Se me ocurre ver en el Pinocho de Collodi algo
así como una lejana herencia del Decamerón de Boccaccio, no sólo
porque los dos autores son toscanos y nacen bastatne cerca el uno del otro,
pero [sic] también porque la obra del escritor humanista, amigo de Petrarca,
es un texto destinado a las mujeres, como él mismo lo dice (narraciones
"escritas para alejar la melancolía de las mujeres"), de la misma
manera en que las aventuras del títere han sido imaginadas y redactadas con el
fin, quizá, de alejar la melancolía de los niños. Es posible que los niños, y
sobre todo los adolescentes, sean más tristes y descorazonados en su quehacer
cotidiano, vinculado a los deberes de la escuela y a los altibajos del crecer
físico y espiritual, que las mujeres y que tengan más necesidad que ellas de
lecturas motorizantes [sic]. Pues creo que no hay texto más divertido y,
al mismo tiempo, más formador, en el sentido ético de la palabra, que la obra
maestra de Collodi, escrita a finales del siglo XIX (empieza a
publicarse por entregas el 7 de julio de 1881 en el Giornale per i bambini),
en un momento en que D´Annunzio, Dostoievski y Nietzsche
empiezan o terminan su carrera fulgurante en una Europa cansada de lo clásico,
de lo repetitivo y de lo realista. Algo nuevo está despuntando llevando [sic]
nombres como los de Rimbaud, Céline, Van Gogh, la
generación del 98 y las próximas vanguardias, coronado el todo por las
revelaciones revolucionarias de la nueva física. El socialismo, y su corolario
comunista, tratará de presentarse al mundo como el último grito del pensamiento
y de la esperanza y no será sino su propia tumba cansada de la vida y de la
muerte. Era difícil ser niño en una época así.
Y aparece Pinocho, con el fin de ayudar en al vasto y
profundo proceso de la metamorfosis occidental. Magno consuelo que los niños de
hoy no han logrado tener, o no lo han merecido.
He vuelto a leer el texto ilustrado por las 300 xilografías
del pintor, toscano también, Sigfrido Bartolini (editado por la
Fundación Nacional C. Collodi, Pescia 1983) y no dejo desde entonces de pensar
en el más espontáneo y natural paralelismo: la historia de Pinocho es la de
Gregorio Samsa, el personaje de Kafka que, al levantarse, una mañna, se
da cuenta de que se había tansformado en un gusasno. Con Pinocho sucede al
revés: el títere de madera se despierta, transformado también, pero en persona
humana. Es, de repente, un joven como los demás, después de haber pasado toda
su niñez, en son de engaños, desde el momento en que Gepetto compra un trozo de
madera y le da forma de "burattino", hasta el momento cumbre de su
vida que consiste en salvar a su padre encerrado en el vientre de un monstruo
marino. Todo lo había comprobado y sufrido: golpes, amenazas de muerte, hambre,
viajes aéreos, muerte en la horca, dejándose siempre llevar por sus malas ganas
escolares y por su permanente deseo de pasarlo bien. Su tendencia al hedonismo,
que es la de los niños que no quieren estudiar y se imaginan la vida como un
eterno juego, acaba un día cuando su esencia auténtica, la de futuro hombre
útil a los demás, le empuja a salvar a su padre-escultor. El niño se transforma
en aquel momento en un joven de verdad. No sin haber cruzado todos los paisajes
del mal. El cambio de forma (metamorfosis) se produce en el momento oportuno, en
un final feliz que espera, se supone, a todos los niños. Mientras que en el
cuento de Kafka el cambio supone otra cosa: el momento quizá en que el
adolescente se despierta de verdad, un día triste pero revelador, en que el
poeta escondido en el fondo de su conciencia se da cuenta de que su misma
vocación lo transforma en algo poco semejante a los demás. La alegoría es muy
clara y es posible que Kafka mismo la haya vivido, junto con tantos
poetas. Baudelaire la había cantado en los versos desgarradores de
"Bendición", el primer poema de sus Flores del mal.
Mi amistad con Sigfrido Bartolini se produjo de forma
casi milagrosa. Nos conocimos en un congreso, en Roma, en la primavera de 1962.
En julio del mismo año estaba veraneando con mi familia en la costa toscana,
cerca de Forte dei Marmi. Me había equivocado de calle, daba la vuelta hacia la
carretera de la playa, con el fin de volver a casa, cuando, desde una esquina,
alguien me hizo señas con la mano. Era Sigfrido, que veraneaba en el
mismo sitio. Volvimos a vernos, siempre volvemos a vernos, en cualquier sitio,
en Roma, París, Madrid, Turín o su Pistoia natal, donde me regaló en septiembre
pasado el tomo monumental dedicado a al obra maestra de Collodi, en
cuyas xilografías trabajó durante más de un decenio. Asistí, año tras año, al
desarrollo casi increíble de este trabajo, en que el pintor dejó lo mejor de sí
mismo, y torturado por la enfermedad que transforma sus manos, mientras
trabaja, en antorchas doloridas. Es como un Aleijadinho del siglo XX,
consumido por su pasión artística.
Es posible, tal como lo afirma Giano Accame (en L´Italia
del popolo, Roma, diciembre de 1983), que esta edición del Pinocho sea un
libro para adultos, debido a la calidad exquisita de los dibujos[,] animados
todos ellos por una segunda vida interior, pictórica, mágica y hasta esotérica.
En el retrato del pescador malo, que está a punto de freír a Pinocho en su
terrible gruta, Accame descubre las facciones de Carlos Marx. Lo
que a mí me apasiona al contemplar las ilustraciones en blanco y negro o en
color de Sigfrido son [sic], en primer lugar, el sentido oculto
de los objetos y, en segundo, la magia del paisaje toscano presente en todas
las páginas. Los objetos caseros, tarros, cazuelas, cuchillos, copas, el fuego
en la chimenea campesina, las mismas casas, parecen vivos, puras
sincronicidades que acompañan y completan el alma de la historia. Ardengo
Soffici, el maestro toscano de Sigfrido, tenía también este don de
pintar almas en los cacharros que sacaba de la vida cotidiana y colocaba de
repente en la eternidad de la idea que cada cosa encierra en su forma visible.
(Fue Bartolini quien me llevó una tarde a casa de Soffici, en
Forte dei Marmi). Las barracas de pescadores que pinta, con el mar toscano como
fondo, parecen también almas de barracas y alma de mar. Uno sabe, desde lejos,
que aquel paisaje no puede ser sino de Bartolini, con la precisión con
que la obra maestra logra definir y completar lo que representa.
Los animales aparecen en Pinocho como si fuesen seres
humanos. Hablan, engañan, consuelan, tienen su filosofía, devoran, ríen o
lloran. El mundo de Pinocho es, pues, una especie de sueño, durante el cual el
títere de madera cruza "la selva oscura" y, a pesar de sus
posibilidades de salvarse con la ayuda de la escuela, ayuda que rechaza, tiene
que padecer todos los castigos del infierno para llegar a comprender. Una vez
alcanzado el nivel de la comprensión, la pesadilla se acaba y la madera
viviente se transforma en ser humano. No pretendo demostrar que Dante
esté también presente en el libro de Collodi, pero sí todos los
arquetipos fundacionales de la cultura italiana, parte de Occidente y, por
consiguiente, parte de cada uno de nosotros, quiero decir de cualquier niño
occidental. Lo que explica el éxito que ha tenido en todas partes, como si
todos nosotros, en un período determinado de nuestra vida, hayamos [sic]
participado en los terrores formativos de Pinocho. Por este motivo, creo, la
edición ilustrada por Sigfrido Bartolini puede ser, al mismo tiempo, una
edición para refinados y maduros, pero también para el público cotidiano de Collodi,
los niños que no han dejado de leerlo desde 1883 hasta hoy y nunca dejarán de
hacerlo. De la misma manera que Perrault, Grimm, Andersen
o Selma Lagerlöf, Collodi supo sacar a la superficie
profundidades encerradas en el inconsciente colectivo occidental. Lo que supo
hacer Bartolini fue dar vida plástica a una obra maestra de la
literatura al mismo nivel de la más auténtica creación, valedero para el sueño
de un alma sin edad.
Vintila Horia,
en El Alcázar, marzo de 1984
__
No hay comentarios:
Publicar un comentario