jueves, 19 de abril de 2007

El nombre de la rosa es politeísmo

No, no es un título estrambótico, sino la conclusión de un largo debate interior. El lector recordará el comentario que dediqué en estas páginas a la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, afirmando al final de mi comentario que el secreto del libro estaba encerrado en la última frase, que rezaba así: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. Que es, en realidad, todo un programa nominalista. Vamos a ver, en el artículo de hoy, qué es el nominalismo y qué relación tienen, por un lado, la novela de Umberto Eco y, por el otro, la frase citada más arriba, con algunas de las tendencias más ocultas y tenaces de la lucha filosófica e ideológica actuales y con la intención misma de la novela del autor italiano. De nuestra matizada inquisición dependerá, pues, en la medida en que lograré llevarla  como es debido a cabo, el esclarecimiento de algunas ideas y de algunos ideales que tanto daño está haciendo al hombre contemporáneo y sobre todo al hombre cristiano, meta y víctima de estas tendencias. Y me pregunto ingenuamente: ¿Quién ha puesto de relieve hasta ahora, en el marco de la crítica católica española, el sentido polémico de El nombre de la rosa? Nadie, et pour cause, porque dicho silencio tiene una causa, quiero decir la colaboración entre la rosa y la cosa, por así decirlo, como luego veremos. ¿Es que ya no hay teólogos en Salamanca? 

La frase citada por Eco significa en castellano lo siguiente: “Permanece la rosa original con el nombre, después, sólo tenemos nombres”. Esto quiere decir, en un sentido nominalista, que la palabra rosa no tendría ningún sentido si las rosas, en cuanto realidades, dejaran de existir. O sea: ¿Es posible hablar de ideas generales por encima de las cosas que ellas representan en la tierra, o sólo hay estas cosas visibles y palpables? ¿Existen, sí, conceptos universales o sólo los objetos que dan cuenta de ellos (nominales o reales)? Si la rosa en sí desaparece, también desaparece el nombre de la rosa. La polémica es muy antigua y se encuentra, como casi todos los problemas que agitan las filosofías, en Platón y Aristóteles, idealista el primero, nominalista o realista el segundo. Desde el punto de vista científico, esto tiene también su peso y posibilidad de definición, en el mismo sentido esbozado más arriba, ya que “Nominales sunt philosophae qui scientias non de rebus universalibus, sed de rerum communibus vocabulis haberi existimant”. No de rebus o cosas universales, sino de rerum o de cosas comunes que contradicen tanto lo abstracto como lo general. Los universales, que apasionan a los platónicos medievales, pasando por San Agustín y Boecio (aunque éste trata de reconciliar las dos tendencias y de encontrar una justa síntesis entre sus dos maestros, Platón y Aristóteles) hasta Abelardo, el cual, en el siglo XII, plantea ya el tema nominalista, en el nombre de la rosa, quiero decir en contra de los universales. Impresionismo y expresionismo, figurativo y abstracto, en la pintura contemporánea, corpuscular y ondulatorio, monoteísmo y politeísmo, siguen planteando ante nuestros ojos el antiguo y apasionante tema medieval, y digo apasionante porque el polemos que agitó a los antiguos da cuenta perfectamente de la dualidad interior que nos compone y define y que ha sido puesta en nosotros desde los comienzos y esclarecida desde el punto de vista lógico, por Platón y su discípulo, su hermano y enemigo al mismo tiempo.

Umberto Eco se reconoce como nominalista no sólo en la frase final de su libro, sino también en las consideraciones que estructuran poco a poco su actitud, desde las primeras páginas hasta las últimas. Por ejemplo: “La ciencia tiene que hacer con las proposiciones, y sus términos indican cosas singulares” (ver pág. 210 de la edición italiana). En base a su experiencia, como sigue afirmando el personaje principal de la novela, no hay leyes universales, ya que si estas existiesen, implicando “un orden dado de las cosas”, esto significaría que Dios sería prisionero de ellas, mientras sabemos que Dios es un ser libre y que si no fuera así, el mundo tendría otro aspecto. Bastaría decir aquí que Dios es libre hasta el punto de que ha creado Él mismo el orden y sus leyes, y que hablar de un Dios prisionero de sus propias leyes no tiene sentido. Pero no quiero entrar aquí en disquisiciones teológicas.

Demos un salto hacia nosotros mismos para entrar directamente en el tema que nos preocupa e implica. El nominalismo está en los cimientos mismos del materialismo contemporáneo, cuyo padre directo ha sido David Hume, quien niega al hombre y a su posibilidad de conocimiento cualquier capacidad o poder metaempírico. ¡Abajo la idea, viva la impresión! Conocemos sobre bases únicamente psicológicas, ya que tomamos contacto con la realidad a través de los cinco sentidos. Ni siquiera conceptos como tiempo y espacio existen de por sí, sino sólo como impresiones que se suceden la una a la otra, en un caso, y como impresiones que coexisten en el otro. El tiempo y el espacio no son sino puros nombres, como el de la rosa o como el de Dios. La misma inclinación religiosa del ser humano no brota desde su técnica racional de enfocar el mundo, y tampoco desde sus a priori o aposteriori de tipo metafísico, sino, como dice Hume, “desde las esperanzas y temores que continuamente agitan el alma humana”. El hombre es, pues, naturalmente politeísta, según esta interpretación nominalista, basada en una consideración psicológica que elimina los universales y se basa únicamente sobre lo que Hume considera entonces como la “naturaleza humana”.

Este inciso filosófico nos obliga a retroceder hasta Francis Bacon y Thomas Hobbes, fundadores, el primero , del método experimental, de origen aristotélico también, y, el segundo, de un nominalismo político cuyo monumento espantoso tiene un nombre muy alejado del de la rosa, pero en estricta conexión con el mismo: Leviathan. Bajo esta perspectiva, ya que no existe sino lo individual y concreto, separados de cualquier abstracción y categoría, tenemos forzosamente que tener en cuenta las características y exigencias de cada individuo en parte, único contenido de lo real. El ser en cuanto individuo se sale completamente del concepto de bien, por ejemplo, puro invento metafísico, puro nombre. El hombre concreto no es sino un complejo de necesidades particulares y positivas, de manera que lo único que interesa, en este sentido nominalista, resulta ser el placer de dicha concretez, el placer que más tarde encontraremos en la base del freudismo y de cierto socialismo de los derechos (humanos, por supuesto) que transforman al hombre en una suerte de animal individual, concretamente singularizado en un destino sin meta, ya que el placer no puede constituirse en una finalidad. ¿Cómo existen entonces realidades tan efectivas y tan ligadas al nombre y a la abstracción como son los Estados? Problema que los nominalistas no han sabido resolver o, cuando lo han hecho, han desenmascarado su falta absoluta de realismo, lo que les ha obligado a transformar la sociedad y el Estado en obligaciones torturadoras, como en toda utopía. La utopía de Hobbes se llama Leviathan y es el nombre del Estado moderno, en cuyo marco el ciudadano está obligado a firmar un contrato social y renunciar a sus libertades en nombre de una libertad general, que es pura abstracción antinominalista y que está en la base de todo tipo de totalitarismo. Su fuerza es la del derecho, evidentemente, pero de un derecho que él mismo se otorga, ya que resulta ser, después de la firma, también abstracta y antinominalista, del contrato social, el único individuo (el Big Brother de Orwell), el gran individuo cuya voluntad sustituye cualquier ley moral, religiosa, política, social o jurídica. La paz y la guerra, el bienestar y la miseria de los firmantes están en sus manos absolutistas. Las tendencias politeístas del hombre psicológico, tal como Hume lo enfocará a través de su mundo fenoménico (cada esperanza y cada miedo con su dios, como en las sociedades primitivas) están ya previstas y resueltas dentro de la visión sensorialista y antiespiritualista de Hobbes, cuya sociedad no puede tener otro aspecto sino el del horrible Leviatán que es el nombre de una rosa contemporánea (“nomina nuda tenemus”) encarnada en el Estado soviético o en la sociedad politeísta, separada de toda abstracción metafísica o religiosa, y que sería el Estado del futuro, peor todavía, ya que de la rosa prístina no queda ni siquiera el nombre. Si perecen los hombres, realidades concretas de los nominalistas, perecen también las sociedades. Si el hombre no es libertad, sino libertad entregada a Leviathán, será difícil buscar al hombre en la geografía de esta tierra, en el espacio concreto de Hume. No permanecerá ni siquiera su nombre. Es gulag, donde ni la realidad concreta, el hombre cuantitativo, ni su nombre, representan algo, sino un material bruto moldeado en nombre de la utopía. ¿Y por quién? es la pregunta que yo planteo a Umberto Eco. ¿Quiénes serán los que, en nombre del futuro Leviathán, acabarán con nosotros? Y, por supuesto, con ellos mismos, ya que, a pesar del nominalismo, el hombre es una especie, una categoría, una idea, que no puede ser cortada en dos sin que desaparezca tanto el objeto sometido a esta operación, como el cuchillo, vuelto inútil después de la misma, que la ha realizado. 

Libro terrible el de Umberto  Eco, no sólo anticatólico, como yo lo afirmaba aquí, hace unas semanas, sino decididamente antihumano, como todo politeísmo nominalista y leviathánico.

Vintila Horia, en El Alcázar, 9 de marzo de 1983



No hay comentarios: