martes, 24 de abril de 2007

De Petrarca a Antonio Prieto


Hay un viejo Secretum escrito por Petrarca en latín, en pleno bullicio humanista, cuando el fundador del Renacimiento pone las bases de una época y plantea el problema de la aegritudo o acidia, sentimiento en que confluyen los restos medievales de la fe y los deseos del humanista de separarse de cualquier reminiscencia religiosa, por lo menos en la literatura. En un emocionante diálogo con San Agustín, Petrarca describe esta nueva actitud del poeta que escribe en latín y en italiano, que es casi un sacerdote de la Iglesia de Roma, que pasa la mayor parte de su juventud en Aviñón, donde se enamora de Laura, que más tarde tendrá hijos con otras mujeres y que nunca abandonará la Iglesia, sea porque nunca dejó de creer, sea porque gozaba de muchos beneficios, prebendas y canonjías. Petrarca nunca dejó de creer, igual que Miguel Ángel más tarde, pero había evidente ruptura entre el creyente y el pecador, dando lugar a aquella inseguridad y melancolía, casi románticas, que forman la pesadilla diurna de la aegritudo, novedad sentimental y literaria, característica de los hombres del Renacimiento. Secretum nos aparece hoy como un libro casi tan decisivo en el marco de la literatura autobiográfica como las Confesiones de San Agustín o las de Rousseau, por describir desde dentro un drama personal que se confunde con el drama de una época.
El libro primero del Secretum de Petrarca se abre con estas preguntas de San Agustín dirigidas a su discípulo: “¿Qué haces, pobrecillo?, ¿qué sueñas?, ¿qué esperas? ¿Es que has olvidado todas tus miserias? ¿No recuerdas que eres mortal? A las que Petrarca contesta: “Bien lo recuerdo: semejante pensamiento nunca me viene al ánimo sin un escalofrío de espanto”.


Bien, pues la novela de Antonio Prieto que lleva el título del libro de Petrarca (Secretum, nueva edición, Planeta, Barcelona, 1986; mientras la primera era de 1972, Magisterio Español, Premio Novelas y Cuentos 1972) no hace sino poner en clave moderna el temor de Petrarca, el clásico temor a la muerte, pensamiento poco platónico por cierto y que no rima con la vida del poeta toscano, a pesar de sus frecuentes citas de Platón. Otra vez aegritudo, confusa discrepancia entre lo que se lee y lo que se vive. La civilización del Renacimiento, inaugurada por Petrarca, desemboca en un humanismo tardío, situado en un siglo del futuro en que, según Antonio Prieto, el hombre ha encontrado la solución, inventando un remedio contra la muerte. Bastó una inyección o una operación para que todos los mortales de una determinada época, situada ya en el pasado de la novela, hayan adquirido la inmortalidad, igual que los dioses. Una ley especial protege a estos felices inmortales contra todo intento de volver a la mortalidad. La población de la tierra, sometida a conflictos en el pasado sólo porque se multiplicaba demasiado, se encuentra protegida por su máximo invento y quien se atreviera a tener niños, es decir, a amar y a aumentar el número de los seres humanos en una tierra cuyas posibilidades de sustento son limitadas, tendrá que ser juzgado por un tribunal, condenado a
muerte y quemado en la hoguera. Es como infringir la Constitución, en uno de sus artículos fundamentales. Sin embargo, nadie quiere morir, de manera que pasarán siglos, me imagino como lector de este apasionante relato, antes de que un ciudadano medio loco o simplemente curioso y anticonformista rompa el orden de inmortalidad. 


La novela de Antonio Prieto, partiendo de esta tesis, no hace sino contar la historia de un ser humano que incumple con la ley, se enamora, y su amada tendrá un hijo, en un espacio y un tiempo que se habían apartado tanto del amor como de la procreación. La novela utiliza una técnica que permite al autor moverse a varios niveles: aparece el mismo Petrarca, enamorado de Laura, después del encuentro que tiene lugar en Aviñón, el 6 de abril de 1327, y que no hará, a lo largo de toda su vida, sino cantar a la mujer ideal, a la que nunca logrará acercarse; es como un símbolo del amor eterno, lo mejor que el hombre había inventado para oponer al terror de la muerte; aparece un joven profesor de literatura que se enamora en una playa de una chica, algo así como una réplica moderna de Laura; y da la casualidad de que el profesor formará parte del tribunal llamado a juzgar al tercer personaje, culpable de haber engendrado un hijo y puesto en peligro el nuevo orden de la eternidad. Hacia el final, los tres personajes masculinos parecen confundirse en uno solo y el libro se vuelve elogio del amor, representado por el varón enamorado, que aceptará la muerte con una gran serenidad, digna, precisamente, de un protagonista o de un héroe representativo de la esencia perenne. Porque el hombre lo que ha perdido con el invento de la eternidad y con la ley que la garantiza ha sido lo más suyo y lo más definitorio de la condición humana, en medio de una utopía convencida de haber descubierto el secreto de la felicidad, mientras el secretum auténtico reside en el riesgo de vivir, en la brevedad misma de la vida, en lo que Rilke llama “vivir en lo abierto”.
 
El libro se divide, además, en dos cadencias distintas: la una es la sentimental, el elogio del amor, al estilo que Petrarca utiliza en sus Rimas para describir a Laura y la pasión que le une a ella, de la misma manera casi en que Dante hablaba de Beatriz en su Vita nuova, y digo casi porque el amor de Petrarca es más carnal y erótico que el de su predecesor; y asistimos a los encuentros de los dos amantes, el profesor y su ex alumna en la playa veraniega, o al amor en el recuerdo de los dos condenados que se han permitido regresar a la tradición, es decir, a lo que hace del hombre algo semejante a Dios, a través de su pasión precisamente; mientras la segunda cadencia nos coloca ante el problema mismo del protagonista y su defensa ante el tribunal; estas páginas son quizá las mejores de la novela de Antonio Prieto, porque ponen de relieve su talento épico y su talante intelectual y lo aproxima a sus contemporáneos agobiados por el mismo temor. Me refiero a Huxley, Zamiatin o bien a George Orwell. Todos temen la misma amenaza, presentes en todas las latitudes de la lucha que los sistemas llevan contra el hombre al amparo de los derechos humanos más sofisticados y mejor traducidos a letra de ley. Lo que desaparece bajo el rodillo de la técnica, de los tecnócratas, de los financieros, de los partidos sometidos a las esquizofrenias de los progresistas, es el amor. No hay discurso electoral ni película o libro situado en condición de best-seller que no abogue hoy en nombre de la misma destrucción. La liberación no es sino encadenamiento y destrucción. El mismo ecologismo, que tanto podría hacer en nombre de la defensa de la esencia humana, se ha transformado en instrumento indirecto de la opresión utopista.

Ante los jueces que lo acusan, el culpable afirma:


“...¿Cree que la ley es contraria al amor, a la comunicación entre los seres?, pregunta un miembro del tribunal.
--Tal vez sí, contesta el protagonista.
--Dice usted, y es indudable, que ella lo amó, lo ama, y ella sí está dentro de la Ley. ¿No le parece una contradicción?
--No, porque yo sí estoy fuera de la Ley.

--¿¿Quiere decir que ella amó lo que estaba fuera de la Ley y usted amó lo que estaba en la Ley?
--Quiero decir que ambos sentimos la temporalidad, que ambos estuvimos sometidos al paso del tiempo y vivimos su intensidad, el temor y el gozo de lo que va desapareciendo y no se repite.”
 
Y cuando el Sociólogo, miembro del tribunal, expresa su asombro ante el deseo evidente de los dos amantes de buscar el sufrimiento a través del amor y le pregunta al acusado: “¿No le parece ilógico?”, éste contesta: “No, señor”.

--“¿No es ilógico buscar el sufrimiento? ¿Acaso no es ilógico y contradictorio insistir en una actitud que implicaba hacerle daño a lo que supuestamente se ama?
--Pienso que no; pienso que todo lo que tienen algún valor exige sufrimiento.

Respuesta directamente situada en lo que podríamos definir como una actitud cristiana o tradicional ante la vida. El secreto, entonces, es el tiempo. Seis siglos después de Petrarca, poeta que abre con sus dudas, vacilaciones, incertidumbres, el ciclo humanista, que culminará con los temores de Huxley y Orwell, el novelista español se acerca al centro del problema, igual que otros contemporáneos suyos, y me refiero esta vez al tema del tiempo tal como lo enfocan, en sus novelas o ensayos, tanto Proust como Bergson, Max Scheler o Heidegger. Amor y tiempo aparecen de repente como lo más genuinamente humano, como lo más representativo y lo más frágil, tema de poesía, pero también de filosofía y de ciencia, el tema humano por antonomasia. Y es posible que, bajo este aspecto, nadie lo haya sorprendido con tanto afán de plusvalía ontológica como Antonio Prieto en esta novela que, editada ahora en una colección de más acceso para el público, espero llegue a conmover más lectores que la primera edición. En un momento no muy bueno de la prosa española, este libro promete un renacimiento.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)