lunes, 3 de noviembre de 2008

Un viaje al cabo de la noche


En el pasado mes de julio se han cumplido veinticinco años desde que abandonaron este mundo Ernest Hemingway y Luis Fernando [sic] Céline, un americano satisfecho, el primero, cargado de premios, de aventuras amorosas, de éxitos en cadena, pero desengañado por el ritmo descendente de la vida y el deterioro corporal, lo que le empuja al suicidio; un francés del mundo subterráneo y de los barrios bajos, de la mugre parisina que había desesperado a Rilke, de los desengaños políticos vinculados a la historia de Francia y a la de Europa, el segundo, mártir y víctima, como todos los grandes de todos los tiempos. Ninguno de los dos formó jamás parte de mi lista de autores preferidos, aunque algunos cuentos de Hemingway y El viejo y el mar, como también el Viaje al cabo de la noche de Céline me han brindado momentos de meditación literaria y de satisfacción ante el arte de escribir de unos novelistas dotados de manera evidente de aquel don divino que consiste en poder recoger entre las cosas de la vida, entre los objetos humanos perdidos y dentro de la miseria misma de la existencia terrenal, seres y momentos privilegiados por la desesperación y la derrota. Creo que la condición misma de norteamericano, situada un poco fuera de lo común y obsesionada, hasta en los escritores, por ciertas determinantes políticas, muy limitativas por cierto, alejaba a Hemingway de la verdad íntima y general, como en Islas en el golfo, libro desgarrador que roza la obra maestra y que cae al final en los abusos y mediocridades de la posguerra. La nobleza de la guerra desaparece, inesperadamente, y los alemanes a los que extermina el pintor protagonista no son seres humanos, sino fieras a las que es preciso eliminar como sea. Después de páginas enteras a las que considero como las mejores de Hemingway, el final del libro es desesperante, prueba de que el autor no supo escoger lo más alto, en momentos en que su vida iba desangrándose, cuando todo debería de aparecernos bajo una luz de serena objetividad, de perdón cristiano y de solidaridad. En cambio, la condición de francés defraudado por la ideología del Estado revolucionario, continuando las tradiciones del 89 e incapaz de haberse constituido en país auténticamente libre, en el sentido ético-religioso de la palabra, el único valedero, transforma a Céline en uno de los personajes más tristes del siglo, sólo comparable, hasta cierto punto, con el Quevedo del desengaño, de la burla, del lenguaje cáustico, de la sátira más despiadada. Los dos forman parte de una filosofía del desamor, ante Dios y los hombres, porque sin Dios no hay hombres, y el agnosticismo ha carcomido por dentro tanto al uno como al otro. Su tragedia consiste en no haber sabido encontrar el secreto, a pesar del genio o, por lo menos, del inmenso talento que lo ha distanciado a menudo de los sartrianos enemigos de la verdad, que pulularon en un tiempo aplastados bajo el peso de la mentira, de las traiciones y de la demagogia política como literaria.


Un viaje al cabo de la noche ha sido la vida de Céline. Médico de los pobres, en un barrio de París, escritor de mucho éxito en 1932, cuando el editor Denoël le publica el Voyage au bout de la nuit, que no logra conseguir el Goncourt (otorgado a Los lobos, una novela de Guy Mazeline, sin pena ni gloria), Céline viaja luego a la URSS, de donde regresa desilusionado para siempre, aunque nunca había hecho del comunismo un ideal, pero el shock fue tremendo para él, como para muchos de sus contemporáneos. Tampoco fue partidario fervoroso del mariscal Pétain y de los alemanes que ocuparon Francia durante la guerra, sin embargo fue condenado por un tribunal de París, tuvo que refugiarse en Dinamarca, donde fue cruelmente perseguido por el Gobierno y obligado a vivir miserablemente (los derechos humanos, ¿verdad?), hasta que pudo regresar a París, donde pasó los últimos años de su vida en una casa de mala muerte, en un barrio pobre, vuelto a ejercer su mester de juventud, el de médico de los pobres, lo que muy a menudo significaba curar sin cobrar y donde fueron a visitarle amigos y enemigos, con el fin de dedicarle tomos enteros, ensayos de interpretación de una obra inquietante y sorprendente, o para mejor insultarlo y denigrarlo. Algo parecido le había sucedido a Ezra Pound, culpable de haberse enemistado con los dueños de la tierra. Los libros que publicó después de 1945 son: Norte, De un castillo a otro y Rigodon, autobiografías más o menos noveladas, diálogos y monólogos sobre su vida de perseguido y sobre la vida en general a la que no trató nunca sino desde el punto de vista de un desprecio sin fin. Afirmaba, además, que “Europa se había acabado en Stalingrado”, pensamiento temerario que significaba, por un lado, cierta fe y confianza en los ejércitos allí derrotados y que, al igual que los teutónicos, habían marcado por su hundimiento el final de una esperanza civilizadora y, por el otro, el convencimiento de que, una vez enterrado allí un viejo sueño occidental, Europa y Occidente iban a ser presa fácil de los asiáticos. Su pesimismo brotaba, pues, de un antiguo pesimismo vital, parecido al de los poetas malditos franceses y de los “clochards” parisinos, como de un desengaño reciente, político, por llamarlo de alguna manera y que, una vez terminada la ilusión, dejaba en libertad la desesperación, con todas las consecuencias literarias que esto suponía. Sostenía, además, que “la sangre blanca no resiste al mestizaje” y que, por consiguiente, ante la fuerza de la sangre negra y amarilla, el hombre blanco iba extinguiéndose poco a poco. Motivo más para insultar a los suyos, inconscientes instrumentos de un mestizaje aniquilador. Es como la política europea, bajo todos sus aspectos, sospechosos, alucinantes e inferiorizantes de la postguerra, que unían sus renuncias con el fin de hacer de Céline, cada día más, el enemigo de sí mismo y del resto. Una existencia de tremenda amargura, que refleja en los libros del autor el destino quizá más trágico de nuestro tiempo.


Es curioso cómo Céline encontró admiradores en todas partes, desde Trotsky y Aragon, hasta Bernanos y Drieu La Rochelle. Los izquierdistas lo admiraban porque atacaba la sociedad capitalista, pero lo consideraban, como lo hizo el pobre Gorki, como preparado para adherirse al fascismo. No faltó nunca el tonto de turno para comentar en Céline lo que al escritor nunca le interesó, o sea, un título político, pero es ésta una de las explicaciones más bajas y más esclarecedoras quizá de la obra y de la vida de este dantesco viaje al cabo de la noche. En efecto, en un París dominado por lo que Rilke había llamado “Madame la Mort” en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge, es donde hay que buscar la raíz de Céline. Antes citaba al “clochard”, con cuya filosofía Céline tiene mucho que ver, porque es el hombre que renuncia a la vida normal y la repudia viviéndola desde la periferia, desde la marginación voluntaria. El “clochard” es un anacoreta laico, se dedica a la bebida para morir más deprisa, de la misma manera en que los jóvenes de hoy se drogan o se dedican al rock con el mismo fin. Es un rechazo. Y es, creo, el problema que acucia al mundo occidental y, a través de él y de su actual universalización, al ser humano en general: París es, en el fondo, el epicentro de esta huida hacia delante, porque tanto la sociedad capitalista o democrática como la comunista brotó [sic] desde sus entrañas. París es culpable de casi todo lo que hoy sucede en el mundo, porque fue allí, antes y después de la revolución, donde se formó el malstroem o la vorágine del desequilibrio anímico occidental. Nietzsche amaba aquel París y su civilización porque intuía en su presencia el centro del nihilismo y odiaba en Wagner, no en balde y no sólo por envidia, el antípoda de aquel desequilibrio, el afán de reconstruir a través de unos valores caballerescos y cristianos el centro perdido. Pero París fue más fuerte que Wagner. Y hay que leer Rayuela, de Cortázar, y ciertas páginas dedicadas a la revolución de 1789 por Alejo Carpentier en El siglo de las luces, bajo esta perspectiva de viaje al cabo de la noche, para comprender lo que, en el fondo, ha significado París, en el marco de un proceso de descomposición universal: un quebrantamiento de algo que fracasa en el siglo XVIII y que se nos presenta como un intento de salvación durante la Edad Media, con Juana de Arco, los templarios, los grandes santos franceses y con la desesperada aparición anunciadora de Lisieux, Lourdes y Ars. Fue allí donde el peligro para el ser humano ha sido más virulento, donde aparecen los signos contrarios con más claridad e intencionalidad. Con la Iglesia y una Monarquía íntimamente ligada a la fe, Francia constituye un acto de permanente manifestación en lo sagrado, hasta que la filosofía acaba con ella, hundiendo en un mismo acto y una misma renegación tanto al Estado tradicional como a la Iglesia cristiana. El hombre que nace de aquella destrucción, como Claudel lo demuestra en su trilogía antirrevolucionaria de los Coufontaine, es un desesperado, un desequilibrado, un forjador de nihilismo, y es en la poesía de Baudelaire, el más grande de los poetas franceses de todos los tiempos, el cristiano trágico, el poeta maldito, donde encontramos la semilla del futuro Céline, y también en Verlaine y en Rimbaud. Francia no es lo que parece ser, un país razonable, calculador y sereno, porque esconde, bajo su brillante y tentadora superficie, un drama fundamental: el intento revolucionario de aniquilar al ser humano en cuanto hijo de Dios. La Revolución Francesa, que nace en París y conoce allí sus desmanes más graves (véase, repito, a Claudel en la trilogía dramática citada más arriba), ha constituido el intento más visible y más peligroso de borrar en nosotros la herencia espiritual y el camino de la salvación, que fundamentan un equilibrio anímico sine qua non. El hombre francés, una vez cortadas sus raíces esenciales, tapado su camino, abierto antaño por Juana de Arco, se ha vuelto usurero, o aliado de la usura, en el sentido que Pound otorga a la palabra, con toda la gravedad que ello supone; se ha adherido al materialismo más frágil, aparentemente más sólido, pero es una ilusión a la que desenmascara Céline en todos sus libros, tratados polémicos destinados a poner de relieve el mal, pero sometidos a la embestida de una borrasca desalentadora que sopla desde el mismo lugar donde el mal había nacido. París se muerde la cola en el Viaje al cabo de la noche como en Rigodon. O como el mismo final parisino del autor. Sería tema de un ensayo más amplio esta coincidencia entre Céline y los malditos, o las luces de una ciudad, provenientes de las luces de un siglo, que fueron, en realidad, sombras infernales destinadas a borrar una magna huella en el alma de los herederos de la santa con el sable en la mano, muerta en la hoguera, símbolo de un sacrificio en el que todos hemos participado y caído. Céline, sin todo ello, no tiene sentido.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


3 comentarios:

  1. Cuanta razón tiene don Vintila. Hoy más que nunca Europa está en escombros. Vive como turista inconsciente entre las ruinas delo que fue una hermosa catedral...

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