miércoles, 2 de diciembre de 2015

La envidia igualitaria


Gracias a Dios, no somos iguales. La igualdad es algo relacionado con la entropía y con la muerte y no tiene sentido sino dentro de una situación letal. Traerla a colación y hacer de ella un principio fundamental de la sociedad es signo también de entropía, en el marco decadente del mundo occidental del siglo XVIII, signo bajo cuyas amenazas características nos encontramos todavía, pero que parece en trance de agotamiento, de un lado y de otro del muro de la vergüenza ideológica. En el momento en que moriría [sic] del todo el absolutismo igualitario, se desintegraría el sistema construido encima de esta anomalía psicopolítica cuyo padre, Juan Jacobo Rousseau, fue el fundador desquiciado, psíquicamente enfermo, que colocó bajo el sello de la locura toda una época, la mas enferma de todos los tiempos, tal como la define C. J. Jung. Y es, precisamente, la desigualdad natural, que está en la base de todo tipo de vida, sea ella nuclear, como botánica y zoológica, la que enderezará el mítico entuerto.

Pero era a otra igualdad a la que me refería al principio del párrafo anterior. A la que corre, Deo gratias, entre mi entrañable y viejo amigo Gonzalo Fernández de la Mora y yo. A pesar de encontrarnos los dos bajo la misma bandera, él tiende hacia los valores humanistas del Renacimiento, yo hacia los de la Edad Media, sin dejar de respetar el uno las preferencias caracteriales y filosóficas del otro. Si a alguien se le ocurriera situarnos desde el punto de vista político, ocurrencia peregrina y a menudo falsificadora, por lo menos bajo esta perspectiva personalizadora, le encontrarían a él asimientos al Príncipe y a mí al De Monarchia, mientras, de manera más libertadora y completa, él estaría más cerca de un racionalismo tomista y yo más apegado a un sentimentalismo agustiniano o platónico. Las dos posiciones se vuelven complementarias, como en Santo Tomás y Dante, en el marco no sólo de la antigua amistad que nos une, sino también en la manera que nos empuja a los dos a buscar la verdad. Él no es un agnóstico y yo no soy enemigo de la razón. Creo que fue en el marco de una reunión organizada por Giovanni Volpe, en Roma, quizá en 1974 o 76, cuando, al hablar los dos en la misma mañana, en el aula del palacio Pallavicini, dimos cuenta de lo que realmente éramos desde dentro, completándonos armónicamente, como un Renacimiento y una Edad Media reunidos en el haz prospectivo del Siglo de Oro, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que nuestras ponencias habían sido las mejores de aquella inolvidable reunión. Había dado cada uno lo mejor de sí mismo y nos habíamos encontrado, sin querer y sin habérnoslo propuesto de antemano, dentro del mismo camino que une en la verdad.

Creo, pues, fiel al interés que siempre ha despertado en mí el pensamiento de Gonzalo, que su último libro, La envidia igualitaria (Ed. Planeta, Madrid, 1984), es el mejor ensayo jamás dedicado al tema y uno de los mejores libros del pensamiento europeo actual aparecido en las librerías durante los últimos diez años. Es un auténtico alarde de erudición, talento, estilo, claridad, mordacidad y perspicacia filosófica y política y resulta por todo esto difícil y arriesgado comentarlo en una crónica. Me atrevo a decir que las páginas dedicadas, en la tercera parte, a La desigualdad creadora son las mejores del libro, lo que obliga al lector a una atenta lectura de las primeras dos [sic], introducción imprescindible para poder alcanzar las alturas del final. El paseo a través de filósofos, moralistas y poetas que se han ocupado de la envidia en general, desde los antiguos hasta Scheler, Freud y Unamuno, constituye una auténtica antología comentada de los textos fundamentales para enfocar como es debido el acercamiento al análisis de la envidia en la segunda parte, y para merecer la recompensa de la tercera, donde está encerrada la clave del libro y donde cualquier pensador político y cualquier practicante de la política encontrarán sobradas razones para corregir su trayectoria, para enriquecerla o para dar el salto necesario desde la utopía hacia lo real. Recomendaría este texto no sólo a socialistas y comunistas cansados de patear en el lodazal marxista y por supuesto igualitario, sino también a cierta gente de la derecha llamada liberal que nos propone un porvenir y nos prepara otro, como fue el caso, tan siniestro y fatal, de la llamada UCD, centro sí pero de todos los males que hoy padecemos en España.

Uno de los capítulos más brillantes del libro me parece el dedicado precisamente (v. páginas 230 a 232) a "La envidia igualitaria" y creo que no hay argumentos contra lo que afirma Fernández de la Mora desglosando, desmenuzando y destrozando sin piedad las técnicas más conocidas del socialismo igualitario, como son las nacionalizaciones, la participación estatal, la fiscalidad creciente, técnicas impuestas por la envidia igualitaria que explica[n] hoy tanto el éxito electoral del socialismo europeo fomentador y aprovechador de la envidia de masas, como el fracaso de la misma política una vez conquistado el poder. "El igualitarismo ni siquiera es una utopía soñada; es una pesadilla imposible. Lo que sí cabe es satisfacer transitoria y localmente la envidia igualitaria al precio de la involución cultural y económica. Cuanto más caiga una sociedad en la incitación envidiosa, más frenará su marcha. La envidia igualitaria es el sentimiento social reaccionario por excelencia. Y es una irónica falsificación semántica que se autodenominen "progresistas" las corrientes políticas que estimulan tal flaqueza de la especie humana. La deletérea envidia igualitaria dicta las páginas oscuras de la historia; la jerárquica emulación creadora escribe las de esplendor." Páginas así, de agudo análisis y de definiciones justicieras, abundan a lo largo de todo el libro, cuya lectura, por supuesto, recomiendo calurosamente a mis habituales lectores. Un libro para meditar, anotar, subrayar, comentar y gozar, y cuya relectura entusiasmará a estudiosos y aficionados, enriqueciendo a estos y asombrando y deleitando a aquellos.

Hay, sin embargo, tres puntos en el libro que han suscitado en mí comentarios distintos a los de Gonzalo Fernández de la Mora. Sólo se trata de matices, o de fragmentos, que nada tienen que ver con la esencia de este ensayo, al que podemos considerar como una auténtica y bienvenida obra maestra. Pero da la casualidad de que soy, además de escritor, un quisquilloso catedrático de literatura y es esta postura crítica, no creadora pero típica del especialista, la que me obliga a considerar unos detalles después de haber enfocado el conjunto. El primero es el referente a Ovidio. En la página 29 encuentro esta afirmación: "El fecundo Ovidio, que apenas podía decir nada que no fuese en verso, carecía de un esquema moral." Decir en versos no me parece mala cosa. Lucrecio escribió todo un tratado en versos, y también Boecio, y deben a aquella versificación su fama de filósofos. Y no creo que el autor del Ars amandi haya carecido de un esquema moral. El más extenso de sus poemas, el que cita Gonzalo, Las metamorfosis, encierra un admirable retrato de Pitágoras, como hombre y como profeta, que da cuenta de las creencias religiosas de Ovidio, y morales por supuesto, y que me fue fácil considerar como la causa de su destierro, en mi novela Dios ha nacido en el exilio. Tres años más tarde, el latinista Jerome Carcopino confirmó mis intuiciones literarias en su libro Encuentros de la historia y de la literatura romanas (París, 1963, editado años más tarde en Madrid por Espasa Calpe). Dos hombres cohabitaban en Ovidio, sostiene Carcopino, tal como yo mismo lo había sostenido en mi novela: "el libertino y el filósofo, un sensual y un místico." El pitagórico, ya en Roma –y por este motivo fue exiliado, puesto que la secta había sido condenada por Augusto– había sustituido al libertino. El esquema moral había borrado en su conciencia el esquema erótico.

Segundo punto: no creo que la envidia sea un vicio español, a pesar de todo lo que al respecto se haya escrito hasta la fecha. Todos los pueblos son envidiosos en la misma medida en que el mal, el vicio, los defectos éticos, están allí en todas partes como objetos dignos de cualquier tipo de etiología. Si tantos pensadores ilustres pertenecientes a todos los pueblos hablan de la envidia en el mismo tono de reproche, autores citados y magistralmente comentados por Gonzalo, esto no hace sino poner de relieve la univers[al]idad de la envidia. No es posible definir a los españoles a través de la envidia. Existen una envidia francesa y una italiana, tan absorbentes y definitorias, en lo negativo, como la española, o más. La novedad que nuestro autor introduce en su relato filosófico es la siguiente: "No es tener menos, es ser menos. Se trata de una envidia existencial no suscitada sólo por lo que el otro posee, sino por lo que es." Y más adelante: "La envidia es un morbo antisocial incluso en los países más disciplinados y solidarios; pero en la España orgullosa e individualista es el mal político supremo. Combatirlo no es cuestión de higiene, sino de supervivencia." Sin embargo, la envidia igualitaria, que da título al libro, no es obra de mentes españolas, y el socialismo no ha nacido aquí. Y al ser querencia de ser y no de haber, constituye de por sí un noble distingo castellano.

Tercer punto: hablando de la ilusión de la igualdad, muy antigua entre los hombres, Fernández de la Mora cree que "sus tres momentos decisivos son el cristianismo, el demoliberalismo y el socialismo, que se corresponden con el igualitarismo religioso, el político y el económico". Lo que no entiendo es el porqué de la equiparación. El igualitarismo en el marco de la envidia crea hábitos y derrama consecuencias en todo lo terrenal, desde lo social y lo económico, hasta lo moral y lo estético. El igualitarismo cristiano, por llamarlo de alguna manera, implica la igualdad de oportunidades de las almas ante Dios, lo que no puede dar lugar a ningún tipo de envidia sino dentro de una Olimpiada anímica donde todos podemos ser ganadores o perdedores, en la sombra de una igualdad a la que el demoliberalismo y el socialismo han pensado de otra manera, evidentemente no-religiosa, o explícitamente anti.

Lo religioso no coincide en ningún sitio con lo político o lo económico, ni siquiera en las periferias del alma y cuando coincide da lugar a auténticas catástrofes, como la de la teología de la liberación, basada en la confusión entre lo religioso y lo político, o como la de la muerte de Juan Pablo I. El "Dios de todos para todos" de Pablo de Tarso, al que cita Fernández de la Mora, nada tiene que ver con el igualitarismo que no es un concepto metafísico y menos todavía religioso, y todo lo que no es de Dios, o del espíritu, es del César, cumbre encubridora de todas las envidias.

Hechas estas salvedades profesionales, vuelvo a dar la palabra al escritor, el cual, en nombre de la amistad que le une desde hace tantos años a sus lectores, reitera lo antedicho y considera La envidia igualitaria como el mejor libro del año, hasta la fecha, o entre los mejores de la década, ya que hemos contemplado juntos, en el marco objetivo de estas notas críticas, algunos, no muchos, libros destinados, como este, a esclarecer los abismos y las cumbres de este fin de siglo.

Vintila Horia, en El Alcázar, agosto de 1984


sábado, 15 de agosto de 2015

Rafael el antimedievalista


No se han apagado todavía los ecos del aniversario del nacimiento de Rafael Sanzio. 1983 fue su año en toda Europa y en las Américas, hispanas o no, y muchos libros, muchas exposiciones, artículos y festejos de todo tipo han ilustrado el recuerdo de la vida y de la fulminante carrera del pintor, muerto tan joven, en pleno esplendor artístico, pero dueño ya de un imperio personal, el de una pintura que venció los siglos. Es dentro de esta brillante conmemoración donde acaba de publicarse un librito del mismo Rafael, titulado Il pianto di Roma (El llanto de Roma, Ed. Fogola, Turín, 1984), con un prefacio, sumamente interesante y bienvenido, por Piero Buscaroli.

Como es sabido, en pleno vandalismo destructor de los monumentos antiguos, aún existentes en aquella época en Roma, el pintor de Urbino es encargado por el papa León X (no podía ser sino un Médicis, amante de lo clásico y humanista nato) de redactar una relación o informe sobre el estado de conservación y la posibilidad de salvación de los monumentos romanos. Rafael era entonces "magister operis" en San Pedro y también "praefectus marmorum et lapidorum omnium" y amigo de uno de los personajes más curiosos y geniales de aquel final del siglo XV, Baltasar Castiglione, que fue nuncio de Clemente VII en España, y fallecerá en Toledo en el año 1529. Autor del Cortesano, Castiglione creó el modelo del hombre culto que animaba la vida cultural y sentimental de las cortes renacentistas, inspirador de Gracián un siglo más tarde, y cantó en un soneto "las sagradas ruinas" de aquella roma a la que el pintor se propuso salvar.

Como lo afirma Buscaroli en su prefacio, Rafael puede ser considerado como el primer defensor del patrimonio artístico de una ciudad, un ecologista anticipado, dando cuenta en su escrito de las lamentaciones de los intelectuales que le rodeaban y que se entusiasmaron por la idea de aquella defensa. Donde Rafael se equivocaba, como buen hombre del Renacimiento que era, continuando en su escrito una polémica empezada por Petrarca y todavía en el aire, es en relación con la Edad Media, época gótica y, por ende, germánica: "Los edificios del tiempo de os godos, escribe, son tan exentos de cualquier gracia, sin matiz alguno, contrastantes, pues, con los antiguos y modernos." Es preciso aclarar aquí que, según las clasificaciones de aquel tiempo, moderno era el Renacimiento mismo.

Resulta difícil aceptar dicha crítica. El arte gótico nos aparece hoy como mucho más lleno de gracia que los pesados monumentos imitando [sic], a lo largo de todo el Renacimiento, la arquitectura romana o clásica en general. Esta no fue sino una imitación, la reproducción fiel, y a veces perfeccionada, de algo que ya había existido: re-nacimiento, la palabra misma lo dice claramente, el nuevo nacimiento de un tiempo que ya había nacido una vez. Mientras el arte gótico, en absoluto inventado por los alemanes, ya que nació en Francia y luego [fue] difundido por toda Europa, fue un arte original, la expresión más pura y genuina del alma cristiana medieval, el tiempo máximo de la religión cristiana.

Es curioso cómo Goethe, en el siglo XVIII, tuvo actitudes contradictorias ante los monumentos góticos. En su juventud, mientras estudiaba Derecho en Estrasburgo, se entusiasmó por la catedral de aquella ciudad, orgulloso de que los alemanes habían inventado el estilo. Pero, años más tarde, viajando por Italia, no quiere saber nada del arte gótico y es capaz de pasar por Asís sin mirar siquiera aquel monumento tan representativo de la arquitectura y la pintura medieval que es la basílica de San Francisco. Goethe sólo se detiene ante el templo de Minerva, resto bien conservado, en su fachada, de un templo antiguo. Alemán de la Ilustración, el autor de Faust se volvió, en su Viaje a Italia, contra las mismas formas que desagradaban a Rafael. Lo clásico, en las dos épocas, había logrado deformar el buen gusto de la gente de la calle y de las élites también. Hoy sabemos lo que significó la Edad Media. Un monumento gótico es una creación original, viva, una plegaria ardiendo en las llamas del espíritu, mientras muchos monumentos renacentistas, como muchas obras literarias, parecen tumbas y, si están pletóricas de humanismo, lo que les hace falta es un poco de divinidad. El gran Rafael, desgraciadamente, no pudo evitar el conformismo de su tiempo. Como tampoco Goethe.

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 22 de noviembre de 1984

martes, 30 de junio de 2015

Platón y Aristóteles o el contraste complementario


Un libro precioso, bien pensado y bien escrito, al alcance no sólo de los especialistas, es este Aristóteles de Franz Brentano publicado en la colección "Punto Omega" (Ed. Labor, Barcelona 1983; aprovecho esta oportunidad para recordar a mis lectores que yo fundé en 1966 esta colección, perteneciente entonces a la Editorial Guadarrama que tantos textos capitales regaló al público español, colección que yo dirigí durante tres años), libro breve y compacto sobre la vida y la obra del "Estagirita", filósofo sin el cual el sentido mismo de la cultura occidental resultaría incompleto e incomprensible. Resumiendo, los que se interesan por Aristóteles desde una perspectiva más completa, el estudio quizá más exhaustivo jamás dedicado a la ética aristotélica, escrito por Constantin Vicol Ionescu, publicado por el Instituto de Filosofía "Luis Vives" (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1973), obra capital a la que su autor, fallecido hace pocos años, ha dedicado toda su vida, desde su modesta posición social y académica en Santiago de Chile. *

A pesar de las diferencias fundamentales entre los dos sistemas --el idealista de Platón y el realista de Aristóteles--, este último no dejó nunca de venerar a su maestro, cuyo alumno en la Academia ateniense y colaborador en la misma fue durante años. Escribe Brentano: "No se puede dar expresión más eficaz al sentimiento de una deuda de gratitud nunca extinguida hacia el maestro que le inició en la sabiduría, que como lo hace Aristóteles en el crepúsculo de su vida en los libros de la amistad." Creo que no hay mejor ilustración de la complementariedad de los dos pensadores y de los dos sistemas por ellos defendidos que la pintada por Rafael en su "Escuela de Atenas", donde aparecen (en las estancias del Museo Vaticano) indicando el maestro con el dedo hacia arriba, o sea, hacia el mundo de las ideas eternas desde [sic] donde todo procede, mientras el discípulo, con la mano extendida en un gesto que da cuenta de la medida de lo visible, apunta hacia la realidad, fuente del conocimiento y preparación sine qua non hasta para alcanzar la eternidad. El discípulo, a pesar de todo, continuó al maestro y me parece muy bien que un pensador de la talla de Brentano haya puesto de relieve esta armoniosa polémica, tan profundamente inscrita en el destino mismo de la cultura occidental, encontrándose los dos filósofos en la base de las grandes épocas, también contrastantes y complementarias, de nuestra cultura. Platón en san Agustín y en los comienzos mismos de la Edad Media, Aristóteles en su final tan esplendoroso con santo Tomás y Dante; Platón de nuevo en el humanismo renacentista y la Academia florentina, etcétera. Occidente no es sino un eterno pendular entre sus dos polos filosóficos en los que se concentran los quehaceres de toda nuestra historia.

Lo que nos queda de la obra de Aristóteles no son sino sus escritos llamados "esotéricos", textos perfectamente redactados, pero de riguroso desarrollo dialéctico, destinados a sus discípulos, a los especialistas diríamos hoy, mientras los "exotéricos", pensados y redactados para el gran público en un estilo y dentro de un enfoque más accesible, se han perdido en su totalidad. Platón ha tenido más suerte en este sentido, ya que se ha conservado su obra en su casi totalidad. Pero es aquí donde se detiene la suerte del autor de La República. Es, hasta cierto punto, penoso y, para sus admiradores, desesperante, el hecho de constatar hasta qué punto Platón ha sido un hombre sin suerte, mientras a Aristóteles le ha sonreído el destino en todo lo que ha emprendido, como filósofo y como ser humano vinculado a los acontecimientos y las tentaciones de la existencia terrenal. En efecto, el gran sueño de Platón relacionado con la fundación de una ciudad perfecta destinada a poner en práctica los principios políticos por él formulados en La República han fracasado con tremenda insistencia. Viajó tres veces a Siracusa con el fin de convencer a los dos Dionisios a que le dieran medios suficientes para edificar su polis y nunca lo logró. Y cuando su discípulo Dion echó al tirano y se instaló en el poder, se volvió tirano a su vez, apartándose de la enseñanza del maestro y fue por ello asesinado por sus enemigos. Aristóteles, en cambio, es llamado a Atarnea, en el Asia Menor, donde Hermias le encarga la organización de la pequeña ciudad de Asos, dándole mano libre para ello, en el marco de una democracia lindando sí con la tiranía pero lejos de imitar el régimen de los siracusanos. Más tarde, de vuelta a Pella, la capital de Macedonia, el rey Felipe le encarga la educación de su hijo Alejandro, el cual, una vez en el trono, y más tarde lanzado a su aventura imperial, tratará de aplicar la doctrina de su profesor. Enorme satisfacción para un pensador y más todavía en el momento en que el ex alumno le proporciona los medios para fundar el Liceo en Atenas y le hace enviar para su museo ejemplares de animales, pájaros y plantas, minerales y manuscritos con el fin de ayudar al filósofo en su obra de investigación en la que Aristóteles basará su realismo.

Pero hasta en el amor los acontecimientos concentrarán en Aristóteles su esplendor vital. Casado con Pitia, la hija de Hermias, de la que tendrá un hijo, y luego, en segundas nupcias, con Herpile, el Estagirita hará en sus últimas obras el elogio de la filia, misterio común a la amistad y a la pasión amorosa. Que no es tal pasión en la mentalidad del autor de la Ética puesto que algo razonable permite a los amantes, en el marco del matrimonio, claro está, alcanzar no sólo el máximo de felicidad, sino también las alturas del conocimiento. Es la enseñanza de la Divina Comedia, como es fácil observar. Dante mismo, en unos versos a menudo comentados por los exegetas de su aristotelismo (Purgatorio XVIII) recomienda a los amantes el amor que "...é di fuori a noi offerto" como medida del bien y del mal capaz de controlar al otro amor "...che dentro a voi s´accende", la razón, pues, como dominadora de los sentimientos en un afán equilibrador, cuyo origen aristotélico es evidente. El ejemplo de este equilibrio y control sobre sí mismo nos lo ofrece el mismo Dante, en su Convivio, donde ilustra su teoría recordando el sacrificio de Eneas, el héroe de Virgilio, el cual, en pleno idilio amoroso producido por la pasión (se trata de su aventura con Dido, la reina de Cartago) renuncia a todo y vuelve a embarcarse, puesto que su misión no era la de quedarse y amar, sino la de fundar un nuevo reino que será el de Roma. La razón vence los sentimientos. Y también el amor de Dante por Beatriz va a ser no una pasión de los sentidos, sino una razonada pasión abstracta, conduciendo al poeta hacia el peldaño más alto del conocimiento. El amor, pues, como técnica del conocimiento, síntesis perfecta de los sentimientos y de la razón, algo que nadie, desde entonces, ha logrado llamar a la vida del arte literario.

Sin embargo, Platón no ha conocido el amor, no solo porque no se ha casado y no hay ningún recuerdo de mujer en su vida, sino que, tal como se puede deducir de su Banquete, el amor tal como él lo concibe es más bien homosexual. Hay como una nube en la vida del gran fundador del idealismo y que nunca lo abandonará. Será el esclavo de sus sentidos, lo que, como a Proust, le habrá conducido más de una vez por el sendero de la desesperación. Doble motivo, pues --el incumplimiento de sus ilusiones políticas y su situación marginada dentro de una mala manera de entender el amor-- de desengaño y pesimismo. La vida de Aristóteles es una vida llena, una maravillosa aventura desde el principio hasta el fin. Morirá a los sesenta y dos años (mientras Platón vive hasta pasados los ochenta) colmado por los dioses, mientras a Platón se le muere el maestro Sócrates casi en sus brazos, y el discípulo más querido en el umbral de la vejez. Su recorrido terrenal está marcado por la muerte, al principio y al final. ¿A quién habrá amado? A Dion quizá, pero este amor no otorga ni felicidad ni conocimiento. Desencadenará lo que Petrarca, primer platónico humanista, llamará aegritudo o acidia, en su incierta pasión de hombre de la Iglesia por una Laura que perturbará sus sentidos, lo hará temblar en el viento de la pasión, sin que jamás llegase a tocarla y provocará aquel espléndido alud de sentimentalismo fundador de la lírica moderna que son sus Rimas, escritas para una Laura viviente, inspiradora de la más ardiente pasión, y para una Laura muerta que seguirá hasta el final en la memoria del poeta. Mientras el otro estilo, el aristotélico, inspirará a Dante las tercinas de su obra maestra, como un manantial de plenitud. De Petrarca a Miguel Ángel, platónico vencido por la pasión carnal fuera de la ley natural, pasando por los homosexuales del complot romano organizado por Pomponio Leto en el siglo XV, de inspiración platónica también, hay toda una veta que enlaza por encima de los siglos con la Academia y el Banquete. Habrá que esperar a Galileo para que el Renacimiento humanista se salga de lo que el matemático toscano llamaba "las matemáticas platónicas", situándose el Barroco y sus descubrimientos científicos renovadores, realistas en el sentido más aristotélico y cristiano posible, en la estela clarísima del fundador del Liceo.

Época tras época, el mundo occidental ha vivido bajo la luz de uno y de otro, Platón y Aristóteles, en una fuga hacia delante que fue siempre un eterno retorno a los orígenes. ¿Podríamos afirmar, sin riesgo de equivocarnos, que España, en sus épocas mejores, los siglos XV y XVI, fue más bien aristotélica que platónica y que, bajo este signo, dio la espalda al humanismo renacentista? Hasta cierto punto sí, porque no todo fue aquí continuación limpia de la Edad Media, quiero decir de Aristóteles. El proyecto español de imperio universal está basado en el De Monarchia de Dante, que es un rechazo del Estado maquiavélico, como lo he dicho aquí alguna que otra vez, pero Garcilaso fue petrarquista, es decir, platónico, y otros más, enturbiando por así decir el tono mayor de la empresa castellana. ¿Fue Cervantes aristotélico o platónico? Es posible que volvamos un día sobre el asunto, más que apasionante, porque si es cierto que el espíritu español fue romántico por antonomasia, antes de la aparición del romanticismo en Europa, se trató siempre de algo muy especial y genuino, una mezcla de sentimientos y razón que otorgan una tonalidad característica a los más aparentemente atormentados, como el Arcipreste de Hita, Tirso, Gracián, Quevedo y el mismo Cervantes. ¿Dónde termina Platón y dónde empieza Aristóteles dentro del perenne romanticismo español? Tema para meditar y no sólo en un artículo.

Vintila Horia, en El Alcázar, 22 de noviembre de 1984

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lunes, 9 de febrero de 2015

Antigua más que antigua*


La parte menos conocida de Italia, la que los turistas no suelen visitar porque se quedan en Nápoles si no piensan ir más hacia el sur, o, si escogen el sur, no se apartan de Sicilia, es todo este inmenso espacio que va desde el Vesubio al estrecho que separa la península de la isla misteriosa, Italia de Sicilia. Y basta adentrarse hacia este espacio antiturístico -por lo menos hasta ahora-, sobrepasar la ciudad de Salerno para encontrarse con un auténtico museo al aire libre, cuyos misterios y grandezas empiezan en Paestum y no terminan ni en Crotona ni en Táranto, ciudades antaño dominadas por los pitagóricos, sino quizás en el punto más cargado de antigüedad, esta vez cristiana, que es la punta más extrema del occidente itálico, aquel sitio parecido a la isla de San Miguel en el norte de Francia, y que allí se llama San Giovanni Rotondo, donde sufrió, predicó y curó el padre Pío. Mezcla, pues, de piedad cristiana y de antiguas procesiones de siglos y  leyendas, el territorio de la Magna Grecia es un mapa tan cargado de historia y de monumentos, de pueblos y civilizaciones desaparecidas que resulta difícil sintetizarlo en un libro. Lo ha hecho, sin embargo, contemplando sólo su período clásico o antiguo, el escritor y pintor Carlo Belli. Su trabajo se titula Paseos por Magna Grecia (Edizioni della Cometa, Roma, 1985, dos tomos) y tengo que confesar, una vez terminada su lectura, que pocas veces me he sentido tan acomplejado ante tanta sabiduría y erudición, tanta poesía y tanta ciencia.

Sitios como Paestum, llamado Poseidonia por los griegos, o como Elea (la Velia de los romanos), o como Síbaris, Táranto o Heraclea, han despertado en mí muchos recuerdos, ya que conozco algunos de ellos, o curiosidad y pasión por el mar homérico y virgiliano que rodea ruinas, recuerdos, cielos y olivos, cuya luz y cuya sombra vieron pasar, durante los últimos tres milenios, los pasos fundadores de todos los héroes y poetas que fundaron a Europa y a Occidente. ¿Cómo pasear indiferente ante la gruta de la Sibila, en Cuma, cuyo retrato pintó Miguel Ángel en la Sixtina y ante cuyas miradas los griegos aniquilaron la flota de los etruscos? ¿qué es lo que sucedía realmente en aquellos parajes? ¿Cómo pudo mantenerse en el amor, el temor y el respeto de los hombres la vocación profética de unos personajes tan cargados de inexplicación científica como fueron las profetisas de Delfos (¿recuerdan la novela de Pär Lagerkvist?), la Sibila cumana y las demás? Innumerables batallas, innumerables fundaciones de ciudades, poetas y pensadores como para llenar una enciclopedia pasaron por aquí, entre los muros de Síbaris o de Velia, impusieron un estilo de pensar, de amar y de ser a generaciones enteras, tan parecidos a nosotros, ya que de ellos descendemos, y nos hemos olvidado hasta de su nombre. ¿A quién dice algo Parménides y la escuela eleata, Zenón o el poeta Jenofán, autor de un poema filosófico y fundador de la democracia en Elea? A algunos catedráticos y estudiosos. ¿Quién sabe que el cálculo infinitesimal, la convicción de que el conocimiento no nos viene de los sentidos y la dialéctica han tomado forma por primera vez en la orilla de aquel mar, al lado del cabo Palinuro?

Hace cuatro años, en el mes de junio de 1982, me encontraba en Velis, adquiría un libro sobre Parménides, del profesor Antonio Capizzi (Ed. Laterza, Bari, 1975), paseaba por las calles recién sacadas a la luz por los arqueólogos, mientras el resto de la ciudad, entre el mar y las colinas, seguía bajo tierra, esperando una restitutio in integrum realmente imposible. Porque lo que sale de la tierra no es más que ruina muda. Tenemos que imaginar, inspirados en documentos, textos antiguos, vasijas y bajorrelieves, columnas truncadas y sepulcros parcos en el hablar, el rostro de la vida en Elea. Sin embargo, los eleatas están en la base de nuestro comportamiento diario y en nuestro modo de pensar, al igual que los jonios y los atenienses. Todo ha empezado en una pequeña orilla asiática o helénica, o bien aquí, en un trocito de playa y desembocadura itálica. El mismo destino de Elea es dramático, como todos los destinos, de los individuos como de las ciudades. Nos lo cuenta Carlo Belli en su maravillosa reconstrucción.

Cuando los persas atacaron las ciudades griegas del litoral asiático, el año 540 antes de Cristo, parte de los habitantes de Focea se hicieron a la mar con sus bienes y sus familias y se dirigieron hacia sus territorios del extremo oeste, viajaron durante semanas o meses, trataron de aposentarse en Córcega, luego en Marsella, más tarde, cansados y desanimados, en Paestum, pero no lo lograron. Había demasiados griegos en todas partes y pocas tierras fértiles, de modo que atracaron definitivamente en lo que posteriormente iba a ser Elea. Años de búsqueda, de muertos y recién nacidos, en las mismas naves, transformadas en una pequeña ciudad flotante. Unos vagabundos del mar fueron los que dieron vida a una nueva ciudad.

Rápidamente, Elea se volvió importante, como centro comercial enlazando [sic] Marsella con Atenas, y como poderío militar y político. Resistió sitios, desastres, conjuras. Y dio a la luz mentes ilustres, amigos de Sócrates como fueron Parménides y Zenón, personajes de los diálogos platónicos. Muy cerca, al lado del cabo Palinuro, en una pequeña isla, casi enfrente, los habitantes enterraron un día el cadáver de la última sirena, muerta en aguas marsellesas y arrastrada por la corriente hasta esta costa... Piensen que Ulises y Eneas pasaron con sus naves cruzando esta agua... Y que basta miran como es debido, tal como lo hace Carlo Belli, para dejarse llevar, con el fin de descubrir en un solo punto, como en el Aleph de Borges, el sentido de toda la aventura humana, esculpida en este mar y en estas ruinas. Tan cerca estamos de ellos, mucho más cerca que de los chinos de hoy, que estas líneas escritas por Jenofán hace dos milenios y medio parecen de ahora, la triste meditación de un poeta y un pensador, cuyo nombre iba a volverse inmortal, ante los éxitos de los deportistas: "Me veo obligado a vivir vagabundeando en la pobreza más indecorosa, mientras que basta ganar una carrera o haber abatido a un atleta con los puños para conseguir la gloria, para disponer de un sitio de honor en la tribuna de las autoridades durante los espectáculos o las ceremonias civiles, o para vivir a expensas de la ciudad y gozar de una pensión transmisible a los herederos. Si, basta con ser campeón de algún deporte para conseguir todas estas cosas y hasta una gloria mayor que la mía; nadie admite que mi sabiduría vale más que la fuerza de un deportista o que los músculos de un caballo."

Triste conclusión sobre la vida cotidiana de los genios, en los albores mismos de nuestra civilización. ¿Constituyen estas líneas una fuente para el filósofo de la Historia, capaces de permitir una explicación de las decadencias, desde Velia, pasando por Atenas y por Bizancio, por Roma o Cartago? Si, pero la clave es parcial, como la insuficiencia técnica de Roma, las discusiones sobre el sexo bizantino de los ángeles, la pederastia de los atenienses y de los venecianos. Es verdad que el deporte, llevado al extremo al que lo llevamos nosotros mismos durante el campeonato de fútbol de Méjico, cuando los jugadores españoles --jamás lo olvidaré-- pretendían millón y medio de pesetas para vencer a no sé quién, mientras los delegados oficiales llegados a propósito de Madrid sólo ofrecían un millón. Los jugadores consiguieron lo suyo, y no llegaron ni a las semifinales. Mientras, en Londres, en el año 1969, cuando yo fui a visitarle, Arnold Toynbee vivía mucho mas modestamente que un púgil o que un campeón de los mil metros llanos. Y lo mismo Gabriel Marcel en París, o Pío Baroja en los años cincuenta, en Madrid. No hay nada nuevo ni siquiera bajo el sol mediterráneo.

Itálicos, griegos, etruscos, samnitas, romanos, bárbaros, bizantinos, moros y cristianos pasaron por estos lugares. Todos fueron como atrapados por el cauce griego, porque la forma misma, el contacto entre el aire y la piedra es helénico, constituye lo que Lucián Blaga llamaba "horizonte y estilo", este engendrado por aquel o, por lo menos, apartentemente, cincelado y modificado. Tiene razón Carlo Belli al creer que a los griegos no les gustaba la naturaleza pura y no aguantaban el concepto romántico de naturaleza-bella-tal-como-es. Ellos, al contrario, se han empeñado siempre en darle forma, en "peinarla", transformarla en obra de arte. Piedras, hasta montañas, valles, cabos, árboles, todo el conjunto era introducido en su estilo, era el estilo quien creaba o modificaba el horizonte. Es una nueva manera de considerar la filosofía de la cultura de los griegos y una de las no pocas sorpresas que el lector de esta introducción a la Magna Grecia se lleva al final de una lectura propicia a las meditaciones. Mi pasión por el fenómeno religioso y por la filosofía me ha transportado a la época de Pitágoras, el filósofo-profeta que dio a tantas ciudades del sur itálico un régimen algo estricto y ordenado que no gusta mucho a Carlo Belli. Sin embargo, fue el primer estilo político-religioso de cierta eficacia democrática en el marco del desorden que obligó a Platón a soñar con la ciudad perfecta y a escribir La república. Muchas cosas, en la aritmética, la geometría, la música y la política proceden de Pitágoras y de sus discípulos. Desde las piedras de Elea y de Crotona procede el ritmo de nuestros pasos hacia la guerra de las galaxias, con sus méritos y defectos.

Vintila Horia, El Alcázar, 14 de agosto de 1986

*Sic en el original. Tal vez se escamoteó una coma después del primer antigua

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