro sitio? Fue, en efecto, la monarquía, asociada a la religión católica y a la alta burguesía, la que empezó a otorgar libertades a la gente en la Europa del siglo XVIII y del XIX. La Revolución interrumpió el proceso, pero tanto en Viena como en Berlín, en Nápoles como en Florencia, las invasiones napoleónicas interrumpieron el proceso evolutivo y provocaron auténticas catástrofes desde el punto de vista social. De la misma manera en que los revolucionarios rusos impidieron las reformas en Rusia, celosos del zar y de sus cambios, únicamente deseosos de permitir su propia revolución, cuyos resultados saltaron a la vista de todos después de 1917, del mismo modo en que, después de 1789, los pueblos europeos fueron realmente obstaculizados en su desarrollo por los afanes violentos y totalitarios de la Revolución. Todo esto volverá, bajo una nueva luz, con ocasión del bicentenario, al que esperamos esperanzados.
Del mismo modo, la invasión napoleónica en Italia, de la que habló con tanta sabiduría literaria Carlos Pujol en su novela La sombra del tiempo (Ed. Planeta, Barcelona 1981), encuentra cada vez más plumas polémicas y se erige en contra de aquella falsa liberación, defendiendo a los que se le opusieron, los mal llamados “briganti” de la época. Los fuera de la ley lo que infringían era la ley impuesta por el invasor.
Acaba de publicarse un librito titulado Mateo Manodoro, general de brigantes (Ed. Solfanelli, Chieti 1986), exaltando la vida de un caudillo local, utilizando argumentos contrarios a la historiografía liberal de la época. La revolución francesa es hoy exaltada sólo por estos historiadores, partidarios de la misma, o por los materialistas dialécticos, para los cuales cualquier revolución es buena, hasta la más opresora, con tal de abrir el gran camino para la penetración del marxismo. A medida que nos estamos acercando a la fecha del segundo centenario (1789) surgen en todas partes defensores de la tradición y enemigos de la revolución. Bajo este signo, Mateo Manodoro luchó en contra de los jacobinos invasores de la península, tanto en 1799 como en 1806. Su resistencia ante los franceses y sus lacayos duró años seguidos y sólo en 1812 pudo ser capturado y ejecutado. Según la izquierda actual fue un bandolero, enemigo de la ley. Según Bernardino Giardetti, autor del libro, Manodoro fue un adversario de la revolución y un defensor de la monarquía borbónica, la de Nápoles, y de la religión amenazada por los jacobinos, cuyos desmanes en Roma, en este sentido, aparecen muy bien descritos por Carlos Pujol en la novela mencionada más arriba.
El problema es arduo: ¿Fueron, en efecto, los borbones y la Iglesia la causa del bandolerismo en el “mezzogiorno” italiano, o hay que buscarla en otro sitio? Fue, en efecto, la monarquía, asociada a la religión católica y a la alta burguesía, la que empezó a otorgar libertades a la gente en la Europa del siglo XVIII y del XIX. La Revolución interrumpió el proceso, pero tanto en Viena como en Berlín, en Nápoles como en Florencia, las invasiones napoleónicas interrumpieron el proceso evolutivo y provocaron auténticas catástrofes desde el punto de vista social. De la misma manera en que los revolucionarios rusos impidieron las reformas en Rusia, celosos del zar y de sus cambios, únicamente deseosos de permitir su propia revolución, cuyos resultados saltaron a la vista de todos después de 1917, del mismo modo en que, después de 1789, los pueblos europeos fueron realmente obstaculizados en su desarrollo por los afanes violentos y totalitarios de la Revolución. Todo esto volverá, bajo una nueva luz, con ocasión del bicentenario, al que esperamos esperanzados.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
Vintila Horia, un Grande
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