No es posible hablar de la literatura del siglo XX sin mencionar al gran crítico belga, recientemente fallecido. Su libro monumental, Literatura del siglo XX y cristianismo (Ed. Gredos, Madrid), publicado en varios tomos, es un panorama de la mejor prosa y de la poesía más representativa de nuestro tiempo. Y el hecho de que Moeller haya tratado de explicar a autores tan opuestos como Gide y Kafka, o Camus y Bernanos, o Claudel y Sartre, bajo el mismo punto de vista, el de la problemática cristiana, da cuenta de la magnitud de la obra.
En efecto, resulta hasta paradójico situar a tantos autores, pertenecientes a tendencias tan dispares, bajo la luz del mismo faro, iluminando no sólo apariencias y matices, sino la sustancia humana que está detrás de corrientes y escuelas y que nos permite contemplarlo todo como obra del espíritu y enfocar situaciones y dramas desde el nivel más alto, que es el del eterno conflicto entre el bien y el mal. Entiendo perfectamente el punto de vista de Moeller cuando llega a la conclusión de que los enemigos de la fe plantean a los cristianos problemas que, de otra manera, ellos mismos no hubieran sabido resolver o siquiera se hubieran percatado de su existencia. El mal provoca al bien y lo fortalece. Sartre es útil porque plantea problemas existenciales que los cristianos no hubiesen detectado. Los enemigos de Cristo, en un plano de sabiduría divina, se vuelven de esta manera sus aliados inconscientes. Sin embargo, no es el mismo el peso de los escritores cristianos y el de los ateos a lo largo de los combates ideológicos del siglo XX. No se puede caer en la demagogia sandinista, por ejemplo, a la hora de hablar de la utilidad de la Iglesia en lo inmediato, lo social, lo político, etcétera. ¿Por qué? Sencillamente porque las soluciones brindadas por los unos o por los otros, por los aliados o por los enemigos, no son las mismas. Prueba de ello es lo que sucede en la URSS, en Cuba y en otros espacios adversarios. Puede ser interesante para un cristiano del mundo libre, como lo era Charles Moeller, el experimento soviético, pero sería aleccionador preguntar sobre el mismo al cristiano y hasta al no cristiano que viven dentro de aquel experimento.
El autor es muchas veces poco tajante y hasta favorable cuando analiza la obra de los no creyentes y de los enemigos en cuyas obras “la inquietud espiritual está siempre presente”. Y creo que se equivoca rotundamente cuando afirma que “La esperanza humana no está separada, aunque es distinta, de la esperanza cristiana”. Sí que es separada y distinta, porque la una se refiere al otro mundo y la otra a éste, siendo dominado éste por quien sabemos, por el Príncipe del que el mismo Cristo nos habló. No se puede de ninguna manera estar al lado de las tesis de Mauriac, nos damos cuenta hasta qué punto las opiniones y convicciones de los agnósticos y anticristianos pueden estar enfermas de maldad y de ignorancia. Escribía Mauriac, relatando una visita de Malraux (en el tomo III de Moeller): “Entonces me planteaba la misma cuestión que me plantea esta noche. La Iglesia ha tenido a este pueblo (el español) bajo su férula... ¿Y qué ha hecho él?” No sabemos si Mauriac había contestado a la pregunta. A lo mejor no, porque tampoco conocía a los españoles o los conocía tan mal como Malraux. La respuesta es sencilla: La Iglesia enseñó a los españoles a no tener miedo a la muerte. Es el logro más extraordinario jamás realizado por una institución divina o humana en la Tierra. Rilke lo había observado y anotado en sus cartas de Toledo. No sólo desencadenó el misticismo más sutil, traducido en poesía por san Juan de la Cruz, sino que cinceló un ser humano desprendido del temor a la muerte. La unión entre la psique española y la fe dio resultados magníficos bajo todos los aspectos del saber y de la esperanza. Malraux lo entendió. Me gustaría volver sobre el tema, analizando aquí la semana próxima el contenido del capítulo sobre Unamuno, en el tomo IV de la obra de Moeller.
En efecto, resulta hasta paradójico situar a tantos autores, pertenecientes a tendencias tan dispares, bajo la luz del mismo faro, iluminando no sólo apariencias y matices, sino la sustancia humana que está detrás de corrientes y escuelas y que nos permite contemplarlo todo como obra del espíritu y enfocar situaciones y dramas desde el nivel más alto, que es el del eterno conflicto entre el bien y el mal. Entiendo perfectamente el punto de vista de Moeller cuando llega a la conclusión de que los enemigos de la fe plantean a los cristianos problemas que, de otra manera, ellos mismos no hubieran sabido resolver o siquiera se hubieran percatado de su existencia. El mal provoca al bien y lo fortalece. Sartre es útil porque plantea problemas existenciales que los cristianos no hubiesen detectado. Los enemigos de Cristo, en un plano de sabiduría divina, se vuelven de esta manera sus aliados inconscientes. Sin embargo, no es el mismo el peso de los escritores cristianos y el de los ateos a lo largo de los combates ideológicos del siglo XX. No se puede caer en la demagogia sandinista, por ejemplo, a la hora de hablar de la utilidad de la Iglesia en lo inmediato, lo social, lo político, etcétera. ¿Por qué? Sencillamente porque las soluciones brindadas por los unos o por los otros, por los aliados o por los enemigos, no son las mismas. Prueba de ello es lo que sucede en la URSS, en Cuba y en otros espacios adversarios. Puede ser interesante para un cristiano del mundo libre, como lo era Charles Moeller, el experimento soviético, pero sería aleccionador preguntar sobre el mismo al cristiano y hasta al no cristiano que viven dentro de aquel experimento.
El autor es muchas veces poco tajante y hasta favorable cuando analiza la obra de los no creyentes y de los enemigos en cuyas obras “la inquietud espiritual está siempre presente”. Y creo que se equivoca rotundamente cuando afirma que “La esperanza humana no está separada, aunque es distinta, de la esperanza cristiana”. Sí que es separada y distinta, porque la una se refiere al otro mundo y la otra a éste, siendo dominado éste por quien sabemos, por el Príncipe del que el mismo Cristo nos habló. No se puede de ninguna manera estar al lado de las tesis de Mauriac, nos damos cuenta hasta qué punto las opiniones y convicciones de los agnósticos y anticristianos pueden estar enfermas de maldad y de ignorancia. Escribía Mauriac, relatando una visita de Malraux (en el tomo III de Moeller): “Entonces me planteaba la misma cuestión que me plantea esta noche. La Iglesia ha tenido a este pueblo (el español) bajo su férula... ¿Y qué ha hecho él?” No sabemos si Mauriac había contestado a la pregunta. A lo mejor no, porque tampoco conocía a los españoles o los conocía tan mal como Malraux. La respuesta es sencilla: La Iglesia enseñó a los españoles a no tener miedo a la muerte. Es el logro más extraordinario jamás realizado por una institución divina o humana en la Tierra. Rilke lo había observado y anotado en sus cartas de Toledo. No sólo desencadenó el misticismo más sutil, traducido en poesía por san Juan de la Cruz, sino que cinceló un ser humano desprendido del temor a la muerte. La unión entre la psique española y la fe dio resultados magníficos bajo todos los aspectos del saber y de la esperanza. Malraux lo entendió. Me gustaría volver sobre el tema, analizando aquí la semana próxima el contenido del capítulo sobre Unamuno, en el tomo IV de la obra de Moeller.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
2 comentarios:
Es estupendo. ¡Qué bien nos llegó a conocer Vintila! La duda que me asalta es si sigue habiendo un porcentaje representativo de españoles que hagan cierto el diagnóstico de Vintila sobre lo que la Iglesia ensenó a España. Para mi personalmente es un estímulo tratar de formar parte (con mi mujer e hijos) de esos españoles que no han olvidado ese legado.
Están ahí, y yo lo veo cada Semana Santa. No hay motivo para la desesperanza.
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