jueves, 20 de diciembre de 2007

Recuerdo de Andrés Bosch y de otras genialidades


Acaba de fallecer en Barcelona uno de los prosistas más profundamente actuales de las letras españolas, y uno de los mejores traductores (del inglés, sobre todo) de los últimos decenios. Ha sido, durante algún tiempo, uno de mis mejores y entrañables amigos, porque coincidimos en el afán de cambiar algo en el marco medio podrido de la novela española de finales de los años sesenta, dominada entonces por los falsos caballeros de la falsa triste figura del realismo social, directamente inspirado por el falso realismo del realismo seudo socialista. Aquello empezaba a dar cuenta a los lectores menos prevenidos y menos iniciados en el misterio alegórico de las letras de que resultaba difícil, si no imposible, hacer buena literatura con malos futuribles, apareciendo como irreal el proyecto de aquellos escritores de describir el alma a través de una fábrica de cemento y un sentimiento a través de una ideología. Aquel corto período se vino abajo porque todo era inauténtico e inspirado desde fuera (partido viene de parte y aquello fue más fragmentario que una uña de caballo cojo), pero también porque intervino en el proceso de demolición un pequeño grupo de escritores realmente decididos a sustituir la sombra en el lodo por el sol esclarecedor desde arriba. La parcialidad se volvió completez, no sólo a través de unas críticas directas del falso fenómeno, sino a través de libros, cuyo papel liquidador y fundacional fue en aquel momento decisivo. Algunos críticos literarios, medio asustados y medio conscientes, dieron cuenta de aquel corto arranque vital que abrió puertas y cerró ventanillas.

La campaña se desarrolló principalmente entre 1966 y 1970, más o menos, período que coincidió con la fundación de la colección universitaria de libros de bolsillo "Punto Omega" (Ediciones Guadarrama, capitaneadas entonces por la clarividencia y el buen gusto de Manuel Sanmiguel) que yo pude dirigir en paz durante tres años, revelando al público español libros fundamentales como los de Jean Charon, Stéphane Lupasco, Pascual Jordán, Weizsäcker, Jacques Rueff, Jules Monnerot, Pierre de Boisdeffre y muchísimos más que hicieron de aquella colección y en poco tiempo la más prestigiosa representación de la reforma espiritual, en sentido contrarrevolucionario, que se estaba produciendo en el mundo bajo el impacto, por un lado, de la nueva ciencia, y, por el otro, de una literatura, una filosofía y una crítica literaria que nada tenían que ver con los decadentes mausoleos leninistas del realismo seudo socialista.

Fue como una campaña dura y de espectacular impacto que concluyó, para mí, en las páginas de Una mujer para el Apocalipsis y del Viaje a los centros de la tierra. Alrededor de aquel esfuerzo editorial se concentraron en pocos meses unos cuantos escritores como M. García Viñó, Carlos Rojas, Andrés Bosch y, con menos espíritu de grupo, Alfonso Albalá, el free lancer de aquel combate, el católico ferviente de la embestida, amigo de todos nosotros, pero no implicado directamente en nuestra campaña, cuyos títulos fueron los siguientes: Auto de fe, de Carlos Rojas, la mejor novela del escritor catalán, dedicado durante los últimos años a tareas menos ilustrativas desde el punto de vista que estoy contemplando (Premio Nacional de Literatura 1968 por aquella obra realmente maestra); El secuestro, de Alfonso Albalá, libro al que comparé en el prefacio que escribí más tarde para El fuego (Novelas y Cuentos, Madrid, 1979), con lo mejor de Bernanos; la reedición de La revuelta, de Andrés Bosch, sólo comparable con lo más hondo y característico de la novela hispanoamericana; mi novela citada más arriba; El escorpión, de M. García Viñó, el crítico del pequeño grupo, cuyo ensayo Novela española actual (editada también por "Punto Omega") daba cuenta bastante claramente de las intenciones que nos empujaban hacia la reforma que nos habíamos propuesto realizar y que discutíamos a lo largo de los inolvidables encuentros que realizábamos entonces en Madrid o El Escorial. Era nuestra intención, incluso, lanzar un manifiesto con el fin de hacer público de la manera más explícita lo que pensábamos sobre la novela en especial y sobre la literatura y el alma contemporánea en general, pero aquel esfuerzo, como todo intento humano, se vino abajo por, diría, exceso de personalidad creadora. Éramos demasiado insertos cada uno por su cuenta en su afán personal de ser, como para caber durante mucho tiempo en la misma vaina. Y fue mejor así, porque logramos conservar cada uno acerca del otro el recuerdo imborrable del acto puro como creación vital y literaria al mismo tiempo. Éramos escritores auténticos, como quien dice, no afiliados ni siquiera a una tendencia, y menos todavía a un partido destructor de posibilidades creadoras y falsificador de perspectivas, hacedor de entuertos y almojarifazgos. El historiador literario objetivo, si es que lo hay, podrá conocer, desde el horizonte del futuro, lo que fue aquello dedicando al asunto un mínimo de esfuerzo consistiendo en leerse con cuidado una decena escasa de libros que marcan, sin embargo, el momento de una vuelta esencial en las letras españolas. Fue entonces cuando se produjo la salida del laberinto aniquilador de almas y plumas, tal como lo había concebido el realismo social, y la entrada en una época que ya empezaba a deslumbrar las mentes occidentales a través del boom hispanoamericano, tan afín a nuestros propósitos, pero situado quizá en un nivel menos sutil y menos alto.

Hemos tenido todos nosotros la suerte de encontrar en seguida la comprensión espontánea e inmediata de dos críticos inteligentes, bases imprescindibles para una posible investigación futura: Emilio del Río, en su libro Novela intelectual, título que no refleja del todo nuestro afán, pero que introduce al lector en el tema que nos apasionaba con igual ahínco (Editorial Prensa Española, Madrid, 1971), y el ya citado Novela española actual, investigación que situaba el grupo en una corriente mayor donde aparecían nombres como los de Miguel Delibes, Carmen Laforet, Castillo Puche, Rafael Sánchez Ferlosio, Álvaro Cunqueiro, el Don Juan de Torrente Ballester, Antonio Prieto, Manuel San Martín, Jesús Fernández Santos y Ana María Matute, contemporáneos nuestros y no sólo en un sentido temporal.

Yo diría que lo más representativo de Andrés Bosch, al lado de títulos de la misma calidad, puede concentrarse en dos libros, la novela La revuelta y los cuentos magistrales de Ritos profanos (Editorial Dima, Barcelona, 1967). Todo es metafísico (no intelectual) en Andrés Bosch, desde su primera novela, La noche (Premio Planeta 1959), desde el drama del boxeador que busca en el combate el encuentro consigo mismo, como bien lo pone de manifiesto Emilio del Río en el libro ya citado aquí, hasta La estafa, por ejemplo, y sus últimos libros, pasando por La revuelta, una de las mejores novelas de tema hispanoamericano, quiero decir de tema metafísico también y de lucha en pro de la identidad de la persona, que lleva a los personajes (el indio huevón, la bella mestiza Altagracia, el coronel político Homero José) hacia el cumplimiento en la muerte de sus terribles afanes humanos, que son los de cada uno de nosotros, como suele suceder dentro de la relación uomo qualunque-obra maestra. Afán que ilustrará Carlos Rojas también en su única novela de tema hispanoamericano, hoy injustamente olvidada, titulada Las llaves del infierno (Barcelona, 1963), más cercana al mejor Graham Greene que a las infidelidades de la llamada entonces nueva novela, que no dejó de tentar a Rojas con sus vanos devaneos y de la que supo desprenderse con tanta habilidad y maestría en Auto de fe, novela más que actual en el marco de las tristes circunstancias que hoy atraviesa España. También García Viñó, en La granja del solitario (Barcelona, 1969), supo acercarse a las mismas altitudes que, repito, no son intelectuales, sino metafísicas o conceptuales, vinculando otra vez la novela, después de Unamuno, a los condicionamientos tan ilustrativos y fundamentales del teatro de Calderón.

Resulta, pues, evidente, lo que pensábamos realizar entonces. En el fondo, reinsertar la novela española en su propia tradición y en el gran juego metafísico o conceptual de la novela occidental que, desde principios de siglo, trataba desesperadamente de desvincular su técnica del conocimiento de las rastreras intentonas del último seudorrealismo y de sus estertores realistas socialistas, retrocedentes y aniquiladores desde el punto de vista de cualquier epistemología liberadora y tradicional a la vez. Andrés Bosch formó parte de esa liberación y su obra dará para siempre testimonio de lo que intentamos hacer en aquellos últimos años de los sesenta, cuando tantas cosas aparecían en el mundo y se extinguían en España. Aquello fue como un celemín prometeico y muchas actualidades nos siguen debiendo la vida.

Vintila Horia, en El Alcázar, febrero de 1984


sábado, 1 de diciembre de 2007

La política y los novelistas


Buscando estos días entre libros, carpetas y viejas revistas me encontré con un tomito olvidado, colocado allí, dentro del caos ordenado de mi despacho, con el fin de leerlo pronto y dar cuenta de él a mis lectores. Y pasaron, desde aquella buena intención, muchos años: Pero nada sucede porque sí en la vida de un escritor. Las cartas que desaparecen, o los libros y los recortes, vuelven a aparecer en el momento oportuno, cuando realmente el tiempo de su revelación puede ser considerado como más eficaz y revelador. El libro en cuestión es Politics and the novel (Fawcet Publications, Greenwich, Conn., 1967). Es una edición de bolsillo de un libro editado por primera vez en 1957, también en los Estados Unidos, y cuyo autor es Irving Howe, nombre desconocido para mí, un catedrático quizá, dotado de una gran inteligencia crítica y de un sorprendente sentido de la realidad literaria. Su ensayo trata de poner de relieve aquel tipo de novela al que Stendhal llamaba "un pistoletazo en medio de un concierto" y que es, precisamente, la novela política. La última novela de Ángel Palomino es un ejemplo de ello. Los autores estudiados por Howe son: Stendhal, Dostoievski, Conrad, Turgueniev, James, Hawthorne, Malraux, Silone, Koestler y Orwell. El primer impulso crítico del lector es dividir este material en dos períodos: autores del siglo XIX y novelistas del XX, con la consiguiente limitación ideológica: los novelistas políticos, en el sentido actual de la palabra, han aparecido después de dos infaustos acontecimientos históricos: la primera y la segunda revolución. Coincide, pues, su característica con los tiempos post-revolucionarios.
Resulta evidente que Stendhal fue víctima de un tiempo así, en el sentido de que su adhesión al primer bonapartismo hizo de él un mártir propiciatorio y que tuvo que bregar y medrar mucho para conseguir un pobre puesto de cónsul en aquella Italia a la que el autor de El rojo y el negro llamó su verdadera patria, milanés por añadidura como dejó escrito en la piedra de su tumba. Sin embargo, hay una literatura política prerrevolucionaria, la de Voltaire, siendo Cándido un cuento más bien político que filosófico, pero aquel tipo de novela (como también La nueva Heloísa, de Rousseau) criticaban el presente entregado al infame (Iglesia y Monarquía) con el fin de poner de relieve un futuro color de rosa, quiero decir redimido por la revolución. El horizonte futurible era optimista. Mientras que en Dostoievski como en Koestler y Orwell (pero, ¿por qué no citar también a Zamiatin, a Huxley, a Hesse y a Jünger?) el porvenir post-revolucionario tiene colores de catástrofe y de Apocalipsis.

Tiene razón Irving Howe cuando afirma que 1984 le parece un libro más terrible que El Proceso, de Kafka, porque éste fue fruto de la imaginación, mientras que en la novela de Orwell late "la vida de su tiempo". Lo terrible y esperado había sucedido ya, la última terribilidad de los hombres, la de 1917, y ninguna esperanza era posible. Con la muerte de Winston Smith y el triunfo del Gran Hermano bigotudo y omnipresente el ser humano había dejado de existir. Y esto, siguiendo la premonición de Dostoievski, había sido obra de la revolución, la que el más sutil de todos los rusos había definido con tanta exactitud en Los posesos. Las consideraciones de Malraux y de Silone, su pesimismo optimista, íntimamente vinculado a sus creencias izquierdistas, nos aparecen hoy como pueriles y engañadoras, y fue precisa la reconversión de los dos y sus consideraciones antirrevolucionarias de la segunda fase de su vida para que el lector memorión olvide o por lo menos perdone aquellas tristes elucubraciones; que fueron también las de Koestler, transbordado quizá por un sólido conocimiento de la ciencia actual de una orilla a otra, del marxismo de su juventud al antimarxismo desengañado y como tristón y arrepentido de sus años de senectud. No creo que algún arrepentido de este tipo haya perdonado jamás aquella parte de su vida que supuso la creencia en lo increíble. Escribe Irving Howe: "En 1984 Orwell trata de presentar aquel tipo de sociedad en que la individualidad se ha vuelto obsoleta y la personalidad un crimen". Es verdad. Pero, ¿cómo fue posible la juventud socialista de un profeta tan seguro de sí mismo antes de tomar contacto con la realidad durante la guerra civil española? ¿Y cómo pudo Malraux creer en el comunismo asistiendo a su desarrollo en China y otros sitios? Se dejaron seguramente engañar, como algunos jesuitas contemporáneos, por la confusión que pudieron hacer en un momento de oscuridad del alma entre la miseria material y la espiritual, mucho más grave esta que aquella. De cualquier manera, el tema de la novela política no ha sido aún agotado.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, febrero de 1984


viernes, 16 de noviembre de 2007

Sobre la actualidad del decisionismo


Carl Schmitt vuelve a la actualidad. El gran pensador alemán está entrando en sus noventa y siete años de vida; conoció tiempos de exilio intelectual en su propia patria, después de la Segunda Guerra Mundial, pero ahora, en plena descomposición democrática, su pensamiento vuelve a la superficie, y libros como El romanticismo político (1919), Teología política (1922) y La doctrina de la Constitución (1928), entre otros, vuelven a ser de una tremenda y reveladora actualidad.

Situado su pensamiento bajo el influjo de Donoso Cortés, como bajo el de los llamados reaccionarios franceses, Bonald y De Maistre, podemos colocar su filosofía política en dos posiciones clave: una actitud de enfrentamiento ante el romanticismo, al que considera incapaz de tomar una decisión (de ahí su decisionismo entendido como forma política opuesta al hamletismo romántico) y, como consecuencia directa de esta primera actitud crítica, una inclinación evidente hacia aquellas posibilidades de decisión que pueden ser las soluciones fuertes o las dictaduras, fórmulas políticas necesarias en momentos en que el "poder constituyente" se ve obligado, en nombre de la realidad y de la ensoñación romántica, a tomar una decisión salvadora. ¿Cómo ha evolucionado el poder constituyente en cuanto sujeto? En la tradición política medieval ha sido Dios, luego sustituido por el pueblo desde 1789, el rey después de la Restauración; algunas minorías cualificadas en el marco de la revolución comunista como del fascismo.

Vivimos tiempos de "asamblearismo", como dice Schmitt, de ineficacia política, y es preciso sustituir la debilidad por el poder, con el fin de que la sociedad occidental y especialmente la europea vuelvan a encontrarse a sí mismas. Schmitt estudió durante años la democracia considerada entonces como ejemplar y que fue la república de Weimar, caracterizada, durante casi quince años, por su incapacidad de decisión. Fue ante los errores sustanciales de Weimar como Schmitt forjó su pensamiento político y trató de imponer a la imposibilidad de decisión de la democracia por antonomasia, la solución fuerte. No es la Constitución quien crea normas para la decisión política, sino ésta para aquélla. Hay fuerzas aliadas de una política eficaz, a las que Schmitt llama amigas, del latín amicus, y fuerzas hostiles, del latín hostis. Las fuerzas amigas se autocrean desde las entrañas mismas de una sociedad, como, por ejemplo, el caudillaje, como lo llama Sánchez Albornoz, en España, o el tradicionalismo gauchesco en Argentina, representado por Facundo Quiroga y por el general Rosas, y hay muchas fuerzas hostiles o externas, acudidas desde fuera, impuestas por factores enemigos y que crean sociedades débiles, como la de Weimar o, supongamos, la sociedad política portuguesa actual.

El Estado, para Carl Schmitt, no es una fábrica, sino una fuente de decisiones, producto de la acción política. Pensamiento digno de ser propuesto a los jóvenes de hoy, como una especie de alternativa universitaria a la incultura política de nuestros días, basada en un desconocimiento total de las fuentes amigas, en España, como en todos los países europeos, cuyas constituciones son consecuencia de una falta de poder decisorio original. Además, ¿cómo dejar de relacionar el intelectualismo endeble de los socialismos, como de los centrismos liberales que reinan hoy en la agostada Europa posbélica, con el humanitarismo romántico del que se queja Schmitt en su famoso libro? Vivimos en una Europa postromántica exenta de poder decisionista, presa de unos imperialismos exteriores, o enemigos, que han logrado transformar a las naciones del Viejo Continente en objeto de sus decisiones, perdiendo nuestro mundo la calidad de sujeto político. Es preciso tomar la decisión de formar un "poder constituyente" del que carecemos, lo que explicaría la debilidad de unas constituciones-objeto que paralizan el arranque decisorio de los pueblos europeos. Por este motivo, Europa aparece hoy al observador objetivo como un mundo despolitizado, incapaz de tomar decisiones por su propia cuenta y de discernir claramente entre amigo y enemigo, entre amicus y hostis.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

martes, 6 de noviembre de 2007

La moral y la razón. Sobre una aporía racionalista


Dentro de cuatro años festejaremos, en Europa y alrededores, los dos siglos de edad de la Revolución Francesa. Buen período de tiempo para poder sacar conclusiones y corregir trayectorias. A dónde nos ha llevado el racionalismo, podría ser un primer punto de vista, una primera posibilidad crítica destinada a esclarecer el acontecimiento y sus consecuencias. Todos los que están dentro del asunto (partidos políticos postrevolucionarios, casi todos ellos en la actualidad, filosofía universitaria, masonería, cierto tipo de literatura, cierta psicología, etcétera) tendrán que intervenir en el debate con el fin de dilucidar el tema básico de los tiempos modernos y contemporáneos: ¿Fue favorable al desarrollo del ser humano la revolución de 1789, representó realmente un progreso, o constituyó el primer paso hacia la autodestrucción? Y si consideramos la razón como el motor número uno del cambio, entonces el proceso (con final favorable o no para ella) podrá aparecer desde ya como el proceso más sensacional de todos los tiempos, algo que dejan entrever tanto Dostoievski en sus Endemoniados, como Kafka en su prosa en general. Creo que el regreso a Santo Tomás y el estudio de la obra de Jung, por un lado, como el análisis objetivo, dentro de lo que cabe, de la evolución de los Estados procedentes de la revolución, los Estados montados en el concepto racionalista de la revolución como son los estados comunistas y socialistas actuales, podrán constituir una introducción valedera tanto para la buena marcha del proceso al que antes aludía, como a lo que llamaba el feed back o la corrección de la trayectoria.

Parto desde dos premisas, en mi crónica de hoy, capaces, creo, de plantear, de la manera más correcta posible, el problema que nos preocupa: la primera nos la revela el economista Friedrich A. Hayek, Premio Nobel 1974, la segunda la encuentro en un texto de Husserl, La crisis de la humanidad europea y la filosofía (1977), donde descubrí hace años lo que entonces me gustaba llamar "una aporía husserliana", como luego veremos.

El texto de Hayek, fundamental para cualquier tipo de situación política actual, acaba de aparecer en un libro titulado Libertad, justicia y persona, cuya edición ha sido cuidada por Sergio Ricossa y Enrico de Robilant (Ed. A. Giuffré, Milán, 1985) y que recoge las conferencias más destacadas de un congreso organizado por CIDAS (Centro Italiano de Documentación, Acción y Estudios, de Turín). Escribe Hayek: "Nada expresa mejor las necesarias limitaciones de la razón que el hecho de que, durante los últimos dos siglos, durante los cuales la razón ha sido enfocada en su máxima consideración, el programa político preferido sobre todo por los intelectuales demuestra haber sido la más tonta amenaza de destrucción de nuestra civilización". El proceso, como vemos, empieza mal para los amantes de la razón. Siguiendo este camino llegaremos pronto a lo que podríamos llamar "una crítica de la razón impura". ¿Por qué? Sencillamente, como sigue comentándolo Hayek, porque "...nuestra razón no es suficiente para informarnos acerca de nuestra posición más apropiada dentro de un orden complejo de interacción humana..." El texto del profesor Hayek se titula "Las reglas de la moral no son las conclusiones de nuestra razón", título de por sí elocuente, ya que demuestra de antemano la tesis del autor: las reglas éticas que rigen cualquier tipo de sociedad, desde la más primitiva hasta la más evolucionada, no han sido creadas y tampoco impuestas por la razón sino por la moral, en el marco de la tradición. A lo largo de varios milenios, eliminando lo que no convenía, , experimentando con lo contingente y con lo trascendente, el hombre ha acumulado una serie de reglas y de imposiciones de tipo ético capaz de garantizar la evolución favorable de una polis, hasta el siglo XVIII cuando la revolución, basada en el racionalismo de moda entonces, ha decidido crear una sociedad basada en la improvisación, porque es esta, desgraciadamente, la realidad: un grupo de filósofos llegan a conclusiones contrarias a las de la tradición, destrozan el orden montado encima de la moral tradicional y elaboran un proyecto de sociedad, obra de la razón, o, mejor dicho, de las razones individuales de los que escribieron la Enciclopedia y luego organizaron a Francia según sus propios pensamientos. Dios mismo, y por decreto, fue sustituido por la diosa Razón, con el fin evidente de crear los fundamentos mismos de una nueva tradición, opuesta a la antigua. En este marco, escribe Hayek: "El socialismo se ha desarrollado como un movimiento dirigido contra la moral que ha creado a la civilización occidental". La crítica de Hayek, en el marco de su investigación, se dirige precisamente contra el socialismo, considerado como una doctrina brotada desde la aporía racionalista revolucionaria.

Podrían ser el igualitarismo y los ataques contra la propiedad individual los males más nocivos del socialismo considerado como el fruto político más virulento del racionalismo revolucionario. "Ninguna sociedad igualitaria ha alcanzado jamás una civilización progresista o un elevado nivel de bienestar". En cuanto a la propiedad, Hayek escribe: "Los filósofos escoceses (David Hume entre ellos, n. n.) del siglo XVIII consideraban como signo distintivo del salvaje su incapacidad para reconocer la propiedad; hasta que la seudo-ciencia socialista pretendió saber más y ahora nos amenaza con hacernos retornar a la barbarie". El concepto mismo de revolución nos aparece otra vez como fiel a su significado, o sea, retorno a una situación anterior, por encima de los progresos realizados lenta y seguramente en el marco de la moral tradicional. Bastaría comparar la esfera muy limitada a la que se reduce la razón individual, con la vastedad experimental, en el sentido aristotélico de la palabra, representada por la tradición, que incluye miles o millones de experiencias individuales, para comprender lo que Hayek quiere decirnos. Se trata, como afirma el autor, de una fatal presunción. Lo hecho opuesto a lo derecho, la utopía a la realidad. La sociedad inventada, como es la soviética, basada en lo amoral, porque lo moral representa a la tradición. El infinito dolor del homo sovieticus, que no encuentra siquiera alimentos para sobrevivir, en el marco de un desastre casi universal basado en la homogeneización, basada a su vez en la igualdad y en la propiedad colectiva, formas primitivas de existir a las que la evolución normal de las sociedades han rechazado siempre y que "los salvajes y los socialistas", como dice Hayek, han encarnado genuina o intelectualmente.

Para Edmundo Husserl, en el ensayo citado más arriba, las naciones europeas estarían enfermas y de lo que padecen sería una enfermedad del espíritu, ya que nunca podremos hablar de unan "zoología de los pueblos", lo que sin embargo están haciendo las sociedades socialistas, embriagadas por un conocimiento limitado y material, cuantitativo, del hombre. El defecto más grande del científico moderno sería, según el fundador de la fenomenología, el de no poder creer en la posibilidad de una ciencia "rigurosamente general del espíritu". ¿Cómo podríamos llegar a ello? Pues desarrollando "una comunidad de filósofos", capaz de enfrentarse con los conservadores satisfechos con los resultados de la tradición. Dice Husserl: hay dos actitudes posibles dando cuenta del comportamiento de la filosofía ante las tradiciones: o rechazamos todos los valores tradicionales (lo que Hayek llamaría la moral de los pueblos) o aceptamos su contenido, pero elevado a un nivel filosófico.

Nos encontramos aquí con una aporía, porque, ¿cómo vamos a situar algo que no tiene un contenido racional, como es la moral, en el orden tradicional de las cosas, y poco individualista también? Difícilmente llegaríamos a racionalizar la tradición. La dificultad me parece insoluble. Además, formando círculos de filósofos capaces de estudiar en conjunto la filosofía y luego transmitirla al pueblo, ideal preconizado por Husserl en el marco de sus soluciones salvadoras para Europa, no constituye sino un retorno a los clubs iluministas del siglo XVIII que han desembocado en aquella falsificación de la realidad, que ha sido la revolución, con su conclusión lógica: la época del Terror, por un lado, y la revolución soviética por el otro. El racionalismo no ha tenido, hasta la fecha, otras salidas. No se trataría, piensa Husserl presintiendo la réplica, sino de "un fracaso aparente del racionalismo", porque, "si una cultura racional no se ha podido cumplir, la razón de ello no está en el racionalismo, sino en su alienación, en el hecho de que se haya empantanado en el naturalismo y el objetivismo". De manera que, o bien Europa se aparta de su ser que es racional y se hunde en la barbarie, o bien Europa renace en el espíritu de la filosofía dedicándose a practicar "el heroísmo de la razón", que implica un sobrepasar permanente del naturalismo. Pero, podríamos preguntárnoslo hoy: ¿Es que no ha sido el comunismo, según Lenin, un racionalismo heroico? La revolución misma y, sobre todo, la soviética, por su oposición a la moral tradicional, ha implicado desde sus comienzos un heroísmo racionalista, separador de la realidad. Prueba de ello el desastre utópico, típicamente racionalista, al que ha sido obligado el hombre sometido al experimento socialista. El desemboque naturalista es inevitable dentro de cualquier esquema racionalista, implicando el heroísmo racional al que alude Husserl y del que no logra desprenderse en su afán futurológico ni siquiera Toffler en su deseo de otorgar felicidad al hombre del futuro, pensando su destino como una filosofía de grupo capaz de inventar soluciones felices en el marco de la filosofia. Volvemos, pues, como afirmaba Hayek, a la misma barbarie.

Es posible que el conservadurismo tradicionalista sea menos heroico que el racionalismo revolucionario, pero la aventura de éste, dentro de un socialismo en el fondo profundamente antihumano, tendría que hacer meditar a los racionalistas, de signo husserliano o revolucionario o lo que sea. Estamos demasiado doloridos, sangrando racionalismo por todos los costados y sobre todo en el espacio fatal de la revolución, para perder el tiempo con disquisiciones de este tipo y con esperanzas destinadas a desembocar en el gulag enciclopedista de los héroes de la razón.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



domingo, 28 de octubre de 2007

La muerte de un novelista



Hace poco falleció en una clínica, a la edad de noventa y cuatro años, el autor de El molino del Po, Ricardo Bacchelli. Había nacido en Bolonia, en 1891 y había colaborado en las revistas de principios de siglo, las que tanto habían contribuido en el cambio literario y social de la Italia de entonces. Tradujo al italiano las novelas y los cuentos de Voltaire, colaboró mucho en las emisoras de radio de su época, escribió libros de mucha fama, como La mirada de Jesús, Hoy, mañana, jamás, El hijo de Stalin, El demonio en Pontelungo, pero fue El molino del Po su novela que más se editó en Italia en los últimos tiempos. El libro apareció por primera vez en 1936 y conoció desde entonces un sinfín de reediciones, fue llevada al cine y traducida a varios idiomas. El crítico Francisco Flora la considera en su Historia de la literatura italiana (primera edición Milán de 1940) como "el fruto más sólido de la narrativa italiana del siglo XX".

Es la historia de unos molineros, a través de varias generaciones, en su molino situado a la orilla del gran río que atraviesa el norte de la península, dando pie al autor para contar, a través de unas aventuras individuales, el destino mismo de Italia, toda una historia. Por este motivo el libro de Bacchelli fue comparado a veces con la clásica novela de Manzoni, Los novios, cuyas alturas espirituales no alcanza nunca, pero que fue también una novela histórica, un intento de desentrañar lo general a través de lo individual. Es aquella parte del Po donde sucede la acción de la novela uno de los paisajes más característicos de Europa, marismas enormes, inundaciones, vegetación casi tropical, nieblas septentrionales, misterioso enlace geográfico entre lo visible y lo invisible, entre la historia y el mito. A medida que el río se acerca al mar, separando Venecia de Rávena, el sitio se vuelve cada vez más misterioso y maligno y fue allí, precisamente, durante el otoño de 1321, donde Dante cogió las fiebres que le llevaron poco después a la muerte. Bacchelli supo escoger para su novela un ambiente empapado de magia, donde, también, el elemento histórico (las invasiones, las guerras intestinas, los bandidos, las pestilencias) viene a añadir su matiz dramático al drama individual de los personajes.

Ricardo Baccheli murió "en la indigencia", como lo relata la prensa italiana. ¿Es esto posible? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo se explica este descuido? Nuestra rápida conclusión nos lleva a lo siguiente: Bacchelli no tuvo carnet de ningún partido. Su gloria sobrevivirá a la de Pasolini y de Moravia, pero estos escritores, junto con otros de la misma categoría ética, han conseguido todos los premios y todos los beneficios, no por su talento, casi nulo, pura demagogia literaria, sino por tomar parte, apoyándolos, en los delitos del siglo. Aliados del mal, han alabado siempre a los tiranos estalinistas (todos lo son, en el fondo), han cerrado los ojos ante las invasiones, las opresiones, la injusticia, las hecatombes y han sido, por ello, opíparamente recompensados. ¿Qué escritor con premios ha levantado su voz para protestar contra la invasión del Tíbet, todavía ocupado, por las tropas del hermano Mao? ¿Qué novelista y qué poeta de izquierdas ha enviado telegramas al Kremlin para protestar contra la invasión de Afganistán? Sólo protestan contra el gobierno de Suráfrica, cuyos súbditos negros viven mejor que los ciudadanos soviéticos o rumanos, pero contra la muerte cotidiana en Etiopía no dicen ni pío, nunca lo han dicho y nunca lo dirán desde los sillones académicos, desde las pensiones, los subsidios y las recompensas de esclavos de oro que forman el paisaje casero de sus existencias mal llamadas literarias. Ricardo Bacchelli no perteneció a ningún partido, trabajó en silencio, escribió una sola obra maestra, El molino del Po, y murió en la indigencia, la material, mientras sus contemporáneos con bozal rojo, pobrecitos, viven en la indigencia del espíritu, enemigos de los hombres y, por consiguiente, de sí mismos. Era hora de decirlo.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)



miércoles, 17 de octubre de 2007

Cultura por encima de los partidos


Ninguno de los partidos del llamado “cambio” ha sido capaz hasta ahora de crear cultura. Se han publicado libros, programas, hubo intentos de revistas, fracasos a la derecha como a la izquierda. Y los mismos libros no han hecho sino volver sobre ideas anticuadas, demostrando el hecho de que dentro de un partido no es posible hacer futuro, no sólo desde el punto de vista político, que hubiera sido lo más inmediatamente deseable, sino tampoco desde el punto de vista cultural. La novedad y el progreso están en otro sitio, cada vez más alejado de la perspectiva parcial y avejentada de las grandes y pequeñas agrupaciones políticas de corte más o menos democrático. En un libro de Stan M. Popescu (Autopsia de la democracia, Editorial Euthymia,, Buenos Aires, 1984) aparecen muy claras las causas de esta arritmia democrática; y utilizo aquí el concepto de democracia en el sentido más amplio posible, ya que hasta los estalinistas se autoproclaman como fieles adeptos de la democracia. Los partidos, o sea, tal y como el mismo concepto lo expresa, son partes de la realidad política y social, simples parcialidades incapaces de expresar sino unos fragmentos disfrazados de totalidad. ¿Cómo gobernar eficazmente a un conjunto social, tan grande y tan complejo como es España, con criterios de partido, una totalidad con la ayuda de una parcialidad, utilizándose, además, para colmo de la inadecuación, la igualdad como criterio mayor de dicha interpretación? La igualdad, en este sentido, implica una posibilidad de aplicación general al que el mismo concepto de partido, o de parcialidad, rechaza y anula. ¿Y a qué tipo de libertad nos podemos esperar por parte de los demócratas gorbachovistas o jaruselskianos, incapaces de otorgar la más mínima libertad a los desgraciados ciudadanos caídos en sus demócratas manos? Las contradicciones son tales, en el marco de la democracia actual, y sobre todo en Europa, como para poner ellas mismas de relieve la distancia que separa sus doctrinas, y sus prácticas, de la realidad contemporánea. Por este motivo ni en Francia ni aquí, o en Italia y Portugal, o en los países hispanoamericanos, la democracia es capaz de producir cultura.

Por este motivo también la revista más viva y más constructiva, la más atenta a la novedad filosófica, científica y literaria sea Punto y Coma (número 2, director Juan Isidro Palacios, Madrid, diciembre de 1985), poco atenta a las nimiedades políticas del actual momento español y europeo y muy dada a comentar hechos, acontecimientos y autores profundamente insertos en la mente del hombre que algo tiene que ver con el futuro. Recorramos un poco el sumario.

Este año ha fallecido uno de los representantes más interesantes de la ciencia política, del que se ha hablado poco aquí. Me refiero a Carl Schmitt. Guillaume Faye alude a él en un artículo titulado “Redimir lo político”, en un sentido no muy alejado de lo que decíamos antes. Si lo político no se redime, perecerá, tarde o temprano, sin dejar huellas de nostalgia en las almas. También este año se cumple el primer centenario de Ezra Pound. Tres autores le dedican en la revista ensayos de desigual pero entrañable valor. Sin embargo, el tema central de Punto y Coma es el Héroe, enfocado a través del símbolo y del mito en el marco cultural y religioso de lo tradicional. ¿Por qué vamos a ver Rambo? ¿Por qué nos repelen los falsos héroes políticos y por qué fracasan las manifestaciones públicas a favor de un líder político o de otro? ¿Por qué los presuntos electores no van a votar y el porcentaje de la abstención es cada vez más grande y más inquietante para los demócratas, cada vez más solos encima de una mayoría silenciosa, por el momento, que los rechaza no como personas sino como representantes de algo poco representativo? ¿Por qué ha tenido tanto éxito Tolkien y sigue teniéndolo? La literatura fantástica, como el cine del mismo color, sustituyen en la consciencia y en el subconsciente del hombre de hoy a todos los héroes fracasados de las varias democracias que gobiernan el mundo. Lo heroico se une a lo religioso (los dos valores despreciados y exiliados por las democracias) con el fin de tratar de edificar una realidad paralela, fantástica sólo en sus aspectos exteriores. Si el racionalismo humanista ha creado utopías, a menudo destructoras del ser humano, como del Ser, alcanzando niveles de genocidio tan evidentes como las situaciones creadas por el humanismo comunista en los países del Este, entonces algo dentro de nosotros tiene el derecho de rechazar esta tremenda y letal filosofía, para reemplazarla por otra. De manera intuitiva la psique ha seguido los caminos más hondos del inconsciente colectivo y ha aterrizado en aquel rincón del pasado donde ha podido encontrar situaciones y héroes completamente diferentes de los dirigentes de la sociedad democrática. Esta literatura es antagónica con respecto de la otra, siendo esta otra la putrefacción de lo literario, como representante de la putrefacción de lo político en el marco del realismo socialista, o bien como literatura representativa de la decadencia de Occidente, en escritores como Faulkner, por ejemplo, o Joyce. La literatura fantástica (¿y no es Ernesto Jünger un escritor “fantástico” en su novela En los acantilados de mármol o en Heliópolis?) no hace sino dar cuerpo al sueño contemporáneo y a los ideales que este sueño pergeña. En este sentido Tolkien afirma en una carta, hablando de El señor de los anillos, que este libro “... es sin duda una obra religiosa y católica”. Afirmación inesperada, pero tremendamente realista, puesto que pone de relieve aquella relación que el hombre nuevo, o fantástico, establece entre mito y religión, entre lo religioso y su perspectiva de futuro, basada, como decía antes, en un fragmento del pasado lo más opuesto posible a la tristeza actual. “Los autores de esta literatura, escribe Juan Isidro Palacios, nos conducen a situar de nuevo, en el centro de nuestra mente, el Monasterio, el Castillo y el Bosque, con todos sus pobladores...” Y no podía ser de otro modo, porque estos tres conceptos forman lo que Jung llamaba unos “mandalas”, o sea, unos símbolos del centro en cuanto totalidad psíquica. Punto y Coma tendrá que dedicar uno de sus temas centrales a Carlos Gustavo Jung, revelador de estas realidades fantásticas, tan perfectamente fundamentadas en sus libros en el marco de una Psicología que desplazó a la de Freud y supo adherirse a la misma contemporaneidad de la que forman parte Tolkien, Lovecraft y otros escritores, como también tantos científicos y pensadores pertenecientes a nuestra época, en la que está naciendo un ser nuevo y se está muriendo el mal modelo inventado por los humanistas, roto en dos por Descartes y asesinado por los racionalistas revolucionarios.

También el rock es presentado en la revista como un arma del Señor Oscuro, tan en consonancia con la antirreligiosidad y sobre todo el anticristianismo cultivados por el libertinaje democrático. Es tanto, en este momento, el daño que los sistemas políticos edificados sobre los prejuicios del siglo pasado hacen al ser humano que casi no me atrevía, desde el fondo que alcanzamos, esperar la aparición de una revista como Punto y Coma y me alegro en el alma que el contenido de este número 2 no tenga nada que ver con la política, en el sentido pedestre de la palabra, y tampoco con la polémica barata.

También se publica una entrevista con Fernando Sánchez Dragó, bastante sorprendente e inesperada, pero, por este mismo motivo, rica en enseñanzas y pensamientos. Pero no siempre, desafortunadamente. Creo que este escritor tan inteligente y de tan vasta cultura, no ha encontrado todavía su norte. Está como buscando dónde posar sus alas cansadas de tanto desengaño, y yo lo comprendo perfectamente. Forma parte del cansancio general de los intelectuales más auténticos. Afirma, por ejemplo, que la Universidad, en tiempos de Franco, “... era mejor que la actual, sobre todo porque había menos gente, lo que quizá sea malo para el pueblo, pero bueno para el alumno que se sienta en el aula. Era una Universidad donde todavía había Maestros...” Lo que es terriblemente verdadero. Pero se equivoca, quizá por desconocimiento si no por algo más grave, cuando afirma, hablando de Pound: “Igual que la Divina Comedia es una obra hoy desprovista del contexto en que se escribió, la obra de Pound es pura poesía sin significaciones políticas.” Esto equivale a situarse lejos de Dante y lejos de Pound. Tanto la vida como la obra del poeta florentino se desarrollaron siguiendo hondos cauces políticos, metapolíticos a menudo, pero el drama de aquel hombre, exiliado y muerto lejos de su patria, consiste precisamente en una estricta correlación entre su ser y el contexto en que vivió, entre el yo y su circunstancia. Nunca hubo un drama tan aleccionador en este sentido y es despreciar, o ignorar lo más característico en Dante tratando [sic] de desprenderlo de la vertiente trágica de su existencia y de su literatura, que fue lo político. El que Dante haya sido un vencido y que ninguno de sus esfuerzos, guerreros, doctrinarios y poéticos hayan tenido éxito, no le otorgan sino más tragedia a su vida y a su obra. Del mismo modo, afirmar que “... el motivo por el que Ezra Pound se unió al fascismo fue un motivo estético...” no hace sino alejar a Pound de su drama tan aleccionador y tan actual como el de Dante. Ezra Pound fue un hombre que intuyó perfectamente las causas del mal en nuestro tiempo, y estas no eran sólo estéticas. Consideró a la usura como el mal mayor y se adhirió al fascismo porque vio en él un movimiento más que político, capaz de acabar con la usura y con otros vampiros, por supuesto. Quien es tan anticapitalista como lo fue Pound, es también anticomunista, y no sólo un anárquico, como cree Sánchez Dragó. Marinetti y su Futurismo rimó [sic] también con el fascismo y no sólo desde el punto de vista estético. Creo que el asunto es mucho más grave y se merece más comentarios que este pequeño esbozo mío.

Una verdadera lástima: que Punto y coma sea sólo una revista bimestral.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



martes, 9 de octubre de 2007

"Missa Hispanica"


La semana pasada tuvo lugar en Madrid el estreno en España de una espléndida obra compuesta quizá en 1786 por Michael Haydn, hermano del gran José, precursor de la gran música austríaca, quiero decir de Mozart y de Beethoven. Missa Hispanica porque encargada a Michael por unos aristócratas españoles en tiempos de Carlos III. La historia sería más o menos la siguiente, utilizando aquí los datos que esgrime en el Programa, en una nota muy documentada y bien escrita, Andrés Ruiz Tarazona. En efecto, sabemos cómo José Haydn mantenía una correspondencia con María Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente-Osuna, porque pretendía adquirir los manuscritos de la obra del compositor vienés. A través de Boccherini, que entonces residía en Madrid, y del embajador de España en Viena, la correspondencia sigue su curso y es posible que, al tener José demasiados encargos, dirigiese hacia su hermano aquellos pedidos, como es también posible que dicha Missa Hispanica haya sido pedida a Michael desde Madrid con el fin de conmemorar la paz de Basilea que ponía fin a la guerra con Francia, en 1795. En este caso, la obra sería más bien de 1796. Se trata, en cualquier manera, de una obra espléndida, llena de luminosidad y armonía, anticipando todo el movimiento musical que vendrá después. No hay que olvidar el hecho de que Michael fuera amigo de Mozart y le sucediera en el órgano de la catedral de Salzburgo cuando, en 1781, el ex niño prodigio saliera para Viena.

Lo que me incitó a dedicar un comentario a dicha Missa, tan desconocida entre nosotros y de nombre tan bonito y evocador, fue el hecho de que, durante el concierto, el ritmo mismo de la música me obligó a pensar en la época en que fue compuesta. ¿Cómo pudo escribirse una obra tan perfecta y tan religiosa en una época tan dedicada a despotricar de Dios? Fue un tiempo frívolo y despreciable, poblado por falsos curas y por falsos filósofos, que llevaron juntos al pueblo francés a la guillotina. Pero tanto los Haydn como Mozart componen durante aquel periodo gran parte de sus obras maestras inspiradas en sentimientos religiosos. ¿Era inauténtico el sentimiento religioso situado en la base de dichas obras? ¿No sucedía lo mismo en Venecia desde hacía más de un siglo? ¿No vivía la misma élite española, pintada por Goya, un sentimiento parecido, quiero decir una religiosidad profundamente dañada por las sombras del siglo de las luces? ¿No son más bien Casanova, Cagliostro, el marqués de Sade, Robespierre y los locos que gobernaron a Francia después de 1789, el mismo Rousseau, los representantes auténticos de la mentalidad de su tiempo?

Realmente los grandes del siglo XVIII nada tienen que ver con la religión o, si lo tienen, es en cuanto acérrimos enemigos de la misma. Sin embargo, para mejor comprender la Missa Hispanica y otras cosas parecidas de la misma época, es preciso contemplarla bajo varias perspectivas s la vez. Por debajo del racionalismo que lleva a todo el mundo, por lo menos aparentemente, hacia la revolución y la destrucción de los valores tradicionales, corre otro río, menos visible, pero que, con Chateaubriand en el exilio, con el mismo Goya, con la futura y próxima resurrección del catolicismo una vez acabada la tiranía napoleónica, el río romántico, que dará su nombre a la primera parte del siglo XIX. Lo religioso interpreta en la corriente romántica un papel de primer orden. Y es mérito quizá de Viena y de los Habsburgo, el haber sabido guerrear contra la revolución desde las mismas trincheras de lo católico, lo que explica muchos acontecimientos europeos y, también, la posibilidad de creación que, desde Viena, permitía a los compositores situarse por encima de la Ilustración.

En el vestíbulo del Teatro Real, una mano sacrílega ha colocado un obelisco enorme y feo, blanco como de azúcar pastelero y que domina el espacio, tan pulcro y cuidado de aquella entrada en el templo de la música. ¿Por qué un obelisco? ¿Y por qué tanto mal gusto? Quizá el concepto de revolución logre, aquí también, explicarnos el atentado.


Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida)

__


jueves, 4 de octubre de 2007

Proceso a una generación perdida


Todas las generaciones se pierden, con armas y bagajes, en el zumbido y el trompeteo de las generaciones que las siguen, las continúan y las contradicen. Hay una guerra generacional, qué duda cabe. Y me pregunto, una vez terminada la lectura del libro de Jean Cocteau (La difficulté d´être. La dificultad de ser, Editions du Rocher, Mónaco, 1983), si lo que constituye la chatarra de una generación no es, en el fondo, lo que la salva del olvido y la protege de la ingratitud. Porque, resulta hoy más que evidente, los valores de la llamada generación perdida norteamericana, con Faulkner, Dos Passos, Pound, Eliot, Hemingway, a la cabeza, representan lo que está salvando a los Estados Unidos, una vez rechazado el mensaje de podredumbre y decadencia de la generación que vino después, la de los Kennedy, de los Carter y de los Kissinger. Lo religioso y lo patriótico, el mordaz acento grave del anticapitalismo y del antimarxismo, la resurrección de las idiosincrasias del cow-boy, de la misma manera en que el gaucho argentino animaba a Güiraldes, en la misma época, vienen a limpiar la cara de un país ensuciado por decenios de marcusismo rooseveltiano y de falso universitarismo pragmatista. Algo ha sucedido en los Estados Unidos durante los últimos cuatro años, algo que ha otorgado el poder a Reagan y ha permitido la resurrección de unas profundidades cubiertas por residuos ideológicos excremenciales. La lucha entre una generación perdida cada vez más solicitada y más reivindicada por los jóvenes de hoy, y una generación degenerada, por así decirlo, constituye hoy una razón de ser épica en la historia visible e invisible de los Estados Unidos. No sabemos quién vencerá, pero resulta fácil predecir el futuro del país en un sentido o en otro. Se trata, en el fondo, de una apuesta a favor de la supervivencia o de la derrota y muerte de unos valores que forman, desde dentro, la estructura de un pueblo.

Si lo pensamos correctamente, todas las vanguardias, contemporáneas de la generación perdida norteamericana, se han sublevado contra el mundo materialista de finales del siglo pasado. Nietzsche, Dostoievski y Rimbaud fueron los primeros abanderados de la rebelión. Siguieron los futuristas italianos, los cubistas franceses, los expresionistas alemanes, más tarde los surrealistas. La diferencia entre el pasado decadentista, el del materialismo histórico, en definitiva, y de sus prolongaciones en el naturalismo, freudismo, impresionismo y hasta en su última y peor consecuencia, que fue la revolución de 1917, y el presente renovador fue tajante hasta cierto punto. Nadie tuvo el valor de cumplir los mensajes de los tres grandes citados más arriba. El surrealismo se hundió en la contradicción y la ambigüedad, y trató, en vano, de combinar, en una pócima inaguantable, materialismo y fantasía, ateísmo y religión; mientras el expresionismo alemán, puro y abstractizante en sus comienzos, se empantanó en el teatro de miserable feria política de Bertoldt Brecht y de su manierismo antiburgués, hoy inaguantable, porque fue erigido sobre una mentira. Pero de aquel esfuerzo quedan vivas algunas obras y algunos nombres y, también, el eco de un combate que resultó, a la postre, fructífero, contradictorio y, en la pintura y en las artes plásticas en general, tan revolucionario como el principio de incertidumbre, la Psicología analítica y el despertar de la energía atómica.

Jean Cocteau perteneció a aquel empuje vital, como lo hubiera llamado su contemporáneo Bergson. Fue cubista y surrealista a la vez; escribió para el teatro, compuso novelas y poemas famosos en su tiempo, realizó para el cine, en la última fase de su vida, La bella y la bestia, y para los escenarios El águila de dos cabezas. Pintó con cierto desenfado alguna capilla, tratando de trasladar al fresco de las paredes sagradas su falta interior de religiosidad y sus profanadores desaciertos sentimentales. Hay algo como ambiguo e inseguro, decadente y cursi en la obra de este hombre, considerado durante más de medio siglo como el representante más genuino del genio francés. Basta leer este libro, casi una autobiografía espiritual, esta Dificultad de ser, que da cuenta, desde el título mismo, de la incertidumbre vital del escritor, para comprender su drama. ¿Quiénes han sido Satie, Diaghilev, Radiguet, Auric, nombres famosos de los años veinte, músicos, pintores, poetas, pianistas, caídos todos ellos en el olvido como en un saco roto? De la misma obra de Cocteau, personaje dominador, rey sin corona de aquellos años más o menos locos, ¿qué es lo que permanece vivo en la memoria de los vivos?

Y, sin embargo, ¡cuánto talento y cuántas verdades en este libro sabroso, casi un testamento, escrito lejos del mundanal ruido, durante una convalecencia, a finales de 1946, y aparecida en la primera edición en 1947! “El arte, escribe, existe en el momento en que el artista se aparta de la naturaleza.” Definición cubista y surrealista a la vez. Ya que el hombre es algo ante y no de la naturaleza, como lo definió Heidegger. Pero, ¿es cierto y hasta qué punto el que “el arte de escribir se encuentra vinculado a varias obligaciones: intrigar, expresar, embrujar”? Es esto realmente el arte de escribir? ¿Es esta la imagen que nos transmiten los poetas y novelistas de nuestro tiempo, algunos de ellos contemporáneos de Cocteau? ¿Hasta qué punto Thomas Mann o T. S. Eliot, Jünger o Musil escribieron bajo estas preocupaciones? ¿No es más bien conocer lo que ellos se propusieron? Si es verdad que intrigar y embrujar fueron los ideales de los vanguardistas, “épater le bourgeois”, asombrar al hombre de la calle, y que los amigos de Cocteau lo consiguieron, y que grandes pintores como Dalí, por ejemplo, cayeron en esa trampa, no es menos verdad que otros, durante el mismo período de tiempo, dieron al arte de escribir, como al arte en general, otro rumbo, y le confiaron otra misión. ¿Por qué resulta casi imposible volver a ver, sin sonreír y aburriéndonos, El águila de dos cabezas? Todo es trampa, ilusión pasajera y engaño, todo hasta la misma obra de arte, si el artista no se dedica a desvelar, si puede hacerlo, lo que está oculto, y este desvelar nada tiene que ver con intrigar y tampoco con embrujar, y menos todavía con “épater le bourgeois”. Si el teatro o la novela no son técnicas del conocimiento, al igual que la física o la biología, la filosofía o la psicología, no sirven, no nos ayudan a comprender, no nos permiten avanzar por el duro y a menudo triste camino del destino humano. Si los artistas no nos acompañan en esta aventura, “¿para qué poetas en tiempos de desastre?”

Gestos anticonformistas, bigotes dalinianos, deformaciones expresionistas, colores violentos representando dudosos y femeninos estados de ánimo, una generación dedicada a contradecir, a derribar, a creer, única y exclusivamente, en el futuro, tratando de hundir al pasado en una especie de cloaca máxima del desprecio, llegó a llenar de fulgores más o menos mundanos los oídos del siglo. Todavía vivimos bajo aquella obsesión necesitaria, como la definiría un epistemólogo. París fue el centro de aquella mundanidad, porque es la capital donde hasta los comunistas se vuelven fantoches de salón. Sin embargo, como bien dice Cocteau en su libro de memorias intelectuales: “Nada de todo lo que se ha hecho puede ser destruido. Ni siquiera si lo quemamos, y si sólo se quedan las cenizas”. Pensamiento profundo porque basado en la experiencia. Ni lo vanguardistas han logrado destruir el pasado, al que aborrecían, ni nosotros lograremos jamás destruir la obra de los vanguardistas. Es el inconsciente colectivo donde van a depositarse, como en una viviente mazmorra eterna, los experimentos y las vivencias de las generaciones. Es lo que hace de nosotros una especie romántica, la única.

Son preciosos, a pesar de todo, los capítulos que Cocteau dedica a la amistad, a la muerte, a la risa, a Guillermo Apollinaire, al dolor, al sueño, a la frivolidad. “Igual que el corazón y el sexo, la risa procede por erección.” La imagen que tiene de la vida y de la Naturaleza es trágica. No hay piedad en ningún sitio. Un jardín es, para él, un infierno. “El infierno de Dante. Cada árbol, cada arbusto se convulsiona en las torturas en el sitio que le ha sido asignado. Las flores que hace brotar se parecen a aquellos fuegos que encendemos para pedir socorro. Un jardín es fecundado sin cesar, pervertido, herido por unos monstruos considerables llevando coraza, alas y garras... Sus espinas dan cuenta de sus miedos, y nos aparecen más bien como una carne de gallina que como un arsenal.” Mientras su propio país, Francia, sería para el escritor la patria del “anarquismo moderado”, buena definición, pero que no tiene en cuenta la esencia, sino lo revolucionario, el capricho intelectual, el espíritu de la vanguardia que no ha destruido nada y nada ha puesto en el lugar de la falsa destrucción. El anarquismo es la forma degenerada del nihilismo nietzscheano, su aspecto de salón y de ópera cómica.

Faltan, en cambio, en este libro, triste y divertido a la vez, capítulos sobre el amor y sobre la religión, o sobre Dios. ¿Qué es vivir, fuera de estos dos conceptos fundamentales? Una inquietud permanente atraviesa el libro y constituye su embrujo. En este sentido, el escritor cumple con su promesa y realiza la misión de su arte de escribir. Igual que las Venecias de Paul Morand, el lado social y mundano del libro, su preocupación permanente por la brillantez y la paradoja, defraudan al lector de hoy, llevado por otros poetas hacia otros miradores. El inmenso esfuerzo de aquella generación, realmente perdida, se me antoja hoy como una inmensa pregunta que, desde aquel sitio, nunca pudo aspirar a encontrar una respuesta.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


miércoles, 26 de septiembre de 2007

Luces sobre la Edad Media


Estamos de vuelta de muchas cosas, pero todo gira alrededor de lo esencial, que es la fe y el cristianismo. Si vuelve el latín, pues volverá la Edad Media, lo que obligará a muchos no sólo a corregir lo que mal pensaban de la época más gloriosa del cristianismo y de su enseñanza aplicada al libro cotidiano de las horas, sino también a modificar la opinión en que tenían a España como baluarte de una Iglesia que brilló con sus mejores luces dentro del tiempo de la Edad Media, en el que España se quedó sola, una vez abandonada por la Iglesia su relación con lo gótico. Va a ser muy curioso, en cuanto futurible, un hecho que ya estamos presintiendo: el momento en que alguien se va a atrever a llamar “edad oscura” al Renacimiento y al humanismo, alguien dotado de bastante clarividencia y de bastante valor personal como para explicarnos cómo y por qué la separación realizada entre la iglesia y el espíritu de la Edad Media, ya desde el siglo XV, coincidió con la decadencia de tantas cosas, en el marco mismo de la Roca de Pedro, como también dentro de la mentalidad occidental.

Vuelvo a afirmar, para mejor esclarecer lo que acabo de decir, que la tesis humanista, y antiespañola, según la cual el descubrimiento de las Américas ha sido posible desde una perspectiva humanista y renacentista es falsa: al contrario, el descubrimiento por parte de Cristóbal Colón, apoyado por los Reyes Católicos, ha sido posible dentro del marco de una mentalidad medieval, quiero decir, ecuménica, o sea, universal. Ninguna corte humanista europea ha ayudado o alentado a Colón, mientras este encontraba el apoyo material y moral necesarios allí donde no se habían apoderado de las almas ni la aegritudo petrarquista, ni el concepto limitado del estado nacional maquiavélico, ni el de política amoral, ni el de cúpula clásica sustituyendo la aguja gótica o cristiana. Porque, realmente, el cambio arquitectónico que se produce en Europa, menos en España hasta muy entrado el siglo XVI, debe de convencernos de que el retorno a lo clásico ha sido también un retorno, si no total, por lo menos parcial, pero de mucho peso intelectual, a lo pagano. España resistió la embestida humanista hasta muy entrado el XVII y dejó de ser medieval, o sea, gótica y ecuménica, sólo después de la muerte de Calderón y el reino de los dos últimos Austrias. Carlos II fue un personaje gótico, qué duda cabe, pero minimizado ya por su hechizo y por su mismo aspecto de gárgola caricaturesca, como desprendida del tejado de una catedral. Pero el esfuerzo había sido hecho ya y los Siglos de Oro tienen en la historia su aspecto característico, mientras el murmullo de batalla que se levanta por encima de ellos da cuenta todavía, como un eco lejano y auténtico, de lo que estaba en juego, quiero decir en el trágico juego histórico en el que España dejó su peso específico, como rastro imperecedero en todo el mundo, en la literatura como en el arte, en la política como en el derecho y la filosofía. Es inútil rechazar lo mejor. Siempre volverá a la superficie y, además, sin el apoyo interesado de nadie.

Tengo delante de mí varios libros sobre la Edad Media. Una segunda edición de 1983, por ejemplo, de San Bernardo y el arte cisterciense (Ed. Taurus, Madrid), subtitulado, no sé por qué, “El nacimiento del gótico”, ya que pocas noticias nos da el autor, Georges Duby, sobre dicho nacimiento. Libro muy bien hecho y correctamente pensado sobre el esfuerzo interior del Cister, sobre la personalidad deslumbrante de Bernardo de Claraval, sobre el misterio mismo de la construcción cisterciense, sobre la separación entre caballeros y siervos dentro de la organización misma de la orden y sobre la decadencia de esta en el momento en que los abusos y la riqueza se apodera de la obra de San Bernardo. ¿No sucederá lo mismo con los franciscanos, los templarios, los dominicos, hoy mismo con los jesuitas? La cosas de la tierra, aunque inspiradas por las mejores intenciones, llevan dentro una especie de destino genético y otorgan a instituciones, fundaciones, órdenes de todo tipo, una semblanza casi orgánica: nacen, se desarrollan, alcanzan un auge bien visible en el tiempo y empiezan a decaer, agonizan y mueren, a veces después de siglos de resistencia contra la muerte. Son como las civilizaciones descritas por Spengler, que se parecen a los árboles y a los seres humanos, desde su primer brote hasta su caída.

Me hubiera interesado más, sin embargo, una explicación del nacimiento del estilo gótico, no muy bien enfocado y menos bien desarrollado en este ensayo quizá demasiado técnico y erudito, y que se deja escapar lo fundamental. ¿De dónde proviene el estilo de las catedrales? ¿Del románico, como una culminación y florecimiento del mismo, o entra por la puerta oriental de Europa, desde las lejanías de Armenia? ¿Podemos, sí o no, establecer una relación entre San Bernardo y los templarios, entre la presencia de estos en Jerusalén y su retorno a España, pocos años después de realizar sus investigaciones en los sótanos del templo de Salomón, como sostienen los entendidos en esta clase de misterios? ¿Es “gótico” nada más y nada menos que “art got” o sea “argot” o arte secreto? Y si esto no es más que pura fantasía, a menudo interesada en deformar el mensaje y el origen, ¿dónde está el “nacimiento del gótico”, como se pregunta Georges Duby, pero sin contestar a su propia pregunta? Porque las invenciones, suposiciones y falsas argumentaciones en relación con el misterioso origen del arte más cristiano de todos los tiempos son ya legión. Estilo bárbaro, pues, ya que vinculado necesariamente con las invasiones germánicas y que desembocan, una vez convertidas y civilizadas, en las maravillas, tan sutiles, fervorosas y constantes en su secretum, de la catedral, a la que el joven Goethe creía alemana de origen y que, en el fondo, fue obra de San Bernardo. Pero, ¿cómo? Ya que el santo francés no era arquitecto. La inspiración pudo venir desde otro nivel, pero los especialistas no estarían de acuerdo con una tesis así. Lo malo es que tampoco ellos tienen una clave satisfactoria.

Tengo también ante los ojos algunos libros de Régine Pernoud, la gran especialista francesa, autora de una historia de Abelardo y Heloísa (editada hace algunos años por Espasa-Calpe en la colección Austral), y de un ensayo más reciente sobre Las luces de la Edad Media, título muy logrado, ya que opone la auténtica luz de una cultura religiosa, creadora de todas nuestras modernidades, a aquel falso “siglo de las luces” que acabó con casi todas las libertades de expresión, en el sentido auténtico de las cosas, quiero decir cristiano, y supo sustituir la evolución por la revolución, cosa mala de por sí, y la Bastilla por la guillotina y más tarde por el gulag y sus mortíferos derivados. Sabemos hoy hasta qué punto fue falsa la denominación de oscurantismo que los discípulos del payaso más elocuente de la literatura de todos los tiempos que fue el señor Voltaire, dieron a la Edad Media. Dice Régine Pernoud (en una entrevista que otorga a Isabella Rauti, publicada por Il Secolo, de Roma, el pasado 19 de diciembre: “El concepto de oscurantismo me parece perfectamente ridículo cuando se suele aplicar a la Edad Media exclusivamente, y luego generalizado a toda la época. Me parece, al contrario, perfecto cuando se aplica a la época de Galileo (1564-1642). Todos dicen, hablando de Galileo y de aquel período, que se trata de la Edad Media, cuando, en realidad, nos encontramos en pleno siglo XVII. Y es éste, precisamente, el oscurantismo.”

Y si, por encima, la Edad Media no está en medio de nada, ya que duró más de mil años y que, como dice Régine Pernoud, dio lugar al desarrollo de una verdadera revolución industrial, es preciso invertir los términos y hablar de una edad oscura europea relacionada directamente con los pocos siglos del Renacimiento, cuyos monumentos arquitectónicos aparecen hoy cada vez más como enormes tumbas imitando el estilo de otra época, y definir a la mal llamada Edad Media como el milenio de las luces. Sobre todo para un cristiano sería normal proceder a una operación así, puesto que el milenio medieval fue la época del mejor desenvolvimiento y progreso de una civilización de los santos, dentro de la cual todos los valores cristianos se esforzaron en moldear al ser humano según el modelo divino que estaba en su base. La espléndida imagen creada por San Agustín, la de “Ciudad de Dios”, es lo que mejor define el esfuerzo de la Edad Media, edad perfecta situada, sí, entre dos épocas que serían las fronteras de la larga intervención de dios en los asuntos de la Tierra, su Resurrección contemplada como despedida y su futuro retorno considerado como final del humanismo.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


viernes, 21 de septiembre de 2007

Los feos despojos del estructuralismo


Fue el estructuralismo uno de los inventos más feos del último determinismo decimonónico. El que haya aparecido después de la Segunda Guerra Mundial no le quita la desastrosa actualidad, pero lo coloca en su sitio de subversiva eternidad histórica, entre los vampiros materialistas que han sobrevivido, si es que un vampiro puede ser un auténtico superviviente, a la catástrofe de los ismos pasados de rosca y de moda. Vivimos, pues, de vampirismos, sombras vivas y muertas al mismo tiempo, de los errores del siglo pasado, y el materialismo dialéctico es una de ellas. Y era imposible que el comunismo, después de haber fracasado en sus bodas con el freudismo, con el existencialismo agnóstico, con el formalismo, etcétera, en su intento desesperado de aferrarse a algo en su agonía, no intentara casarse con el estructuralismo también, de la misma manera que hoy, viudo otra vez, intenta seducir al ecologismo. El fin del idilio es previsible.

Pero, ¿qué relación hay, en el fondo, entre marxismo y estructuralismo, por encima de nombres propios, adhesiones superficiales y destrozos pedagógicos? Si pensamos correctamente las cosas, llegamos invariablemente a la conclusión de que el mismo Estado socialista-leninista es estructuralista, de la misma manera en que lo es la técnica crítica utilizada para interpretar un texto literario o un esquema antropológico aplicado por Levi-Strauss a una sociedad primitiva. Se trata de un mismo axiomatismo, capaz de poner de relieve la estructura interior de algo y, al mismo tiempo y debido al rigor mismo de la operación, destrozarlo o vampirizarlo en el acto, con fines casi siempre políticos. Podríamos decir que el famoso Centre Pompidou, de París, es una obra arquitectónica estructuralista, cuyas fachadas revelan la estructura interior de un edificio, lo interior en el exterior, y esterilizan el concepto mismo de arquitectura. Es lo que molesta sobremanera a quien contempla aquellas vísceras de tubos, cables y alcantarillado colocadas en la piel del edificio. Una monstruosidad. Cualquier Estado socialista constituye la misma modélica técnica estructuralista que transforma las vergüenzas interiores del gulag en aspecto exterior, expuestas impúdicamente en plena luz del día, indiferente como repugnancia sólo a los enceguecidos por la luz marxista. A Sartre, por ejemplo, como a los estructuralistas de los años setenta, no les molestaron ni las tripas gulaguistas de la URSS ni, más tarde, las del maoísmo.

Fue el matemático suizo Ferdinand Gonseth (v. mi Viaje a los centros de la tierra) quien me reveló esta coincidencia y, al mismo tiempo, me contó la historia del estructuralismo, en las dos conversaciones que tuve con él, en 1969, en el pueblo de Horw, cerca de Lucerna, y en Lausana. Gonseth fue una de las mentes más claras y profundas de nuestro siglo y doy gracias a Dios por haberme brindado la posibilidad de encontrarle, pocos años antes de morir. Me decía Gonseth que el origen del estructuralismo, tal como lo formula De Saussure, se encuentra en el libro de Hilbert, Los fundamentos de la geometría, que se publica en 1905 y que está en la base del axiomatismo estructuralista a través de la reelaboración lingüística de De Saussure. En el siguiente sentido: hasta Hilbert, me dijo Gonseth, los axiomas eran formas discursivas informadas. Para Hilbert, “lo que digo debe ser una verdadera definición. Es decir, no utilizaré los conceptos sino a partir de unas expresiones que me parezcan vinculadas por unos axiomas”. En otras palabras, si las nociones que antes utilizábamos estaban insertas en un sentido anterior, cuya forma o sintaxis ya había sido elaborada, las nociones después de Hilbert se llenan de sentido a medida que las empleamos, “según lo dictan los axiomas”. El elemento que introduce el axiomatismo hilbertiano es un elemento formalista, el formalismo lo invade todo. Todo se vuelve formalismo, después de Hilbert-Saussure: la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática, “todo esto es puro formalismo y nos lleva a una gran confusión”. El peligro que esto supone era el siguiente para Gonseth: tanto el estructuralismo cultural como el matemático lo que hacen es eliminar al sujeto vivo, capaz no sólo de formular un juicio, sino de crear e inventar. El formalismo estructuralista está sustituyendo al individuo por reglas a las que hay que obedecer con cierto rigor. Es como una expulsión de lo humano, en cuanto que se trata de reducirlo todo al ejercicio de una formalización. Si todo está prefijado de modo axiomático, predeterminado, ¿para qué sirven las nuevas informaciones o el afán de creación o descubrimiento? El estructuralismo, igual que el Estado formalista soviético, lo que hacen es eliminar al individuo y, con él, cualquier tendencia de modificar la estructura axiomática del marxismo como fundamento del Estado. Es terrorífico.

Que haya habido intelectuales, hasta universitarios, capaces de dejarse caer dulcemente en la trampa estructuralista, me parece abominable. Hay gente que dirige sus pasos según la última revista, el último congreso, la última tertulia, el último libro leído, sin pensar nunca por su cuenta, deseosa, en el fondo, de eliminar de su vida y de su carrera cualquier complicación personalista. Si todos van en este sentido, ¿por qué no yo también? La enseñanza ha sido destrozada últimamente en Europa, en los Estados Unidos y, por supuesto, en la URSS también y todos juntos lo vamos a pagar caro, por estas mayorías comodonas que escogen siempre lo que piensan los demás y se desvinculan de lo personal, en un afán estructuralista que está en la base de todo movimiento decadente, de toda sociedad que desaprende a pensar, por un lado, y se separa del pasado o de la historia, por el otro. Como los personajes de la llamada “nueva novela”, víctimas del estructuralismo formalista. Es posible que haya sido el estructuralismo la fase más peligrosa, más letal y más manifiestamente nociva en el proceso de la descomposición del hombre tal como lo han intuido Nietzsche y Dostoievski y lo han ilustrado más tarde en sus novelas Jünger, Huxley y Orwell. Creo que todos los grandes novelistas de nuestro siglo han formulado, de una manera o de otra, el miedo ante la destrucción formalista.

Sin embargo, por ser quien era, o sea, un fantasma del siglo pasado, igual que el marxismo, el vampiro estructuralista se ha desmoronado durante una fase de recuperación humana que ha sido típica de los últimos años, y sobre todo dentro de la conciencia de los jóvenes. Al rechazar el marxismo, la juventud occidental como la soviética, rechazó también el estructuralismo, que ya no está de moda. Encuentro en un libro, el que recomiendo a mis lectores, amantes de la literatura, unas definiciones y unas críticas del estructuralismo, que me parecen de sumo interés. Se trata de una Introducción a la literatura (Ediciones Eunsa, Pamplona, 1979) que tuve la oportunidad de leer estos días, con cierto retraso, pero es este el destino, en general, de los buenos libros: llegan tarde, pero en el momento más oportuno. Su autor es el crítico literario del prestigioso cotidiano chileno El Mercurio, J. M. Ibáñez Langlois. Escribe: “El método estructuralista... sustituye la obra literaria, en un acto de prestidigitación mental, por un sistema abstracto de categorías formales que se multiplican hasta el infinito... El estructuralismo, como eliminación del buen gusto... puede pervertir la enseñanza literaria.” ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque “el dudoso fundamento filosófico del estructuralismo en sus diversas formas es la aniquilación del yo”. Magnífica definición, en perfecta concordancia con las afirmaciones de Gonseth.

Podríamos ir más lejos y afirmar que el estructuralismo es, en el fondo, la destrucción del lenguaje. Y es lo que se ha llegado a realizar en el marco de la literatura soviética. El formalismo estructuralista del sistema ha eliminado, excluyendo a los individuos como afirmaciones de la libertad, al lenguaje mismo, es decir, al lenguaje literario como posibilidad de innovación. El realismo socialista representa, en el fondo, un axiomatismo literario y define la literatura rusa al nivel, muy bajo por cierto, de Gorki, realista del siglo pasado, que es el modo de definir al realismo socialista. Con todos los riesgos que esto supuso, tanto Pasternak como Solzhenitsin, y antes Zamiatin, tuvieron que evadirse del gulag estructuralista para poder decir algo y situarse al nivel de los escritores occidentales que, libres de estructuralismo, habían evolucionado mientras tanto en direcciones opuestas al realismo.

Desgraciadamente el daño ha sido hecho y el impacto ha sido espectacular en la nueva novela como en la nueva crítica, contradicciones en los términos, ya que no han aportado ninguna novedad, al contrario, han hecho imposible la expresión de la novedad al utilizar la mordaza estructuralista. Hay años estériles en la literatura occidental producidos por este impacto, del que se han salvado algunos escritores hispanoamericanos y pocos europeos. Lo que podemos esperar es una nueva toma de conciencia, por encima de los feos despojos estructuralistas que todavía infectan el aire, capaz de volver a otorgar al escritor el contacto perdido, con el pasado y con el futuro. Lo que el estructuralismo impedía hasta ahora, fiel a su axiomatismo destructor del uno como del otro.

No es posible una ciencia literaria, como lo afirmaba aquí, hace dos semanas. El estructuralismo quiso elaborar una, pero no lo logró, ya que destruyó su propia posibilidad de existir al aniquilar a la misma posibilidad creadora. Sin embargo, una relación entre ciencia y literatura es necesaria, ya que son, las dos, técnicas del conocimiento y pueden inspirarse recíprocamente ideas , teorías, argumentos y perspectivas en esta lucha permanente por la libertad que sólo tiene sentido fuera de cualquier formalismo.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)



sábado, 8 de septiembre de 2007

Los poetas y la guerra civil española


En un artículo titulado "Spender y la guerra de España" (en Razón Española, enero-febrero 1985), el profesor Esteban Pujals presenta el drama del poeta inglés Stephen Spender, parecido al de Orwell, una vez tomado contacto con la realidad española, en 1936. Entre los países occidentales "... Inglaterra se distinguió de un modo extraordinario, y al considerar la guerra de España como una lucha entre la democracia y el fascismo, la opinión de sus escritores se inclinó de un modo abrumador en favor de la España republicana". Fue el caso de Hemingway, hasta cierto punto, pero también de G. Bernard Shaw, Aldous Huxley, Arthur Koestler, Rosamond Lehman y muchísimos más, mientras que los que militaron a través de sus escritos a favor del otro bando fueron pocos y menos conocidos, dominando a todos, sin embargo, Ezra Pound, cuyo peso específico, en este sentido, me parece decisivo en relación con cualquier actitud que la crítica literaria futura pueda tomar con respecto a este tema. En el libro de Bernard Crick George Orwell, una vida (Ed. Secker and Warburg, Londres, 1980) aparece, a través del autor de 1984, el conflicto anímico en toda su magnitud, ya que resultaba difícil haberse pronunciado a favor de la libertad y la democracia y encontrarse, una vez conocida la situación en el frente español, con una realidad tan contradictoria. Es en el frente, en efecto, donde se produce en Orwell el cambio fundamental, el cual iba a provocar el proceso creador de sus únicas obras maestras, La granja de los animales (Animal Farm, traducido al español bajo el título de Rebelión en la granja) y la novela que dominó el horizonte literario del pasado año, y quizá la tragedia psicosomática que acabará con su vida años más tarde.

En Stephen Spender el conflicto interior es menos fuerte, pero no menos difícil la transición que, más tarde, se traducirá por una separación y una toma de posición netamente anticomunista. “La idiosincrasia apacible de Spender acusó la herida de la rudeza con que se tenían que implantar unos ideales que teóricamente parecían puros, y el lado cristiano de su naturaleza reaccionó contra la guerra con un sentimiento intensamente humanitario.” El problema es: ¿cómo pudo un intelectual de la talla de Spender caer en la trampa y defender, a veces con su propia vida, una posición tan evidentemente antihumana? ¿No resultaba fácil darse cuenta de la realidad antes de pisar el suelo español de la guerra? Muchos vinieron aquí y se volvieron a su país cambiados y arrepentidos, pero muchos otros siguieron en su absurda creencia de que el bando estalinista representaba la democracia, error garrafal que costará a la humanidad la entrega de medio continente a los sabuesos marxistas leninistas. Escribe Orwell, tratando de explicar el asunto, el más trágico de nuestro tiempo y quizá de todos los tiempos, y que deja caer una luz siniestra sobre acontecimientos, ideologías y personas: “Los intelectuales son más totalitarios en apariencia que la gente común.” Se oponían a Hitler, pero “... para aceptar a Stalin”.

Existiría, pues, un punto de encuentro entre la literatura y la política capaz de ejercer, según Orwell, una permanente y fuerte presión sobre los intelectuales. Y es el momento en que el intelectual se rebela en contra de la falsificación de un texto científico, pero no tiene nada que decir ante la falsificación de un texto histórico. Es lo que hoy sucede en España, donde espíritus científicos falsifican el pasado de su propio pueblo. Es verdad que, últimamente, los intelectuales auténticos y los nombres más eminentes de la cultura, en toda Europa, han abandonado el Partido Comunista porque se han dado cuenta de que era vergonzoso pertenecer a un grupo de subversión de lo humano y de destrucción de la cultura, pero el problema no ha sido aún resuelto. Si no pertenecen al partido son, por lo menos, sus aliados, y siguen confundiendo, por pura pasión totalitaria, como decía Orwell, marxismo y libertad.

Han pasado decenios desde que Orwell y Spender dejaban en España sus ilusiones políticas, pero la amenaza sigue de pie en todas partes; por un motivo o por otro, el intelectual no duda, si alguien le obliga a elegir, a pronunciarse a favor de Stalin y en contra de su contemporáneo Franco, por ejemplo. Cuando la historia misma, y los libros que de ella dan cuenta, han colocado a la URSS en el sitio que le corresponde, dentro de la pesadilla totalitaria más avanzada y más torturadora, y a España también, cada una en su última justicia.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (1985)