En parte, por lo menos, la leyenda negra empieza a
disiparse, como una niebla estancada en los prejuicios de la historia. Recuerdo
un libro horroroso escrito por Léon Daudet, uno de los mejores
colaboradores de Charles Maurras en L´Action Française, una novela
titulada El viaje de Shakespeare, en que el temido polemista contaba un
viaje imaginario del dramaturgo inglés a Flandes durante el tiempo en que el Duque
de Alba gobernaba aquello. Las hogueras, los gritos de los ajusticiados, la
persecución de los inocentes, la crueldad de los españoles formaban el telón de
fondo de un libro escrito por uno de los representantes más genuinos de la
derecha francesa. La izquierda de todos los tiempos se encargó del resto. Todo
el mundo tuvo que olvidarse de la noche de San Bartolomé, cuando miles de
protestantes fueron asesinados en un tiempo récord, y nadie se acuerda ya de
los horrores del tiempo de Cromwell, cuando en un solo día perecían
ahogadas o quemadas vivas centenares de brujas, mujeres católicas que
persistían en su fe, amén de las crueldades de la época del Terror, en Francia,
perpetradas en el nombre de los derechos humanos. Durante los cuatro siglos de
la Inquisición murieron cinco mil personas, cifra poco conclusiva desde el
punto de vista fundador de una leyenda negra, si la comparamos con las
atrocidades de los puritanos, de las autoridades francesas contra los hugonotes
o las del tiempo de la revolución libertadora e igualitaria. Para no hablar de
los millones de muertos por los neolibertadores de Lenin y Stalin en el nombre
de los mismos principios, o por los sandinistas, allendistas, senderistas
negros y otras aventuras subhumanas contemporáneas. Habría que escribir la
historia de la otra leyenda negra, cuyos protagonistas aparecerían de repente y
de la manera más inesperada, bajo el nombre de los más ilustres libertadores.
Fue quizás este nuevo enfoque de la Historia lo que empujó
al profesor William S. Maltby, de la Universidad de Saint Louis, a
escribir este estudio reparador titulado Una biografía de Fernando Álvarez
de Toledo, tercer duque de Alba (Berckley University of California Press),
donde, por primera vez en el mundo anglosajón, se dice la verdad acerca del
famoso Alba. Fue éste uno de los generales más inteligentes y humanos de
todos los tiempos, en contra de la leyenda forjada contra él, porque sabía que
las victorias se ganan [sic] fuera de los campos de batalla. Un
auténtico general tiene que saber del ejército enemigo más que los generales de
éste, que un buen sistema de avituallamiento gana más batallas que el valor de
los soldados, y que el verdadero arte de la guerra es causar las menos víctimas
posibles. Lo que hoy se llama un servicio de inteligencia fue una técnica
poderosamente utilizada por Fernando Álvarez de Toledo, y los escritos
que enviaba a Carlos V y a Felipe II sobre diplomacia, la forma
de tratar a los protestantes, el buen gobierno, el arte de la guerra
constituyen, según el profesor Maltby, auténticos tratados
político-militares. Los Países Bajos eran entonces una región fundamental para
la defensa de la catolicidad, ya que intervenían en su política tanto los
franceses como los ingleses, y también los príncipes alemanes protestantes.
Aquel territorio era la clave para la defensa de la idea de imperio español y
fue así como lo entendió el duque de Alba. Cuando Carlos se retiró a Yuste, los
nobles holandeses dejaron de obedecer a la corona y fue imposible ya mantener
el territorio bajo dominio español. Con la caída de Flandes empieza el fin. Ni don
Juan de Austria, ni el propio Alba en su vejez lograron gobernar
aquello. La última actuación militar y política del duque fue la ocupación de
Portugal, donde logró una de aquellas batallas incruentas que eran de su
especialidad y donde murió, poco después, en 1582, a la edad de setenta y cinco
años, después de haber llenado Europa con el eco de sus hazañas. Príncipe
renacentista, no fue más cruel, quizá mucho menos, que la mayoría de sus
contemporáneos, pero el hecho de haber pertenecido al imperio más poderoso,
cuya ambición fue la de liberar a todos los seres humanos en nombre de Cristo,
según la imagen católica del hombre, hizo de él un enemigo imperdonable y de su
crueldad una leyenda, a la que empiezan a borrar los estudiosos cada vez más
objetivos y más liberados de la amargura y envidia de los prejuicios. Este
libro de Maltby espera una continuación justiciera.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, septiembre de 1984
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