Gracias a Dios, no somos iguales. La igualdad es algo
relacionado con la entropía y con la muerte y no tiene sentido sino dentro de
una situación letal. Traerla a colación y hacer de ella un principio
fundamental de la sociedad es signo también de entropía, en el marco decadente
del mundo occidental del siglo XVIII, signo bajo cuyas amenazas características
nos encontramos todavía, pero que parece en trance de agotamiento, de un lado y
de otro del muro de la vergüenza ideológica. En el momento en que moriría [sic]
del todo el absolutismo igualitario, se desintegraría el sistema construido
encima de esta anomalía psicopolítica cuyo padre, Juan Jacobo Rousseau,
fue el fundador desquiciado, psíquicamente enfermo, que colocó bajo el sello de
la locura toda una época, la mas enferma de todos los tiempos, tal como la
define C. J. Jung. Y es, precisamente, la desigualdad natural, que está
en la base de todo tipo de vida, sea ella nuclear, como botánica y zoológica,
la que enderezará el mítico entuerto.
Pero era a otra igualdad a la que me refería al principio
del párrafo anterior. A la que corre, Deo gratias, entre mi entrañable y
viejo amigo Gonzalo Fernández de la Mora y yo. A pesar de encontrarnos
los dos bajo la misma bandera, él tiende hacia los valores humanistas del
Renacimiento, yo hacia los de la Edad Media, sin dejar de respetar el uno las
preferencias caracteriales y filosóficas del otro. Si a alguien se le ocurriera
situarnos desde el punto de vista político, ocurrencia peregrina y a menudo
falsificadora, por lo menos bajo esta perspectiva personalizadora, le
encontrarían a él asimientos al Príncipe y a mí al De Monarchia,
mientras, de manera más libertadora y completa, él estaría más cerca de un
racionalismo tomista y yo más apegado a un sentimentalismo agustiniano o
platónico. Las dos posiciones se vuelven complementarias, como en Santo Tomás y
Dante, en el marco no sólo de la antigua amistad que nos une, sino también en
la manera que nos empuja a los dos a buscar la verdad. Él no es un agnóstico y
yo no soy enemigo de la razón. Creo que fue en el marco de una reunión
organizada por Giovanni Volpe, en Roma, quizá en 1974 o 76, cuando, al
hablar los dos en la misma mañana, en el aula del palacio Pallavicini, dimos
cuenta de lo que realmente éramos desde dentro, completándonos armónicamente,
como un Renacimiento y una Edad Media reunidos en el haz prospectivo del Siglo
de Oro, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que nuestras ponencias habían sido
las mejores de aquella inolvidable reunión. Había dado cada uno lo mejor de sí
mismo y nos habíamos encontrado, sin querer y sin habérnoslo propuesto de
antemano, dentro del mismo camino que une en la verdad.
Creo, pues, fiel al interés que siempre ha despertado en mí
el pensamiento de Gonzalo, que su último libro, La envidia
igualitaria (Ed. Planeta, Madrid, 1984), es el mejor ensayo jamás dedicado
al tema y uno de los mejores libros del pensamiento europeo actual aparecido en
las librerías durante los últimos diez años. Es un auténtico alarde de
erudición, talento, estilo, claridad, mordacidad y perspicacia filosófica y
política y resulta por todo esto difícil y arriesgado comentarlo en una
crónica. Me atrevo a decir que las páginas dedicadas, en la tercera parte, a La
desigualdad creadora son las mejores del libro, lo que obliga al lector a
una atenta lectura de las primeras dos [sic], introducción
imprescindible para poder alcanzar las alturas del final. El paseo a través de
filósofos, moralistas y poetas que se han ocupado de la envidia en general,
desde los antiguos hasta Scheler, Freud y Unamuno,
constituye una auténtica antología comentada de los textos fundamentales para
enfocar como es debido el acercamiento al análisis de la envidia en la segunda
parte, y para merecer la recompensa de la tercera, donde está encerrada la
clave del libro y donde cualquier pensador político y cualquier practicante de
la política encontrarán sobradas razones para corregir su trayectoria, para
enriquecerla o para dar el salto necesario desde la utopía hacia lo real.
Recomendaría este texto no sólo a socialistas y comunistas cansados de patear
en el lodazal marxista y por supuesto igualitario, sino también a cierta gente
de la derecha llamada liberal que nos propone un porvenir y nos prepara otro,
como fue el caso, tan siniestro y fatal, de la llamada UCD, centro sí pero de
todos los males que hoy padecemos en España.
Uno de los capítulos más brillantes del libro me parece el
dedicado precisamente (v. páginas 230 a 232) a "La envidia
igualitaria" y creo que no hay argumentos contra lo que afirma Fernández
de la Mora desglosando, desmenuzando y destrozando sin piedad las técnicas
más conocidas del socialismo igualitario, como son las nacionalizaciones, la
participación estatal, la fiscalidad creciente, técnicas impuestas por la envidia
igualitaria que explica[n] hoy tanto el éxito electoral del socialismo europeo
fomentador y aprovechador de la envidia de masas, como el fracaso de la misma
política una vez conquistado el poder. "El igualitarismo ni siquiera es
una utopía soñada; es una pesadilla imposible. Lo que sí cabe es satisfacer
transitoria y localmente la envidia igualitaria al precio de la involución
cultural y económica. Cuanto más caiga una sociedad en la incitación envidiosa,
más frenará su marcha. La envidia igualitaria es el sentimiento social
reaccionario por excelencia. Y es una irónica falsificación semántica que se
autodenominen "progresistas" las corrientes políticas que estimulan
tal flaqueza de la especie humana. La deletérea envidia igualitaria dicta las
páginas oscuras de la historia; la jerárquica emulación creadora escribe las de
esplendor." Páginas así, de agudo análisis y de definiciones justicieras,
abundan a lo largo de todo el libro, cuya lectura, por supuesto, recomiendo
calurosamente a mis habituales lectores. Un libro para meditar, anotar,
subrayar, comentar y gozar, y cuya relectura entusiasmará a estudiosos y
aficionados, enriqueciendo a estos y asombrando y deleitando a aquellos.
Hay, sin embargo, tres puntos en el libro que han suscitado
en mí comentarios distintos a los de Gonzalo Fernández de la Mora. Sólo
se trata de matices, o de fragmentos, que nada tienen que ver con la esencia de
este ensayo, al que podemos considerar como una auténtica y bienvenida obra
maestra. Pero da la casualidad de que soy, además de escritor, un quisquilloso
catedrático de literatura y es esta postura crítica, no creadora pero típica
del especialista, la que me obliga a considerar unos detalles después de haber
enfocado el conjunto. El primero es el referente a Ovidio. En la página
29 encuentro esta afirmación: "El fecundo Ovidio, que apenas podía
decir nada que no fuese en verso, carecía de un esquema moral." Decir en
versos no me parece mala cosa. Lucrecio escribió todo un tratado en
versos, y también Boecio, y deben a aquella versificación su fama de
filósofos. Y no creo que el autor del Ars amandi haya carecido de un
esquema moral. El más extenso de sus poemas, el que cita Gonzalo, Las
metamorfosis, encierra un admirable retrato de Pitágoras, como
hombre y como profeta, que da cuenta de las creencias religiosas de Ovidio,
y morales por supuesto, y que me fue fácil considerar como la causa de su
destierro, en mi novela Dios ha nacido en el exilio. Tres años más
tarde, el latinista Jerome Carcopino confirmó mis intuiciones literarias
en su libro Encuentros de la historia y de la literatura romanas (París,
1963, editado años más tarde en Madrid por Espasa Calpe). Dos hombres
cohabitaban en Ovidio, sostiene Carcopino, tal como yo mismo lo había
sostenido en mi novela: "el libertino y el filósofo, un sensual y un
místico." El pitagórico, ya en Roma –y por este motivo fue exiliado,
puesto que la secta había sido condenada por Augusto– había sustituido
al libertino. El esquema moral había borrado en su conciencia el esquema erótico.
Segundo punto: no creo que la envidia sea un vicio español,
a pesar de todo lo que al respecto se haya escrito hasta la fecha. Todos los
pueblos son envidiosos en la misma medida en que el mal, el vicio, los defectos
éticos, están allí en todas partes como objetos dignos de cualquier tipo de
etiología. Si tantos pensadores ilustres pertenecientes a todos los pueblos
hablan de la envidia en el mismo tono de reproche, autores citados y
magistralmente comentados por Gonzalo, esto no hace sino poner de relieve
la univers[al]idad de la envidia. No es posible definir a los españoles a
través de la envidia. Existen una envidia francesa y una italiana, tan
absorbentes y definitorias, en lo negativo, como la española, o más. La novedad
que nuestro autor introduce en su relato filosófico es la siguiente: "No
es tener menos, es ser menos. Se trata de una envidia existencial
no suscitada sólo por lo que el otro posee, sino por lo que es." Y más
adelante: "La envidia es un morbo antisocial incluso en los países más disciplinados
y solidarios; pero en la España orgullosa e individualista es el mal político
supremo. Combatirlo no es cuestión de higiene, sino de supervivencia." Sin
embargo, la envidia igualitaria, que da título al libro, no es obra de mentes
españolas, y el socialismo no ha nacido aquí. Y al ser querencia de ser
y no de haber, constituye de por sí un noble distingo castellano.
Tercer punto: hablando de la ilusión de la igualdad, muy
antigua entre los hombres, Fernández de la Mora cree que "sus tres
momentos decisivos son el cristianismo, el demoliberalismo y el socialismo, que
se corresponden con el igualitarismo religioso, el político y el
económico". Lo que no entiendo es el porqué de la equiparación. El
igualitarismo en el marco de la envidia crea hábitos y derrama consecuencias en
todo lo terrenal, desde lo social y lo económico, hasta lo moral y lo estético.
El igualitarismo cristiano, por llamarlo de alguna manera, implica la igualdad
de oportunidades de las almas ante Dios, lo que no puede dar lugar a ningún
tipo de envidia sino dentro de una Olimpiada anímica donde todos podemos ser
ganadores o perdedores, en la sombra de una igualdad a la que el
demoliberalismo y el socialismo han pensado de otra manera, evidentemente
no-religiosa, o explícitamente anti.
Lo religioso no coincide en ningún sitio con lo político o
lo económico, ni siquiera en las periferias del alma y cuando coincide da lugar
a auténticas catástrofes, como la de la teología de la liberación, basada en la
confusión entre lo religioso y lo político, o como la de la muerte de Juan
Pablo I. El "Dios de todos para todos" de Pablo de Tarso,
al que cita Fernández de la Mora, nada tiene que ver con el
igualitarismo que no es un concepto metafísico y menos todavía religioso, y
todo lo que no es de Dios, o del espíritu, es del César, cumbre encubridora de
todas las envidias.
Hechas estas salvedades profesionales, vuelvo a dar la
palabra al escritor, el cual, en nombre de la amistad que le une desde hace
tantos años a sus lectores, reitera lo antedicho y considera La envidia
igualitaria como el mejor libro del año, hasta la fecha, o entre los
mejores de la década, ya que hemos contemplado juntos, en el marco objetivo de
estas notas críticas, algunos, no muchos, libros destinados, como este, a
esclarecer los abismos y las cumbres de este fin de siglo.
Vintila Horia,
en El Alcázar, agosto de 1984
Muchas gracias por este blog que me permite volver a leer al gran Vintila Horia en sus artículos de El Alcazar. Vuelvo a la juventud y vuelvo a cuando esperaba sus colaboraciones en ese periódico para intentar aprender algo.
ResponderEliminarNo hay de qué. Yo también esperaba semanalmente ese artículo. La pena es que he perdido muchos.
ResponderEliminarNo es necesario el segundo [sic]:"las primeras dos" se refiere a "partes", palabra que aparece anteriormente. Saludos.
ResponderEliminarGracias por la observación. En todo caso, lo conservo porque en castellano lo normal es "las dos primeras". Es un error comprensible en un extranjero.
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