Escribía Nietzsche en su quinta conferencia, dictada
en Basilea en 1872, perteneciente al ciclo Sobre el porvenir de nuestros
establecimientos de enseñanza: "Un hombre de cultura degenerado es
cosa grave; y es para nosotros un golpe terrible el darse cuenta [de] cómo
todos nuestros hombres públicos, sabios y periodistas llevan el signo de la
degeneración." Parecen pensamientos de hoy. ¿Es posible que el proceso de
la degeneración europea haya empezado hace más de cien años y que todavía no lo
hayamos entendido ni tenido la fuerza de cercenarlo y hasta de aniquilarlo? En
realidad todo esto empieza mucho antes, al final quizá de la Edad Media, cuando
con la sustitución de la catedral gótica por el templo pagano algo fundamental
se haya venido abajo dentro de nosotros. Pero volvamos a Nietzsche.
La autobiografía del pensador alemán cubre pocos años de su
vida, la infancia y la adolescencia, de 1865 a 1869, cuando, a la edad de
veinticinco años, Nietzsche ocupa la cátedra de filología de la
Universidad de Basilea. Son sus años decisivos, marcados por la muerte
prematura de su padre y de su hermano, hechos que dejarán profundas huellas,
imborrables, además, en el alma del autor de la Gaia ciencia [sic].
Mucho se habla hoy de una "Nietzsche-Renaissance", y es posible que
esta autobiografía, tan poco conocida hasta la fecha, tenga un papel importante
en una necesaria revisión del mito Nietzsche. En efecto, esta relación
con el padre lo llevó a expresar en su autobiografía sentimientos que lo
acercaron cada vez más, en aquella época, "a la sabia voluntad de
Dios". Hablaba incluso de "la mano providencial de Dios", lo que
no le impidió, más tarde, escribir las páginas insensatas del Anticristo,
considerando a Jesús, junto con Sócrates, como la causa de la
decadencia occidental. Pero su infancia y su adolescencia se desarrollan bajo
el signo del padre y de su reflejo sobrenatural, el Padre por antonomasia. Poco
tiempo después, en 1870, y durante los años siguientes, Nietzsche
vibrará al unísono con la filosofía de Schopenhauer, su nuevo ídolo. Se
acercará al mundo oriental, al mito del eterno retorno, rechazará el
cristianismo, dará las primeras señales de su locura y caerá en las tinieblas
del mundo inconsciente. ¿Qué relación establecer entre aquel encuentro y su
esquizofrenia? ¿Es posible pensar en un shock inicial provocado por la
muerte del padre, en pleno proceso de formación, y la locura final? ¿Y añadir a
aquella lejana herida la lectura del pesimista autor del Mundo como voluntad
y representación?
Otra pregunta inquietante: ¿cómo es posible ser, al mismo
tiempo, de derecha y nietzscheano? Creo que en España la respuesta resulta más
fácil de formular [sic] que en otros países, porque el concepto de
derecha, después de José Antonio y de Franco, se confunde con el
de cristianismo, con un matiz político que completa al religioso, dentro del
individuo como dentro del Estado. No es así en Italia, por ejemplo, donde
muchos fascistas (Marinetti, por ejemplo, y otros) eran anticatólicos declarados.
Hasta Julius Evola, quien trató de llevar el fascismo hacia un
esoterismo político y hasta religioso, fue anticatólico a lo largo de todo su
derrotero espiritual, influenciado por Nietzsche, pero sobre todo por las
religiones orientales. Para no recordar aquí la trágica situación del
nacionalismo alemán, directametnte influenciado por Nietzsche y Schopenhauer,
y que actuó contra la Iglesia desde el primer momento, tratando, además, de
resucitar los dioses del Walhalla germánico. Fue aquel encuentro el que produjo
la huida precipitada de la libertad y el infierno europeo de 1945; ¿y cómo
entender el cristianismo sino situado bajo vivir permanente de la libertad? Por
este motivo todos los totalitarismos son anticristianos, de derecha como de
izquierda. El Nietzsche joven pensaba también de esta manera, y resulta
apasionante separar aquella época de su formación de la de su ejanenación que
produjo en él la pérdida simultánea de la razón.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 1984
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