domingo, 1 de septiembre de 2013

El nuevo Pinocho de Sigfrido Bartolini



Se me ocurre ver en el Pinocho de Collodi algo así como una lejana herencia del Decamerón de Boccaccio, no sólo porque los dos autores son toscanos y nacen bastatne cerca el uno del otro, pero [sic] también porque la obra del escritor humanista, amigo de Petrarca, es un texto destinado a las mujeres, como él mismo lo dice (narraciones "escritas para alejar la melancolía de las mujeres"), de la misma manera en que las aventuras del títere han sido imaginadas y redactadas con el fin, quizá, de alejar la melancolía de los niños. Es posible que los niños, y sobre todo los adolescentes, sean más tristes y descorazonados en su quehacer cotidiano, vinculado a los deberes de la escuela y a los altibajos del crecer físico y espiritual, que las mujeres y que tengan más necesidad que ellas de lecturas motorizantes [sic]. Pues creo que no hay texto más divertido y, al mismo tiempo, más formador, en el sentido ético de la palabra, que la obra maestra de Collodi, escrita a finales del siglo XIX (empieza a publicarse por entregas el 7 de julio de 1881 en el Giornale per i bambini), en un momento en que D´Annunzio, Dostoievski y Nietzsche empiezan o terminan su carrera fulgurante en una Europa cansada de lo clásico, de lo repetitivo y de lo realista. Algo nuevo está despuntando llevando [sic] nombres como los de Rimbaud, Céline, Van Gogh, la generación del 98 y las próximas vanguardias, coronado el todo por las revelaciones revolucionarias de la nueva física. El socialismo, y su corolario comunista, tratará de presentarse al mundo como el último grito del pensamiento y de la esperanza y no será sino su propia tumba cansada de la vida y de la muerte. Era difícil ser niño en una época así.

Y aparece Pinocho, con el fin de ayudar en al vasto y profundo proceso de la metamorfosis occidental. Magno consuelo que los niños de hoy no han logrado tener, o no lo han merecido.

He vuelto a leer el texto ilustrado por las 300 xilografías del pintor, toscano también, Sigfrido Bartolini (editado por la Fundación Nacional C. Collodi, Pescia 1983) y no dejo desde entonces de pensar en el más espontáneo y natural paralelismo: la historia de Pinocho es la de Gregorio Samsa, el personaje de Kafka que, al levantarse, una mañna, se da cuenta de que se había tansformado en un gusasno. Con Pinocho sucede al revés: el títere de madera se despierta, transformado también, pero en persona humana. Es, de repente, un joven como los demás, después de haber pasado toda su niñez, en son de engaños, desde el momento en que Gepetto compra un trozo de madera y le da forma de "burattino", hasta el momento cumbre de su vida que consiste en salvar a su padre encerrado en el vientre de un monstruo marino. Todo lo había comprobado y sufrido: golpes, amenazas de muerte, hambre, viajes aéreos, muerte en la horca, dejándose siempre llevar por sus malas ganas escolares y por su permanente deseo de pasarlo bien. Su tendencia al hedonismo, que es la de los niños que no quieren estudiar y se imaginan la vida como un eterno juego, acaba un día cuando su esencia auténtica, la de futuro hombre útil a los demás, le empuja a salvar a su padre-escultor. El niño se transforma en aquel momento en un joven de verdad. No sin haber cruzado todos los paisajes del mal. El cambio de forma (metamorfosis) se produce en el momento oportuno, en un final feliz que espera, se supone, a todos los niños. Mientras que en el cuento de Kafka el cambio supone otra cosa: el momento quizá en que el adolescente se despierta de verdad, un día triste pero revelador, en que el poeta escondido en el fondo de su conciencia se da cuenta de que su misma vocación lo transforma en algo poco semejante a los demás. La alegoría es muy clara y es posible que Kafka mismo la haya vivido, junto con tantos poetas. Baudelaire la había cantado en los versos desgarradores de "Bendición", el primer poema de sus Flores del mal.

Mi amistad con Sigfrido Bartolini se produjo de forma casi milagrosa. Nos conocimos en un congreso, en Roma, en la primavera de 1962. En julio del mismo año estaba veraneando con mi familia en la costa toscana, cerca de Forte dei Marmi. Me había equivocado de calle, daba la vuelta hacia la carretera de la playa, con el fin de volver a casa, cuando, desde una esquina, alguien me hizo señas con la mano. Era Sigfrido, que veraneaba en el mismo sitio. Volvimos a vernos, siempre volvemos a vernos, en cualquier sitio, en Roma, París, Madrid, Turín o su Pistoia natal, donde me regaló en septiembre pasado el tomo monumental dedicado a al obra maestra de Collodi, en cuyas xilografías trabajó durante más de un decenio. Asistí, año tras año, al desarrollo casi increíble de este trabajo, en que el pintor dejó lo mejor de sí mismo, y torturado por la enfermedad que transforma sus manos, mientras trabaja, en antorchas doloridas. Es como un Aleijadinho del siglo XX, consumido por su pasión artística.

Es posible, tal como lo afirma Giano Accame (en L´Italia del popolo, Roma, diciembre de 1983), que esta edición del Pinocho sea un libro para adultos, debido a la calidad exquisita de los dibujos[,] animados todos ellos por una segunda vida interior, pictórica, mágica y hasta esotérica. En el retrato del pescador malo, que está a punto de freír a Pinocho en su terrible gruta, Accame descubre las facciones de Carlos Marx. Lo que a mí me apasiona al contemplar las ilustraciones en blanco y negro o en color de Sigfrido son [sic], en primer lugar, el sentido oculto de los objetos y, en segundo, la magia del paisaje toscano presente en todas las páginas. Los objetos caseros, tarros, cazuelas, cuchillos, copas, el fuego en la chimenea campesina, las mismas casas, parecen vivos, puras sincronicidades que acompañan y completan el alma de la historia. Ardengo Soffici, el maestro toscano de Sigfrido, tenía también este don de pintar almas en los cacharros que sacaba de la vida cotidiana y colocaba de repente en la eternidad de la idea que cada cosa encierra en su forma visible. (Fue Bartolini quien me llevó una tarde a casa de Soffici, en Forte dei Marmi). Las barracas de pescadores que pinta, con el mar toscano como fondo, parecen también almas de barracas y alma de mar. Uno sabe, desde lejos, que aquel paisaje no puede ser sino de Bartolini, con la precisión con que la obra maestra logra definir y completar lo que representa.

Los animales aparecen en Pinocho como si fuesen seres humanos. Hablan, engañan, consuelan, tienen su filosofía, devoran, ríen o lloran. El mundo de Pinocho es, pues, una especie de sueño, durante el cual el títere de madera cruza "la selva oscura" y, a pesar de sus posibilidades de salvarse con la ayuda de la escuela, ayuda que rechaza, tiene que padecer todos los castigos del infierno para llegar a comprender. Una vez alcanzado el nivel de la comprensión, la pesadilla se acaba y la madera viviente se transforma en ser humano. No pretendo demostrar que Dante esté también presente en el libro de Collodi, pero sí todos los arquetipos fundacionales de la cultura italiana, parte de Occidente y, por consiguiente, parte de cada uno de nosotros, quiero decir de cualquier niño occidental. Lo que explica el éxito que ha tenido en todas partes, como si todos nosotros, en un período determinado de nuestra vida, hayamos [sic] participado en los terrores formativos de Pinocho. Por este motivo, creo, la edición ilustrada por Sigfrido Bartolini puede ser, al mismo tiempo, una edición para refinados y maduros, pero también para el público cotidiano de Collodi, los niños que no han dejado de leerlo desde 1883 hasta hoy y nunca dejarán de hacerlo. De la misma manera que Perrault, Grimm, Andersen o Selma Lagerlöf, Collodi supo sacar a la superficie profundidades encerradas en el inconsciente colectivo occidental. Lo que supo hacer Bartolini fue dar vida plástica a una obra maestra de la literatura al mismo nivel de la más auténtica creación, valedero para el sueño de un alma sin edad.

Vintila Horia, en El Alcázar, marzo de 1984

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