martes, 31 de julio de 2007

El retorno a Tolkien


Creo que Rafael Sánchez Ferlosio, al buscar tanto, se ha equivocado de camino. Porque El testimonio de Yarfoz (Alianza Editorial, Madrid 1986), si parece a veces una continuación de Alfanhuí, libro estupendo y prometedor, nada tiene que ver con El Jarama, libro sumamente interesante desde un punto de vista profético, ya que hacía actuar en sus páginas con sus modales y, sobre todo, con su lenguaje, a la actual clase dirigente española. Era como una triste pero acertada premonición. Futuros diputados, senadores y hasta ministros estaban allí, bajo un sol de verano casi aplastador, tejiendo con sus anónimas andanzas y con sus nimiedades conversatorias un futuro que hoy está en la gloria cotidiana de la historia de España. Los escritores tienen a menudo esta posibilidad adivinatoria y, de este modo, podríamos decir incluso que el socialismo es un estructuralismo, siguiendo el estilo y el contenido lingüístico de El Jarama. No sólo la música puede ser profética, como lo demostró Albert Roustit en su estudio La profecía musical, con prefacio de Olivier Messiaen (1970), sino también la literatura, en un sentido puramente estructural e idiomático, sin que el autor tenga que arriesgarse en el terreno de la profecía propiamente dicha. Aquella clase habladurienta, cuyo sueño de un día de verano dirige el río Jarama hacia su propia estabilización en el poder, encontró en el magnetófono memorial de un escritor su mejor crónica y su más temible presagio meteorológico-político. El estilo, solía decirse, es el hombre.

Sin embargo, esta crónica de unos países y de unos sitios que no existen, esta utopía y ucronía a la vez, contadas por Yarfoz, “oscuro hidráulico” de la ciudad de Escescésina, no me sugiere nada. Trato en balde de buscar sentidos ocultos, rasgos de premonición, algún que otro indicio de que el autor haya querido comunicarnos un mensaje secreto. Algunos hechos seudohistóricos, algunos pasajes rurales y urbanos, largas descripciones de costumbres inexistentes porque los Grágidos no existen ni existieron jamás, o de un fenómeno natural tan original como el tajo de Meseged o la necrópolis de Gromba Feceria, descrita a lo largo de tantas paginas que la lectura se vuelve pesadumbre, no logran nunca hacer creíble el relato.

Se trata del príncipe Nébride, constructor de puentes e hidráulico famoso en su tiempo y su espacio inventados, que abandona un día su ciudad natal porque enojado por la acción criminal de sus parientes, los reyes gemelos que, sin aviso previo, matan, en el puente que separa a los dos pueblos vecinos, al rey Éspel. La crónica reza así: “Los príncipes Caserres y Obnelobio, tu tío y tu padre, Nébride, atacaron ayer, desde Irisesia, con mil quinientos hombres, a los atánidas.” En medio del puente que unía a los dos pueblos se encontraba Espel, al que se le ocurre espantar los caballos de Caserres y de Obnelobio, estos “embrazan las azagayas, galopan hacia Espel, y lo atraviesan por el pecho dejándolo muerto a la mitad del puente.” Este hecho criminal, pero que no está justificado en la novela, ya que no entendemos bien por qué los dos atacaban a sus pacíficos vecinos, está en la base, digamos que de la acción del libro. Nébride abandona su país y, con ello, sus derechos a la herencia del trono y se dirige con todos los suyos hacia otros territorios, encontrando cobijo en Gromba Feceria, donde cambia de nombre y se dedica a quehaceres administrativos. Sin embargo, su hijo Sorfos, después de haber tenido un idilio amoroso con Ione, y un hijo de ella, es encontrado por los enviados de los Grágidos, que se lo llevan a casa y lo proclaman rey, una vez desaparecidos los parientes asesinos. De este modo la paz y la justicia, después de años de trastornos, más bien morales que políticos, volverán a reinar en la orilla del río Barcial.

Claro que la historia de los Hobbits y del Señor de los anillos, por Tolkien, con los mapas de aquella región inventada, se me presenta automáticamente ante la memoria. El testimonio de Yarfoz es como la réplica a la obra del gran escritor surafricano, pero desprovista del interés que conduce nuestros pasos a lo largo de aquella fantástica utopía, sueño, mito, leyenda, invento surrealista o manierista o lo que sea, pero libro maravilloso y encantador que hace surgir ante nosotros un mundo capaz de sustituir al grisor del nuestro. Es lo que pudo ser, lo que será, lo que nunca podrá ser o lo que cada uno de nosotros podría llegar a ser dentro de su propia imaginación, espoleada por el talento de Tolkien. En cambio, la crónica del supuesto Yarfoz no inventa ni sustituye nada. Le falta acción, imaginación y poder de creación. Es como una fábula de La Fontaine en la que faltaran los animales y cuya moraleja no significara nada porque está como desprovista de bases creíbles. Se le podría aplicar al autor esta frase de su propio libro, que no cito íntegramente porque ocupa más de media página: “Era Irra tan gran hablador que para sacar a colación cualquier especie no esperaba a que la hiciesen indicada los hechos del momento, sino que le bastaba con la oportunidad de que le viniese del libre y espontáneo entrelazamiento del hablar, de manera que su conversación marchaba a menudo tan totalmente separada de lo que nos traíamos entre manos, por aquellas populosas calles.. que, con todo esto, yo habría jurado que ya estaba totalmente distraído, olvidado y desviado de la ruta que llevábamos.”

Frases largas, párrafos interminables, páginas compactas sin otro descanso para el lector que la separación entre los capítulos, y un epos sin aliciente, dentro de cuyo desarrollo he buscado en vano la clave justificadora. Una crónica apócrifa, como tantas de las que se han escrito y han tenido éxito durante los últimos decenios y que ponen en evidencia el apetito surrealista, por llamarlo de alguna forma, del hombre sometido al impacto baboso del materialismo dominante. También en la Inglaterra o la Francia del XVIII, cuando se estaba formando el iluminismo y se estaba preparando la Revolución muchos escritores han intentado evadirse de aquella mediocre realidad y se han dedicado a escribir utopías, algunas nefastas, las que preparaban el espíritu revolucionario, otras prerrománticas, como Pablo y Virginia, que exacerbaban la pasión amorosa al inventar paisajes exóticos, con el fin de salvar el concepto y la práctica del amor, amenazados por el racionalismo sensualista de una época destructora de sentimientos, cuyo exponente quizá más ilustre ha sido el marqués de Sade. El sadismo como consecuencia del racionalismo podría ser toda una conclusión.

Pero, ¿dónde y cómo situar y comprender El testimonio de Yarfoz? Si tiene una trascendencia dentro de su propio manierismo, no he logrado dar con ella. Y si no la hay, ¿qué es lo que ha pensado de su propia obra el mismo autor al redactarla? ¿Rivalizar con El señor de los anillos? ¿O quizá volver a Alfanhuí por encima de aquel río seco y profético, irrepetible por supuesto, que fue El Jarama?

Alguna que otra vez, sumergido en el maremágnum de una lectura que parece no tener fin, el lector se pregunta por las intenciones morales del autor. Nébride es un hombre puro, un antimaquiavélico. Basta un crimen sin fundamento para que su vida coja un sentido contrario a su derrotero de príncipe. Se autoexilia y desaparece en un país extranjero. Su pureza hubiera sido ejemplar, si no chocara con la nimiedad de la causa. Además, hubiera sido mejor para todos si un príncipe así hubiera reaccionado positivamente, interviniendo en la política, marginando o eliminando a los reyes malos, con el fin de que la política pudiese seguir su curso ético normal, acostumbrado en aquellos pueblos. Su renuncia y su huida –es así como lo entendemos— provocará el desarrollo de una época mala, regida por los mismos criminales que, de este modo, permanecerán en el poder, mientras Nébride escogerá un exilio cómodo, lejano, olvidadizo e inútil. La autoeliminación del héroe destroza, desde un principio, cualquier restauración del bien y cualquier posibilidad épica para el autor.

El libro está escrito, en sus fragmentos logrados, como es el idilio de Sorofs e Ione, a nivel de obra maestra. Un idioma purísimo, tan rico y sugestivo como el de Alfanhuí, un estilo de inmensas posibilidades, una magnífica plaza de toros en la que el autor se mueve a sus anchas, pero donde faltan los toros, quiero decir la lidia. Pocas veces en mi larga vida de lector apasionado me he encontrado con un libro así, tan bello y tan incoherente en su afán de belleza que sólo en contadas ocasiones encuentra cauces para correr y orillas para embestir.

Una aventura singular, sin duda alguna, pero sólo porque la firma Rafael Sánchez Ferlosio. Es posible que el fallido experimento sirva para algo, en este nuevo comienzo literario de un escritor que, sentado en este zócalo pesado, nos está preparando la sorpresa que todos esperamos de él y, de modo paralelo, de la novelística española actual.

Vintila Horia, en El Alcázar, 8 de enero de 1986.

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