En contraposición con el fundador del surrealismo, André Breton, que confesaba su "ineptitud declarada para la meditación
religiosa", Salvador Dalí es un pintor profundamente marcado por lo
religioso. Lo que contradice, y está de acuerdo, al mismo tiempo, con la
doctrina del fundador, según aquel principio de la contradictio oppositorum que
está en la base misma del surrealismo y explicaría sus aparentes dislates. Breton
podía reconocer su incapacidad para la meditación religiosa, pero un movimiento
antirracionalista se encontraba como obligado a buscar sus fuentes de
inspiración en lo sagrado. En su libro André Breton y los datos
fundamentales del surrealismo (París, 1950), Michel Carrouges
escribe: "No se trata para el surrealista sólo de llegar a ser más completo,
sino más bien de restaurar el sentido de la realidad más profunda y de su valor
sagrado." La imagen integral de la realidad humana podría caber, pues,
dentro del espacio sagrado de un icono, más que en cualquier otro sitio.
Surrealismo significa, en definitiva, la realidad, tal como la ven los ojos de
un impresionista, de un naturalista, o de un positivista del siglo XIX, dentro
de una imagen física limitada a lo visible, y a lo sensible en general,
completada por la inmensidad que la nueva gnosis surrealista brindaba al
artista y al hombre en general, y que coincide con el conocimiento sí, pero en
un sentido mucho más completo, siendo la técnica onírica, entre otras, o el
delirio de los locos, una manera mucho más profunda y real de conocer
que los trucos seudorrealistas de la ciencia positivista. Lo sagrado no es sino
la coronación de este tipo de conocimiento, por encima, incluso, de lo real
y de lo onírico. Por este motivo el surrealismo entró en contacto con todos los
grupos y corrientes de este principio de siglo que buscaban las raíces del ser
en lo sagrado, o por lo menos así se lo imaginaban, como los teósofos, los
antropósofos, los alquimistas, los esotéricos ortodoxos y hasta con los
satanistas pertenecientes a toda secta o calaña. Se trataba de alcanzar un
punto supremo como en el Aleph de Borges, desde el cual el
conocimiento se confundía con el todo.
Sin embargo, desde la perspectiva ambigua, culpable de una
permanente duplicidad, a la que tuvieron que llegar lo surrealistas en su búsqueda
alocada, perfectamente fundamentada pero sin salida hacia arriba, o sólo hacia
la heterodoxia, desembocaron, como lo afirma Carrouges, en convicciones laicizables.
Lo sagrado se degradó paulatinamente y su afán originario de completez [sic]
se esfumó o se concretó en aberraciones sin solución. Lo que demostraba algo
relacionado con un enfoque, diría, tomista de las cosas, puesto que lo
irracional desprendido completamente de una base racional no puede sostenerse
sino dentro de una falsificación permanente de la realidad. No es posible
conocer sólo a través de lo racional, como lo pretendieron los
enciclopedistas, y tampoco sólo a través del sueño y la locura, como se lo
imaginaron los surrealistas. El todo armónico, razón y mística según SantoTomás, el forjador de esta integralidad, es únicamente alcanzable a través
de un esfuerzo armónico y no siguiendo caminos separatistas que no llevan a
ningún sitio. La filosofía surrealista no llevó, en efecto, a ningún
sitio. Y los Manifiestos de Breton, desde un punto de vista literario o
pictórico, científico o psicológico (tuvieron la mala idea de acercarse
demasiado a Freud y a sus limitaciones positivistas) aparecen hoy como
sumamente parciales, a pesar de haber abierto para los artistas las puertas del
mundo inconsciente, continuando en este sentido el esfuerzo de los románticos,
con mucho menos tacto y genio, sobre todo en literatura. Para no hablar de la política
surrealista, que se declaró desde el principio de acuerdo con la revolución
soviética. Fue la peor de las elecciones. El vuelo onírico acabó en el Gulag.
Los méritos de Salvador Dalí dentro de esta
"selva oscura" son a menudo incalculables. Desde el punto de vista
ideológico no dejó nunca de declararse monárquico y, desde el religioso,
"católico romano y rumano" (siendo los rumanos, como solía explicar
esta paradoja, descendientes del emperador Trajano, como los españoles,
formando parte de la misma ecumene); y su anticomunismo fue notorio desde su
juventud hasta hoy. Su posición ciudadana, por llamarla de alguna manera, fue
intachable, en contraste a veces violento con los surrealistas, sus
contemporáneos, fácilmente deslizables hacia las peores cavernosidades del
marxismo, tanto por interés material inmediato, como por ceguera doctrinaria.
Bajo este aspecto, Dalí es un
surrealista heterodoxo o disidente.
En cambio, podemos afirmar sin cavilaciones que el único
surrealista de una pieza, desde el punto de vista artístico, fue Salvador
Dalí. Si tomamos en cuenta las dos técnicas del conocimiento más valederas
en el marco del surrealismo, el contacto con el inconsciente a través del sueño
y de la locura, y l´amour fou, el amor loco, como otra posibilidad sine
qua non, nos damos cuenta de que Dalí las utilizó con una perfección
y una fidelidad impresionantes. Todo su mundo pictórico desciende de las
alturas oníricas más genuinas. Su buen gusto, en este sentido, realiza otra
proeza típica de él, sintetizando en las mismas formas y colores el mensaje de
los grandes pintores del Renacimiento italiano y las posibilidades analíticas
del surrealismo, como en aquel Cristo crucificado, visto desde arriba,
proyectado sobre el mundo marítimo-onírico de la bahía de Cadaqués. El Dalí
religioso da cuenta, en aquel cuadro, de su mejor adhesión a un surrealismo que
nadie más que él supo alcanzar en su afán sagrado, como el pintor español, o
catalán, o romano y rumano, más universal, en el sentido
católico de la palabra, que todos los demás surrealistas, incapaces de
acercarse a este misterio fundacional. Mientras la presencia de Gala en
casi todos sus cuadros representaría, en el marco de un concepto del amor
puramente occidental (los catalanes, bajo este aspecto, se encuentren cerca de
la fuente misma de este concepto al utilizar casi el mismo idioma que los
trovadores, creadores de la civilización del amor) desemboca en las
parcialidades surrealistas del amor loco. La mujer como clave, esto proviene de
los fedeli d´amore y de Dante y enlaza armónicamente lo sagrado y
lo profano. Dalí fue, en el siglo XX, el mejor pintor de este secreto
occidental de tan alta solera.
Pero en su vida cotidiana, en su manera de presentarse ante
los demás, en su técnica de conferenciar, de vestir o de comer, Dalí es
también un surrealista. Y lo es en su técnica de abandonarnos, con el fuego
como imagen de lo sagrado, con el fuego como purificación y enaltecimiento.
Surrealista es, pues, el amor por Gala, pero también sus bigotes lo son,
como su mirada, su desprecio por todo lo que no sea elite, elite como grupo
restringido capaz de acercarse al conocimiento, su bastón, reproducción de la
varita mágica, defensor ante las fuerzas del mal y abridor de puertas y
obstáculos, defensivo y ofensivo a la vez. Todo Dalí es el surrealismo
llegado a su última cumbre, porque después de él no hay más surrealismo. Es con
Dalí como termina el asunto inaugurado en 1924 por Breton,
llevado a sus extremos más interesantes y valederos por nuestro pintor. Hay
como un pasadizo permanente, que todo lo explica y lo vuelve claro, entre la
pintura de Dalí y su aspecto personal, entre su arte y su vida
cotidiana, quizá más logrado que en cualquier otro artista de nuestro tiempo y
de otros. Es esta fidelidad la que más nos convence en la obra del
pintor, clave de su propia vida hasta un punto que nadie jamás logró forjar y
utilizar.
Y hay también un punto oscuro, que me hubiera gustado no
tocar hoy, pero que nos otorga quizá otra clave para mejor estar en el secreto
de Dalí. Algo que representa otra comunicación o complementariedad. Y
que sólo es detectable en su obra literaria, no siempre a la altura de sus
pinceles. Quiero referirme al aspecto luciférico del personaje Dalí y de
su obra. En alguno de sus libros autobiográficos, empujado quizá por el lado
mundano de su personalidad, Dalí describe las orgías erótico-místicas
por él organizadas en Nueva York, y otros sitios, con la presencia en ellas,
simbólica me imagino, del cuerpo de Jesucristo y del principio del mal.
Presencias plásticas, sin lugar a dudas, pintadas o representadas de alguna
manera por el pintor y ante las cuales, del modo más surrealista posible, se
inclinaban los invitados maravillados del pintor. Esta mundanidad daliniana,
junto con su permanente apetito de dinero, inserto, pues, como los capitalistas
del siglo, en las marismas de la usura (avida dollars es el anagrama de
su nombre), constituye el lado pernicioso de esta personalidad digna de haber
dominado su tiempo sólo desde la cumbre de su magnífico talento artístico.
Conozco artistas que se han convertido a un cristianismo pictórico,
influenciados por el arte románico (en Italia sobre todo), han renunciado a
cualquier otra técnica o influencia y tratan de moldear el alma de sus
contemporáneos al ritmo de su propia metamorfosis. Es lo más bello que está
sucediendo hoy en el campo del arte, signo premonitorio de algo que está
ocurriendo en el mundo y que los artistas presienten en sus profundidades
ultrasensibles. Dalí estuvo muy cerca de esta transformación, a la que Jungdetectó también dentro de los abismos de la psique occidental, pero el pintor no
logró jamás desprenderse de la ambigüedad surrealista. El bien y el mal tenían
que obrar juntos en el hombre, lo que es lógico y normal, pero a un nivel de
igualdad, como en las orgías dalinianas, lo que nos reconduce a las
incalculables consecuencias de las herejías, como la de los albigenses. Satanás
no es complementario, es sólo un instrumento y resulta contradictorio, abusivo
y peligroso adorarle. Pero en Dalí tenía forzosamente que hacer acto de
presencia el principio de duplicidad escondido detrás de la coincidentia
oppositorum surrealista. Con todas sus resistencias y con todo su afán de
rechazar gran parte de las escorias ideológicas surrealistas, no pudo resistir
a la más dañina para él y los demás. El mundo inconsciente una vez liberado del
control de la razón -el control que rechazaban, según la mala enseñanza de Freud,
los discípulos de Breton- engendra monstruos.
Sin embargo, y en esta hora tan difícil para el pintor,
quemado por el fuego de sus propios errores, como cada uno de nosotros, no
puedo resistir la tentación de colocar toda su obra bajo el símbolo altamente
conclusivo de su Cristo suspendido encima del mundo. Pues encima de Dalí
también.
Vintila Horia, en El Alcázar, septiembre de 1984
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Gracias a quien sea por subir estos artículos.
ResponderEliminarHa sidoila una auténtica sorpresa descubrir en la red estos artículos de Vintila Horia.
Me satisface encontrar alguna persona que no solo conoce la obra de Horia, sino que encima se esfuerza en difundirla. Gracias por eso.
Es un placer.
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