Pienso presentar en este tríptico* a unos personajes que han
tenido existencia histórica, pero que no tienen identidad, como han sido las
pitonisas de Delfos, enfocadas por Pär Lagerkvist en su novela La
sibila, o el demonio, reactualizado por el cardenal Ratzinger en el
marco de un proceso histórico que parece resucitar y otorgar realidad a su
figura, tan explotada por los literatos de todos los siglos cristianos, y, por
fin, tratar de entender y explicar lo que el novelista español Jesús
Fernández Santos reconstruye a su modo en la novela El Griego,
dedicada a dar vida a uno de los pintores más grandes de todos los tiempos y
que no tiene todavía ni calle ni estatua en Madrid. Juntando aquí estos
"casos" es posible que lleguemos a una conclusión, valedera para los
tiempos malos que estamos viviendo, iguales quizá a todos los demás, dominados
por algo que el presente tríptico lograría posiblemente poner de relieve.
El sueco Lagerkvist, Premio Nobel 1951, ha escrito
bastantes novelas, traducidas al castellano, en gran parte por lo menos, y
editadas por Emecé de Buenos Aires, entre ellas: Barrabás, El enano,
El verdugo, El paraíso, Muerte de Ahasverus y La sibila
(1957), marcadas por un evidente sello histórico, casi todas ellas evocan
tiempos pasados y personajes que han existido de verdad o sólo en la mitología
popular, o han cumplido una misión terrible que ha marcado su destino. Además,
cada uno de ellos tiene un trato vinculante con su propio sino, que cumple,
dentro de la literatura de Lagerkvist, con una tarea existencialista,
muy de moda en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y que enlaza
con un individualismo protestante, fruto del cual ha sido el cine de Bergman.
En La sibila la existencia del protagonista es como el reflejo trágico
de un pacto que el hombre firma con el mismo Dios. Kierkegaard,
evidentemente, está en la base de esto, pero el mismo pensador danés no fue
sino la parte visible del gran témpano sumergido que es la tradición nórdica de
rito protestante, de matiz veterotestamentario. ¿Cómo explicar, si no, la
tristeza individual que envuelve a la misma vida de Kierkegaard, como,
también , la de los personajes de Bergman o esta profetisa griega a la
que Lagerkvist sabe transformar en representante dolido del género
humano?
Los dos protagonistas de La sibila representan las
dos religiones: la profetisa había actuado en el templo de Delfos, dedicado a
Apolo, y un hombre que venía de Jerusalén y donde, por casualidad, si es que la
hay, había sido testigo de la Crucifixión o de la Pasión, como dijeron Gabriel
Miró y Papini en libros paralelos [sic]. El hombre vivía en
la calle por donde pasaba Jesucristo, camino del Gólgota. Cansado, quiso
apoyar su cabeza en la pared exterior de la casa del hombre y éste se le negó
por miedo, por conformismo, por cobardía terrenal. Y entonces Jesús lo
había condenado a vivir eternamente en este mundo. Es como una anticipación de
Ahasverus, el judío errante. En un principio, el hombre no quiso aceptar la
condena. No creía en ella ni en la divinidad del que la había pronunciado.
Pero, con el tiempo, aquello se había vuelto una pesadilla, su mujer y su hijo
lo habían abandonado "porque sus ojos habían envejecido", habían
perdido la luz bajo el peso de la condena y, más tarde, morirán de pena en un
pueblo lejano, mientras el hombre abandonará su país y empezará su destino
vagabundo, para llegar un día a Delfos y buscar a la profetisa que explicaba a
los mortales los misterios de su existencia, inspirada por el dios. Pero nadie
quiso hablarle. Al enterarse de que una antigua pitonisa se encontraba en el
monte, donde vivía sola, junto con un hijo idiota, se subió por un sendero
hasta dar con ella. Y entonces el hombre contó a la sibila su drama y, luego,
ésta cuenta el suyo a su visitante inesperado.
Recuerdo esta historia porque me parece realmente
representativa para lo que pretendo exponer aquí: hija de unos campesinos
pobres, vecinos de Delfos, la sibila había sido elegida por el dios, muy joven
ya, había tenido que abandonar a sus padres para volverse sacerdotisa, se había
desposado con el dios en el fondo de una caverna, donde, una vez poseída por el
espíritu divino, clamaba, en medio de las miasmas que brotaban desde las
entrañas de la tierra, unas palabras que los sacerdotes interpretaban a su
manera y que tenían que ver con los individuos o con las ciudades griegas y sus
intemperies históricas. Algo hubo en Delfos, esto me parece más que evidente, y
no se trató sólo de marrullerías seudomísticas, puesto que el oráculo funcionó
durante más de mil años y perdió su fama y su eficacia sólo con la venida del
cristianismo. Una vez, al terminarse el período de las fiestas en honor a
Apolo, la sibila regresó a su hogar, con el fin de ayudar a su padre, ya que su
madre acababa de morirse. Y fue así como conoció a un joven, que había
regresado al pueblo, después de varios años pasados de soldado en las guerras
de la península, en las que había perdido un brazo. Los dos se enamoraron el
uno del otro, vivieron una temporada de pasión entre los olivos y las montas, hasta
que ella se atrevió a confesarle quién era. Pero el joven no se había
conmovido. Algo, sin embargo, intervino entre ellos, la misma furia del dios
ofendido, traicionado por la sibila. De vuelta al templo, se entera de que su
amante había sido asesinado, de manera misteriosa, víctima quizá de Apolo en
celos, pero de la traición nadie se entera hasta el día en que la sibila se da
cuenta de que había quedado embarazada. La furia del pueblo la echa del templo
y busca refugio en la sierra, donde vive de hierbas y de la leche de las
cabras, que la ayudarán a lo largo de toda su vida aislada, cabras que olían
como el dios escondido, testigos de un misterio que la mujer sólo adivina a
medias. Se da cuenta de que el hijo tarda en venir y que este atraso es la prueba
de que el padre del niño no había sido su amante terrenal, sino el dios
misterioso que olía a chivo. Cuando nace el niño, la sibila se da cuenta de que
era un idiota. No hablaba, no oía, estuvo durante muchos años como clavado en
la cueva donde la antigua pitonisa pasaba sus días recordando a su amante, pero
también la intensa pasión que le dedicaba el dios al poseerla en el santuario.
Pero todo era duda. "Sin embargo, a veces me he preguntado a mí misma si
no era un dios que está sentado aquí, a mi lado, con su eterna sonrisa; un dios
que desde aquí mira su templo, su Delfos, todo el mundo de los hombres y no
hace más que reírse de todo."
En aquel momento, terminando su larga confesión, la antigua
pitonisa observa que su hijo había desaparecido. Y empieza entonces una
búsqueda por la montaña hasta que encuentran rastros del hijo, pasos cada vez
más pequeños en la nieve. A medida que el hijo subía, se hacía más pequeño, se
volvía un niño, hasta que desapareció en los cielos, regresando de este modo a su
verdadero hogar. Entonces el hombre, que la había acompañado y que no había
recibido de la sibila ninguna respuesta acerca de su destino, comprendió:
"Entonces pensó en aquel hijo de dios que tenía la culpa de su destino
lamentable, el que le había lanzado aquella espantosa maldición. También él se
había elevado a los cielos, con la misma facilidad, desde una montaña,
conducido en una nube por el dios padre, según afirmaban quienes lo amaban y
adoraban. Pero antes había sido realmente crucificado y eso, en su opinión, lo
hacía tremendamente extraordinario y llenaba su vida de sentido y de
importancia, en toda forma y para todos los tiempos. En cambio, aquel otro hijo
de dios parecía haber nacido sólo para sentarse a la sombra de una choza en
ruinas y contemplar desde allí los varios inventos y los esfuerzos de los
hombres y la magnificencia de su propio templo, y no hacer luego otra cosa que
reírse de todo." Contemplar, diríamos, la ruina de su propia religión, ya
que otra acababa de nacer.
¿Qué es Dios, pues? Un ser cruel y perverso, según la
conclusión del hombre maldito. Alguien capaz de no perdonar a la sibila porque
había pretendido amar a otro, al judío porque se había negado a que Dios
apoyase su cabeza cansada en la pared de su casa. Maldito o bendito, el hombre
es un ser eternamente vinculado a Dios. ¿Qué es lo que hace Kierkegaard
en el momento en que su padre le revela el temor de su vida? Había maldecido a
Dios en su juventud y esperaba que la ira del dios ofendido cayese sobre él. Y
porque no había caído, estaba seguro de que caería, el día menos pensado,
encima de su hijo, el filósofo. Dice la sibila, al final: "Deseas que yo
vea el futuro. Me es imposible. Pero por lo que sé de la vida de los hombres y
en la medida que me es posible vislumbrar el camino que les espera, puedo ver
que jamás escaparás a la maldición o a la bendición de dios [sic]. Sea
lo que fuere lo que ellos piensen o hagan, lo que creen o no creen, su destino
siempre estará atado a dios [sic]. "
Tremenda visión del hombre como individuo y como historia.
Sí, los dos dioses eran diferentes como aventura sagrada, por así decir, sin
embargo, su técnica personal en cuanto actitud ante los hombres era la misma y
tanto el judío como la pitonisa griega habrán de vivirla en su carne. La distancia
me parece grande entre esta perspectiva protestante, en la que padece Kierkegaard
también, y en la que vive como crucificado Kafka, en el marco de la
misma actitud ante Dios, y la perspectiva del Nuevo Testamento, en la que Dios
es perdón y amor. Dios puede pedirnos sacrificios y hacernos sufrir, como a los
personajes del teatro de Claudel -sufrir es lo que caracteriza la
condición humana- pero, más allá de la carne, está la promesa basada en el
amor. ¿Adónde han llevado a los pueblos estas dos maneras de enfocar a Dios? Es
algo que trataremos de contestar aquí a lo largo de las próximas notas
críticas, íntimamente relacionadas con este enfoque. Porque las tres
religiones, o mejor dicho, los tres matices del cristianismo han contestado de
modo distinto la gran pregunta sobre el destino de los hombres en su permanente
relación con Dios. Y de esta respuesta ha dependido siempre el color mismo de
la civilización.
Vintila Horia, en El Alcázar, 1985
*En efecto, se trataba de tres artículos bajo el título común de "Tres retratos casí históricos", y los otros dos se dedicaban al Greco y al diablo. Este último lo perdí.
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