sábado, 19 de abril de 2008

Contra toda esperanza


El poeta Osip Mandelstam nació en 1891 y desapareció en 1938, año en que, desde el gulag donde lo habían enviado los comisarios de Stalin, dejaron de llegar noticias suyas a la mujer que lo esperaba en Moscú. Desapareció como tantos otros, poetas o no, en la noche del materialismo dialéctico, llevando consigo poemas, desengaños y esperanzas. La revolución rusa, montada en premisas intelectuales, embrujó a escritores y artistas a principios de este siglo, a Boris Pasternak entre miles, o al filósofo Nicolás Berdiaev, al novelista Zamiatin o al futurista Mayakovski y a los representantes de la escuela poética campesina, como Esenin, y al mismo Máximo Gorki. Todos ellos, sin excepción alguna, perecieron en los campos de concentración o se suicidaron, algunos lograron exiliarse, otros prolongaron su agonía hasta después de la muerte de Stalin cuando, al primer gesto de rebeldía, como Pasternak con su Doctor Zhivago, fueron sometidos a los ataques más inmundos y degradantes por los meninos del régimen, y perecieron abatidos por su propia desesperación. Este período de la historia humana, que empieza en 1917 y no tiene ganas de abandonar el escenario, es el más triste de todos los tiempos, porque ningún otro régimen, ni el de la dominación tártara en Rusia, logró humillar al ser humano hasta tales extremos ni asesinar en su alma cualquier brote de esperanza. Cuando alguien preguntó a Verlaine si creía en la existencia del demonio y, si era así, cómo se lo imaginaba, dijo: “Es un cuarentón apuesto y elegante que habla italiano con acento ruso”. Lo que era, en el fondo, toda una profecía.

En su libro conmovedor, lleno de testimonios de primera mano, Nadejda Mandelstam, la viuda del poeta desaparecido hace tanto tiempo, trató de contar los acontecimientos que preceden al arresto de su esposo, y todo lo que ella emprendió para tratar de salvarlo, después de su marcha hacia Siberia. El libro fue publicado por primera vez en inglés, en 1970, fue traducido al francés por las ediciones Gallimard, en 1972, y aparece ahora, vestido de castellano, en Alianza Editorial (Madrid, 1984). Los acontecimientos hablan de por sí. El 13 de mayo de 1934 es arrestado por primera vez el poeta; el 17 de agosto de 1934, unos meses después, tiene lugar en Moscú el primer congreso de los escritores soviéticos, acompañado por los bombos y platillos del régimen, dispuesto a demostrar la adhesión de los escritores de todo el mundo a la nueva versión de la tartaridad ruso-soviética. La historia de esta adhesión es la de una traición. Todos sabían lo que estaba sucediendo en la URSS, los campos de exterminio, el suicidio de los poetas, el hambre del pueblo, el tiro en la nuca, el imperialismo más desenfrenado, la edificación de un Estado totalitario basado en la mentira y el espionaje, el crimen y la angustia. Decenas de escritores fueron a visitar el paraíso de sus esperanzas y volvieron hechos polvo por la desilusión: Panait Istrati, André Gide, Knut Hamsun, Henry Béraud, Stephen Spender, Arthur Koestler, Ignacio Silone, entre otros. Pero esto no impidió a Luis Aragón transformarse en miembro del comité central del partido comunista francés, ni a Bertold Brecht seguir en su prosopopeya marxista, ni a Pablo Neruda o a Rafael Alberti tener una conciencia sin remordimientos. Tan panchos, los escritores occidentales aceptaban premios Lenin o Stalin, visitaban aquello como si se tratase de las Bermudas, regresaban a sus países y seguían en sus temibles treces. A ellos dedica Nadejda Mandelstam, al final de su autobiografía, este párrafo desgarrador: “Cuando veo los libros de los Aragon de toda clase, que pretenden dar una lección a su propio país enseñándole a vivir según nuestro ejemplo, pienso que estoy en la obligación de dar a conocer mi propia experiencia, yo también. ¿Con qué fin había que enviar convoyes interminables de condenados al Extremo Oriente y, con ellos, al hombre que yo amaba? Mandelstam solía decir que “ellos” sabían perfectamente lo que hacían: no sólo destruían al hombre, sino también al pensamiento.”

Palabras sin posibilidad de réplica y que ponen de relieve dos consecuencias tan irreparables como aquellas muertes. En primer lugar, al entrecomillar la palabra “ellos”, la viuda del poeta da nombre a la distancia que separa, hoy todavía, después de tantos decenios, al gobierno del pueblo. “Ellos” son, en la URSS, como en cualquier otro país socialista, el partido, el comité central, los que se han separado de la colectividad, los que la oprimen y la agostan. Nunca, en la historia, nos encontramos con un hecho parecido. Es una minoría invasora, extraña completamente, situada fuera del alma colectiva, que está ahí como por milagro, como una pesadilla, y que un día desaparecerá del mismo modo en que ha aparecido. La llamada “nomenklatura” es el meollo de esta extranjeridad, confundiéndose el “ellos” tanto con esta clase reducida, como con el partido en general. En segundo lugar, se trató y se trata todavía de la destrucción del pensamiento. El homo sovieticus es capaz de cualquier cosa menos de pensar. Tal es así que los únicos intérpretes valederos del maremagnum ideológico marxista son algunos pobres filósofos occidentales, que ya no saben qué hacer con aquella masa de deducciones inútiles, fuera de juego y de actualidad, podridos hasta en sus intenciones proféticas, pero pensamientos al fin y al cabo. En la URSS no hay quien interprete hoy la doctrina del “maestro”, porque el pensamiento ha sido erradicado, ya desde los años treinta, cuando el congreso de los escritores y la desaparición de Mandelstam. De aquí también la imposibilidad soviética de inventar, de crear, de descubrir, de pintar y de escribir y la necesidad cada vez más apremiante de confundir la Academia de las Ciencias de Moscú con un despacho de la KGB. Bien provisto de dinero y espías, el régimen de “ellos” roba en el extranjero lo que el cerebro soviético es incapaz de imaginar. Y cuando uno piensa que es éste el camino de todos los países que empiezan por ser socialistas en broma, y luego se vuelven socialistas en serio, como Cuba, o como Chile con Allende, el párrafo de Nadejda se vuelve más correctamente profético que todo el Capital y el Manifiesto Comunista juntos.

Pero el libro es interesante no sólo porque pone el dedo en la llaga comunista y hace brotar sangre de la realidad, tal como Nadejda la ha vivido alrededor del drama de su marido y de sus inútiles esfuerzos para salvarlo del campo, sino también como documento de historia literaria, ya que encontramos en sus páginas retratos muy logrados de Mayakovski, de Gorki, de Acmátova, de Merejkovski y de tantos otros que forman la primera fase de la literatura soviética, escritores nacidos antes de la revolución, embrujados por ella y tratando, durante los años veinte y treinta, de sobrevivir al desastre o de morir fuera del mismo. Hay una escena de Gorki que pone de relieve el carácter algo primitivo del novelista, que morirá asesinado por Stalin, después de sus años de exilio y de resistencia en Alemania e Italia. (En un capítulo de mi libro Literatura y disidencia, Madrid, 1980, cuento la historia del cambio dentro de la conciencia de Gorki y de su trágica muerte.) Eran los primeros años después de la revolución y Gorki ejercía de presidente de la Unión de los Escritores. Mandelstam había regresado a Moscú de un viaje a Georgia y Crimea, había sido arrestado y liberado dos veces y ya no tenía con qué vestirse. Y no se podían comprar vestidos sino consiguiendo un ticket oficial, ya que todo estaba racionado. Y era Gorki quien firmaba los tickets para los vestidos destinados a los escritores. Cuando alguien se le presentó para pedir un ticket para Mandelstam, para un pantalón y un jersey de lana, tachó la palabra pantalón y dijo: “Ya se arreglará sin ello...” Nadejda cree saber que este gesto, tan poco amistoso, se debió al hecho de que el naturalista Gorki, bastante simplista en su ser como en su literatura, no comprendía la sutil poesía de Mandelstam, poeta simbolista difícil de leer para quien no tenía la preparación y la sensibilidad necesarias. Es posible. También Kazantzakis en su libro de recuerdos relata una visita que hizo a Gorki, acompañado por Panait Istrati, mal recibidos por el presidente de la Unión de Escritores Soviéticos, considerados los dos como dos vagabundos peligrosos para el régimen y la ideología. Istrati fue un anarco, como lo hubiera definido Jünger (y no un anarquista, que es distinto, ya que el ismo implica una adhesión a un cuerpo organizado) y el recibimiento del autor del Asilo de noche constituyó uno de los mayores desengaños de su vida.

Una trágica historia, como lo es siempre la de la muerte de un poeta. Con la desaparición de Mandelstam y los inútiles esfuerzos de su mujer para salvarlo, concluye la época de la última libertad para lo escritores y artistas en la URSS. Simbolistas, futuristas, acmeístas, poetas campesinos, novelistas neorrománticos y futurólogos, ven cortada su posibilidad de crear y la literatura se hunde en el caos color de rosa del realismo socialista. La época de Stalin representó el apogeo de aquella sumisión desesperante y anuladora. Después de la muerte del demonio innominato, como llamaba Manzoni al malo de sus Novios, a pesar de los nuevos tipos de censura instaurados por Kruschev y sus sucesores, la literatura empezó a resistir, contra toda esperanza oficial.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)