viernes, 10 de mayo de 2013

El bicentenario de Alejandro Manzoni


Hace dos años, el novelista italiano Mario Pomilio publicaba un libro titulado Navidades 1833 (Ed. Rusconi, Milán, 1983) en cuyas páginas trataba de resucitar la tragedia que marcó la larga vida de Alejandro Manzoni, el autor de la novela Los novios (I promessi sposi, cuya primera edición es de 1827). Su esposa, Enriqueta Blondel, suiza de origen, con la que se había casado en 1808, fallecía precisamente el día de Navidad de 1833. Un año después moría su hija mayor, Julia, esposa del escritor Máximo d´Azeglio. En 1873, pocos meses antes de pasar Manzoni a mejor vida, fallecía su hijo Pedro, mientras sus parientes y amigos trataban de esconder el trágico acontecimiento, y el novelista agonizaba, después de haber sufrido una caída a los noventa años de edad y después de haber dominado todo un siglo de prosa italiana con un libro considerado, hoy todavía, como la mejor novela italiana de todos los tiempos. Vida completa y feliz, llena de amor, de éxitos y de hijos, llevada lejos de los trajines cotidianos, ya que Manzoni poseía una respetable fortuna personal, su final fue marcado, son embargo, por muchos acontecimientos que amargaron sus últimos años y arrastraron dramas y dolores a lo largo de toda la segunda parte de su existencia. Mario Pomilio supo resucitar el acontecimiento que marca por primera vez esta vida aparentemente feliz, al reconstruir aquella Navidad cuando el escritor, al perder a su amada esposa, se enfrentaba con problemas que nunca supo resolver, que nadie supo nunca resolver.

Si est Deus unde malum, si Dios existe, ¿por qué el mal?, se preguntaban los antiguos, en el umbral mismo de una problemática de tan difícil respuesta y que tantos santos trataron de resolver, sin que nuestra conciencia haya llegado a formular todavía explicaciones satisfactorias. Sí, este es el valle de las lágrimas y hay que sufrir hic et nunc con el fin de que la eternidad sea lo contrario de lo perecedero. Pero, ¿por qué? ¿Cuál es el sentido de la muerte de los inocentes, del premio cotidiano de los malos, de la muerte del todo, envuelto el mundo visible en llamas y en gritos? Si esto es así, ¿para qué un infierno? Y tanto los gnósticos, como decenas y hasta centenares de herejes respondieron con palabras más injustas todavía que nuestras dudas.

El dolor de Manzoni tuvo que ser tremendo, ante tanta desgracia. Había nacido en Milán el 7 de marzo de 1785, de un matrimonio desavenido, hijo probablemente de uno de los amantes de su madre, a la que adoró hasta el final y con la que se reunió más tarde, después de educarse en colegios religiosos, alejado por su padre de toda vida familiar. En 1805 logra por fin volver con su madre y es en el París de los fastos napoleónicos donde toma contacto con la filosofía de Condillac, profesa un ateísmo científico, acorde con su tiempo, asiste a la caída de Napoleón, entra poco a poco en un ambiente nuevo, dominado por el genio de Chateaubriand, conoce a Enriqueta, la pierde durante una manifestación callejera, entra en la iglesia de San Roque, pide a Dios que le revele Su presencia y Su poder al restituirle a su mujer y, poco después, vuelve a encontrarla. Su conciencia se queda profundamente conmovida. Enriqueta abjura de su fe protestante y los dos esposos, reunidos en el seno de la Iglesia, reciben del Papa el permiso para volver a casarse según el rito católico, en 1810, ya en Milán, donde el escritor empieza a dedicarse a la literatura. Escribe versos, estudios históricos, tragedias y, de repente, empieza a investigar el siglo XVIII lombardo y escribe Los novios. Durante el resto de su vida, más de medio siglo, se dedicará a corregir y mejorar el texto de su obra maestra, al amparo de las preocupaciones materiales, pero sacudido por tragedias familiares que transforman a este hombre en una especie de curioso mártir romántico. Y digo curioso porque los románticos, sus contemporáneos, mueren jóvenes, mientras él pasea sus llagas a lo largo de toda una centuria.

El doble centenario del escritor provocó en Italia un montón de reacciones, desde las dudosas apreciaciones de la intelectualidad entre comillas, hasta los representantes más cualificados de la literatura italiana actual, aplastada, creo, por el peso de Manzoni, en un momento, precisamente, en que las letras peninsulares no brillan como antes, ni alumbran interiores anímicos, ni plantean problemas esenciales. La literatura italiana es, hoy, tan imitadora de sí misma como la francesa o la alemana, y resulta penoso decir por qué, pero el hecho es evidente y la letargia es casi traumática. Han fallecido todos los grandes y los vivientes son pequeños. Es posible que el trauma sea de origen político, disimulado por el juego de los partidos mayoritarios que han agostado la psique más rica en poderes creadores, presente en la base de todos los renacimientos y restauraciones de lo humano a lo largo de todos los siglos del hombre occidental.

Pero volvamos a Manzoni. ¿Cómo perdonarle la grandeza en medio de tanta incertidumbre ocultadora? Los novios plantea, justamente, el tema de la opresión y de la felicidad imposible, hasta en un pueblo perdido, en el marco de un mundo dominado por un personaje llamado el "innominado", representación del demonio como clave del mal político del que padece el mundo y de todos los males que nacen de este. Y es en el momento en que el representante del príncipe de este mundo se convierte, bajo la luz directa de un santo del siglo XVII, Carlos Borromeo, cuando la reparación se vuelve posible, y los dos novios separados por la intervención irreverente del señor del mal pueden recuperar su felicidad y casarse. Novela católica, diría, por antonomasia y romántica por añadidura, siendo los dos conceptos complementarios, sobre todo en la primera parte de XIX, cuando el romanticismo vivía bajo el influjo de Chateaubriand y la recuperación de la libertad, en tiempos de la Restauración, coincidía con la de la fe. ¿Cómo entender, si no, la trama, los personajes, los acontecimientos representativos, la descripción de la peste en Milán, la conversión del innombrable, la simbología encerrada en cada gesto y cada paisaje? Resulta inútil hablar de liberalismo católico, en relación con la ideología de Manzoni, o de preferencias plebeyas y democráticas por parte del autor, como lo afirma el mismo Pomilio, muy equivocado en este sentido: Manzoni supo construir una obra maestra, el único monumento en prosa italiana del Romanticismo, un libro que llena de acción y estilo los decenios románticos en Italia, a pesar o en contra de la impotencia de los demás. Italia no conoció el romanticismo, dicen. Pero me parece que Los novios vale más que todas las novelas de Víctor Hugo juntas. ¿Manzoni inútil o superfluo? Si Italia, desde la aparición de su novela, no hace sino confundirse con sus personajes, los buenos como los malos...

Tiene razón, además, el gran toscano que fue Giuseppe Prezzolini, al decir que "El antiheroico y el antihumanista Manzoni fue autor principal de una reforma que llevó a la italia moderna a aquel lenguaje de los periodistas, de los manuales, de la escuela y de la conversación general, que hizo posible la unificación de la península." ¿No es esto bastante para colocar a Manzoni al lado de Cavour y de Víctor Manuel II, forjadores de la unidd política? Si nos ponemos a leer hoy los libros de Alfieri, los poemas de los líricos italianos de finales del XVIII, y hasta a Carducci, que no supo aprovechar la lección de Manzoni, nos encontramos ante un idioma incomprensible, intelectual, clásico por imitación, insostenible, elitístico [sic] en el peor sentido de la palabra, casi salonnard, que aplasta la literatura italiana bajo una inaguantable capa de cemento humanista. Fue Manzoni quien supo levantarla y tirarla por la borda de la indiferencia general. La unidad anímica de los italianos, quiero decir la literaria, la realizó Manzoni, de la misma manera en que Dante la supo realizar, por primera vez, a finales de la Edad Media, en el marco de una operación muy parecida, quiero decir llevada a cabo por la pluma de un genio, unificador por vocación y destino. Y si las flaquezas burguesas de don Abbondio, el cura gordo de carnes y flaco de espíritu, proceden del modélico Sancho Panza, la relación con el genio está a la vista de todos.

Dicen sus críticos que Balzac, Stendhal, Tolstoi y Dickens hicieron mejor [sic] que él. Tengo dudas. Cuantitativamente no se le pueden comparar. Pero prefiero Los novios a las aventuras de Mister Pickwick y a Guerra y paz y un personaje como don Cristóforo, el otro cura, el activo, el auténticamente cristiano en la profundidad de su fe y de su actuación, profetiza la aparición en la literatura católica europea de los curas de Bernanos. Además del paisaje, el retrato psíquico y el poder de la narración o de la épica, que dan al libro su tono de obra perenne, Manzoni añade su poder de creación lingüística, mérito no desdeñable en una época de incertidumbre y de pugnas de todo tipo cuando, como hoy, se estaban jugando los destinos de los pueblos.

¿Es el hombre "el remordimiento de Dios" o "un proyecto de Dios", como ha sido tantas veces definido? La vida de Manzoni parece apoyar la primera definición, mientras su obra aparece cada vez más como una ilustración de la segunda. La fe inquebrantable del escritor, atravesando acontecimientos terribles, nos permite conmemorar su doble centenario a través de esta bifurcación biográfica e ideológica, de la que ha podido nacer la perfección única de su novela.

Vintila Horia, en El Alcázar, hacia 1985

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