sábado, 12 de mayo de 2007

Vargas Llosa y la revolución


He leído Historia de Mayta (Ed. Seix Barral, Barcelona, 1984) con cierta satisfacción política y, a menudo, con poca satisfacción literaria. Tropecé en cada página con aquel lema que un amigo, literario también, esgrimía hace años en su revista madrileña: “La revolución en Hispanoamérica es inevitable e imposible.” Profunda verdad y cada vez más actual y más dolorosa ya que lo inevitable se vuelve cada vez más imprescindible y lo imposible cada vez más pesado. Países como Argentina, Chile o Cuba, Nicaragua y El Salvador se han transformado con el tiempo, quiero decir con el tiempo del enfrentamiento entre las dos máximas potencias, en una especie de Jauja igualmente ambicionada por cada una de ellas. Y de esta rivalidad brotan todas las miserias de aquel mundo situado en el quinto día de la creación. Países ricos, donde abundan el trigo, el petróleo y el oro, pero también los creadores, los mejores novelistas del momento y donde unas élites ambiciosas, cultas y preparadas aumentan el caudal de inteligencia de la humanidad hasta niveles que ningún otro pueblo es hoy capaz de alcanzar, y donde hasta la raza del consumidor cultural es más amplia y más comprensiva, más curiosa de saber y conocer que en otros sitios más copetudos, como diría un argentino, países doblemente bendecidos por Dios, fracasan ante lo político y, subsidiariamente, ante lo económico. Su crisis, que es actualmente la de todos, alcanza allí cumbres de misteriosa insoportabilidad.

Aquel caos en permanente proceso de autoaumento parece ya sin solución. Y ni siquiera Argentina, para no hablar de un pobre Méjico víctima de su propio índice demográfico y de su falsa revolución, son capaces de dar marcha atrás y recuperar algo del terreno perdido en los últimos treinta años. Es una pena, una pena universal. Porque la revolución que tendría que liberar a los oprimidos y dar riqueza a los que ya la tienen pero no pueden utilizarla en su provecho, no significa sino caída en la trampa soviética, o sea, más miseria, más humillación, más caos y más incertidumbre. Como en Cuba, donde el ser humano ha sido transformado en carne de cañón soviética y donde comer constituye un problema cotidiano, peor quizá que en cualquier otro país del espacio realista-socialista. Si el capitalismo es explotador, el comunismo es destructor. Si el primero lo que aniquila es la existencia, el segundo se empeña en acabar con la esencia, como lo ha hecho ya en Rusia y como lo está haciendo en Polonia y Rumania, países clave de la Europa Central. Y quien no conoce la tragedia de América, quien no la haya visto desde dentro, no puede opinar ni tratar de encontrar soluciones, porque siempre tropezará con un muro de incomprensión y una montaña de ignorancia personal. Hispanoamérica es hoy tan gravemente sometida a la amenaza corruptora de uno y de otro, como lo es Europa oriental y central a la amenaza de uno. Ya que el otro, allí por lo menos, está lejos por su propia voluntad expresada en aquel límite de la vergüenza humana que ha sido Yalta. Pero es posible que haya pronto, si es que no lo ha habido todavía, un Yalta americano.

Es dentro de este debate donde es preciso colocar el drama de Mayta, el revolucionario maricón de Mario Vargas Llosa. Y es que resulta imposible llevar una vida correcta, tener una conciencia, prestigiar uno su propia honra, sin plantearse, en Lima o en cualquier otra capital de aquel mundo acelerado por la Historia hacia su propio desastre, el problema de la revolución. Puesto que sólo de esta manera la salvación aparece como posible. Si los gobiernos se suceden el uno al otro y nada cambia, entonces, lógicamente, hay que hacer la revolución con todos los riesgos. De la misma manera, supongo, se plantearán el mismo problema los polacos, los rumanos y hasta los rusos, ya que, para ellos también, desde el noveno círculo del infierno en que están viviendo, la única posibilidad de cambio, con todo el peligro evidente que esto supone, sería la revolución. Los polacos lo hacen dentro del espacio gótico, o católico, dinámico y fáustico dentro del que han desarrollado su historia; los rumanos, sofiánicos y ortodoxos, dentro de la resistencia pasiva y del sabotaje colectivo que está acabando con su economía y con las últimas energías de aquel pueblo, situado al margen ya de toda esperanza. ¿Qué esperanza pueden tener, en efecto, los seres como Mayta, en Perú, o los feligreses del padre Popielusko, en Polonia, o del padre Calciu en Rumania? Ninguna. (Me refiero, claro está, a las esperanzas relacionadas con el mundo terrenal, ya que las otras abundan en un sitio como en el otro.)

Mayta cae, pues, en la tentación revolucionaria. Es un anarquista, movido por las mejores intenciones, y organizará una revolución, junto con un subteniente del ejército y con un grupo de colegiales de Jauja, ya que Jauja existe en el Perú y fue capital de dicha república, antes de que fuese trasladada a Lima. Pero el intento será un fracaso total. Habrá algún muerto, arrestos, desengaños y el tiempo que pasa por encima su esponja asquerosa y sin fallos. El personaje que mueve la acción del libro es el escritor mismo, empujado por el deseo de reconstruir la vida de Mayta, a través de testimonios recogidos en los lugares mismos donde se había producido aquel hecho y entre las personas que habían conocido al protagonista. Sin embargo, Vargas Llosa, que maneja lo épico con tanta maestría y que ha escrito La guerra del fin del mundo, una de las novelas quizá más grandes de estos últimos años, no logra poner el dedo en la llaga. La inversión sexual de Mayta deshumaniza el asunto, transforma la minúscula gesta, parecida hasta cierto punto a la epopeya de la novela citada más arriba, desjustifica, por así decirlo, su actuación y la proyecta hasta horizontes más bien de libertinaje que de libertad. Es como pretender hacer la revolución para que todo el mundo tenga derecho a drogarse. Hay dentro de nosotros ciertos bajofondos de pureza con los que la revolución no tienen ningún contacto, y ya lo sabemos por qué. Todo ha sido corrompido, de un lado y de otro de la rebeldía, y no queda más que el arranque primario, o el afán de martirio en el nombre del cristianismo, como en Polonia, como situaciones límite donde lo revolucionario ha dejado de coincidir con la revolución, en el sentido clásico y pervertido de la palabra. Lo de Nicaragua me parece como la última prueba de la humillación, antes de que el sexto continente barra a todas las ideologías, a todos los partidos políticos y realice su salvación en un futuro de limpieza ejemplar para todos los pueblos. Es posible que el último espacio capaz de hacer esto sea precisamente Hispanoamérica, fuera de toda tradición revolucionaria. Pero, ¿quién se atreve a ello? Mayta no, de cualquier manera. Su esencia vital está carcomida, tanto como su inteligencia oscurecida por los libros de mala muerte que se ha tragado. No se puede ser revolucionario con Marx y Engels en la cabeza y con lo contra naturam en la trastienda del subconsciente.

Es así como Mayta no convence en un momento en que los lectores de Vargas Llosa esperaban una continuación de La guerra del fin del mundo en clave quizá más metafísica todavía. El autor, sin embargo, ha vuelto al naturalismo americano de los años veinte y treinta, depurándolo un poco, revivificándolo con su talento sin par, pero no del todo. El libro no alcanza nunca el interés apasionado que yo tuve al leer la historia brasileña de la novela precedente y que asumía de repente un valor universal. No, es una historia peruana, interesante y valedera desde el punto de vista de una especie de literatura social sin trascendencia, pero inválida desde el punto de vista de la gran literatura al que Vargas Llosa nos había acostumbrado. Todavía se mueven dentro del escritor algunos prejuicios y malas costumbres locales que apagan el fuego de su inspiración y nos devuelven a sus comienzos, ya sobrepasados por los años y por nuestra espera. Y pienso en la mejor novela antirrevolucionaria hispanoamericana que es El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, cumbre de la más honda y más actual y permanente rebeldía ante el espectro goyesco de la represión presentada a los hombres bajo aspectos libertadores. Nada ha cambiado en el mundo desde el 2 al 3 de mayo, pero Carpentier se ha atrevido a decirlo. Y Vargas Llosa ha buscado quizás el mismo camino, sin dar con él, o sólo con una trocha, un sendero que no lleva a ningún sitio, ein Holzweg, como dijo una vez en un título inolvidable el maestro de Friburgo.

Y hay otro tema, como subsidiario, en Historia de Mayta: la imposibilidad de dar con la verdad cuando se procede desde el exterior del ser. El novelista que va buscando testimonios y testigos con el fin de reconstituir la aventura del revolucionario Mayta, al encontrarle, en carne y huesos, al final de la novela, se da cuenta de que, a lo mejor, todo el material que él había acumulado no respondía a la verdad. Mayta era otra persona. Tema tampoco muy novedoso y que no añade nada al libro, sino una duda más acerca de la necesidad existencial de esta creación, brillante accidente en la carrera de su autor.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


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