La parte menos conocida de Italia, la que los turistas no
suelen visitar porque se quedan en Nápoles si no piensan ir más hacia el sur,
o, si escogen el sur, no se apartan de Sicilia, es todo este inmenso espacio
que va desde el Vesubio al estrecho que separa la península de la isla
misteriosa, Italia de Sicilia. Y basta adentrarse hacia este espacio
antiturístico -por lo menos hasta ahora-, sobrepasar la ciudad de Salerno para
encontrarse con un auténtico museo al aire libre, cuyos misterios y grandezas empiezan
en Paestum y no terminan ni en Crotona ni en Táranto, ciudades antaño dominadas
por los pitagóricos, sino quizás en el punto más cargado de antigüedad, esta
vez cristiana, que es la punta más extrema del occidente itálico, aquel sitio
parecido a la isla de San Miguel en el norte de Francia, y que allí se llama
San Giovanni Rotondo, donde sufrió, predicó y curó el padre Pío. Mezcla,
pues, de piedad cristiana y de antiguas procesiones de siglos y leyendas, el territorio de la Magna Grecia
es un mapa tan cargado de historia y de monumentos, de pueblos y civilizaciones
desaparecidas que resulta difícil sintetizarlo en un libro. Lo ha hecho, sin
embargo, contemplando sólo su período clásico o antiguo, el escritor y pintor Carlo
Belli. Su trabajo se titula Paseos por Magna Grecia (Edizioni della
Cometa, Roma, 1985, dos tomos) y tengo que confesar, una vez terminada su
lectura, que pocas veces me he sentido tan acomplejado ante tanta sabiduría y
erudición, tanta poesía y tanta ciencia.
Sitios como Paestum, llamado Poseidonia por los griegos, o
como Elea (la Velia de los romanos), o como Síbaris, Táranto o Heraclea, han
despertado en mí muchos recuerdos, ya que conozco algunos de ellos, o
curiosidad y pasión por el mar homérico y virgiliano que rodea ruinas,
recuerdos, cielos y olivos, cuya luz y cuya sombra vieron pasar, durante los
últimos tres milenios, los pasos fundadores de todos los héroes y poetas que
fundaron a Europa y a Occidente. ¿Cómo pasear indiferente ante la gruta de la
Sibila, en Cuma, cuyo retrato pintó Miguel Ángel en la Sixtina y ante
cuyas miradas los griegos aniquilaron la flota de los etruscos? ¿qué es lo que
sucedía realmente en aquellos parajes? ¿Cómo pudo mantenerse en el amor, el
temor y el respeto de los hombres la vocación profética de unos personajes tan
cargados de inexplicación científica como fueron las profetisas de Delfos
(¿recuerdan la novela de Pär Lagerkvist?), la Sibila cumana y las demás?
Innumerables batallas, innumerables fundaciones de ciudades, poetas y
pensadores como para llenar una enciclopedia pasaron por aquí, entre los muros
de Síbaris o de Velia, impusieron un estilo de pensar, de amar y de ser a
generaciones enteras, tan parecidos a nosotros, ya que de ellos descendemos, y
nos hemos olvidado hasta de su nombre. ¿A quién dice algo Parménides y
la escuela eleata, Zenón o el poeta Jenofán, autor de un poema
filosófico y fundador de la democracia en Elea? A algunos catedráticos y
estudiosos. ¿Quién sabe que el cálculo infinitesimal, la convicción de que el
conocimiento no nos viene de los sentidos y la dialéctica han tomado forma por
primera vez en la orilla de aquel mar, al lado del cabo Palinuro?
Hace cuatro años, en el mes de junio de 1982, me encontraba
en Velis, adquiría un libro sobre Parménides, del profesor Antonio
Capizzi (Ed. Laterza, Bari, 1975), paseaba por las calles recién sacadas a
la luz por los arqueólogos, mientras el resto de la ciudad, entre el mar y las
colinas, seguía bajo tierra, esperando una restitutio in integrum
realmente imposible. Porque lo que sale de la tierra no es más que ruina muda.
Tenemos que imaginar, inspirados en documentos, textos antiguos, vasijas y
bajorrelieves, columnas truncadas y sepulcros parcos en el hablar, el rostro de
la vida en Elea. Sin embargo, los eleatas están en la base de nuestro
comportamiento diario y en nuestro modo de pensar, al igual que los jonios y
los atenienses. Todo ha empezado en una pequeña orilla asiática o helénica, o
bien aquí, en un trocito de playa y desembocadura itálica. El mismo destino de Elea
es dramático, como todos los destinos, de los individuos como de las ciudades.
Nos lo cuenta Carlo Belli en su maravillosa reconstrucción.
Cuando los persas atacaron las ciudades griegas del litoral
asiático, el año 540 antes de Cristo, parte de los habitantes de Focea se
hicieron a la mar con sus bienes y sus familias y se dirigieron hacia sus
territorios del extremo oeste, viajaron durante semanas o meses, trataron de
aposentarse en Córcega, luego en Marsella, más tarde, cansados y desanimados,
en Paestum, pero no lo lograron. Había demasiados griegos en todas partes y
pocas tierras fértiles, de modo que atracaron definitivamente en lo que
posteriormente iba a ser Elea. Años de búsqueda, de muertos y recién nacidos,
en las mismas naves, transformadas en una pequeña ciudad flotante. Unos
vagabundos del mar fueron los que dieron vida a una nueva ciudad.
Rápidamente, Elea se volvió importante, como centro
comercial enlazando [sic] Marsella con Atenas, y como poderío militar y
político. Resistió sitios, desastres, conjuras. Y dio a la luz mentes ilustres,
amigos de Sócrates como fueron Parménides y Zenón,
personajes de los diálogos platónicos. Muy cerca, al lado del cabo Palinuro, en
una pequeña isla, casi enfrente, los habitantes enterraron un día el cadáver de
la última sirena, muerta en aguas marsellesas y arrastrada por la corriente
hasta esta costa... Piensen que Ulises y Eneas pasaron con sus naves cruzando
esta agua... Y que basta miran como es debido, tal como lo hace Carlo Belli,
para dejarse llevar, con el fin de descubrir en un solo punto, como en el Aleph
de Borges, el sentido de toda la aventura humana, esculpida en este mar
y en estas ruinas. Tan cerca estamos de ellos, mucho más cerca que de los
chinos de hoy, que estas líneas escritas por Jenofán hace dos milenios y
medio parecen de ahora, la triste meditación de un poeta y un pensador, cuyo
nombre iba a volverse inmortal, ante los éxitos de los deportistas: "Me
veo obligado a vivir vagabundeando en la pobreza más indecorosa, mientras que basta
ganar una carrera o haber abatido a un atleta con los puños para conseguir la
gloria, para disponer de un sitio de honor en la tribuna de las autoridades
durante los espectáculos o las ceremonias civiles, o para vivir a expensas de
la ciudad y gozar de una pensión transmisible a los herederos. Si, basta con
ser campeón de algún deporte para conseguir todas estas cosas y hasta una
gloria mayor que la mía; nadie admite que mi sabiduría vale más que la fuerza
de un deportista o que los músculos de un caballo."
Triste conclusión sobre la vida cotidiana de los genios, en
los albores mismos de nuestra civilización. ¿Constituyen estas líneas una
fuente para el filósofo de la Historia, capaces de permitir una explicación de
las decadencias, desde Velia, pasando por Atenas y por Bizancio, por Roma o
Cartago? Si, pero la clave es parcial, como la insuficiencia técnica de Roma,
las discusiones sobre el sexo bizantino de los ángeles, la pederastia de los
atenienses y de los venecianos. Es verdad que el deporte, llevado al extremo al
que lo llevamos nosotros mismos durante el campeonato de fútbol de Méjico,
cuando los jugadores españoles --jamás lo olvidaré-- pretendían millón y medio
de pesetas para vencer a no sé quién, mientras los delegados oficiales llegados
a propósito de Madrid sólo ofrecían un millón. Los jugadores consiguieron lo
suyo, y no llegaron ni a las semifinales. Mientras, en Londres, en el año 1969,
cuando yo fui a visitarle, Arnold Toynbee vivía mucho mas modestamente
que un púgil o que un campeón de los mil metros llanos. Y lo mismo Gabriel
Marcel en París, o Pío Baroja en los años cincuenta, en Madrid. No
hay nada nuevo ni siquiera bajo el sol mediterráneo.
Itálicos, griegos, etruscos, samnitas, romanos, bárbaros,
bizantinos, moros y cristianos pasaron por estos lugares. Todos fueron como
atrapados por el cauce griego, porque la forma misma, el contacto entre el aire
y la piedra es helénico, constituye lo que Lucián Blaga llamaba "horizonte
y estilo", este engendrado por aquel o, por lo menos, apartentemente,
cincelado y modificado. Tiene razón Carlo Belli al creer que a los
griegos no les gustaba la naturaleza pura y no aguantaban el concepto romántico
de naturaleza-bella-tal-como-es. Ellos, al contrario, se han empeñado siempre
en darle forma, en "peinarla", transformarla en obra de arte.
Piedras, hasta montañas, valles, cabos, árboles, todo el conjunto era
introducido en su estilo, era el estilo quien creaba o modificaba el horizonte.
Es una nueva manera de considerar la filosofía de la cultura de los griegos y
una de las no pocas sorpresas que el lector de esta introducción a la Magna
Grecia se lleva al final de una lectura propicia a las meditaciones. Mi pasión
por el fenómeno religioso y por la filosofía me ha transportado a la época de Pitágoras,
el filósofo-profeta que dio a tantas ciudades del sur itálico un régimen algo
estricto y ordenado que no gusta mucho a Carlo Belli. Sin embargo, fue
el primer estilo político-religioso de cierta eficacia democrática en el marco
del desorden que obligó a Platón a soñar con la ciudad perfecta y a
escribir La república. Muchas cosas, en la aritmética, la geometría, la
música y la política proceden de Pitágoras y de sus discípulos. Desde
las piedras de Elea y de Crotona procede el ritmo de nuestros pasos hacia la
guerra de las galaxias, con sus méritos y defectos.
Vintila Horia, El
Alcázar, 14 de agosto de 1986
*Sic en el original. Tal vez se escamoteó una coma después del primer antigua
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