viernes, 27 de abril de 2007

Claude Simon o el formalismo estructuralista


La Academia de Estocolmo acaba de otorgar el Premio Nobel al representante más genuino del formalismo estructuralista. Claude Simon es, en efecto, en cuanto novelista perteneciente a la fórmula del “nouveau roman”, tan abandonada hoy por lectores y especialistas, uno de los prosistas que mejor han sabido dar cuenta de las intenciones de su propia corriente. Fue Robbe-Grillet su creador, encontramos en ella a autores como Nathalie Sarraute, Robert Pinget, Marguerite Duras, pero ninguno ha sabido llevar la fórmula a su máximo desarrollo como lo ha hecho el autor de El camino de Flandes, La hierba, El viento, Historia, etcétera. Nunca la literatura había llegado a tal extremo de sutileza en la forma, de adhesión al lenguaje y de pesado aburrimiento. La desaparición del héroe, la eliminación de lo épico, la indiferencia, por lo menos aparente, ante los problemas del tiempo, los aspectos más acuciantes y actuales de la condición humana, no podían dar mayores resultados. El novelista, pegado a la piel de las cosas, como lo definió Robbe-Grillet, se dedica, bajo su aspecto de discípulo estructuralista, a insertar la vida en el gran flujo del lenguaje, algo así como una lava todopoderosa, cubriendo, arrasando, aniquilando, llevándolo todo a una especie de caos primigenio y, al mismo tiempo, final. El más legible de todos ellos es, sin duda alguna, Robbe-Grillet, que, a pesar de haber fundado la escuela, conserva cierta relación con las metas iniciales del género, establecidas por Cervantes.

He aquí la presentación que el editor hace para El camino de Flandes  (me refiero aquí a la edición de bolsillo, París, 1963), presentación redactada posiblemente por el mismo autor, o por un consejero literario muy empapado de la verdad estructuralista: “Un tema: la guerra, la derrota de 1940, el cautiverio. Sin embargo, este tema no vale sino en el marco de una sensibilidad particular que lo aferra, lo rechaza, lo vuelve a encontrar entre los meandros de su propia historia. Es este maremágnum de la memoria –todo vuelve a vivirse, en efecto, en el recuerdo del personaje, durante las pocas horas de una noche después de la guerra— al que Claude Simon reconstituye con esta novela que posee la fuerza, el equilibrio, imperioso y secreto, del caos”. Es verdad, una literatura así tiene el poder del caos, es una introducción al mismo, es el caos formado por el lenguaje, deslibrado de toda disciplina organizadora. Sin embargo, esta definición es falsa, porque es el mismo escritor quien organiza su caos, por así decirlo, ya que ninguna página del “nouveau roman” se sale de la voluntad estructuradora del novelista. Lo absurdo brota desde las últimas palabras de la presentación reproducida más arriba: si de un caos se trata, ¿cómo puede emplearse, para definirlo, el concepto de equilibrio? Si la presentación es del autor, pero si no lo es, también, la contradicción en los términos introducida involuntariamente en el asunto, da cuenta de lo incierto, o de lo nocivo, que esto representa para el hombre actual. Es preciso crear el caos.

Mucho se ha escrito sobre la nueva novela. Ha sido criticada por Pierre de Boisdeffre en varios de sus ensayos de crítica literaria. La literatura actual se dirigía, desde hacía decenios ya, hacia su propia destrucción, sin remedio. Y desembocó en Robbe-Grillet y los suyos porque ahí estaba “El camino de Flandes” de su condena y destino. Pero nadie, ninguno de los críticos más feroces de la corriente paró mientes en las causas y razones íntimas de esta escuela literaria que ha dominado la novela europea durante unos veinte años y que acaba en un Premio Nobel como si este laurel fuese el símbolo de su propio entierro. Al comentar aquí el estupendo libro de Ibáñez Langlois, Introducción a la literatura (Ed. Eunsa, Pamplona, 1979) daba cuenta de la manera en que el crítico chileno atacaba a los representantes del “nouveau roman”. Decía Ibáñez Langlois: “El método estructuralista, aplicado a secas, sustituye la obra literaria, en un acto de prestidigitación mental, por un sistema abstracto de categorías formales que se multiplican hasta el infinito. De allí su jerigonza: narrador heterodiegético, narración in medias res, campo semántico, isotopía, modelo actancial, etcétera, y qué decir de sus organigramas, auténticos destripamientos cuasi físico-matemáticos de una obra literaria.”

Es verdad. La jerigonza estructuralista, aplicada a la crítica o a la misma novela, alejó al público joven de la literatura y produjo el caos al que se proponía producir. Pero, ¿cómo brotó el fenómeno y por qué razones? Es lo que me gustaría explicar en pocas palabras, pero sí insertas en la lógica literaria normal, en lo que podríamos llamar la lógica de la tradición literaria, amiga del hombre.

Es preciso hablar hoy de intercomunicación y de sincronicidad al referirnos a las ciencias. Ha desaparecido el aislamiento que caracterizaba las disciplinas separadas y hasta enemigas entre sí, del siglo XIX. Lo que descubre un físico puede beneficiar al químico, lo que sucede en las matemáticas repercute espontáneamente en las otras técnicas del conocimiento, hasta en la geografía y en las ciencias históricas. Fue así como, en el umbral mismo de nuestro siglo, el axiomatismo propuesto, luego impuesto, por Hilbert en la geometría, influenció la ciencia del lenguaje y sobre su base Saussure creó el estructuralismo, desarrollado más tarde en Francia por Lévy-Strauss, Roland Barthes y otros. Axiomatismo quiere decir imposición: el sentido tiene que estar en los axiomas, en lugar de estar, como antes, en las palabras. Yo parto desde unas conclusiones, en lugar de partir desde unas premisas, para llegar de estas a aquellas. Es como una inversión provocada dentro de la tradición de la lógica. Esto es anticientífico también, porque, si todo está en los axiomas, que no son modificables, no hay progreso posible, ni descubrimiento permitido. Es un fanatismo aplicado al conocimiento. Y si colocamos al lenguaje dentro de este fanatismo racionalista, que, con el tiempo, se volvió formalismo puro, llegamos en seguida a una literatura basada en el dominio absoluto del lenguaje que hace desaparecer al mismo novelista, por lo menos desde un punto de vista superficial, porque nada, en el fondo, se realiza fuera de nuestra voluntad, que es, en este caso, una aceptación. Es como someterse al gulag, otro formalismo axiomático, vinculado a una ideología irreal, a la que podemos aceptar o no. Si no la aceptamos corremos el riesgo de ser tildados de fascistas, lo que hoy nos deja sin cuidado, pero que ayer podía ser una condición para el no vivir, lo contrario de la convivencia Y habiendo coincidido perfectamente el formalismo estructuralista con el marxismo, el invivir, o el antivivir, coincide con el respectivo tinglado acumulado bajo el techo de lo utópico. El estructuralismo es otro aspecto de la utopía racionalista. El flujo del lenguaje, el poder axiomático del idioma en marcha, creando novelas macizas e irresistibles como todos los axiomas concentrados en un solo bloque, ha llevado a la literatura a dos desemboques fatales: el primero ha sido el realismo socialista, algo así como un formalismo romántico, por llamarlo de algún modo y cuyos frutos han sido tan artificiales e ilegibles como los de la nueva novela, y esta última, como formalismo científico, indigesto, serio, formal, incapaz de expresar la realidad porque reducido a un truco malabarista, tentador por su falsa actualidad, destructor de muchas vocaciones literarias, como fue el caso de Michel Butor, por ejemplo, el escritor más dotado de la desdichada corriente.


Me decía Ferdinand Gonseth, en una entrevista memorable reproducida en mi libro Viaje a los centros de la tierra, crítico feroz del estructuralismo como del axiomatismo: “Y estas tendencias formalistas acaban por desenmascararse poco a poco, sobre todo en estos últimos años (la entrevista es de 1969): el estructuralismo es una tendencia formalista; la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática, todo esto es puro formalismo y nos lleva a una gran confusión.”

Así fue. La gran confusión que hoy reina en la crítica literaria o artística, el desastre formalista producido en la novela, afortunadamente resuelto por los mismos lectores de libros que se han apartado del mamotreto, los titubeos de la pedagogía matemática que no supo producir más que suicidios de profesores y alumnos, constituye el balance del ciclón, que arrasó a la mayor parte de las mentes occidentales. Hoy el Premio Nobel viene a colocar al estructuralismo literario en el museo de cera de los monstruos que, desde sus escaparates, siguen amenazando a la gente, pero sin consecuencias ya, atados, como los cadáveres, al formalismo último de su condición de cadáver.

Vintila Horia, en El Alcázar (1985)

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