sábado, 15 de diciembre de 2012

La profetisa


Pienso presentar en este tríptico* a unos personajes que han tenido existencia histórica, pero que no tienen identidad, como han sido las pitonisas de Delfos, enfocadas por Pär Lagerkvist en su novela La sibila, o el demonio, reactualizado por el cardenal Ratzinger en el marco de un proceso histórico que parece resucitar y otorgar realidad a su figura, tan explotada por los literatos de todos los siglos cristianos, y, por fin, tratar de entender y explicar lo que el novelista español Jesús Fernández Santos reconstruye a su modo en la novela El Griego, dedicada a dar vida a uno de los pintores más grandes de todos los tiempos y que no tiene todavía ni calle ni estatua en Madrid. Juntando aquí estos "casos" es posible que lleguemos a una conclusión, valedera para los tiempos malos que estamos viviendo, iguales quizá a todos los demás, dominados por algo que el presente tríptico lograría posiblemente poner de relieve.

El sueco Lagerkvist, Premio Nobel 1951, ha escrito bastantes novelas, traducidas al castellano, en gran parte por lo menos, y editadas por Emecé de Buenos Aires, entre ellas: Barrabás, El enano, El verdugo, El paraíso, Muerte de Ahasverus y La sibila (1957), marcadas por un evidente sello histórico, casi todas ellas evocan tiempos pasados y personajes que han existido de verdad o sólo en la mitología popular, o han cumplido una misión terrible que ha marcado su destino. Además, cada uno de ellos tiene un trato vinculante con su propio sino, que cumple, dentro de la literatura de Lagerkvist, con una tarea existencialista, muy de moda en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y que enlaza con un individualismo protestante, fruto del cual ha sido el cine de Bergman. En La sibila la existencia del protagonista es como el reflejo trágico de un pacto que el hombre firma con el mismo Dios. Kierkegaard, evidentemente, está en la base de esto, pero el mismo pensador danés no fue sino la parte visible del gran témpano sumergido que es la tradición nórdica de rito protestante, de matiz veterotestamentario. ¿Cómo explicar, si no, la tristeza individual que envuelve a la misma vida de Kierkegaard, como, también , la de los personajes de Bergman o esta profetisa griega a la que Lagerkvist sabe transformar en representante dolido del género humano?

Los dos protagonistas de La sibila representan las dos religiones: la profetisa había actuado en el templo de Delfos, dedicado a Apolo, y un hombre que venía de Jerusalén y donde, por casualidad, si es que la hay, había sido testigo de la Crucifixión o de la Pasión, como dijeron Gabriel Miró y Papini en libros paralelos [sic]. El hombre vivía en la calle por donde pasaba Jesucristo, camino del Gólgota. Cansado, quiso apoyar su cabeza en la pared exterior de la casa del hombre y éste se le negó por miedo, por conformismo, por cobardía terrenal. Y entonces Jesús lo había condenado a vivir eternamente en este mundo. Es como una anticipación de Ahasverus, el judío errante. En un principio, el hombre no quiso aceptar la condena. No creía en ella ni en la divinidad del que la había pronunciado. Pero, con el tiempo, aquello se había vuelto una pesadilla, su mujer y su hijo lo habían abandonado "porque sus ojos habían envejecido", habían perdido la luz bajo el peso de la condena y, más tarde, morirán de pena en un pueblo lejano, mientras el hombre abandonará su país y empezará su destino vagabundo, para llegar un día a Delfos y buscar a la profetisa que explicaba a los mortales los misterios de su existencia, inspirada por el dios. Pero nadie quiso hablarle. Al enterarse de que una antigua pitonisa se encontraba en el monte, donde vivía sola, junto con un hijo idiota, se subió por un sendero hasta dar con ella. Y entonces el hombre contó a la sibila su drama y, luego, ésta cuenta el suyo a su visitante inesperado.

Recuerdo esta historia porque me parece realmente representativa para lo que pretendo exponer aquí: hija de unos campesinos pobres, vecinos de Delfos, la sibila había sido elegida por el dios, muy joven ya, había tenido que abandonar a sus padres para volverse sacerdotisa, se había desposado con el dios en el fondo de una caverna, donde, una vez poseída por el espíritu divino, clamaba, en medio de las miasmas que brotaban desde las entrañas de la tierra, unas palabras que los sacerdotes interpretaban a su manera y que tenían que ver con los individuos o con las ciudades griegas y sus intemperies históricas. Algo hubo en Delfos, esto me parece más que evidente, y no se trató sólo de marrullerías seudomísticas, puesto que el oráculo funcionó durante más de mil años y perdió su fama y su eficacia sólo con la venida del cristianismo. Una vez, al terminarse el período de las fiestas en honor a Apolo, la sibila regresó a su hogar, con el fin de ayudar a su padre, ya que su madre acababa de morirse. Y fue así como conoció a un joven, que había regresado al pueblo, después de varios años pasados de soldado en las guerras de la península, en las que había perdido un brazo. Los dos se enamoraron el uno del otro, vivieron una temporada de pasión entre los olivos y las montas, hasta que ella se atrevió a confesarle quién era. Pero el joven no se había conmovido. Algo, sin embargo, intervino entre ellos, la misma furia del dios ofendido, traicionado por la sibila. De vuelta al templo, se entera de que su amante había sido asesinado, de manera misteriosa, víctima quizá de Apolo en celos, pero de la traición nadie se entera hasta el día en que la sibila se da cuenta de que había quedado embarazada. La furia del pueblo la echa del templo y busca refugio en la sierra, donde vive de hierbas y de la leche de las cabras, que la ayudarán a lo largo de toda su vida aislada, cabras que olían como el dios escondido, testigos de un misterio que la mujer sólo adivina a medias. Se da cuenta de que el hijo tarda en venir y que este atraso es la prueba de que el padre del niño no había sido su amante terrenal, sino el dios misterioso que olía a chivo. Cuando nace el niño, la sibila se da cuenta de que era un idiota. No hablaba, no oía, estuvo durante muchos años como clavado en la cueva donde la antigua pitonisa pasaba sus días recordando a su amante, pero también la intensa pasión que le dedicaba el dios al poseerla en el santuario. Pero todo era duda. "Sin embargo, a veces me he preguntado a mí misma si no era un dios que está sentado aquí, a mi lado, con su eterna sonrisa; un dios que desde aquí mira su templo, su Delfos, todo el mundo de los hombres y no hace más que reírse de todo."

En aquel momento, terminando su larga confesión, la antigua pitonisa observa que su hijo había desaparecido. Y empieza entonces una búsqueda por la montaña hasta que encuentran rastros del hijo, pasos cada vez más pequeños en la nieve. A medida que el hijo subía, se hacía más pequeño, se volvía un niño, hasta que desapareció en los cielos, regresando de este modo a su verdadero hogar. Entonces el hombre, que la había acompañado y que no había recibido de la sibila ninguna respuesta acerca de su destino, comprendió: "Entonces pensó en aquel hijo de dios que tenía la culpa de su destino lamentable, el que le había lanzado aquella espantosa maldición. También él se había elevado a los cielos, con la misma facilidad, desde una montaña, conducido en una nube por el dios padre, según afirmaban quienes lo amaban y adoraban. Pero antes había sido realmente crucificado y eso, en su opinión, lo hacía tremendamente extraordinario y llenaba su vida de sentido y de importancia, en toda forma y para todos los tiempos. En cambio, aquel otro hijo de dios parecía haber nacido sólo para sentarse a la sombra de una choza en ruinas y contemplar desde allí los varios inventos y los esfuerzos de los hombres y la magnificencia de su propio templo, y no hacer luego otra cosa que reírse de todo." Contemplar, diríamos, la ruina de su propia religión, ya que otra acababa de nacer.
¿Qué es Dios, pues? Un ser cruel y perverso, según la conclusión del hombre maldito. Alguien capaz de no perdonar a la sibila porque había pretendido amar a otro, al judío porque se había negado a que Dios apoyase su cabeza cansada en la pared de su casa. Maldito o bendito, el hombre es un ser eternamente vinculado a Dios. ¿Qué es lo que hace Kierkegaard en el momento en que su padre le revela el temor de su vida? Había maldecido a Dios en su juventud y esperaba que la ira del dios ofendido cayese sobre él. Y porque no había caído, estaba seguro de que caería, el día menos pensado, encima de su hijo, el filósofo. Dice la sibila, al final: "Deseas que yo vea el futuro. Me es imposible. Pero por lo que sé de la vida de los hombres y en la medida que me es posible vislumbrar el camino que les espera, puedo ver que jamás escaparás a la maldición o a la bendición de dios [sic]. Sea lo que fuere lo que ellos piensen o hagan, lo que creen o no creen, su destino siempre estará atado a dios [sic]. "

Tremenda visión del hombre como individuo y como historia. Sí, los dos dioses eran diferentes como aventura sagrada, por así decir, sin embargo, su técnica personal en cuanto actitud ante los hombres era la misma y tanto el judío como la pitonisa griega habrán de vivirla en su carne. La distancia me parece grande entre esta perspectiva protestante, en la que padece Kierkegaard también, y en la que vive como crucificado Kafka, en el marco de la misma actitud ante Dios, y la perspectiva del Nuevo Testamento, en la que Dios es perdón y amor. Dios puede pedirnos sacrificios y hacernos sufrir, como a los personajes del teatro de Claudel -sufrir es lo que caracteriza la condición humana- pero, más allá de la carne, está la promesa basada en el amor. ¿Adónde han llevado a los pueblos estas dos maneras de enfocar a Dios? Es algo que trataremos de contestar aquí a lo largo de las próximas notas críticas, íntimamente relacionadas con este enfoque. Porque las tres religiones, o mejor dicho, los tres matices del cristianismo han contestado de modo distinto la gran pregunta sobre el destino de los hombres en su permanente relación con Dios. Y de esta respuesta ha dependido siempre el color mismo de la civilización. 

Vintila Horia, en El Alcázar, 1985


*En efecto, se trataba de tres artículos bajo el título común de "Tres retratos casí históricos", y los otros dos se dedicaban al Greco y al diablo. Este último lo perdí.

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martes, 6 de noviembre de 2012

Justicia para el duque de Alba


En parte, por lo menos, la leyenda negra empieza a disiparse, como una niebla estancada en los prejuicios de la historia. Recuerdo un libro horroroso escrito por Léon Daudet, uno de los mejores colaboradores de Charles Maurras en L´Action Française, una novela titulada El viaje de Shakespeare, en que el temido polemista contaba un viaje imaginario del dramaturgo inglés a Flandes durante el tiempo en que el Duque de Alba gobernaba aquello. Las hogueras, los gritos de los ajusticiados, la persecución de los inocentes, la crueldad de los españoles formaban el telón de fondo de un libro escrito por uno de los representantes más genuinos de la derecha francesa. La izquierda de todos los tiempos se encargó del resto. Todo el mundo tuvo que olvidarse de la noche de San Bartolomé, cuando miles de protestantes fueron asesinados en un tiempo récord, y nadie se acuerda ya de los horrores del tiempo de Cromwell, cuando en un solo día perecían ahogadas o quemadas vivas centenares de brujas, mujeres católicas que persistían en su fe, amén de las crueldades de la época del Terror, en Francia, perpetradas en el nombre de los derechos humanos. Durante los cuatro siglos de la Inquisición murieron cinco mil personas, cifra poco conclusiva desde el punto de vista fundador de una leyenda negra, si la comparamos con las atrocidades de los puritanos, de las autoridades francesas contra los hugonotes o las del tiempo de la revolución libertadora e igualitaria. Para no hablar de los millones de muertos por los neolibertadores de Lenin y Stalin en el nombre de los mismos principios, o por los sandinistas, allendistas, senderistas negros y otras aventuras subhumanas contemporáneas. Habría que escribir la historia de la otra leyenda negra, cuyos protagonistas aparecerían de repente y de la manera más inesperada, bajo el nombre de los más ilustres libertadores.

Fue quizás este nuevo enfoque de la Historia lo que empujó al profesor William S. Maltby, de la Universidad de Saint Louis, a escribir este estudio reparador titulado Una biografía de Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba (Berckley University of California Press), donde, por primera vez en el mundo anglosajón, se dice la verdad acerca del famoso Alba. Fue éste uno de los generales más inteligentes y humanos de todos los tiempos, en contra de la leyenda forjada contra él, porque sabía que las victorias se ganan [sic] fuera de los campos de batalla. Un auténtico general tiene que saber del ejército enemigo más que los generales de éste, que un buen sistema de avituallamiento gana más batallas que el valor de los soldados, y que el verdadero arte de la guerra es causar las menos víctimas posibles. Lo que hoy se llama un servicio de inteligencia fue una técnica poderosamente utilizada por Fernando Álvarez de Toledo, y los escritos que enviaba a Carlos V y a Felipe II sobre diplomacia, la forma de tratar a los protestantes, el buen gobierno, el arte de la guerra constituyen, según el profesor Maltby, auténticos tratados político-militares. Los Países Bajos eran entonces una región fundamental para la defensa de la catolicidad, ya que intervenían en su política tanto los franceses como los ingleses, y también los príncipes alemanes protestantes. Aquel territorio era la clave para la defensa de la idea de imperio español y fue así como lo entendió el duque de Alba. Cuando Carlos se retiró a Yuste, los nobles holandeses dejaron de obedecer a la corona y fue imposible ya mantener el territorio bajo dominio español. Con la caída de Flandes empieza el fin. Ni don Juan de Austria, ni el propio Alba en su vejez lograron gobernar aquello. La última actuación militar y política del duque fue la ocupación de Portugal, donde logró una de aquellas batallas incruentas que eran de su especialidad y donde murió, poco después, en 1582, a la edad de setenta y cinco años, después de haber llenado Europa con el eco de sus hazañas. Príncipe renacentista, no fue más cruel, quizá mucho menos, que la mayoría de sus contemporáneos, pero el hecho de haber pertenecido al imperio más poderoso, cuya ambición fue la de liberar a todos los seres humanos en nombre de Cristo, según la imagen católica del hombre, hizo de él un enemigo imperdonable y de su crueldad una leyenda, a la que empiezan a borrar los estudiosos cada vez más objetivos y más liberados de la amargura y envidia de los prejuicios. Este libro de Maltby espera una continuación justiciera. 

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, septiembre de 1984

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viernes, 26 de octubre de 2012

El secreto de Dalí


En contraposición con el fundador del surrealismo, André Breton, que confesaba su "ineptitud declarada para la meditación religiosa", Salvador Dalí es un pintor profundamente marcado por lo religioso. Lo que contradice, y está de acuerdo, al mismo tiempo, con la doctrina del fundador, según aquel principio de la contradictio oppositorum que está en la base misma del surrealismo y explicaría sus aparentes dislates. Breton podía reconocer su incapacidad para la meditación religiosa, pero un movimiento antirracionalista se encontraba como obligado a buscar sus fuentes de inspiración en lo sagrado. En su libro André Breton y los datos fundamentales del surrealismo (París, 1950), Michel Carrouges escribe: "No se trata para el surrealista sólo de llegar a ser más completo, sino más bien de restaurar el sentido de la realidad más profunda y de su valor sagrado." La imagen integral de la realidad humana podría caber, pues, dentro del espacio sagrado de un icono, más que en cualquier otro sitio. Surrealismo significa, en definitiva, la realidad, tal como la ven los ojos de un impresionista, de un naturalista, o de un positivista del siglo XIX, dentro de una imagen física limitada a lo visible, y a lo sensible en general, completada por la inmensidad que la nueva gnosis surrealista brindaba al artista y al hombre en general, y que coincide con el conocimiento sí, pero en un sentido mucho más completo, siendo la técnica onírica, entre otras, o el delirio de los locos, una manera mucho más profunda y real de conocer que los trucos seudorrealistas de la ciencia positivista. Lo sagrado no es sino la coronación de este tipo de conocimiento, por encima, incluso, de lo real y de lo onírico. Por este motivo el surrealismo entró en contacto con todos los grupos y corrientes de este principio de siglo que buscaban las raíces del ser en lo sagrado, o por lo menos así se lo imaginaban, como los teósofos, los antropósofos, los alquimistas, los esotéricos ortodoxos y hasta con los satanistas pertenecientes a toda secta o calaña. Se trataba de alcanzar un punto supremo como en el Aleph de Borges, desde el cual el conocimiento se confundía con el todo.

Sin embargo, desde la perspectiva ambigua, culpable de una permanente duplicidad, a la que tuvieron que llegar lo surrealistas en su búsqueda alocada, perfectamente fundamentada pero sin salida hacia arriba, o sólo hacia la heterodoxia, desembocaron, como lo afirma Carrouges, en convicciones laicizables. Lo sagrado se degradó paulatinamente y su afán originario de completez [sic] se esfumó o se concretó en aberraciones sin solución. Lo que demostraba algo relacionado con un enfoque, diría, tomista de las cosas, puesto que lo irracional desprendido completamente de una base racional no puede sostenerse sino dentro de una falsificación permanente de la realidad. No es posible conocer sólo a través de lo racional, como lo pretendieron los enciclopedistas, y tampoco sólo a través del sueño y la locura, como se lo imaginaron los surrealistas. El todo armónico, razón y mística según SantoTomás, el forjador de esta integralidad, es únicamente alcanzable a través de un esfuerzo armónico y no siguiendo caminos separatistas que no llevan a ningún sitio. La filosofía surrealista no llevó, en efecto, a ningún sitio. Y los Manifiestos de Breton, desde un punto de vista literario o pictórico, científico o psicológico (tuvieron la mala idea de acercarse demasiado a Freud y a sus limitaciones positivistas) aparecen hoy como sumamente parciales, a pesar de haber abierto para los artistas las puertas del mundo inconsciente, continuando en este sentido el esfuerzo de los románticos, con mucho menos tacto y genio, sobre todo en literatura. Para no hablar de la política surrealista, que se declaró desde el principio de acuerdo con la revolución soviética. Fue la peor de las elecciones. El vuelo onírico acabó en el Gulag.

Los méritos de Salvador Dalí dentro de esta "selva oscura" son a menudo incalculables. Desde el punto de vista ideológico no dejó nunca de declararse monárquico y, desde el religioso, "católico romano y rumano" (siendo los rumanos, como solía explicar esta paradoja, descendientes del emperador Trajano, como los españoles, formando parte de la misma ecumene); y su anticomunismo fue notorio desde su juventud hasta hoy. Su posición ciudadana, por llamarla de alguna manera, fue intachable, en contraste a veces violento con los surrealistas, sus contemporáneos, fácilmente deslizables hacia las peores cavernosidades del marxismo, tanto por interés material inmediato, como por ceguera doctrinaria. Bajo  este aspecto, Dalí es un surrealista heterodoxo o disidente.

En cambio, podemos afirmar sin cavilaciones que el único surrealista de una pieza, desde el punto de vista artístico, fue Salvador Dalí. Si tomamos en cuenta las dos técnicas del conocimiento más valederas en el marco del surrealismo, el contacto con el inconsciente a través del sueño y de la locura, y l´amour fou, el amor loco, como otra posibilidad sine qua non, nos damos cuenta de que Dalí las utilizó con una perfección y una fidelidad impresionantes. Todo su mundo pictórico desciende de las alturas oníricas más genuinas. Su buen gusto, en este sentido, realiza otra proeza típica de él, sintetizando en las mismas formas y colores el mensaje de los grandes pintores del Renacimiento italiano y las posibilidades analíticas del surrealismo, como en aquel Cristo crucificado, visto desde arriba, proyectado sobre el mundo marítimo-onírico de la bahía de Cadaqués. El Dalí religioso da cuenta, en aquel cuadro, de su mejor adhesión a un surrealismo que nadie más que él supo alcanzar en su afán sagrado, como el pintor español, o catalán, o romano y rumano, más universal, en el sentido católico de la palabra, que todos los demás surrealistas, incapaces de acercarse a este misterio fundacional. Mientras la presencia de Gala en casi todos sus cuadros representaría, en el marco de un concepto del amor puramente occidental (los catalanes, bajo este aspecto, se encuentren cerca de la fuente misma de este concepto al utilizar casi el mismo idioma que los trovadores, creadores de la civilización del amor) desemboca en las parcialidades surrealistas del amor loco. La mujer como clave, esto proviene de los fedeli d´amore y de Dante y enlaza armónicamente lo sagrado y lo profano. Dalí fue, en el siglo XX, el mejor pintor de este secreto occidental de tan alta solera.

Pero en su vida cotidiana, en su manera de presentarse ante los demás, en su técnica de conferenciar, de vestir o de comer, Dalí es también un surrealista. Y lo es en su técnica de abandonarnos, con el fuego como imagen de lo sagrado, con el fuego como purificación y enaltecimiento. Surrealista es, pues, el amor por Gala, pero también sus bigotes lo son, como su mirada, su desprecio por todo lo que no sea elite, elite como grupo restringido capaz de acercarse al conocimiento, su bastón, reproducción de la varita mágica, defensor ante las fuerzas del mal y abridor de puertas y obstáculos, defensivo y ofensivo a la vez. Todo Dalí es el surrealismo llegado a su última cumbre, porque después de él no hay más surrealismo. Es con Dalí como termina el asunto inaugurado en 1924 por Breton, llevado a sus extremos más interesantes y valederos por nuestro pintor. Hay como un pasadizo permanente, que todo lo explica y lo vuelve claro, entre la pintura de Dalí y su aspecto personal, entre su arte y su vida cotidiana, quizá más logrado que en cualquier otro artista de nuestro tiempo y de otros. Es esta fidelidad la que más nos convence en la obra del pintor, clave de su propia vida hasta un punto que nadie jamás logró forjar y utilizar.

Y hay también un punto oscuro, que me hubiera gustado no tocar hoy, pero que nos otorga quizá otra clave para mejor estar en el secreto de Dalí. Algo que representa otra comunicación o complementariedad. Y que sólo es detectable en su obra literaria, no siempre a la altura de sus pinceles. Quiero referirme al aspecto luciférico del personaje Dalí y de su obra. En alguno de sus libros autobiográficos, empujado quizá por el lado mundano de su personalidad, Dalí describe las orgías erótico-místicas por él organizadas en Nueva York, y otros sitios, con la presencia en ellas, simbólica me imagino, del cuerpo de Jesucristo y del principio del mal. Presencias plásticas, sin lugar a dudas, pintadas o representadas de alguna manera por el pintor y ante las cuales, del modo más surrealista posible, se inclinaban los invitados maravillados del pintor. Esta mundanidad daliniana, junto con su permanente apetito de dinero, inserto, pues, como los capitalistas del siglo, en las marismas de la usura (avida dollars es el anagrama de su nombre), constituye el lado pernicioso de esta personalidad digna de haber dominado su tiempo sólo desde la cumbre de su magnífico talento artístico. Conozco artistas que se han convertido a un cristianismo pictórico, influenciados por el arte románico (en Italia sobre todo), han renunciado a cualquier otra técnica o influencia y tratan de moldear el alma de sus contemporáneos al ritmo de su propia metamorfosis. Es lo más bello que está sucediendo hoy en el campo del arte, signo premonitorio de algo que está ocurriendo en el mundo y que los artistas presienten en sus profundidades ultrasensibles. Dalí estuvo muy cerca de esta transformación, a la que Jungdetectó también dentro de los abismos de la psique occidental, pero el pintor no logró jamás desprenderse de la ambigüedad surrealista. El bien y el mal tenían que obrar juntos en el hombre, lo que es lógico y normal, pero a un nivel de igualdad, como en las orgías dalinianas, lo que nos reconduce a las incalculables consecuencias de las herejías, como la de los albigenses. Satanás no es complementario, es sólo un instrumento y resulta contradictorio, abusivo y peligroso adorarle. Pero en Dalí tenía forzosamente que hacer acto de presencia el principio de duplicidad escondido detrás de la coincidentia oppositorum surrealista. Con todas sus resistencias y con todo su afán de rechazar gran parte de las escorias ideológicas surrealistas, no pudo resistir a la más dañina para él y los demás. El mundo inconsciente una vez liberado del control de la razón -el control que rechazaban, según la mala enseñanza de Freud, los discípulos de Breton- engendra monstruos.

Sin embargo, y en esta hora tan difícil para el pintor, quemado por el fuego de sus propios errores, como cada uno de nosotros, no puedo resistir la tentación de colocar toda su obra bajo el símbolo altamente conclusivo de su Cristo suspendido encima del mundo. Pues encima de Dalí también.


Vintila Horia, en El Alcázar, septiembre de 1984

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jueves, 9 de agosto de 2012

Los desconocimientos del señor Pérez



No, no me refiero a las travesuras del padre de Mariquita. Ni siquiera sé si existe. El señor Pérez, cuyas incertidumbres intelectuales, cuyas ausencias [sic] y cuyos titubeos voy a comentar hoy, no es ni más ni menos que un ex presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, autor de un largo artículo aparecido en el ABC del 21 de noviembre, bajo el título de "Democracia e integración iberoamericana", título ni carne ni pescado, tan neutro y tan cualquiera como tantos artículos y hasta libros que se publican hoy para glorificar el cambio en España, cambio cuyo autor ha sido, por un lado, el medieval Franco, y, por el otro, el pueblo español, tal como lo desconoce el señor Pérez, y no voy a referirme al profundo pensamiento político del ex presidente, digno de comentarios más acérrimos [sic] que los míos -y en este sentido le doy toda la razón a Juan Blanco, que hizo del señor Pérez un blanco ideal, donde todas las flechas, sin piedad, no tuvieron más remedio que dar en la diana-, sino a su extraño y obsoleto parecer acerca de la Edad Media. Me pregunto qué libros haya [sic] podido leer este señor que llegó a ocupar la presidencia de uno de los países más importantes de Hispanoamérica, qué clase de profesores habrá tenido en el colegio, cuál es su preparación general, qué es lo que pensará acerca de temas más complicados todavía, cómo se habrá desarrollado [sic] para gobernar desde lo alto de su función a todo un país durante cinco años... Si miro la política mundial a través de la preparación del señor Pérez, entonces me explico ciertos desvaríos, ciertos fracasos, cierto malestar que no parten de los pueblos, sino de la incertidumbre intelectual de sus actuales dirigentes. En un solo párrafo el señor Pérez mete la pata a fondo, y en varios temas importantes a la vez. Escuchen esta corta y elocuente obra maestra de la más infatuada impreparación [sic]:

"El otro elemento negativo (el primero era la "estructura vertical" impuesta por Castilla al resto de las regiones o pueblos de la Península, una auténtica y abusiva falta de realismo, sólo aniquilada por "la España de las autonomías". N. n.) en el pasado español hasta el término del franquismo es el fanatismo religioso, que toma cuerpo con la expulsión de moros y judíos. Fanatismo que se ve ayudado por la barrera de los Pirineos, que impide el paso a España de las corrientes civilizadoras del Renacimiento, para prolongar -nos atreveríamos a decir- la Edad Media desde Fernando el Santo hasta Francisco Franco."

Hay que disponer de una base de ignorancia verdaderamente impresionante para afirmar tales barbaridades en el año del Señor 1985. En primer lugar, afirmar que España se vuelve "estructura horizontal", o sea, entendimiento entre sus pueblos, sólo con el actual gobierno, significa negar todo lo que España había sido y hecho en el pasado, hasta el Descubrimiento y la misma posibilidad venezolana de ser. La historia de España, según este increíble atrevimiento, y es así como lo define el propio señor Pérez, sería la historia de una frustración, que no explicaría nada, ni el Descubrimiento ni la Conquista ni el Siglo de Oro. España sólo ha sido fanatismo religioso y verticalidad. Uno se pregunta qué es lo que entiende este señor por vertical y horizontal, y tengo la impresión de que, dentro de su poquedad cultural, es posible que invirtiera el significado de los dos conceptos, confundiendo el uno con el otro. Lo que no es de extrañar. Pero volvamos al párrafo citado:

Luis Bertrand, en su Historia de España, acusa a Francia de haber utilizado los Pirineos para impedir el contacto entre la cultura española y la europea. El señor Pérez cree que los Pirineos impidieron, desde este otro lado, el contacto entre los españoles y los beneficios culturales europeos, por ejemplo, del Renacimiento. Los Pirineos no constituyeron ningún obstáculo para que Europa fuese España durante más de un siglo, cuando todo el mundo hablaba español y cuando todos vestían y pensaban a la española. Si España se opuso a la entrada de ciertas ideas, las de la Reforma, por ejemplo, lo hizo para bien y no para mal. Defendió su idiosincrasia, que creó un estilo, una civilización, una enorme cultura universal. El Renacimiento, a lo mejor el señor Pérez quiere decir el humanismo, penetró aquí hasta el nivel que los grandes de España (me refiero a los grandes de la cultura) se lo permitieron. Cuando Erasmo dejó de interesar, por motivos que no vamos a discutir aquí, pues echaron a Erasmo. La biblioteca del Escorial fue, durante mucho tiempo, la mayor y la más rica de Europa. Y si España fue medieval, no hasta Franco, pero sí hasta finales del XVII, esto explica la originalidad del mensaje español y la riqueza de sus creaciones, entre ellas, la originalidad cultural de Hispanoamérica, basada no en el fanatismo puritano, como lo afirma Toynbee, sino en la libertad de pensamiento y la humanidad esencial de los Evangelios, que estaban en la base misma de la conquista. Pero resulta evidente, entre otras ignorancias, la que el señor Pérez posee a cerca de la Edad Media. La poesía de San Juan de la Cruz es medieval, y El Greco lo es también, y Cervantes y la mentalidad ecuménica española, opuesta al nacionalismo estrecho de los maquiavelistas renacentistas. ¿Es que el señor Pérez no conoce la inmensa bibliografía, nueva y actual, que da cuenta de una Edad Media luminosa, abierta, culta, humanista avant la lettre, y que resulta más interesante para el ser humano que la crueldad política del Renacimiento y su regionalismo inspirado en El Príncipe? Compare el ex presidente el libro de Maquiavelo con el De Monarchia, de Dante, y con ciertos textos de Alfonso X el Sabio y descubrirá atónito la diferencia entre Edad Media y Renacimiento. España fue medieval hasta finales del XVII y no hasta Franco. ¡Dios mío! Cuando España abandona la Edad Media entra en la Edad de las tinieblas, que fue el siglo XVIII, el más bajo y ruin en la historia de la Península. Y gran parte del XIX lo fue también, al ser dominado por un racionalismo humanista completamente ajeno a las verticalidades de este pueblo. Y podríamos seguir, párrafo por párrafo, comentando aberraciones y estulteces [sic] de primera magnitud, pero no queremos cansar a nuestro paciente lector. Ya me he cansado bastante yo mismo leyendo y comentando las vacilaciones del alumno Pérez, tan seguro de sí mismo como una manzana agujereada puede estar segura del gusano que lleva dentro.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (mismo número que el de la entrada anterior; año 1985, según vemos aquí. Aprovecho para reiterar que el suplemento Letras no llevaba fecha, por lo que, al no obrar en mi poder el ejemplar completo, no puedo precisarla.)


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viernes, 3 de agosto de 2012

Teóricos izquierdistas y democracia orgánica


¡Qué pesadez, Dios mío, qué tremenda pesadez! Porque volver a leer hoy los textos de los krausistas es como volver a emprender la aventura marxista o engelsiana. No hay quien aguante aquellos textos, completamente fuera de la actualidad y desprovistos incluso de la gracia superficial, aunque inútil pero no indigesta, de los iluministas franceses que, por lo menos, escribían con talento, ponían por escrito los pensamientos más aberrantes y ridículos sin tropezar en las vallas dialécticas y sin caer en las cuentas empantanadas del Manifiesto Comunista o de El capital, frutos de aquellas aberraciones, desde luego. Comparar los libros más famosos (en su tiempo) de la izquierda española con textos contemporáneos es como salir de Engels para descansar en Donoso Cortés, y pienso sobre todo en la difícil contemporaneidad que tienen que aguantar hoy aquellos pensadores adocenados, esclavos de sus modelos alemanes, si damos a esta contemporaneidad los nombres de José Antonio o de Ramiro de Maeztu. ¡Qué delicia los ensayos que Maeztu dedica a Cervantes o al mito de Don Juan o a la misma Celestina! Ningún especialista universitario ha logrado alcanzar las alturas desde las que vuela y medita una de las mentes más brillantes y auténticas del pensamiento español y europeo del siglo XX.

Por este motivo, entre otros, me parece abrumadora y digna de admiración la tarea que se ha autoimpuesto Gonzalo Fernández de la Mora leyendo y comentando a Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica (texto de primera calidad editado, desafortunadamente, en una colección exenta de ángel tipográfico como es "Época", de Plaza & Janés, Barcelona 1985). Según la tesis del autor, tanto Sanz del Río como Giner de los Ríos, Madariaga como Besteiro y demás representan una doctrina que nada tiene que ver con los anhelos ideológicos y políticos de la izquierda española, su contemporánea. Mientras aquellos intelectuales lo que defendían era un pensamiento contrarrevolucionario alemán, procedente de Ahrens y de Krause, los izquierdistas formando parte [sic] del movimiento socialista como del comunista, preparaban posiciones revolucionarias que nada tenían que ver con la democracia orgánica.

¿Qué es la democracia orgánica? "El organicismo social reconoce que la sociedad es una realidad dada en la que algunos hombres excepcionales pueden introducir innovaciones progresivas. Esa sociedad se estructura y se desarrolla orgánicamente y no es susceptible de una brusca reordenación voluntarista. El individuo o expresa ante la sociedad sus deseos personales o representa los intereses comunes del grupo que conoce y al que pertenece; en esto último consiste la representación orgánica."

La introducción al libro de Fernández de la Mora, igual que el primer capítulo, están dedicados a poner de relieve los méritos tradicionales del "organicismo social", el cual, desde el punto de vista político, representaría un corporativismo que logró encarnarse tanto en el fascismo como en la doctrina de Salazar y, por supuesto, en la organización estamental del franquismo. Sólo el reduccionismo y su dialéctica, pura aporía, o sea, toda la política de la posguerra concentrada en la defensa y difusión de las ideas de una izquierda antiorgánica, o utópica, han logrado hacer confundir en la mente de las gentes el corporativismo con la anti-democracia. "Así es como, al paso del cambio constitucional, la democracia orgánica se fue convirtiendo en algo proscrito. Pero la mencionada ecuación (antidemocratismo-corporativismo) es incompatible con los hechos probados y, por lo tanto, falsa." Nos encontramos aquí con la diferencia que se suele establecer entre derecho positivo y derecho natural, invento de los individuos el primero, tendente a evolucionar hacia el más cerrado dogmatismo (los llamados derechos humanos, por ejemplo), creación natural en el marco de la misma evolución de las sociedades, el segundo; sociedades racionales, como las llama Hayeck, y sociedades basadas en la moral tradicional. Una falsa democracia que avanza hacia el totalitarismo, y una democracia auténtica u orgánica, que pocas veces logra imponerse a lo largo del siglo XX, pero sí con mucho éxito.

Fernández de la Mora describe la evolución de la democracia orgánica a lo largo de los milenios, empezando por Grecia para llegar hasta Hegel, Fichte y Krause, siendo Enrique Ahrens su máximo exponente en el siglo XIX. "En la España decimonónica, los campeones de la democracia orgánica no fueron los tradicionalistas, sino los krausistas que militaban en la izquierda política, especialmente Julián Sanz del Río, Nicolás Salmerón, Francisco Giner de los Ríos y Eduardo Pérez Pujol." Hubo krausistas "residuales", como los llama el autor, en el siglo XX, como Fernando de los Ríos, Madariaga, Posada o Besteiro, y fue Giner de los Ríos quien forjó el concepto de "democracia orgánica" al que se adhirieron varios tradicionalistas, como Vázquez de Mella, Brañas, Ángel Herrera y otros, y hasta Ramiro de Maeztu, al que Fernández de la Mora dedica páginas muy convincentes y reactualizadoras.

¿Qué es lo que subsiste y florece ante la doctrina organicista? El "atomismo abstracto", el cual, basado en Locke y en Rousseau, "entraña la demolición de la antigua sociedad orgánica." No entiendo muy bien el porqué de la presencia de E. Wilson, si es que el amigo Gonzalo se refiere a E. O. Wilson, autor de La humana naturaleza, en este libro tan bien pensado, y de su sociobiología, pero a lo mejor volveremos un día sobre un tema sumamente interesante desde el punto de vista que hoy nos ocupa: el de la clara separación entre una tesis natural organicista, en el sentido tradicional y ético de la palabra, y la falsa doxa izquierdista montada en el atomismo abstracto de sus desarrollos utópicos. Puede que haya varios tipos de organicismos -y, en este sentido, la diferencia puede ser enorme entre Mussolini, por un lado, y los liberales organicistas del siglo XIX- y, en este caso, comprendo la presencia de Wilson en este debate. Sin embargo, es preciso colocarle en el rincón obsoleto y radical que le corresponde, rechazado hoy por psicólogos y sociólogos partidarios de tesis mucho más evolucionadas y que estarían más cerca, sin duda alguna, de Ramiro de Maeztu que de los krausistas. También Leviathán es organicista.

Lo que hoy llamamos "democracia orgánica", concepto, como hemos visto, acuñado por la izquierda decimonónica, no ha logrado sobrevivir sino en regímenes de derecha, corporativos, en cuyo marco se ha realizado el sueño antiguo, del que hablaron tanto Platón como Aristóteles. El mismo principio de "un hombre, un voto" no es orgánico, sino que representa la utopía parlamentaria mal llamada democrática. La auténtica democracia orgánica conoce otro tipo de estructuración electoral que es el de las corporaciones, donde "un hombre, un voto" tiene otro sentido, no igualitario, mientras lo orgánico, en el marco mayor de lo político, tiende forzosamente hacia lo jerárquico, donde la democracia vive de otra manera, quiero decir de manera natural, no demagógica.

Es impresionante, en el libro de Gonzalo Fernández de la Mora, la lista de los pensadores que se han dedicado a alabar la democracia orgánica. Los hay de todos los matices, como es natural, desde la derecha hasta la izquierda, desde los católicos hasta los masones, desde Renan hasta La Tour du Pin. La Democracia Cristiana, si existiese de verdad en algún país, tendría que ser corporativa, y no lo es en ninguno y sobre todo en Italia donde fue el fascismo quien tuvo el valor de realizarla. Pero, como observa el autor, el fascismo no es hoy un concepto que podamos manejar tranquilamente, desde un punto de vista científico, "... sino un arma política que se ha utilizado incluso contra De Gaulle". Y contra todo enemigo espontáneo o permanente de la utopía. En un libro muy significativo, publicado hace más de diez años en Italia, titulado Tutti fascisti, por Claudio Quarantotto, se citaban textos polémicos aparecidos en la prensa de la izquierda en el poder (la utópica, claro está) donde el intercambio de insultos entre unos y otros, marxistas ortodoxos y heterodoxos, llegaba a cumbres insospechadas. Tanto Tito como Mao fueron llamados fascistas por la prensa soviética, mientras los albaneses tildaban de fascistas, cada dos por tres, a los hombres de Moscú, lo que empieza a tener hoy cierto sentido, pero siempre dentro del deterioro y la caricaturización anticientífica del concepto "fascista", que nada tiene que ver con la realidad.

Es un mérito enorme el de Fernández de la Mora el de haber vuelto a leer textos cubiertos por tanto justo polvo, pero el resultado está a la vista y me parece que su exposición, tan sintética y tan objetiva, constituye un argumento terrible ante la falta de argumentos de la otra izquierda, la que detiene [sic ¿por detenta?] el poder y que no puede justificarlo ni siquiera desde el punto de vista ideológico. Un libro para no leer de noche.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida: ¿finales de 1985?)


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