Fue el romanticismo y su pasión por el pasado de los pueblos
quien creó el género y Walter Scott su primer campeón. Durante el siglo
XIX el género conoció un auténtico auge en al marco de la misma preocupación y
tanto Víctor Hugo como Alejandro Dumas, Henryk Sienkewicz
(con su Quo vadis) o Gustavo Flaubert con Salambó y Pérez
Galdós con sus Episodios nacionales, llenaron las conciencias
individuales de una auténtica conciencia colectiva o histórica. Los mismos
comunistas bolcheviques utilizaron las incursiones de Alejandro Tolstoi
(con Pedro I e Iván el Terrible) tratando de encontrar en el
totalitarismo del pasado exculpaciones para el presente. Al ser nuestro siglo
un tiempo amoral pero, a la vez, necesitado de permanentes justificaciones ante
sus fracasos y holocaustos, la novela histórica aparece y desaparece del
escenario de la actualidad a medida que los tiranos visibles u ocultos nos
privan de esperanza y de futuro. Hundirse en el pasado, con el fin de buscar en
su lejanía paralelismos esclarecedores o consuelos de todo tipo, desencadenó
oleadas de investigaciones literarias a menudo dominantes. Marguerite
Yourcenar, por ejemplo, dominó durante más de dos decenios la novela
francesa con su reconstitución del drama de Adriano. Pero los nombres de Mújica
Laínez, el mismo García Márquez, Thornton Wilder, Umberto
Eco, Gertrud von Le Fort, Robert Graves bastarían para
comprender la magnitud del proceso. Y si, como afirman los futurólogos,
"el futuro es el pasado", desde la perspectiva de cualquier
prospectiva y programación valederas, entonces podemos vislumbrar
tranquilamente y hasta profetizar un éxito cada vez mayor para este tipo de
novela desocultadora del tiempo humano bajo todas sus dimensiones temporales.
Es una novela recientemente editada en Francia el
acontecimiento que me da pie para esta meditación. El novelista se llama Hubert
Monteilhet y su libro Nerópolis (Ed. Juillard-Pauvert, París 1984)
se ha transformado en pocos meses en el éxito del año. Se trata de una historia
siuada en uno de los momentos más simbólicos y, para nosotros, elocuentes, de
la historia de Roma, el momento en que Nerón incendia su capital con el
fin de arrasarla y sustituirla por una nueva, digna de su gloria, una Nerópolis
que nos hace pensar, evidentemente, en la manía destructora y falsamente
sustitutiva de los líderes comunistas que han llamado Leningrado a la ciudad de
Pedro el Grande, Kaliningrad a la Koenisberg de Kant, Stalingrad,
Togliatigrad (pronto habrá un Brejnevgrad, me imagino), pruebas contundentes de
un odio para el pasado sólo comparable con la ignorancia, la futilidad y la
barbarie de donde han brotado estos cambios basados más bien en la destrucción
que en su contrario. Nerón se nos antoja, de repente, como el precursor
de esta baja locura antihumana. El personaje principal de la novela de Monteilhet
es un joven llamado Kaeso, hijo de un senador que asiste y comprende el peso de
la decadencia, el lujo corrompido de la aristocracia, la locura del emperador,
pero conoce la filosofía de Séneca y las religiones orientales y se
convierte al cristianismo, única posibilidad de salvación en medio de aquel
caos.
Creo que se trata de uno de los libros más auténticos de
estos últimos años, en el marco de una novelística francesa carcomida por
sutilezas estetizantes o politiqueras que amenazan acabar con ella y con la
fama que tenía en el mundo. Este libro no es ninguna innovación, pero sí una
toma de conciencia muy importante en un momento en que, en Occidente como en la
Roma de Nerón, el cambio de los nombres de las ciudades, como la
corrupción, la crueldad y el vicio se han vuelto reglas de la vida cotidiana,
mucho más convincentes, para los jóvenes sobre todo, que la moral de las
religiones. Hasta lo religioso ha llegado a ser interpretado y aceptado desde
el punto de vista de la libido. El escándalo, pues, como siempre en estas
circunstancias, no ha dejado de asomarse a la actualidad. Monteilhet fue
acusado por el crítico literario de Le Monde de antisemitismo porque se
permitió hablar de la alianza entre el gobierno neroniano y los judíos en su
actuación anticristiana. Nadie puede negar el hecho. Pertenece a la historia y
es ésta quien ha de colocarlo en un sitio o en otro, pero comprender hoy
aquella situación no es difícil porque las autoridades religiosas y políticas
de los judíos buscaban aliados en cualquier sitio, con el fin de combatir una
nueva religión surgida de sus propias entrañas, pero dirigida hacia metas
distintas. Toda circunstancia histórica de este tipo incluye hechos y actitudes
parecidas. No se trata de una acusación, sino sólo y exclusivamente de una
realidad perfectamente justificada desde el punto [sic] de su
actualidad. Es preciso colocar el hecho dentro de su contexto temporal para
comprenderlo por encima de cualquier filo antisemitismo [sic], actitudes
que no tienen, en este caso, ninguna razón de ser, puesto que, como afirma el
autor en una entrevista, un cristiano no puede ser antisemita siendo el Nuevo
Testamento una continuación del Antiguo, una anulación del mismo podríamos
decir, pero anulación implica una existencia anterior sine qua non. De
estas siniestras escaramuzas alrededor del antisemitismo está lleno este siglo
de abusos, de tiranías ideológicas, de falsas actitudes en pro o en contra,
sobre todo en los medios intelectuales que han estropeado la vida y la están
estropeando desde hace decenios. Es como lo de los derechos humanos. Quien no
acepta el gulag, las clínicas de tortura psíquica, la miseria material y la
ideología máa aberrante y humillante de todos los tiempos, es un enemigo de los
derechos humanos. Quien está de acuerdo con la muerte del hombre es su aliado.
Paradoja horrible, típica de un tiempo neroniano.
Pero, sin embargo, hay muchos motivos para criticar a Monteilhet.
No es Nerópolis su primer libro ni su primer escándalo. Escribió hace
años un panfleto contra Pablo VI de una violencia sólo justificable en
el marco de la corrupción de esta Roma que es el mundo occidental y que quiere
cambiar de nombre como también de dioses. Acusó al Papa del Concilio Vaticano
II de haber pregonado "la doctrina de la bondad original del hombre, capaz
de realizar su salvación por sus propias fuerzas". Doctrina nefasta,
herejía pelagiana condenada por el Concilio de Éfeso en 431, causa primera de
todas las desviaciones anticristianas, pues antihumanas también, como la de la
Revolución Francesa cuando los ciudadanos se autosalvaban bajo la batuta
humanista de Danton y Robespierre y, más tarde, bajo los cantos
esteparios de Lenin y Stalin. Los derechos humanos prodecen de
aquella aberración introducida por Pelagio e imitada por los
desviacionistas revolucionarios de todas las épocas neronianas. Lo que ha
creado en el mundo (pagano ayer, neopagano hoy) un fundamento para la perdición
del hombre ha sido precisamene, según Monteilhet, su adhesión a la moral
horizontal del paganismo o de los paganismos de siempre. En efecto, para el
hombre elevado hacia Jehová, o hacia Cristo, no se trata de unos
dioses inmanentes capaces de provocar en nosotros sólo la imitación de sus
gestas y fechorías, siempre sangrientas y corrompidas, sino del Dios celoso y
espriritual que nos contempla día y noche desde su posición metafísica
trascendental. Con el cristianismo -y es su revolución- pasamos a otra
dimensión, nos volvemos seres humanos (según Fellini y Pasternak),
rompemos con el pasado o la prehistoria.
He aquí un ejemplo, propuesto por Monteilhet: la ley
romana prohibía las relaciones homosexuales entre los ciudadanos porque lo
moral era lo que servía a la ciudad. Un hombre, si tenía familia e hijos, si
había cumplido con la ley, podía tranquilamente tener relaciones con un esclavo
o un liberto. La moral no contemplaba, en su enfoque social y político
horizontal, este tipo de relación. Nerón se casó dos veces con dos
hombres, pero no con ciuddanos romanos sino con esclavos. Ni siquiera el
emperador loco se atrevió a infringir la lex. El hombre pagano fabricaba
él mismo su moral bajo el imperio de una utilidad terrenal limitada. El placer
no abandonaba nunca esta horizontalidad. El amor no existe en la antigüedad,
como tampoco existirá durante la Revolución Francesa y su continuación
soviética. Y tampoco existe si lo separamos de la moral vertical. La
degradación del matrimonio, el aborto, la homosexualidad, la desnatalización,
la violencia generalizada, no contemplada por la ley horizontal o socialista,
la droga, el placer por encima de todo, los derechos humanos, dan cuenta
perfectamente del sentido neroniano de nuestra época. "Sólo el judío
piadoso", afirma Monteilhet, ha permanecido vertical desde sus
orígenes." Pensamiento profundo en cuya estela testamentaria yo incluiría
al buen cristiano también.
Pero, afirma el novelista, el cristianismo ha muerto con
[el] Vaticano II. Durante dos milenios Dios "ha tratado de evitar los
desastres del pecado original", pero ante la pesadez de la naturaleza
humana el experimento no ha tenido éxito. La moralidad neroniana que todo lo
domina da cuenta de esta tragedia. No quiere decir que no haya cristianos en el
mundo, y los seguirá habiendo durante mucho tiempo, de la misma manera en que
sigue habiendo bonapartistas, legitimistas o carlistas. Lo que le parece
evidente es que un Concilio haya [sic] puesto punto final a la moral
vertical en sí [,] a un movimiento universal creado por Dios a favor del hombre
y estrangulado por éste después de dos mil años de esperanzas. ¿Es esto así?
Los años que vienen confirmarán esta tesis, tan pesimista, o la aniquilarán en
sus mismas raíces que, al ser históricas, proyectan sus sombras sobre nuestro
propio futuro.
Vintila Horia, en El Alcázar, octubre 1984
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