sábado, 6 de diciembre de 2008

Thomas Mann y Nietzsche


No me parece disparatado afirmar que fue Alemania el país donde se forjó la imagen cultural de los últimos dos siglos, a través del romanticismo en el XIX y de toda la literatura, la filosofía y la música que de aquella corriente ha brotado; a través de la ciencia en el XX, con todas las consecuencias que sabemos, ya que ahora mismo las estamos viviendo. Errores universales y aciertos de la misma envergadura han hecho de Alemania un centro de la tierra. Entre Goethe, Hölderlin, Novalis, Hegel, Schopenhauer, Beethoven, Wagner y Nietzsche, por un lado, y el cambio al que obligó a la humanidad la nueva física, podemos afirmar que el bien y el mal que nos rodean y nos moldean, en el cuerpo y en el alma, han sido obra del genio alemán. Hasta Marx y Freud han escrito en el idioma de Goethe y deben a sus raíces culturales casi todo lo que han realizado para el ser humano, dentro y fuera de Alemania. Bastaría, por ejemplo, recordar la existencia de algunas pequeñas ciudades alemanas del siglo pasado, donde la filosofía y la poesía otorgan un sentido nuevo a la aventura humana, o a un diminuto centro universitario como Gotinga y la cantidad de genios innovadores que han vivido allí en los años veinte y treinta de nuestro siglo (físicos, matemáticos, biólogos, etcétera) para comprender hasta qué punto descendemos de unas cuantas personalidades que, en la soledad y a menudo en el anonimato, como Nietzsche, han influido en el desarrollo de todas las disciplinas y han obligado a las élites de todos los continentes a modificar sustancialmente su modus vivendi intelectual. Y más tarde, ya durante nuestra propia contemporaneidad, nombres como los de Rilke, Thomas Mann, Martin Heidegger, Ernst Jünger, Robert Musil, Franz Kafka, Hermann Broch o Hermann Hesse han continuado la tradición y siguen representando un papel de primer orden en el marco de la transformación que supone este final de algo, como lo hemos visto aquí en nuestra crónica de la semana pasada.

Es posible afirmar hoy que uno de los escritores que más han contribuido a la aceleración de nuestra andadura ha sido Federico Nietzsche, a pesar del mal antecedente en que lo han colocado los inefables monigotes de papel que han tratado, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, de identificarlo con los horrores nazis, incitándonos a pensar que el superhombre hitleriano no era sino una fiel imitación del de Nietzsche, lo que es, no diría una calumnia porque no merece la pena insistir en la comparación, sino una ignorancia, un deseo pigmeico de encontrar responsables en conciencias ajenas o de reducirlo todo a la enanidad de uno mismo por pura falta de comprensión, por odio y por afán de destrucción. Nietzsche fue, como lo define Thomas Mann en un ensayo (en el libro Schopenhauer, Nietzsche, Freud, editado por Plaza y Janés, Barcelona 1986, en la excelente traducción de Andrés Sánchez Pascual) “un resumen de todo lo europeo”. Es, pues, desconocer, menospreciar u odiar a Europa el tratar de hacernos confundir a Nietzsche con simples sueños políticos. Era de esperar que las mismas personas que se empeñaron después de 1945 en responsabilizar al autor del Zaratustra de los campos de concentración responsabilizaran a Marx del gulag soviético. El acercamiento hubiera sido, hasta cierto punto, más lógico y explicable, pero aquellos intelectualillos criados en la sombra de Sartre y de otros engendros seudofilosóficos de la misma calaña, no se dedicaron nunca a ser fieles a la verdad y jamás brillaron por su apego a la lógica. La afirmación de Thomas Mann me parece justiciera, después de tantos decenios. Heidegger y Jünger fueron también acusados de las mismas ingentes responsabilidades, en el marco de la misma mistificación. Y yo también fui acusado por la misma jauría antihumana, en 1960, de haber tirado judíos a los hornos crematorios alemanes, mientras afortunadamente, estaba pasando mis trabajos y mis días en un campo de concentración nazi, en calidad de prisionero. Cosas de la Historia...

Pero volvamos a la interpretación, deslumbrante de inteligencia y comprensión, que Thomas Mann dedica al solitario de Sils Maria, al solitario de todos los sitios, ya que la vida de Nietzsche, una vez separado de la Universidad de Basilea, fue un itinerario a través de la soledad, tanto en las montañas suizas donde pasó sus veraneos, como en Venecia, Niza o Turín, donde escribió la mayor parte de una obra a la que [sic] nadie leía y nadie quería editar. Sabemos, según los mismos diarios de Thomas Mann, que su novela más importante, El doctor Faustus, es una especie de biografía de Nietzsche. La misma escena en que el protagonista de la novela, el músico Adrian Leverskühn, es llevado por alguien a un burdel, en lugar de a un restaurante, y donde habrá de contraer una terrible enfermedad, que acabará con él de un modo tan trágico y penoso, está inspirada en la biografía del filósofo. Se trata, por supuesto, de una biografía espiritual, hasta cierto punto fiel a la vida de Nietzsche, pero lo que Thomas Mann se propone al escribir su libro al final casi de su vida, es identificar el destino del pensador con el de Alemania y de Europa. Y este destino brota desde una enfermedad. Escribe Mann: “Se ha dicho a menudo y yo quiero repetirlo: la enfermedad es algo meramente formal, y lo que aquí importa es aquello con lo que la enfermedad se asocia, aquello con que la enfermedad se llena de contenido. Lo que importa es quién está enfermo: si el estúpido que no sobrepasa el nivel medio y en el cual la enfermedad carece ciertamente de todo aspecto cultural o espiritual, o un Nietzsche, un Dostoievski. Lo patológico-médico es una cara de la verdad, es su cara naturalista, por así decirlo.”

La enfermedad, por consiguiente, puede tirarnos a la basura, hacer de nosotros algo peor de lo que éramos antes de contraerla, o, al contrario, elevarnos a enormes alturas, que fue el caso de Nietzsche y de muchos escritores de su tiempo. La tuberculosis en el siglo XIX, en Chopin y los poetas, constituyó una auténtica escalera hacia niveles muy elevados de conciencia. Sin embargo, la pregunta que me parece legítimo plantear ante esta interpretación de la enfermedad, de la que Thomas Mann trata también en La montaña mágica, como en Muerte en Venecia, sería la siguiente: ¿De qué enfermedad ha padecido aquella Europa a la que el novelista enfoca según la perspectiva que antes hemos visto? Si Nietzsche fue anticristiano hasta puntos insoportables de subjetivismo enfermizo, entonces podríamos quizá, y por encima de la interpretación de Thomas Mann, deducir que nuestro continente se pone enfermo y cae luego en sus peores abismos interiores y hasta exteriores (me refiero a su itinerario político desde que se autosituó en la estela agnóstica) en el momento en que abandona el cristianismo. Desde el siglo XVIII quizá. El drama es tan atroz, tan cerca de nosotros todavía, que ni siquiera Thomas Mann lo ha enfocado correctamente.

Nietzsche firmaba “el Crucificado” sus cartas del período de su locura, cuando contactaba con el inconsciente personal y colectivo (todo inconsciente colectivo es religioso, pensaba Jung), se identificaba, pues, con Cristo en su momento de peor sufrimiento, cuando la enfermedad había logrado elevarlo a una cumbre, superior a la que había alcanzado en sus momentos de lucidez lógica. ¿No tiene esto un significado envolvente? Quiero decir aplicable a Occidente, un significado que los alemanes han vivido en su propia carne espiritual, por así decir, y han sabido expresar a través de los nombres trágicos que citaba yo al principio de las notas de hoy. La enfermedad de Europa es la que define Nietzsche en esta frase inolvidable para sus lectores, e imperdonable: “La única inmortal mancha deshonrosa de la humanidad” es como el autor de Más allá del bien y del mal define al cristianismo. ¿Cómo tomar en serio a Nietzsche en sus demás afirmaciones? Tiene razón Thomas Mann cuando compara a Nietzsche con Oscar Wilde, convencidos los dos de que es la belleza, y la manera de filosofar sobre ella que es la estética, lo que nos da la clave del todo. Pero la belleza es sólo apariencia (Wilde decía: “El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible” y el Dionisio de Nietzsche lo pensaba de la misma manera, igual que el escritor Aschenbach en Muerte en Venecia), lo que, evidentemente, nos lleva a otra contemporaneidad: el impresionismo. Pero también a la clasificación, tan acertada, a la que llega Kierkegaard cuando sitúa lo estético en lo más elemental en la escala del conocimiento: estético, ético y religioso, este último como máxima posibilidad de acercamiento a la verdad. ¿No es aleccionador? Bajo este aspecto Nietzsche se nos aparece como un polo opuesto a Dostoievski. Es verdad que admiró al Crucificado, pero sólo por su muerte en la cruz, símbolo del más terrible espíritu de sacrificio heroico, pero nada más, nunca consideró a Jesucristo como al Hijo de Dios y jamás aceptó la idea de la Resurrección, sin la cual el cristianismo no tiene sentido. Estaba, pues, profundamente influenciado por los prejuicios de su fin de siglo, uno de los peores en la historia de la humanidad, los decenios del triunfo del naturalismo y del determinismo más chabacano y contraproducente para la especie humana, padres de las dos Guerras Mundiales y de la Revolución de 1917. En este sentido, incluso comparado con Wilde, Nietzsche no se salva. Anuncia, sí, desastres y podemos considerarle como un profeta, pero ¿cuál es la solución que nos ofrece? La vida, para él, era “atrocidad” y “explotación”, algo profundamente malvado, al estilo en que ciertos gnósticos la enfocaron también, actitud típica de “tempora pessima”, pero desprovista de cualquier posibilidad salvífica. Me encantan las críticas que Nietzsche dirige al socialismo, a la democracia como forma de vida social decadente, a ciertos prejuicios de su tiempo, pero esto no me basta. “Venenoso odiador de la vida superior”, supo definir al socialismo, pero, ¿cómo olvidar su crítica histérica y completamente aberrante del cristianismo? Un destino hamletiano fue el suyo, y es así como Thomas Mann define al Nietzsche eterno, por llamarlo de una forma histórica y literaria el mismo tiempo. Penduló incierto entre odios y amores, admiró a Wagner, para dedicarle luego el panfleto más odioso e injusto, declarándose admirador de la música francesa y de la ópera Carmen, de Bizet, a la que prefería a Tannhäuser y a la Tetralogía. Las mujeres se apartaron de él, con su instinto de selección que casi siempre acierta, como le pasó con Lou Salomé y, me imagino, con otras de las que no tenemos noticia.

Sin embargo, el espíritu alemán contrapuso a aquel nihilismo exacerbado, antisocrático y anticristiano, postromántico pero también influido por las peores escorias del final del siglo, una técnica universal que continuaba la música de Wagner, soteriológica en sus intenciones más ocultas. Me refiero a la ciencia, a la que Nietzsche odiaba también, quizá con razón esta vez porque no era más que una complicada degeneración, en los tiempos en que él escribía sus libros. Alemania se reinserta en lo actual y contribuye en [sic] la formación del nuevo espíritu occidental, con sus grandes científicos y sus inigualables escritores y pensadores, a los que, a lo mejor, Nietzsche hubiera rechazado también en cuanto seguidores de aquella “religión para esclavos” que su mente no había podido comprender.

Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986



lunes, 3 de noviembre de 2008

Un viaje al cabo de la noche


En el pasado mes de julio se han cumplido veinticinco años desde que abandonaron este mundo Ernest Hemingway y Luis Fernando [sic] Céline, un americano satisfecho, el primero, cargado de premios, de aventuras amorosas, de éxitos en cadena, pero desengañado por el ritmo descendente de la vida y el deterioro corporal, lo que le empuja al suicidio; un francés del mundo subterráneo y de los barrios bajos, de la mugre parisina que había desesperado a Rilke, de los desengaños políticos vinculados a la historia de Francia y a la de Europa, el segundo, mártir y víctima, como todos los grandes de todos los tiempos. Ninguno de los dos formó jamás parte de mi lista de autores preferidos, aunque algunos cuentos de Hemingway y El viejo y el mar, como también el Viaje al cabo de la noche de Céline me han brindado momentos de meditación literaria y de satisfacción ante el arte de escribir de unos novelistas dotados de manera evidente de aquel don divino que consiste en poder recoger entre las cosas de la vida, entre los objetos humanos perdidos y dentro de la miseria misma de la existencia terrenal, seres y momentos privilegiados por la desesperación y la derrota. Creo que la condición misma de norteamericano, situada un poco fuera de lo común y obsesionada, hasta en los escritores, por ciertas determinantes políticas, muy limitativas por cierto, alejaba a Hemingway de la verdad íntima y general, como en Islas en el golfo, libro desgarrador que roza la obra maestra y que cae al final en los abusos y mediocridades de la posguerra. La nobleza de la guerra desaparece, inesperadamente, y los alemanes a los que extermina el pintor protagonista no son seres humanos, sino fieras a las que es preciso eliminar como sea. Después de páginas enteras a las que considero como las mejores de Hemingway, el final del libro es desesperante, prueba de que el autor no supo escoger lo más alto, en momentos en que su vida iba desangrándose, cuando todo debería de aparecernos bajo una luz de serena objetividad, de perdón cristiano y de solidaridad. En cambio, la condición de francés defraudado por la ideología del Estado revolucionario, continuando las tradiciones del 89 e incapaz de haberse constituido en país auténticamente libre, en el sentido ético-religioso de la palabra, el único valedero, transforma a Céline en uno de los personajes más tristes del siglo, sólo comparable, hasta cierto punto, con el Quevedo del desengaño, de la burla, del lenguaje cáustico, de la sátira más despiadada. Los dos forman parte de una filosofía del desamor, ante Dios y los hombres, porque sin Dios no hay hombres, y el agnosticismo ha carcomido por dentro tanto al uno como al otro. Su tragedia consiste en no haber sabido encontrar el secreto, a pesar del genio o, por lo menos, del inmenso talento que lo ha distanciado a menudo de los sartrianos enemigos de la verdad, que pulularon en un tiempo aplastados bajo el peso de la mentira, de las traiciones y de la demagogia política como literaria.


Un viaje al cabo de la noche ha sido la vida de Céline. Médico de los pobres, en un barrio de París, escritor de mucho éxito en 1932, cuando el editor Denoël le publica el Voyage au bout de la nuit, que no logra conseguir el Goncourt (otorgado a Los lobos, una novela de Guy Mazeline, sin pena ni gloria), Céline viaja luego a la URSS, de donde regresa desilusionado para siempre, aunque nunca había hecho del comunismo un ideal, pero el shock fue tremendo para él, como para muchos de sus contemporáneos. Tampoco fue partidario fervoroso del mariscal Pétain y de los alemanes que ocuparon Francia durante la guerra, sin embargo fue condenado por un tribunal de París, tuvo que refugiarse en Dinamarca, donde fue cruelmente perseguido por el Gobierno y obligado a vivir miserablemente (los derechos humanos, ¿verdad?), hasta que pudo regresar a París, donde pasó los últimos años de su vida en una casa de mala muerte, en un barrio pobre, vuelto a ejercer su mester de juventud, el de médico de los pobres, lo que muy a menudo significaba curar sin cobrar y donde fueron a visitarle amigos y enemigos, con el fin de dedicarle tomos enteros, ensayos de interpretación de una obra inquietante y sorprendente, o para mejor insultarlo y denigrarlo. Algo parecido le había sucedido a Ezra Pound, culpable de haberse enemistado con los dueños de la tierra. Los libros que publicó después de 1945 son: Norte, De un castillo a otro y Rigodon, autobiografías más o menos noveladas, diálogos y monólogos sobre su vida de perseguido y sobre la vida en general a la que no trató nunca sino desde el punto de vista de un desprecio sin fin. Afirmaba, además, que “Europa se había acabado en Stalingrado”, pensamiento temerario que significaba, por un lado, cierta fe y confianza en los ejércitos allí derrotados y que, al igual que los teutónicos, habían marcado por su hundimiento el final de una esperanza civilizadora y, por el otro, el convencimiento de que, una vez enterrado allí un viejo sueño occidental, Europa y Occidente iban a ser presa fácil de los asiáticos. Su pesimismo brotaba, pues, de un antiguo pesimismo vital, parecido al de los poetas malditos franceses y de los “clochards” parisinos, como de un desengaño reciente, político, por llamarlo de alguna manera y que, una vez terminada la ilusión, dejaba en libertad la desesperación, con todas las consecuencias literarias que esto suponía. Sostenía, además, que “la sangre blanca no resiste al mestizaje” y que, por consiguiente, ante la fuerza de la sangre negra y amarilla, el hombre blanco iba extinguiéndose poco a poco. Motivo más para insultar a los suyos, inconscientes instrumentos de un mestizaje aniquilador. Es como la política europea, bajo todos sus aspectos, sospechosos, alucinantes e inferiorizantes de la postguerra, que unían sus renuncias con el fin de hacer de Céline, cada día más, el enemigo de sí mismo y del resto. Una existencia de tremenda amargura, que refleja en los libros del autor el destino quizá más trágico de nuestro tiempo.


Es curioso cómo Céline encontró admiradores en todas partes, desde Trotsky y Aragon, hasta Bernanos y Drieu La Rochelle. Los izquierdistas lo admiraban porque atacaba la sociedad capitalista, pero lo consideraban, como lo hizo el pobre Gorki, como preparado para adherirse al fascismo. No faltó nunca el tonto de turno para comentar en Céline lo que al escritor nunca le interesó, o sea, un título político, pero es ésta una de las explicaciones más bajas y más esclarecedoras quizá de la obra y de la vida de este dantesco viaje al cabo de la noche. En efecto, en un París dominado por lo que Rilke había llamado “Madame la Mort” en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge, es donde hay que buscar la raíz de Céline. Antes citaba al “clochard”, con cuya filosofía Céline tiene mucho que ver, porque es el hombre que renuncia a la vida normal y la repudia viviéndola desde la periferia, desde la marginación voluntaria. El “clochard” es un anacoreta laico, se dedica a la bebida para morir más deprisa, de la misma manera en que los jóvenes de hoy se drogan o se dedican al rock con el mismo fin. Es un rechazo. Y es, creo, el problema que acucia al mundo occidental y, a través de él y de su actual universalización, al ser humano en general: París es, en el fondo, el epicentro de esta huida hacia delante, porque tanto la sociedad capitalista o democrática como la comunista brotó [sic] desde sus entrañas. París es culpable de casi todo lo que hoy sucede en el mundo, porque fue allí, antes y después de la revolución, donde se formó el malstroem o la vorágine del desequilibrio anímico occidental. Nietzsche amaba aquel París y su civilización porque intuía en su presencia el centro del nihilismo y odiaba en Wagner, no en balde y no sólo por envidia, el antípoda de aquel desequilibrio, el afán de reconstruir a través de unos valores caballerescos y cristianos el centro perdido. Pero París fue más fuerte que Wagner. Y hay que leer Rayuela, de Cortázar, y ciertas páginas dedicadas a la revolución de 1789 por Alejo Carpentier en El siglo de las luces, bajo esta perspectiva de viaje al cabo de la noche, para comprender lo que, en el fondo, ha significado París, en el marco de un proceso de descomposición universal: un quebrantamiento de algo que fracasa en el siglo XVIII y que se nos presenta como un intento de salvación durante la Edad Media, con Juana de Arco, los templarios, los grandes santos franceses y con la desesperada aparición anunciadora de Lisieux, Lourdes y Ars. Fue allí donde el peligro para el ser humano ha sido más virulento, donde aparecen los signos contrarios con más claridad e intencionalidad. Con la Iglesia y una Monarquía íntimamente ligada a la fe, Francia constituye un acto de permanente manifestación en lo sagrado, hasta que la filosofía acaba con ella, hundiendo en un mismo acto y una misma renegación tanto al Estado tradicional como a la Iglesia cristiana. El hombre que nace de aquella destrucción, como Claudel lo demuestra en su trilogía antirrevolucionaria de los Coufontaine, es un desesperado, un desequilibrado, un forjador de nihilismo, y es en la poesía de Baudelaire, el más grande de los poetas franceses de todos los tiempos, el cristiano trágico, el poeta maldito, donde encontramos la semilla del futuro Céline, y también en Verlaine y en Rimbaud. Francia no es lo que parece ser, un país razonable, calculador y sereno, porque esconde, bajo su brillante y tentadora superficie, un drama fundamental: el intento revolucionario de aniquilar al ser humano en cuanto hijo de Dios. La Revolución Francesa, que nace en París y conoce allí sus desmanes más graves (véase, repito, a Claudel en la trilogía dramática citada más arriba), ha constituido el intento más visible y más peligroso de borrar en nosotros la herencia espiritual y el camino de la salvación, que fundamentan un equilibrio anímico sine qua non. El hombre francés, una vez cortadas sus raíces esenciales, tapado su camino, abierto antaño por Juana de Arco, se ha vuelto usurero, o aliado de la usura, en el sentido que Pound otorga a la palabra, con toda la gravedad que ello supone; se ha adherido al materialismo más frágil, aparentemente más sólido, pero es una ilusión a la que desenmascara Céline en todos sus libros, tratados polémicos destinados a poner de relieve el mal, pero sometidos a la embestida de una borrasca desalentadora que sopla desde el mismo lugar donde el mal había nacido. París se muerde la cola en el Viaje al cabo de la noche como en Rigodon. O como el mismo final parisino del autor. Sería tema de un ensayo más amplio esta coincidencia entre Céline y los malditos, o las luces de una ciudad, provenientes de las luces de un siglo, que fueron, en realidad, sombras infernales destinadas a borrar una magna huella en el alma de los herederos de la santa con el sable en la mano, muerta en la hoguera, símbolo de un sacrificio en el que todos hemos participado y caído. Céline, sin todo ello, no tiene sentido.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


viernes, 17 de octubre de 2008

Los bandoleros como antirrevolucionarios


La historia de Italia posee un especial encanto, ya que concentra, como una síntesis, gran parte de la historia de Europa. Todos los pueblos del continente han pretendido conquistarla y hasta los árabes han estado en Sicilia y en el sur. ¿Y quién no conoce este permanente vaivén de invasiones y barbaridades que sirvieron quizá para algo en el marco de civilización de los incultos y de la barbarización y resurgimiento de los decadentes? Lo que menos conocemos es la historia de la resistencia ante los impactos de tantas razas y renovaciones. Por ejemplo: sabemos que Garibaldi, en nombre de la unidad peninsular, ha conquistado Italia de cabo a rabo, en nombre de una idea revolucionaria liberal. Pero no sabemos nada, o sabemos poco, acerca de la resistencia que encontró, sobre todo en el sur, desde Nápoles para abajo. Aquella gente sencilla que salía al encuentro de las tropas piamontesas y de los carbonari, lo que pretendía defender no era sólo su casa o su familia, sino también a su rey y a su religión. No sólo fueron perseguidos y ejecutados, a mediados del siglo pasado, los bandoleros o brigantes, de los que hablan las crónicas de la conquista, sino y sobre todo millares de patriotas que utilizaron, según la táctica de siempre, la guerrilla y los golpes de sorpresa, que hicieron famosos en sus respectivas regiones a aquellos caballeros de la resignación, hoy relegados al limbo del exilio histórico. Nadie habla de sus hazañas que nada tuvieron que ver con el Código Penal y más bien con un código caballeresco y medieval, digno de ser conocido y respetado.

Del mismo modo, la invasión napoleónica en Italia, de la que habló con tanta sabiduría literaria Carlos Pujol en su novela La sombra del tiempo (Ed. Planeta, Barcelona 1981), encuentra cada vez más plumas polémicas y se erige en contra de aquella falsa liberación, defendiendo a los que se le opusieron, los mal llamados “briganti” de la época. Los fuera de la ley lo que infringían era la ley impuesta por el invasor.

Acaba de publicarse un librito titulado Mateo Manodoro, general de brigantes (Ed. Solfanelli, Chieti 1986), exaltando la vida de un caudillo local, utilizando argumentos contrarios a la historiografía liberal de la época. La revolución francesa es hoy exaltada sólo por estos historiadores, partidarios de la misma, o por los materialistas dialécticos, para los cuales cualquier revolución es buena, hasta la más opresora, con tal de abrir el gran camino para la penetración del marxismo. A medida que nos estamos acercando a la fecha del segundo centenario (1789) surgen en todas partes defensores de la tradición y enemigos de la revolución. Bajo este signo, Mateo Manodoro luchó en contra de los jacobinos invasores de la península, tanto en 1799 como en 1806. Su resistencia ante los franceses y sus lacayos duró años seguidos y sólo en 1812 pudo ser capturado y ejecutado. Según la izquierda actual fue un bandolero, enemigo de la ley. Según Bernardino Giardetti, autor del libro, Manodoro fue un adversario de la revolución y un defensor de la monarquía borbónica, la de Nápoles, y de la religión amenazada por los jacobinos, cuyos desmanes en Roma, en este sentido, aparecen muy bien descritos por Carlos Pujol en la novela mencionada más arriba.

El problema es arduo: ¿Fueron, en efecto, los borbones y la Iglesia la causa del bandolerismo en el “mezzogiorno” italiano, o hay que buscarla en otro sitio? Fue, en efecto, la monarquía, asociada a la religión católica y a la alta burguesía, la que empezó a otorgar libertades a la gente en la Europa del siglo XVIII y del XIX. La Revolución interrumpió el proceso, pero tanto en Viena como en Berlín, en Nápoles como en Florencia, las invasiones napoleónicas interrumpieron el proceso evolutivo y provocaron auténticas catástrofes desde el punto de vista social. De la misma manera en que los revolucionarios rusos impidieron las reformas en Rusia, celosos del zar y de sus cambios, únicamente deseosos de permitir su propia revolución, cuyos resultados saltaron a la vista de todos después de 1917, del mismo modo en que, después de 1789, los pueblos europeos fueron realmente obstaculizados en su desarrollo por los afanes violentos y totalitarios de la Revolución. Todo esto volverá, bajo una nueva luz, con ocasión del bicentenario, al que esperamos esperanzados.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

sábado, 20 de septiembre de 2008

Lo policiaco como género mayor


Desde que los grandes escritores se han metido en el género policíaco, este tipo de novela se ha vuelto grave, capaz incluso de presentar al criminal como a un agresor de la verdad y al detective como a un defensor de la misma. No se trata de ataques a la sociedad, a su orden administrativo y legal, sino de embates mucho más hondos, alcanzando las profundidades más características de la vida. Pienso sobre todo en Graham Greene y Ernst Jünger, pero también en García Márquez y Vargas Llosa, cuya última novela, Quién mató a Palomino Molero (Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1986), me parece digna de esta nueva categoría literaria. De la misma manera en que Franz Werfel, Hermann Hesse, Aldous Huxley o George Orwell han sabido otorgar títulos de nobleza a la novela utópica o de anticipación, varios novelistas de nuestro siglo se han acercado al misterio policíaco y han desentrañado en él, por encima de las banalidades de Conan Doyle o Agatha Christie, una veta que bordea no sólo el mundo subconsciente, sino también las alturas de lo metafísico y de lo ético. Y, del mismo modo, la novela histórica más consuetudinaria, la ilustrada por Alejandro Dumas, por ejemplo, y hasta por Pérez Galdós, se ha encaminado por otros senderos con Marguerite Yourcenar, Robert Graves, Thornton Wilder o Mújica Laínez. Todo es cuestión de nivel investigador y de deontología literaria, porque el ser humano, desde el más bajo hasta el más complejo, vive de profundidades, queriéndolo o no, sabiéndolo o ignorándolo. El crimen más escabroso y brutal da cuenta, para quien sabe leerlo en su sintonía, de lo que realmente somos y de ello nadie logra percatarse mejor, ni siquiera el psicólogo y menos todavía el sociólogo, que el novelista, dentro del enfoque utilizado en nuestras notas críticas, desde hace ya varios años.

Existen, sin embargo, matices diferenciales a lo largo del género. Un encuentro peligroso, de Ernst Jünger, no se parece en nada a Quién mató a Palomino Molero. Cada uno de estos autores vive su literatura dentro de su propia tradición, la de la novela de formación en el escritor alemán, fiel a Goethe y a todo un derrotero que alcanza cumbres de maestría en Hermann Hesse, mientras el peruviano habita un espacio cultural muy diferente, dentro del cual los precedentes literarios son tan determinantes como el paisaje y el drama humano, digamos primitivo, que lo envuelve. La descripción vagamente naturalista que realiza Vargas Llosa en su novela, cuando se trata de presentarnos el medio ambiente en que se produce el crimen, la ciudad de Talara o el pueblecito de Amotape, el interior del chiringuito donde consume sus tres comidas diarias el teniente Silva, el lenguaje mismo de los diálogos o del pensamiento monologante del guardia civil Lituma, representan una humanidad que nada tiene que ver con el París de Jünger. Ni siquiera el motivo del crimen es el mismo y tampoco los razonamientos de los que devanan el hilo silogístico de la investigación. Es difícil decir cuál de los dos espacios humanos es más decadente, si el lujo material e intelectual de aquel París “fin de siècle”, casi proustiano, en que se desarrolla el drama formativo del joven diplomático alemán Gerhard, o la descomposición casi natural en que flotan, como hojas de noviembre, las almas culpables o inocentes de sus personajes. ¿Quién mató realmente al “avionero” Palomino? ¿El coronel, el teniente celoso, los peces gordos o la posibilidad de matar insita en una sociedad descompuesta antes de haber madurado? La civilización sumamente desarrollada, llena de miles matices éticos, lleva dentro de sí el germen de miles de posibilidades, en el bien como en el mal. El abanico es elegante y monstruoso, tan infinito como las sutilezas de su decadencia. La civilización incipiente no ofrece sino pocas posibilidades, para el amor como para el delito. Todo se desarrolla dentro de un cauce prístino, singular, cuya podredumbre sigue más bien el ritmo de la naturaleza que el del hombre, de un hombre exento de detalles y de sutilezas, sometido a deseos primitivos y directos, el hambre, la hembra, el dinero, el trago. Gerhard participa en la investigación del crimen en París, bajo la guía de un policía sumamente desarrollado psicológicamente, y es así como se forma y se moldea, mientras el cabo Lituma, que participa con asombro en la investigación del teniente Silva, va a formarse para otros fines, desprovistos de finura. Sin embargo, las dos sociedades, la avanzada y la primitiva, están destinadas al mismo fin, pertenecen al mismo ciclo y se dirigen hacia el mismo desenlace. Un patriarca medio loco, medio salvador, se encuentra hoy en todas partes y participa de manera dictatorial en el proceso de descomposición. Puede llamarse Stalin o democracia, pero su presencia da cuenta de la misma angustia, dentro de la miseria material, o moral, que todo lo envuelve sin posibilidad de salvación. Hay como una culpa que acompaña la acción de los protagonistas de las dos novelas, puntos extremos de la sociedad occidental, a la que todas las sociedades pertenecen. Occidente no ha hecho sino universalizar el sentimiento del fin. Por este motivo, lo policíaco o detectivesco cobra de repente un sentido cultural apocalíptico en este tipo de novela al que me estoy refiriendo, por encima del sitio donde se desarrolle su acción y por encima del nivel cultural de los personajes.

De cualquier manera, ahondar en esta perspectiva moral, cargada de insinuaciones y de extremismos existenciales, me resulta muy sugestivo y creo que la novela contemporánea en general se presta a este tipo de investigación, cargado de cósmicos soponcios, en un momento, sobre todo, en que los patriarcas, en su otoño universal, se nos están echando encima, acarreando furores bíblicos.

Evidentemente, los estilos son diferentes, hasta opuestos. La novela de Jünger es preciso leerla con un lápiz en la mano, para poder subrayar y luego volver a leer y meditar fragmentos dignos de la pluma de un filósofo. La acción, a menudo, desaparece, en cuanto a interés épico, bajo el alud sapiencial. En cambio, a Vargas llosa, sobre todo en esta obra, se le lee con el alma en la boca, pendiente la lectura de lo que va a suceder, menos de cómo va a desarrollarse el ovillo de la trama. Es verdad que la inteligencia y la habilidad de los dos investigadores, el francés y el peruano, domina la acción, pero sus modales son distintos. El teniente Silva vive, al mismo tiempo, un drama amoroso tan tosco y tan primordial como todo lo que le rodea, su amada es una posadera, esposa de un pescador y va descalza, es gorda y apetitosa como una gallina en pepitoria, sin embargo sabe perfectamente, desde la pureza de sus convicciones éticas, deshacer la pasión de su pretendiente. Es más lista que el hambre. Me doy cuenta de que no he anotado nada a lo largo de la lectura de este libro, entretenido en bloque, como un mazazo sensorial. Uno de los mejores de Vargas Llosa, exento de las pretensiones y refinamientos políticos de Historia de Mayta. No he encontrado en ningún sitio frases dignas de ser subrayadas y meditadas. Pero el efecto es certero y fuerte. La impresión de que resulta inútil comportarse rectamente, y descubrir a los culpables puede ser contraproducente para un teniente de la Guardia Civil, flota sobre el libro. Los peces gordos y los patriarcas en su otoño de opulencia mafiosa dominan el paisaje humano y es inútil seguir siendo humano porque a éstos no les gusta, les molesta profundamente en su carrera hacia la deshumanización, sin darse cuenta de que no sirven sino como instrumentos para la aceleración de la historia, cuyas primeras y últimas víctimas, en el final esperado, van a ser ellos y no nosotros, mientras los “pobres de espíritu”, los investigadores policiales, los que actúan en contra del mal, se llevarán las palmas, mañana o pasado, abiertos de manera natural hacia el bien y la verdad, condición del funcionamiento universal.

En cambio, si abrimos a Jünger, nos encontramos a cada página con pensamientos como éstos:

“Si las obras de arte tuvieran vida, los artistas serían dioses.”

“Era difícil catalogar su cara. Poseía una de esas fisonomías que desde la invención del ferrocarril se hacen cada vez más frecuentes; llevan la huella de muchas razas y resultan anónimas.”

“El oro y las piedras preciosas incitan al robo... No todo el mundo podía lucir piedras impunemente. En la Edad Media había unas disposiciones taxativas. En aquella época, tampoco todo el mundo podía llevar espada ni construir una torre en su casa.”

“En teoría, todo buen plan tiene éxito. Por eso debería quedar en el plano teórico. En la práctica, interviene la estúpida casualidad. Si la gente supiera que en realidad esa casualidad representa una ley, no estarían abarrotadas las cárceles.”

“Hay que hacer concesiones a la anarquía; si fuéramos a castigarlo todo, bloquearíamos las válvulas de seguridad.”

No hay palabrotas ni obscenidades, pornografía o violencia de lenguaje. Todo transcurre bajo una luz de perfección que es la del orden reinante en la sociedad donde ocurren los hechos y el crimen. Todo es noble, por lo menos por fuera. En Vargas Llosa, a veces de manera abusiva, lo malhablado se vuelve estilo, sirve para colocar a los personajes en su línea cotidiana, es como una invasión semiótica que deteriora la obra, pero que forma parte de su destino. ¿Cómo van a hablar sino así Lituma o Adriana, la posadera? Sería falsificarlos. La situación límite en que desarrollan su tymos, o plan vital, produce este tipo de lenguaje, y éste, a su vez, determina a la sociedad. Es un círculo vicioso en el que tiene cabida el crimen, como la hermosura moral de Adriana o la sutileza y el buen comportamiento social del teniente Silva. Cabida tiene el crimen en la otra sociedad también, en la del lenguaje sutil y cincelado, de la novela de Jünger. Lo exterior es distinto, la forma es otra y, aparentemente, se trata de seres situados en las antípodas. En el fondo (y en ello tenían razón los cubistas), la esencia es la misma, la condición humana produce un París sofisticado, transformador de la juventud de Gerhard, pero Talara brinda a Lituma una lección igual desde el punto de vista de la formación. La posibilidad del crimen, o del mal, como la del bien representado por Adriana y Silva, es la misma, porque está esencialmente arraigada en nosotros, por encima de las latitudes geográficas o morales. Creo, sin embargo, que algo se ha posado en el alma de Vargas Llosa y le impide salirse de su primer cauce. Lo había hecho en La guerra del fin del mundo, su obra maestra, pero luego regresó tranquilamente a su espejo primordial. Con todas las satisfacciones y los riesgos que esto supone.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

lunes, 28 de julio de 2008

El secreto de Shakespeare


A lo largo de la década de los años 50, el crítico francés Paul Arnold trató de demostrar que toda la obra de Shakespeare giraba alrededor de ciertos secretos de tipo ocultista o esotérico y, en un libro titulado El esoterismo de Shakespeare (París, 1955), ilustraba su tesis al desocultarnos los misterios no sólo de La tempestad, sino también de Otelo y de Hamlet. Más tarde, en 1977, el mismo autor, insistiendo en el tema, publicó otro ensayo, Clave para Shakespeare (1977), analizando otras obras del dramaturgo inglés o volviendo sobre las ya explicadas. El éxito de aquellas interpretaciones no sobrepasó el de cierta elite relacionada con problemas de este tipo y la gente siguió admirando al autor de El mercader de Venecia por sus puras dotes dramáticas.

El tema, sin embargo, ha vuelto a apasionar a los intérpretes del pensamiento shakespeariano hasta el punto de que el profesor Martín Lings, de la Universidad de El Cairo, se decidiera a publicar un estudio titulado El secreto de Shakespeare (Ed. Atanor, Roma, 1986), afirmando que la obra del gran inglés está pletórica de símbolos iniciáticos y que personajes como Hamlet o el rey Lear algo tienen que ver con el misterio de la santificación, que ellos bajan al infierno (de la vida cotidiana más tensa y dolorosa) con el solo fin de redimirse y conocer, siguiendo, en este sentido, el derrotero de Dante.

También el estudioso italiano Rocco Montano acaba de publicar un libro titulado El concepto de tragedia en Shakespeare (Chicago, 1986), en el que afirma que, al ser el poeta un católico perseguido por los anglicanos, su obra reflejaría las persecuciones y sufrimientos de los suyos bajo el reino de Isabel, en la época de El Greco y de Felipe II. Vinculado al pensamiento de Petrarca y de Erasmo, el actor y autor dramático representó de manera oculta el doloroso itinerario en el tiempo de sus correligionarios y contemporáneos. Fragmentos enteros de sus dramas no hacen sino poner en clave teatral ideas católicas y partes de una doctrina sometida a una verdadera persecución por parte de la reina y de su gobierno, cuyos desmanes iban a acentuarse decenios más tarde en tiempos de Cromwell. Shakespeare sería, según estas últimas interpretaciones, un esotérico cristiano que, por temor a las represalias, escondía su mensaje detrás de la actuación de sus personajes.

Hay que tener en cuenta, cada vez que se vuelva sobre este apasionante asunto, que el siglo XVI ha sido uno de los más dados a este tipo de mentalidad, ocultista según algunos, esotérica según otros. Místicos neoplatónicos, como el maestro Eckart, Ruysbroek, Tauler de Estrasburgo y poco después Paracelso y Cornelio Agrippa formaban parte de las preocupaciones, lecturas y comentarios de la época, cuyo fin era el de esclarecer el destino del alma y la salvación espiritual. Tres años después de la representación de La tempestad, los rosacruces revelan al mundo su doctrina (en 1614 precisamente) y logran impresionar hasta tal punto a sus contemporáneos que personajes como Descartes y más tarde Spinoza y Leibniz tratan de contactarlos. Hoy sabemos que aquello fue un intento protestante de atacar a la Iglesia ya que, en el siglo XVIII, la masonería puede ser considerada como una continuación del rosacrucismo, siguiendo casi los mismos caminos. Quiero decir que las preocupaciones de Shakespeare, hasta en su defensa de lo católico, con todos los riesgos que esto suponía, eran de todos y que, de un modo católico o protestante, los rituales secretos, los símbolos, lo esotérico y lo ocultista eran tan de moda como hoy el deporte o la parapsicología.

Se ha comentado mucho y hasta la saciedad la tesis acerca de la identidad de Shakespeare, pero esto no tiene nada que ver con la persona que ha escrito su obra. Shakespeare puede ser el personaje enterrado en la iglesia de Stratford u otro, sin embargo, el autor de la obra que lleva su nombre vivió intensamente los acontecimientos de su tiempo y se dedicó sobre todo a defender ciertos valores que la iglesia cismática de Londres trataba de hundir. Es éste el secreto, quizá.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)

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miércoles, 9 de julio de 2008

El cauce teológico y la huella heroica


Los libros extraordinarios han llegado últimamente a mi torre serrana, como para completar este horizonte situado entre la torre con cigüeñas de mi pueblo y la silueta gris de El Escorial. Dos libros que, de manera casi milagrosa, se completan el uno al otro: El Libro de la Pasión (Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1986), del chileno José Miguel Ibáñez Langlois, y un Libro de cetrería (Traité de la chasse au faucon, Editions de l´Herne, París, 1986), por Jean Parvulesco. Textos realmente estremecedores por el mensaje que llevan como pegado a cada sílaba y al ritmo interior de su posibilidad de expresión. Poca gente entiende lo que está sucediendo y tienen que ser los poetas, hoy como siempre, los reveladores de lo actual. Por esto hubo siempre, como en el poema de Hölderlin, “poetas para tiempos de desastre”.

Empecemos por el chileno, que es, además, crítico literario de El Mercurio de Santiago, autor de varios tomos de poesía y de una Introducción a la Literatura de la que di cuenta alguna vez en esta crónica. Su Libro de la Pasión es una versificación muy personal de los Evangelios, es lo que Papini llamó “la historia de Cristo”, pero puesta en lenguaje contemporáneo y poético a la vez, es una de las interpretaciones más ricas en contenido que jamás he leído. Y es una lástima que la producción literaria de un país tan interesante desde el punto de vista literario como es Chile no está presente en los escaparates de España porque, y sobre todo en este caso, aquello resulta a menudo revelador. Pocas veces en mi vida he leído una poesía tan convencedora, tan profundamente cristiana como este largo poema de Ibáñez Langlois que, a veces, resulta incluso conmocionante por la fuerza con que sabe acercarse al tema mayor de nuestra cultura y de nuestra civilización, que es el nacimiento, la presencia entre los hombres, la actuación y la muerte y resurrección de Nuestro Señor. Hubo momentos, a lo largo de la lectura, en que tuve que hacer esfuerzos sobre mí mismo para volver a encontrarme, para separarme del embrujo encantador de este libro que sabe contar nuestra historia más íntima y más trágica, más allá de cuyo conocimiento no existimos ni tenemos alguna probabilidad de conocernos alguna vez. El lenguaje es sencillo, casi periodístico, lleno de alusiones a nuestro tiempo y a su lenguaje, pero resulta tan poderoso y tan reconstructor de las bases mismas de nuestro ser que uno se encuentra como inmerso en el misterio que constituye la vida y la muerte de Cristo.

No sé qué fragmentos citar para que el lector de mi pálida interpretación tenga una idea remota de lo que es esta permanente intervención de lo divino en lo humano y de lo pasado en el presente: qué es la formación de la luna/ qué/ sino el efecto luminoso de la agonía del huerto/ los húmedos olivos crecían llorando hacia la divina sangre/ qué es el episodio de Adán y Eva/ sino la Pasión misma en su negativo/qué es/ qué es el origen del lenguaje humano y la invención del fuego/ sino el primer ensayo general del INRI sobre la tierra/ y ese fragor lejano que se llama historia de la humanidad/ qué es pues/ sino el último suspiro de la boca del crucificado muerto/ o acaso el primer suspiro que resucitó/ qué es la tercera guerra mundial sino/ Jesús que está en agonía hasta el fin del mundo/ todos los días son viernes santos todas las noches también/ que diga alguna noche que no es el crucificado...

Y cada fragmento de la historia de Cristo, desde el Nacimiento hasta la Resurrección, pasando por el fragmento tan impresionante de la Verónica, no hacen sino reconstituir, desde la profundidad, el derrotero de la humanidad desde que, como decía Pasternak, empezó a ser Historia, ya que todo lo que precede a Jesús no fue más que prehistoria. Desde entonces, todos los momentos de la humanidad están llenos de Cristo, como si, de repente, una vez consumado el drama de la Crucifixión y el milagro de la Resurrección, cada una de nuestras fibras se quedara como empapada por los momentos mayores de la vida y muerte de Cristo. El poema dedicado a la comparación, magna por cierto, entre Sócrates y Buda por un lado y Cristo por el otro, es una de las mejores interpretaciones teológicas y filosóficas de la diferencia. Por encima de filosofías y revelaciones, el cristianismo resulta ser lo que realmente fue: una religión traída aquí abajo por el Hijo mismo de Dios. De este modo, cualquier momento de su historia es ejemplar y simbólico hasta tal punto que cada uno de nosotros, desde entonces hasta el fin de los tiempos, esté vinculado estrechamente al desarrollo de aquel drama cósmico. Desde los tiempos en que leía los poemas de Claudel, algunos de los versos de Unamuno, algún que otro drama en verso de Eliot, no me había acercado a una poesía tan conmovedora y tan fielmente sometida a la Verdad. Ibáñez Langlois nos levanta de repente y de un modo muy auténtico y veraz hacia lo que somos. El dolor del hombre contemporáneo es el producto de una ignorancia, de una separación que lo aleja cada vez más de su entraña esencial existencial que es la Pasión. Yo diría que el mérito mayor de este poema fabulosamente sincero y eficaz reside en el hecho de que logre colocarnos en el centro vital de nuestra razón de ser.

El Tratado de cetrería de Jean Parvulesco, título simbólico también porque la táctica de la caza, en este caso, tiene como objeto las almas, lo que Dios caza entre los hombres, lo que la Gracia escoge para situar en una posición de sufrimiento, de herida y entendimiento. Las alusiones a Fátima, a Ezra Pound, a los mártires y caballeros medievales, firman una atmósfera que deja en libertad el vuelo visible del águila y la existencia del elegido. La caza tiene aquí un sentido divino y el caballero medieval es el personaje, apenas aludido pero presente, de un conjunto de poemas que trata de una cetrería, pero fuera del bosque o de la animalidad, directamente relacionada al vínculo esencial, el que une dramáticamente el hombre a su Dios. El lenguaje aquí es mucho más prolijo y sofisticado. Parvulesco maneja un idioma esotérico, aludiendo, a menudo citando, textos en latín, o a Lucia, la niña de Fátima cuyo nombre significa luz, instrumento que hizo posible su paso hacia nosotros: en el otro mundo, tengo innúmeros apoyos; mientras que aquí,/ en este no tengo más que a ti, oh adornante Lucia, paloma reclusa/ en el Carmel de Coimbra...

O estos versos sacados de uno de los poemas más bellos del libro que, hasta cierto punto, continúa la historia de Ibáñez Langlois, sin la cual ésta no hubiera sido posible: en las colinas abruptas, estos manzanos salvajes y/ estos viñedos, guarida de una pasión insatisfecha por donde/ corre la sangre/ de los muertos y de los vivos camino de la muerte/ es allí donde abandoné el sendero...

¿Cómo entender y justificar a Ezra Pound sin el calvario de la pineda de Pisa? ¿Cómo comprender lo mejor de Eliot sin los sacrificios multitudinarios de la Segunda Guerra? ¿O a Gottfried Benn? Y he citado a los poetas quizá más representativos de estos tiempos de desastre. Parvulesco no hubiera escrito poemas, o de otro modo, sin las mazmorras, los castigos, el hambre, las experiencias que tuvo que vivir en el cuerpo mismo de su alma, durante los años que nos separan de la paz que no acabó con ninguna guerra, sino que la volvió permanente. Creo que sólo pocos escritores, pero los mejores, hayan tenido el valor de acercarse a las causas y a los reales efectos de aquel acontecimiento en el que estamos todavía metidos y de cuyas consecuencias anímicas muchos no se dan cuenta. Heinrich Böll por supuesto que no, y tampoco los tocados por la muerte ideológica, pero sí algunos elegidos que han sabido otorgar a este tiempo los matices de un Libro de la Pasión. Nos encontramos sometidos a una prueba mayor, como en un proceso de iniciación, de la que sólo muy pocos saldremos beneficiados, en el sentido del conocimiento, y de la que la mayoría se considerará como participante beneficiosa y consumidora, pero de cuyos resultados nunca se enterará. El drama ha sido y es candente, crucificial diría, inventando una palabra que da cuenta y que empuja a algunos a considerar a este tiempo como a un tiempo último, apocalíptico.

Hubo otro tiempo, según la enseñanza de Parvulesco en esta versificación de nuestro calvario, en el que el hombre, representado por unas elites, estuvo a punto de conseguir el reino de Cristo en la tierra o, por lo menos, un acercamiento a la promesa. Pero aquello no fue posible por motivos que expusimos a veces en estas crónicas semanales. La Edad Media fue la época en que muchos corazones en tierras a las que Parvulesco llama “las Austrias”, en un sentido simbólico lleno de contenido esotérico y hasta de un sentido político muy sutil, muy relacionado con el bajofondo sattwico de Pound, alcanzaron un umbral. Con mucha dificultad y sacrificio, aquello llegó a llamarse imperio y Dante, los templarios y Enrique VII de Luxemburgo, igual que Federico II de Hohenstauffen un poco antes, pero no duró mucho. La promesa, tan difícilmente formulada y esclarecida, no pudo cumplirse. España fue quizás el último peldaño y el más alto en el marco de aquella subida. Y tanto Cervantes aquí, como Shakespeare del otro lado, fueron los últimos mensajeros del secreto imperial, mientras Quevedo cantaba, en versos y en prosa, lo que no pudo ser. Considero los poemas de Parvulesco, hombre situado en la sombra de “las Austrias”, como trozos sangrientos e iluminativos de aquel lejano acontecimiento que no deja, sin embargo, de insuflar vida a poetas de nuestro siglo, y me refiero sobre todo a Rilke y a Ezra Pound, quizá los mayores embajadores de una vieja tierra aparentemente perdida, en la que está cazando ahora un arquero real venido desde las tierras hiperbóreas del Sagitario. Su Tratado de Cetrería no sería, bajo este signo, sino un Libro de Horas vivido y contado bajo el encanto permanente de los Cantos Pisanos, formando una especie de terceto mágico para mover por el mundo de la guerra sin fin a los caballeros de la resignación. Su libertad es inclinarse ante el poder eterno.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

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lunes, 23 de junio de 2008

El Griego


Es El Greco uno de los personajes más complicados, más difíciles de entender, más lleno de trampas vitales y artísticas de la historia de la pintura, porque lleva en sí una carga de complejos a la que los críticos están desocultando a lo largo y a lo ancho de su pintura, quedando la otra, los complejos vitales, al alcance de pocos, ya que escasos testimonios nos han quedado de su existencia terrenal. Hay que suplir lo desconocido con la imaginación, situándose uno al nivel desde el que el artista contempló un mundo que fue su mundo. Es este el primer gran secreto de la vida y de la obra de Doménico Theotocopulis. El segundo, al lado del misterio del yo, es el de la circunstancia, del entorno vital en que se desarrolla el derrotero de un bizantino venido de Creta, estudioso en Venecia de la pintura de su tiempo, tratando de buscar fortuna en Roma y anclando su barca en el puerto de Toledo. Tercer misterio de este hombre que fue, en el fondo, un exiliado, parecido a los que hoy abandonan el Este para volver a encontrar o para conseguir su libertad en los puertos occidentales, todavía libres. El Greco no habló nunca el castellano sin un deje traicionador de sus orígenes. Cuarto secreto: el amor por Jerónima de las Cuevas. Habría que buscar otros, sin duda alguna, pero esto nos llevaría quién sabe dónde y nos alejaría del objeto de esta investigación, que es la novela de Jesús Fernández Santos (El griego, Ed. Planeta, Barcelona 1985), uno de los mejores libros del autor, a menudo apasionante, escrito en un idioma rico, suculento, representativo de los personajes que maneja con verdadera maestría, pero sin lograr acercarse mucho al misterioso y secreto protagonista. Una gran novela, un verdadero contacto entre el autor y su vasta progenie. Sin embargo, el genio tutelar, el héroe titular, creo que se le ha escapado por entre los dedos. Fernández Santos ha realizado una obra existencial, pero lo esencial del personaje sigue, sin tocar, en su sitio de antes. Ningún novelista hasta la fecha ha logrado descifrar el misterio El Greco. Podemos decir que la obra de Fernández Santos nos acerca al mismo, nos lo pone en plena luz, nos lo esconde a veces, como en un juego de claroscuros, casi invitándonos a seguir buscando. Diré más: ni siquiera los críticos especialistas han logrado analizarlo en su integridad, lo han hecho pedazos, han descrito perfectamente estos fragmentos, pero no he leído hasta ahora ninguna monografía esclarecedora en su conjunto. Y esto porque el personaje sobrepasa quizá la posibilidad de acercamiento global de un crítico. Fue el poeta Rilke el único capaz, en unas cartas escritas desde Toledo, de enfocar a la ciudad y al pintor bajo una perspectiva reveladora, pero sólo fueron intuiciones, gritos de alegría, en el marco de un proceso espiritual que estaba transformando la vida del poeta. Entiende de repente lo que es España a través de Toledo, igual que El Greco hacía más de tres siglos. Es lo único que he encontrado. Sí, ahí están los estudios de Cossío, de Marañón, de Camón Aznar, pero la obra de un genio sobrepasa los peldaños científicos del saber: estos no alcanzan a aquella. Este tipo de investigación es como un trabajo preparatorio, el cual, a su vez, servirá un día de material bruto para que algún artista, un escultor, un poeta o un novelista, y quizá un músico también, saquen su provecho definitivo del montón de zócalos introductivos.

Del amor de Doménico por Jerónima no conocemos, por ejemplo, más que el fruto: Jorge Manuel, y el retrato de la mujer, en “La dama del armiño” y en otros cuadros. Según los historiadores, falleció poco tiempo después de dar a luz, porque desaparece del mapa de Toledo y del de su marido. ¿Se habían casado? ¿Sólo habían convivido algún tiempo en la calle de los Azacanes, cerca de la Puerta Nueva? ¿Acabó en un convento? Sin embargo, Fernández Santos la hace vivir durante mucho tiempo, la hace incluso sobrevivir al artista. Inventa un idilio entre Jerónima y Francisco Preboste, el ayudante del Greco, un idilio frustrado sin duda, pero el escritor nos deja entender con claridad que ella aceptaba la corte del discípulo italiano. Asistimos, incluso, a un ostentoso juego de manos en el jardín, revelando cierta astucia por parte de la “Dama del armiño” y cierto impudor. No me la imaginaba así, tengo que reconocerlo. Es lo único que encuentra el autor para elaborar en su novela una indispensable (¿?) intriga amorosa. ¿Qué necesidad tenía de ello? Me lo pregunto tímidamente.

El Greco es una figura histórica, digna, pues, de un retrato, y el novelista hace todo lo posible por alejarse de su modelo. Lo coloca entre sus contemporáneos, lo que, hasta cierto punto, contribuye a la formación del entorno orteguiano, pero rehuye el yo. Y este entorno lo forman Jerónima (hablando todos en primera persona), Preboste, la sirvienta María, Jorge Manuel, el mismo El Greco, un "cigarral", el nuevo discípulo Tristán, etcétera, pero la época es mucho más que esto: Felipe II, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Lope, Góngora, Cervantes, Juanelo, el Concilio de Trento y sus consecuencias, la Invencible, el "Entierro del Conde de Orgaz" y toda la obra, la inmensa obra del pintor que trata de condensar en ella lo más importante de la historia que España desarrollaba ante sus miradas. Un nuevo Bizancio se estaba forjando aquí, el proyecto culminó con Lepanto, prosperó, se vio fortificado por la conquista de Portugal y hubiera cambiado la faz del mundo si España hubiese añadido a sus territorios a Inglaterra y a su imperio en agraz. Pero el fracaso de la Invencible distorsionó, o volvió a normalizar, el plan vital español. De Cervantes a Quevedo y a Gracián no habrá más que llantos alrededor del magno desengaño. Es evidente que la elite de entonces percibió las consecuencias de todo aquello, de Lepanto como del hundimiento de las carabelas en el mar del Norte. La obra que el griego pintaba en Toledo, una vez echado del Escorial, no es sino el testimonio de aquel esfuerzo sobrehumano. Una epopeya que encontró a su Camoens en un pintor, pero de un modo más sutil, más oculto, menos alcanzable para el publico cotidiano. "El entierro..." es la culminación de un sueño que se frustra en la tierra para cumplirse en el cielo.

Creo que la novela de Fernández Santos es demasiado esquemática, desde este punto de vista,. Hubiera tenido que dedicarle el doble de páginas, para poder aprehender en ella el misterio de su protagonista, que plantea, además, desde el punto de vista de la técnica, otro problema: nada mejor para un novelista que la primera persona, porque crea de esta manera una comunicación fenomenológica, da cuenta, directa e íntimamente, de lo que sucede en primer lugar dentro del personaje y sólo después fuera de él. Lo real se configura alrededor nuestro a través de nuestra subjetividad. El resto es literatura, o conocimiento marginal. El mundo objetivo es un mundo subjetivo. Y, en este sentido, el Greco existe en primera persona en la novela de Fernández Santos. Pero este yo genial viene como sumergido por la invasión permanente de otros mundos subjetivos que añaden su propia historia a la del protagonista. Es como una enciclopedia de sujetos que pretenden tratar, todos ellos, del mismo tema, el del griego: y sin embargo no lo logra porque el drama de cada yo en parte oscurece al principal. Es así como el idilio Jerónima-Preboste resulta apasionado y apasionante, merced al talento del narrador, pero no añade nada al tema, añade incluso una duda, ya que resulta inverosímil, inventado ad hoc para que el lector quede satisfecho. Pero, ¿qué clase de lector? Es una pregunta. El asunto se fragmenta. El Greco no puede ser una obra, sino sólo un ser mortal.

Desde dentro no nos aparece nunca, ni siquiera cuando el autor lo enfoca como un yo más. Es, pues, a pesar de todo, una crónica exterior, muy bien llevada a cabo, porque el libro se lee de un tirón y tiene páginas realmente logradas, y no podía ser de otra forma, porque Jesús Fernández Santos es un escritor auténtico, pero el genio resulta como aniquilado por el hombre de a pie, si es que lo hubo en este caso.

Decía en el primero de los artículos de la presente trilogía, que cada religión ha creado su cultura y me refería sobre todo a los tres matices del cristianismo. España, la del tiempo del Greco, hubiera podido rehacer la unidad perdida, incluyendo en su área imperial a un Bizancio reconquistado (hazaña posible después de Lepanto) y a una Inglaterra, bastión de la Reforma y del puritanismo más tarde. Europa hubiera podido estar unida si España cumple con todas las promesas. El imperio romano cristianizado fue el núcleo de aquel sueño, luego Bizancio, luego el imperio alemán de la Edad Media. Pero intervino la separación entre Roma y Bizancio, luego la caída inevitable de éste y, más tarde, la ruptura luterana. Roma, Rusia, los anglosajones otorgan matices distintos a un fondo común al que tratamos desesperadamente de reconstituir hoy, a través de instituciones laicas que no vienen al cuento. Por este motivo, el Greco es tan grande. Su propio mundo interior, su cultura, su formación, su inconsciente colectivo forman una personalidad que procede de muy lejos. Es el fondo helénico del pintor, al que se sobrepone su catolicismo cretense, luego su presencia en Venecia y en Roma, y, por fin, en Toledo, en un momento crucial de la historia europea, cuando España da al mundo reyes, guerreros, descubridores, místicos, dramaturgos, novelistas, juristas, técnicos, médicos, marinos que constituyen de por sí un imperio cultural, una civilización, la primera de tipo realmente universal. El pintor asiste al desarrollo del tymos castellano, del plan vital como decía Platón, su compatriota, y pinta por encima de la imaginación del rey que forja el imperio pero quizá no lo comprende más que como un amasijo territorial. Todo es tragedia en la vida del griego y nada se cumple, ni el amor ni la ecumene. Sólo en "El entierro..." se realiza plenamente, tiene la certeza de haber pintado una obra maestra, más grande que la Capilla Sixtina. Su fracaso, que rima con el fracaso del tymos castellano, es grandioso, pero, de la misma manera en que España crea un siglo de oro, que es toda una época de plenitud dentro de la cultura occidental y, hasta en el fracaso, sigue engendrando genios, El Greco da con su siglo de oro en la simbología, tan compleja y tan extraordinaria, de su "Entierro del señor de Orgaz". Hay un paralelismo estremecedor, una correspondencia viviente entre un conjunto nacional, en tensión universal, y el yo de un artista que, al coincidir con la visión española del mundo, se vuelve pintor genial. Yo lo veo así. Fernández Santos lo vio de otra manera y escribió un libro excelente, que va a encantar a muchos lectores, por encima de mis disquisiciones de crítico quisquilloso e inmodesto.


Postdata: En la página 176 escribe el novelista: "no entiende que para mí, como para los florentinos, la pintura es sobre todo color antes que dibujo..." Es un error fácilmente corregible en futuras ediciones: el color es de los venecianos, Ticiano, Tintoretto, Veronese, mientras el dibujo, las aristas separadoras, son de los florentinos.


Vintila Horia, en El Alcázar, 1985

jueves, 5 de junio de 2008

Tiempos y estilos


He tenido, desde que ha empezado el mes de junio, un sinfín de revelaciones y de grandes satisfacciones artísticas. La alegría veraniega empezó con los cuadros de Molina Sánchez, llenos de ángeles, ilustrando el itinerario de un pintor que parece destinado a traducir en líneas y colores la pasión de Rilke por los mensajeros celestiales. De repente, Molina Sánchez me aparece como uno de los más grandes pintores españoles contemporáneos, reflejando, al mismo tiempo, una profundidad anímica y una técnica dignas de todo lo que ha hecho hasta ahora y anunciadora quizá de futuros milagros pictóricos. Pero también he podido admirar en una galería de nombre abulense, en Galileo, 7, la exposición de Elena Ghiu y sus tapices tan llenos de luz y de sugerencias que parecen como importados de otros mundos, mensajeros de algo que trasciende la materia y los temas. Un auténtico gozo espiritual.

Pero fue el otro día, en la Iglesia de la Encarnación, donde he podido pensar en paz en la armonía perfecta que los artistas establecen entre su tiempo y las formas que lo representan. El conjunto musical Albicastro Ensemble ejecutaba obras del siglo XVI (Landi, Monteverdi, Melij y Marini), luego del período siguiente (Bach y Haendel), con ocasión de la edición de un disco (por la casa Ethnos) dedicado a los Lieder Espirituales de Bach y algo se producía poco a poco dentro de la Iglesia. El Barroco cantaba (a través de la maravillosa voz de Rosa María Melister), sonaba y coincidía con el sentido arquitectónico y místico del edificio. Me pasé dos horas escuchando, mirando y meditando. Los compositores eran italianos y alemanes, el arquitecto y los pintores habían sido españoles, pero habían vivido al unísono del tiempo, insertos en la misma filosofía vital y en el mismo deseo de hacer arte sometiéndose al mismo estilo. Que es la forma de un tiempo. Me hubiera gustado asistir, acto seguido, a la representación de un Auto sacramental de Calderón, en el mismo sitio, bajo la misma luz. O que alguien me leyera fragmentos del Criticón.

Mi imaginación vagaba debajo de la cúpula, se dejaba impresionar por los santos barrocos, gigantescos en sus nichos medio protegidos por la sombra, trataba de dar un sentido a las líneas y a los colores, mientras la música de Monteverdi, extraordinariamente paralela, trágica y elocuente a la vez, o la de Landi, me permitía otorgar al siglo XVII dimensiones de completez. Lo que veía y oía en aquel momento convergía en un conocimiento global que era el de la época. Aquel tiempo tuvo un estilo y la belleza del momento consistía para mí en descifrar las intenciones de los creadores en el espacio y de los creadores en el tiempo, arquitectos y pintores, por un lado; músicos, por el otro. Podía hasta imaginar los trajes de la gente, en un momento parecido, situado tres siglos antes, gente de la Corte, contemporáneos de Felipe IV y de Calderón, por ejemplo, contemplando las mismas pinturas y escuchando la misma música, viviendo las mismas sensaciones que el público de mi tiempo. En apariencia los problemas que cada uno llevaba dentro eran otros, pero, en el fondo, la obsesión de la muerte, el miedo a la enfermedad, los intereses creados, la protesta de algunos ante los abusos de los grandes, el conformismo de los cortesanos, el amor y los celos, todo este conjunto de esencias eternas no había cambiado para nada. Éramos los mismos. Sólo que los reyes y los grandes llevaban otros nombres y los trajes otro corte.

José L. González tocaba su clavidordio en un solo de Haendel (“Suite en re menor para clave”) y mi mente mudaba de ropa a los espectadores, nos encontrábamos cinco o seis decenios más tarde y, sin embargo, nada había cambiado. Algo en los trajes. Pero los problemas seguían iguales a sí mismos desde los comienzos del hombre y del arte. Y yo seguía encontrándome a gusto en aquel ambiente tan perfectamente descrito por el pianista, con la ayuda de Haendel, claro está, y que dibujaba en el aire del oído las mismas formas y las mismas tonalidades. La humanidad estaba saliendo del Barroco para dirigirse hacia la locura del iluminismo y de la revolución. Pero nadie se daba cuenta de nada, ni en la melodía ni en la pintura o la arquitectura. ¿O es que lo trágico del Barroco no es sino la premonición de Voltaire y de la guillotina, del asesinato de los reyes y de las carnicerías napoleónicas? ¿No está Goya en las mismas preguntas de Calderón? Habría que esperar a Mozart y, sobre todo, a su Réquiem, para que lo trágico esencial volviese a la superficie, anunciando, desde cerca, la magnitud del drama, al que Beethoven otorgará acentos goyescos. Yo no quería pensar en aquello. En la tarde casi veraniega, en la Encarnación milagrosa, donde cuaja todos los años, después de licuefacerse, la sangre de San Pantaleón, menos en los años anunciadores de tragedias nacionales, la belleza del estilo daba alas a mi placer de vivir.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)


martes, 27 de mayo de 2008

Historia de una literatura trágica


Hay dos literaturas trágicas en el mundo, las últimas quizá: la soviética y la hispanoamericana, dando cuenta de la historia actual de sus respectivos pueblos. Mientras el bienestar, el conformismo, la transformación del escritor occidental en cliente de lujo de la sociedad satisfecha, impide una relación auténtica entre la literatura y el hombre y comercializa o endemoniza al esclavo de la usura, allí donde el ser humano está encadenado, oprimido, internado en el gulag soviético o bien obligado a asistir impotente a la difusión de la plaga bíblica de la subversión económica, el escritor ha sustituido al héroe político y cuenta la tragedia cotidiana de los suyos Es la voz de una miseria jamás alcanzada hasta ahora por el hombre, ni siquiera en sus peores tiempos históricos. El exilio o el gulag, por un lado, la contemplación desde una falsa libertad cívica, por el otro, otorgan a los escritores soviéticos y a los hispanoamericanos unas posibilidades de desvelar la estatua de la verdad en tonos de tragedia, en una especie de tiempo privilegiado, parecido hasta cierto punto a la época en que los griegos sacaban los mismos matices de los terrores humanos ante lo desconocido y ante la inclemencia del destino. Podríamos decir, pues, que pocos novelistas de la segunda mitad del siglo XX hayan sabido bajar a las profundidades de este infierno como lo han hecho Pasternak, Bulgakov y Solzhenitsin (sin hablar de los exiliados, que forman otro frente, paralelo, de esta lucha en el nombre de la salvación de la esencia), y, desde la otra perspectiva, los grandes hispanoamericanos que se sitúan en algo así como un Big Bang de su propia literatura desde el mismo momento en que empiezan a separarse de la simple protesta política y a expresar lo humano concentrado en el drama representativo y simbólico de sus colectividades.

Ningún historiador literario se ha atrevido hasta la fecha a presentar las dos literaturas a las que aludo más arriba bajo este aspecto, que es el auténtico, puesto que son historiadores occidentales, engarzados en el conformismo, pero lo curioso es que ni siquiera dentro del espacio hispanoamericano, donde el novelista se atreve a hablar y a revelar, los especialistas han sido capaces de interpretarlos al debido nivel existencial. Casi todos ellos provienen del espacio crítico de las universidades norteamericanas, donde la novela del Sur es interpretada al simple nivel de la protesta social, del realismo mágico y, en líneas generales, de interesadas, subjetivas e inauténticas posiciones marxistas o estructuralistas, falsificadoras de la realidad literaria. Sin embargo, libros como Pedro Páramo, El siglo de las luces, La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta y también Tres tristes tigres pueden ser contemplados hoy en su luz verdadera, por encima de partidismos, caprichos críticos y prudencias universitarias. En el marco defraudante de la interpretación, el libro del profesor italiano Giuseppe Bellini, Historia de la literatura hispanoamericana (editorial Castalia, Madrid 1985), aparece como un primer esbozo, desde Europa, destinado a situar lo hispanoamericano en su justo nivel de vida. No es que se trate de una historia tan atrevida y real como yo la planteo en esta crónica, pero sí de un intento, por lo menos, destinado a acabar con mucha falsa leyenda y con algunos falsos mitos. Es evidente que una literatura tan vasta no puede caber en menos de setecientas páginas y que, lógicamente, ninguno de los autores tratados por Bellini llega a tener en el libro un retrato exhaustivo, pero esta sería tarea de los exegetas monográficos o de los historiadores nacionales. Resulta difícil hablar de Carpentier de Vargas Llosa en cuatro páginas y de Cortázar en tres, pero es este el rigor limitativo al que se somete el historiador de tan magna empresa. Se trata de enfocar más de veinte literaturas a lo largo de más de cuatro siglos y el esfuerzo puede resultar agotador por demasiado sintético. Y es lo que le sucede a Bellini a pesar de sus buenas intenciones. Sin embargo, merecía la pena saltar por encima de los prejuicios y escribir una historia así. Libro, pues, más que meritorio, quizás único en su objetividad, a menudo entusiasmante desde el punto de vista del observador sine ira et studio.

En la misma Introducción encontramos estas frases reveladoras. “No me cansaré de repetir que la verdadera función misionera de España, descontada la inevitable tragedia de la conquista, con sus dolorosas consecuencias, y la frecuente incomprensión ante lo diferente, fue la conservación esencial y la valoración de un inmenso patrimonio cultural indígena, mérito extraordinario de las órdenes religiosas a cuya obra inteligente debemos todos nuestros conocimientos del mundo precolombino.” Y más adelante: “Lo que importa, habida cuenta de los datos con que contamos, es poner de relieve que gran parte de la esencia cultural del mundo aborigen se ha salvado y acabó confluyendo como componente decisivo en la espiritualidad hispanoamericana, no en discordia, sino en productiva síntesis, manifestándose legítimamente en una lengua sin lugar a dudas importada, pero que sirvió para unificar la expresión del continente y, sobre todo, para insertar su presencia cultural en un concierto mucho más amplio.” Pensamientos que contradicen a los indigenistas politizados, cuyas conclusiones demenciales encontramos en el Canto General de Neruda y en la pintura, cada vez más afeada por el paso implacable del tiempo, de Diego Rivera y Siqueiros. Bellini logra definir de esta manera el descubrimiento, que fue una inmensa acción destinada a insertar un continente separado en el área cultural de Europa y, por ende, de la humanidad. Y fue la España religiosa la que preservó los monumentos culturales incaicos o aztecas y mayas y que fundó universidades desde mediados del siglo XVI. La magnitud en lo bello y lo universal de la literatura hispanoamericana actual no es sino la continuación de aquel acto fundacional, mientras la decadencia política no es más que una separación del mismo.

El primer capítulo de la Historia de Bellini es dedicado a la literatura precolombina, la náhuatl y la maya, en la zona azteca de la conquista, y la de los incas en el hemisferio austral. Poesía religiosa y metafísica, sobre todo, cantando la sumisión del hombre a los dioses, pero también la angustia kierkegaardiana ante la dureza inexplicable de Quetzalcoatl o hasta de la diosa madre y ante la presencia eterna de la muerte. Escribe Bellini: “El mundo náhuatl y el mesoamericano están dominados por la presencia de la muerte, y no es extraño que esta domine, junto con la influencia hispánica, y sobre todo Quevedo en el ámbito literario, incluso la poesía contemporánea de estas regiones, especialmente la mexicana.” Hay quien cree en una vida más allá de la muerte, destinada a la felicidad (“Dicen que en buen lugar, dentro del cielo/ hay vida general, hay alegría”), pero hay quien piensa que el más allá no es sino la nada. Es la duda precristiana, presente en casi todas las religiones llamadas paganas, cuyos fieles han vivido en todas las latitudes esta incertidumbre de la que han sido liberados por el mensaje del Nuevo Testamento. Y hay una poesía heroica en la que el poeta canta a los príncipes de antaño y lamenta la decadencia de los héroes actuales y su afeminamiento y su decadentismo, lo que explicaría, por lo menos en parte, la derrota espectacular ante la embestida de la nueva civilización española.

Estas antiguas resonancias brotan, por encima de los siglos, en la literatura hispanoamericana actual y encontramos su filosofía en Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, García Márquez o Juan Rulfo, entre otros. Sí, está presente en ellos, como bien lo observa Bellini, el influjo de Valle-Inclán, de Quevedo y del surrealismo, pero hay como una vuelta al mundo mágico precolombino en poetas y novelistas y que se combina felizmente con lo español y lo europeo. Sería este todo un tema para futuras reflexiones. ¿Hasta qué punto el retorno –como el retorno humanista en Italia por encima de la Edad Media cristiana- ha sido libertador? O, en otras palabras: ¿Cuál puede ser el destino de los trescientos millones de hispanohablantes una vez liberados del catolicismo y de lo español y entregados a la libertad mágica de sus comienzos? ¿No es más bien incaico o azteca el presidente de El otoño del patriarca? ¿No era mejor el Paraguay de los jesuitas que el de los demócratas seudoeuropeos? ¿Cuál ha sido el factor o los factores que han determinado un cambio profundo, y no para bien, de los pueblos hispanoamericanos durante el siglo XIX? ¿Tiene razón Sarmiento en su Facundo, criticando la herencia española, o José Hernández en Martín Fierro, alabándola? ¿Y cuál[es], por fin, han sido los frutos de las llamadas revoluciones, como la mejicana, hundiendo a todo un pueblo en la miseria y las tinieblas precolombinas? La falta general de una elite política, ante la presencia de una elite intelectual de primera magnitud, capaz de enderezar el destino de los argentinos, por ejemplo, puede achacarse al Renacimiento humanista, para no llamarlo de otra manera, que ha desencializado la psique de todos los pueblos hispanoamericanos y, de manera espectacular, a los argentinos. El colonialismo no ha sido aún desterrado y es posible afirmar, a través de los acontecimientos actuales, que, en realidad, ha empezado a comienzos del siglo XIX, en el mismo momento de la independencia. La literatura hispanoamericana, bajo sus aspectos más grandiosos y a través de sus novelas más desgarradoras y auténticas, no serían sino el espejo de esta tragedia.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


sábado, 19 de abril de 2008

Contra toda esperanza


El poeta Osip Mandelstam nació en 1891 y desapareció en 1938, año en que, desde el gulag donde lo habían enviado los comisarios de Stalin, dejaron de llegar noticias suyas a la mujer que lo esperaba en Moscú. Desapareció como tantos otros, poetas o no, en la noche del materialismo dialéctico, llevando consigo poemas, desengaños y esperanzas. La revolución rusa, montada en premisas intelectuales, embrujó a escritores y artistas a principios de este siglo, a Boris Pasternak entre miles, o al filósofo Nicolás Berdiaev, al novelista Zamiatin o al futurista Mayakovski y a los representantes de la escuela poética campesina, como Esenin, y al mismo Máximo Gorki. Todos ellos, sin excepción alguna, perecieron en los campos de concentración o se suicidaron, algunos lograron exiliarse, otros prolongaron su agonía hasta después de la muerte de Stalin cuando, al primer gesto de rebeldía, como Pasternak con su Doctor Zhivago, fueron sometidos a los ataques más inmundos y degradantes por los meninos del régimen, y perecieron abatidos por su propia desesperación. Este período de la historia humana, que empieza en 1917 y no tiene ganas de abandonar el escenario, es el más triste de todos los tiempos, porque ningún otro régimen, ni el de la dominación tártara en Rusia, logró humillar al ser humano hasta tales extremos ni asesinar en su alma cualquier brote de esperanza. Cuando alguien preguntó a Verlaine si creía en la existencia del demonio y, si era así, cómo se lo imaginaba, dijo: “Es un cuarentón apuesto y elegante que habla italiano con acento ruso”. Lo que era, en el fondo, toda una profecía.

En su libro conmovedor, lleno de testimonios de primera mano, Nadejda Mandelstam, la viuda del poeta desaparecido hace tanto tiempo, trató de contar los acontecimientos que preceden al arresto de su esposo, y todo lo que ella emprendió para tratar de salvarlo, después de su marcha hacia Siberia. El libro fue publicado por primera vez en inglés, en 1970, fue traducido al francés por las ediciones Gallimard, en 1972, y aparece ahora, vestido de castellano, en Alianza Editorial (Madrid, 1984). Los acontecimientos hablan de por sí. El 13 de mayo de 1934 es arrestado por primera vez el poeta; el 17 de agosto de 1934, unos meses después, tiene lugar en Moscú el primer congreso de los escritores soviéticos, acompañado por los bombos y platillos del régimen, dispuesto a demostrar la adhesión de los escritores de todo el mundo a la nueva versión de la tartaridad ruso-soviética. La historia de esta adhesión es la de una traición. Todos sabían lo que estaba sucediendo en la URSS, los campos de exterminio, el suicidio de los poetas, el hambre del pueblo, el tiro en la nuca, el imperialismo más desenfrenado, la edificación de un Estado totalitario basado en la mentira y el espionaje, el crimen y la angustia. Decenas de escritores fueron a visitar el paraíso de sus esperanzas y volvieron hechos polvo por la desilusión: Panait Istrati, André Gide, Knut Hamsun, Henry Béraud, Stephen Spender, Arthur Koestler, Ignacio Silone, entre otros. Pero esto no impidió a Luis Aragón transformarse en miembro del comité central del partido comunista francés, ni a Bertold Brecht seguir en su prosopopeya marxista, ni a Pablo Neruda o a Rafael Alberti tener una conciencia sin remordimientos. Tan panchos, los escritores occidentales aceptaban premios Lenin o Stalin, visitaban aquello como si se tratase de las Bermudas, regresaban a sus países y seguían en sus temibles treces. A ellos dedica Nadejda Mandelstam, al final de su autobiografía, este párrafo desgarrador: “Cuando veo los libros de los Aragon de toda clase, que pretenden dar una lección a su propio país enseñándole a vivir según nuestro ejemplo, pienso que estoy en la obligación de dar a conocer mi propia experiencia, yo también. ¿Con qué fin había que enviar convoyes interminables de condenados al Extremo Oriente y, con ellos, al hombre que yo amaba? Mandelstam solía decir que “ellos” sabían perfectamente lo que hacían: no sólo destruían al hombre, sino también al pensamiento.”

Palabras sin posibilidad de réplica y que ponen de relieve dos consecuencias tan irreparables como aquellas muertes. En primer lugar, al entrecomillar la palabra “ellos”, la viuda del poeta da nombre a la distancia que separa, hoy todavía, después de tantos decenios, al gobierno del pueblo. “Ellos” son, en la URSS, como en cualquier otro país socialista, el partido, el comité central, los que se han separado de la colectividad, los que la oprimen y la agostan. Nunca, en la historia, nos encontramos con un hecho parecido. Es una minoría invasora, extraña completamente, situada fuera del alma colectiva, que está ahí como por milagro, como una pesadilla, y que un día desaparecerá del mismo modo en que ha aparecido. La llamada “nomenklatura” es el meollo de esta extranjeridad, confundiéndose el “ellos” tanto con esta clase reducida, como con el partido en general. En segundo lugar, se trató y se trata todavía de la destrucción del pensamiento. El homo sovieticus es capaz de cualquier cosa menos de pensar. Tal es así que los únicos intérpretes valederos del maremagnum ideológico marxista son algunos pobres filósofos occidentales, que ya no saben qué hacer con aquella masa de deducciones inútiles, fuera de juego y de actualidad, podridos hasta en sus intenciones proféticas, pero pensamientos al fin y al cabo. En la URSS no hay quien interprete hoy la doctrina del “maestro”, porque el pensamiento ha sido erradicado, ya desde los años treinta, cuando el congreso de los escritores y la desaparición de Mandelstam. De aquí también la imposibilidad soviética de inventar, de crear, de descubrir, de pintar y de escribir y la necesidad cada vez más apremiante de confundir la Academia de las Ciencias de Moscú con un despacho de la KGB. Bien provisto de dinero y espías, el régimen de “ellos” roba en el extranjero lo que el cerebro soviético es incapaz de imaginar. Y cuando uno piensa que es éste el camino de todos los países que empiezan por ser socialistas en broma, y luego se vuelven socialistas en serio, como Cuba, o como Chile con Allende, el párrafo de Nadejda se vuelve más correctamente profético que todo el Capital y el Manifiesto Comunista juntos.

Pero el libro es interesante no sólo porque pone el dedo en la llaga comunista y hace brotar sangre de la realidad, tal como Nadejda la ha vivido alrededor del drama de su marido y de sus inútiles esfuerzos para salvarlo del campo, sino también como documento de historia literaria, ya que encontramos en sus páginas retratos muy logrados de Mayakovski, de Gorki, de Acmátova, de Merejkovski y de tantos otros que forman la primera fase de la literatura soviética, escritores nacidos antes de la revolución, embrujados por ella y tratando, durante los años veinte y treinta, de sobrevivir al desastre o de morir fuera del mismo. Hay una escena de Gorki que pone de relieve el carácter algo primitivo del novelista, que morirá asesinado por Stalin, después de sus años de exilio y de resistencia en Alemania e Italia. (En un capítulo de mi libro Literatura y disidencia, Madrid, 1980, cuento la historia del cambio dentro de la conciencia de Gorki y de su trágica muerte.) Eran los primeros años después de la revolución y Gorki ejercía de presidente de la Unión de los Escritores. Mandelstam había regresado a Moscú de un viaje a Georgia y Crimea, había sido arrestado y liberado dos veces y ya no tenía con qué vestirse. Y no se podían comprar vestidos sino consiguiendo un ticket oficial, ya que todo estaba racionado. Y era Gorki quien firmaba los tickets para los vestidos destinados a los escritores. Cuando alguien se le presentó para pedir un ticket para Mandelstam, para un pantalón y un jersey de lana, tachó la palabra pantalón y dijo: “Ya se arreglará sin ello...” Nadejda cree saber que este gesto, tan poco amistoso, se debió al hecho de que el naturalista Gorki, bastante simplista en su ser como en su literatura, no comprendía la sutil poesía de Mandelstam, poeta simbolista difícil de leer para quien no tenía la preparación y la sensibilidad necesarias. Es posible. También Kazantzakis en su libro de recuerdos relata una visita que hizo a Gorki, acompañado por Panait Istrati, mal recibidos por el presidente de la Unión de Escritores Soviéticos, considerados los dos como dos vagabundos peligrosos para el régimen y la ideología. Istrati fue un anarco, como lo hubiera definido Jünger (y no un anarquista, que es distinto, ya que el ismo implica una adhesión a un cuerpo organizado) y el recibimiento del autor del Asilo de noche constituyó uno de los mayores desengaños de su vida.

Una trágica historia, como lo es siempre la de la muerte de un poeta. Con la desaparición de Mandelstam y los inútiles esfuerzos de su mujer para salvarlo, concluye la época de la última libertad para lo escritores y artistas en la URSS. Simbolistas, futuristas, acmeístas, poetas campesinos, novelistas neorrománticos y futurólogos, ven cortada su posibilidad de crear y la literatura se hunde en el caos color de rosa del realismo socialista. La época de Stalin representó el apogeo de aquella sumisión desesperante y anuladora. Después de la muerte del demonio innominato, como llamaba Manzoni al malo de sus Novios, a pesar de los nuevos tipos de censura instaurados por Kruschev y sus sucesores, la literatura empezó a resistir, contra toda esperanza oficial.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)