viernes, 27 de abril de 2007

Claude Simon o el formalismo estructuralista


La Academia de Estocolmo acaba de otorgar el Premio Nobel al representante más genuino del formalismo estructuralista. Claude Simon es, en efecto, en cuanto novelista perteneciente a la fórmula del “nouveau roman”, tan abandonada hoy por lectores y especialistas, uno de los prosistas que mejor han sabido dar cuenta de las intenciones de su propia corriente. Fue Robbe-Grillet su creador, encontramos en ella a autores como Nathalie Sarraute, Robert Pinget, Marguerite Duras, pero ninguno ha sabido llevar la fórmula a su máximo desarrollo como lo ha hecho el autor de El camino de Flandes, La hierba, El viento, Historia, etcétera. Nunca la literatura había llegado a tal extremo de sutileza en la forma, de adhesión al lenguaje y de pesado aburrimiento. La desaparición del héroe, la eliminación de lo épico, la indiferencia, por lo menos aparente, ante los problemas del tiempo, los aspectos más acuciantes y actuales de la condición humana, no podían dar mayores resultados. El novelista, pegado a la piel de las cosas, como lo definió Robbe-Grillet, se dedica, bajo su aspecto de discípulo estructuralista, a insertar la vida en el gran flujo del lenguaje, algo así como una lava todopoderosa, cubriendo, arrasando, aniquilando, llevándolo todo a una especie de caos primigenio y, al mismo tiempo, final. El más legible de todos ellos es, sin duda alguna, Robbe-Grillet, que, a pesar de haber fundado la escuela, conserva cierta relación con las metas iniciales del género, establecidas por Cervantes.

He aquí la presentación que el editor hace para El camino de Flandes  (me refiero aquí a la edición de bolsillo, París, 1963), presentación redactada posiblemente por el mismo autor, o por un consejero literario muy empapado de la verdad estructuralista: “Un tema: la guerra, la derrota de 1940, el cautiverio. Sin embargo, este tema no vale sino en el marco de una sensibilidad particular que lo aferra, lo rechaza, lo vuelve a encontrar entre los meandros de su propia historia. Es este maremágnum de la memoria –todo vuelve a vivirse, en efecto, en el recuerdo del personaje, durante las pocas horas de una noche después de la guerra— al que Claude Simon reconstituye con esta novela que posee la fuerza, el equilibrio, imperioso y secreto, del caos”. Es verdad, una literatura así tiene el poder del caos, es una introducción al mismo, es el caos formado por el lenguaje, deslibrado de toda disciplina organizadora. Sin embargo, esta definición es falsa, porque es el mismo escritor quien organiza su caos, por así decirlo, ya que ninguna página del “nouveau roman” se sale de la voluntad estructuradora del novelista. Lo absurdo brota desde las últimas palabras de la presentación reproducida más arriba: si de un caos se trata, ¿cómo puede emplearse, para definirlo, el concepto de equilibrio? Si la presentación es del autor, pero si no lo es, también, la contradicción en los términos introducida involuntariamente en el asunto, da cuenta de lo incierto, o de lo nocivo, que esto representa para el hombre actual. Es preciso crear el caos.

Mucho se ha escrito sobre la nueva novela. Ha sido criticada por Pierre de Boisdeffre en varios de sus ensayos de crítica literaria. La literatura actual se dirigía, desde hacía decenios ya, hacia su propia destrucción, sin remedio. Y desembocó en Robbe-Grillet y los suyos porque ahí estaba “El camino de Flandes” de su condena y destino. Pero nadie, ninguno de los críticos más feroces de la corriente paró mientes en las causas y razones íntimas de esta escuela literaria que ha dominado la novela europea durante unos veinte años y que acaba en un Premio Nobel como si este laurel fuese el símbolo de su propio entierro. Al comentar aquí el estupendo libro de Ibáñez Langlois, Introducción a la literatura (Ed. Eunsa, Pamplona, 1979) daba cuenta de la manera en que el crítico chileno atacaba a los representantes del “nouveau roman”. Decía Ibáñez Langlois: “El método estructuralista, aplicado a secas, sustituye la obra literaria, en un acto de prestidigitación mental, por un sistema abstracto de categorías formales que se multiplican hasta el infinito. De allí su jerigonza: narrador heterodiegético, narración in medias res, campo semántico, isotopía, modelo actancial, etcétera, y qué decir de sus organigramas, auténticos destripamientos cuasi físico-matemáticos de una obra literaria.”

Es verdad. La jerigonza estructuralista, aplicada a la crítica o a la misma novela, alejó al público joven de la literatura y produjo el caos al que se proponía producir. Pero, ¿cómo brotó el fenómeno y por qué razones? Es lo que me gustaría explicar en pocas palabras, pero sí insertas en la lógica literaria normal, en lo que podríamos llamar la lógica de la tradición literaria, amiga del hombre.

Es preciso hablar hoy de intercomunicación y de sincronicidad al referirnos a las ciencias. Ha desaparecido el aislamiento que caracterizaba las disciplinas separadas y hasta enemigas entre sí, del siglo XIX. Lo que descubre un físico puede beneficiar al químico, lo que sucede en las matemáticas repercute espontáneamente en las otras técnicas del conocimiento, hasta en la geografía y en las ciencias históricas. Fue así como, en el umbral mismo de nuestro siglo, el axiomatismo propuesto, luego impuesto, por Hilbert en la geometría, influenció la ciencia del lenguaje y sobre su base Saussure creó el estructuralismo, desarrollado más tarde en Francia por Lévy-Strauss, Roland Barthes y otros. Axiomatismo quiere decir imposición: el sentido tiene que estar en los axiomas, en lugar de estar, como antes, en las palabras. Yo parto desde unas conclusiones, en lugar de partir desde unas premisas, para llegar de estas a aquellas. Es como una inversión provocada dentro de la tradición de la lógica. Esto es anticientífico también, porque, si todo está en los axiomas, que no son modificables, no hay progreso posible, ni descubrimiento permitido. Es un fanatismo aplicado al conocimiento. Y si colocamos al lenguaje dentro de este fanatismo racionalista, que, con el tiempo, se volvió formalismo puro, llegamos en seguida a una literatura basada en el dominio absoluto del lenguaje que hace desaparecer al mismo novelista, por lo menos desde un punto de vista superficial, porque nada, en el fondo, se realiza fuera de nuestra voluntad, que es, en este caso, una aceptación. Es como someterse al gulag, otro formalismo axiomático, vinculado a una ideología irreal, a la que podemos aceptar o no. Si no la aceptamos corremos el riesgo de ser tildados de fascistas, lo que hoy nos deja sin cuidado, pero que ayer podía ser una condición para el no vivir, lo contrario de la convivencia Y habiendo coincidido perfectamente el formalismo estructuralista con el marxismo, el invivir, o el antivivir, coincide con el respectivo tinglado acumulado bajo el techo de lo utópico. El estructuralismo es otro aspecto de la utopía racionalista. El flujo del lenguaje, el poder axiomático del idioma en marcha, creando novelas macizas e irresistibles como todos los axiomas concentrados en un solo bloque, ha llevado a la literatura a dos desemboques fatales: el primero ha sido el realismo socialista, algo así como un formalismo romántico, por llamarlo de algún modo y cuyos frutos han sido tan artificiales e ilegibles como los de la nueva novela, y esta última, como formalismo científico, indigesto, serio, formal, incapaz de expresar la realidad porque reducido a un truco malabarista, tentador por su falsa actualidad, destructor de muchas vocaciones literarias, como fue el caso de Michel Butor, por ejemplo, el escritor más dotado de la desdichada corriente.


Me decía Ferdinand Gonseth, en una entrevista memorable reproducida en mi libro Viaje a los centros de la tierra, crítico feroz del estructuralismo como del axiomatismo: “Y estas tendencias formalistas acaban por desenmascararse poco a poco, sobre todo en estos últimos años (la entrevista es de 1969): el estructuralismo es una tendencia formalista; la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática, todo esto es puro formalismo y nos lleva a una gran confusión.”

Así fue. La gran confusión que hoy reina en la crítica literaria o artística, el desastre formalista producido en la novela, afortunadamente resuelto por los mismos lectores de libros que se han apartado del mamotreto, los titubeos de la pedagogía matemática que no supo producir más que suicidios de profesores y alumnos, constituye el balance del ciclón, que arrasó a la mayor parte de las mentes occidentales. Hoy el Premio Nobel viene a colocar al estructuralismo literario en el museo de cera de los monstruos que, desde sus escaparates, siguen amenazando a la gente, pero sin consecuencias ya, atados, como los cadáveres, al formalismo último de su condición de cadáver.

Vintila Horia, en El Alcázar (1985)

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martes, 24 de abril de 2007

De Petrarca a Antonio Prieto


Hay un viejo Secretum escrito por Petrarca en latín, en pleno bullicio humanista, cuando el fundador del Renacimiento pone las bases de una época y plantea el problema de la aegritudo o acidia, sentimiento en que confluyen los restos medievales de la fe y los deseos del humanista de separarse de cualquier reminiscencia religiosa, por lo menos en la literatura. En un emocionante diálogo con San Agustín, Petrarca describe esta nueva actitud del poeta que escribe en latín y en italiano, que es casi un sacerdote de la Iglesia de Roma, que pasa la mayor parte de su juventud en Aviñón, donde se enamora de Laura, que más tarde tendrá hijos con otras mujeres y que nunca abandonará la Iglesia, sea porque nunca dejó de creer, sea porque gozaba de muchos beneficios, prebendas y canonjías. Petrarca nunca dejó de creer, igual que Miguel Ángel más tarde, pero había evidente ruptura entre el creyente y el pecador, dando lugar a aquella inseguridad y melancolía, casi románticas, que forman la pesadilla diurna de la aegritudo, novedad sentimental y literaria, característica de los hombres del Renacimiento. Secretum nos aparece hoy como un libro casi tan decisivo en el marco de la literatura autobiográfica como las Confesiones de San Agustín o las de Rousseau, por describir desde dentro un drama personal que se confunde con el drama de una época.
El libro primero del Secretum de Petrarca se abre con estas preguntas de San Agustín dirigidas a su discípulo: “¿Qué haces, pobrecillo?, ¿qué sueñas?, ¿qué esperas? ¿Es que has olvidado todas tus miserias? ¿No recuerdas que eres mortal? A las que Petrarca contesta: “Bien lo recuerdo: semejante pensamiento nunca me viene al ánimo sin un escalofrío de espanto”.


Bien, pues la novela de Antonio Prieto que lleva el título del libro de Petrarca (Secretum, nueva edición, Planeta, Barcelona, 1986; mientras la primera era de 1972, Magisterio Español, Premio Novelas y Cuentos 1972) no hace sino poner en clave moderna el temor de Petrarca, el clásico temor a la muerte, pensamiento poco platónico por cierto y que no rima con la vida del poeta toscano, a pesar de sus frecuentes citas de Platón. Otra vez aegritudo, confusa discrepancia entre lo que se lee y lo que se vive. La civilización del Renacimiento, inaugurada por Petrarca, desemboca en un humanismo tardío, situado en un siglo del futuro en que, según Antonio Prieto, el hombre ha encontrado la solución, inventando un remedio contra la muerte. Bastó una inyección o una operación para que todos los mortales de una determinada época, situada ya en el pasado de la novela, hayan adquirido la inmortalidad, igual que los dioses. Una ley especial protege a estos felices inmortales contra todo intento de volver a la mortalidad. La población de la tierra, sometida a conflictos en el pasado sólo porque se multiplicaba demasiado, se encuentra protegida por su máximo invento y quien se atreviera a tener niños, es decir, a amar y a aumentar el número de los seres humanos en una tierra cuyas posibilidades de sustento son limitadas, tendrá que ser juzgado por un tribunal, condenado a
muerte y quemado en la hoguera. Es como infringir la Constitución, en uno de sus artículos fundamentales. Sin embargo, nadie quiere morir, de manera que pasarán siglos, me imagino como lector de este apasionante relato, antes de que un ciudadano medio loco o simplemente curioso y anticonformista rompa el orden de inmortalidad. 


La novela de Antonio Prieto, partiendo de esta tesis, no hace sino contar la historia de un ser humano que incumple con la ley, se enamora, y su amada tendrá un hijo, en un espacio y un tiempo que se habían apartado tanto del amor como de la procreación. La novela utiliza una técnica que permite al autor moverse a varios niveles: aparece el mismo Petrarca, enamorado de Laura, después del encuentro que tiene lugar en Aviñón, el 6 de abril de 1327, y que no hará, a lo largo de toda su vida, sino cantar a la mujer ideal, a la que nunca logrará acercarse; es como un símbolo del amor eterno, lo mejor que el hombre había inventado para oponer al terror de la muerte; aparece un joven profesor de literatura que se enamora en una playa de una chica, algo así como una réplica moderna de Laura; y da la casualidad de que el profesor formará parte del tribunal llamado a juzgar al tercer personaje, culpable de haber engendrado un hijo y puesto en peligro el nuevo orden de la eternidad. Hacia el final, los tres personajes masculinos parecen confundirse en uno solo y el libro se vuelve elogio del amor, representado por el varón enamorado, que aceptará la muerte con una gran serenidad, digna, precisamente, de un protagonista o de un héroe representativo de la esencia perenne. Porque el hombre lo que ha perdido con el invento de la eternidad y con la ley que la garantiza ha sido lo más suyo y lo más definitorio de la condición humana, en medio de una utopía convencida de haber descubierto el secreto de la felicidad, mientras el secretum auténtico reside en el riesgo de vivir, en la brevedad misma de la vida, en lo que Rilke llama “vivir en lo abierto”.
 
El libro se divide, además, en dos cadencias distintas: la una es la sentimental, el elogio del amor, al estilo que Petrarca utiliza en sus Rimas para describir a Laura y la pasión que le une a ella, de la misma manera casi en que Dante hablaba de Beatriz en su Vita nuova, y digo casi porque el amor de Petrarca es más carnal y erótico que el de su predecesor; y asistimos a los encuentros de los dos amantes, el profesor y su ex alumna en la playa veraniega, o al amor en el recuerdo de los dos condenados que se han permitido regresar a la tradición, es decir, a lo que hace del hombre algo semejante a Dios, a través de su pasión precisamente; mientras la segunda cadencia nos coloca ante el problema mismo del protagonista y su defensa ante el tribunal; estas páginas son quizá las mejores de la novela de Antonio Prieto, porque ponen de relieve su talento épico y su talante intelectual y lo aproxima a sus contemporáneos agobiados por el mismo temor. Me refiero a Huxley, Zamiatin o bien a George Orwell. Todos temen la misma amenaza, presentes en todas las latitudes de la lucha que los sistemas llevan contra el hombre al amparo de los derechos humanos más sofisticados y mejor traducidos a letra de ley. Lo que desaparece bajo el rodillo de la técnica, de los tecnócratas, de los financieros, de los partidos sometidos a las esquizofrenias de los progresistas, es el amor. No hay discurso electoral ni película o libro situado en condición de best-seller que no abogue hoy en nombre de la misma destrucción. La liberación no es sino encadenamiento y destrucción. El mismo ecologismo, que tanto podría hacer en nombre de la defensa de la esencia humana, se ha transformado en instrumento indirecto de la opresión utopista.

Ante los jueces que lo acusan, el culpable afirma:


“...¿Cree que la ley es contraria al amor, a la comunicación entre los seres?, pregunta un miembro del tribunal.
--Tal vez sí, contesta el protagonista.
--Dice usted, y es indudable, que ella lo amó, lo ama, y ella sí está dentro de la Ley. ¿No le parece una contradicción?
--No, porque yo sí estoy fuera de la Ley.

--¿¿Quiere decir que ella amó lo que estaba fuera de la Ley y usted amó lo que estaba en la Ley?
--Quiero decir que ambos sentimos la temporalidad, que ambos estuvimos sometidos al paso del tiempo y vivimos su intensidad, el temor y el gozo de lo que va desapareciendo y no se repite.”
 
Y cuando el Sociólogo, miembro del tribunal, expresa su asombro ante el deseo evidente de los dos amantes de buscar el sufrimiento a través del amor y le pregunta al acusado: “¿No le parece ilógico?”, éste contesta: “No, señor”.

--“¿No es ilógico buscar el sufrimiento? ¿Acaso no es ilógico y contradictorio insistir en una actitud que implicaba hacerle daño a lo que supuestamente se ama?
--Pienso que no; pienso que todo lo que tienen algún valor exige sufrimiento.

Respuesta directamente situada en lo que podríamos definir como una actitud cristiana o tradicional ante la vida. El secreto, entonces, es el tiempo. Seis siglos después de Petrarca, poeta que abre con sus dudas, vacilaciones, incertidumbres, el ciclo humanista, que culminará con los temores de Huxley y Orwell, el novelista español se acerca al centro del problema, igual que otros contemporáneos suyos, y me refiero esta vez al tema del tiempo tal como lo enfocan, en sus novelas o ensayos, tanto Proust como Bergson, Max Scheler o Heidegger. Amor y tiempo aparecen de repente como lo más genuinamente humano, como lo más representativo y lo más frágil, tema de poesía, pero también de filosofía y de ciencia, el tema humano por antonomasia. Y es posible que, bajo este aspecto, nadie lo haya sorprendido con tanto afán de plusvalía ontológica como Antonio Prieto en esta novela que, editada ahora en una colección de más acceso para el público, espero llegue a conmover más lectores que la primera edición. En un momento no muy bueno de la prosa española, este libro promete un renacimiento.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)






sábado, 21 de abril de 2007

En la muerte de Charles Moeller


No es posible hablar de la literatura del siglo XX sin mencionar al gran crítico belga, recientemente fallecido. Su libro monumental, Literatura del siglo XX y cristianismo (Ed. Gredos, Madrid), publicado en varios tomos, es un panorama de la mejor prosa y de la poesía más representativa de nuestro tiempo. Y el hecho de que Moeller haya tratado de explicar a autores tan opuestos como Gide y Kafka, o Camus y Bernanos, o Claudel y Sartre, bajo el mismo punto de vista, el de la problemática cristiana, da cuenta de la magnitud de la obra.

En efecto, resulta hasta paradójico situar a tantos autores, pertenecientes a tendencias tan dispares, bajo la luz del mismo faro, iluminando no sólo apariencias y matices, sino la sustancia humana que está detrás de corrientes y escuelas y que nos permite contemplarlo todo como obra del espíritu y enfocar situaciones y dramas desde el nivel más alto, que es el del eterno conflicto entre el bien y el mal. Entiendo perfectamente el punto de vista de Moeller cuando llega a la conclusión de que los enemigos de la fe plantean a los cristianos problemas que, de otra manera, ellos mismos no hubieran sabido resolver o siquiera se hubieran percatado de su existencia. El mal provoca al bien y lo fortalece. Sartre es útil porque plantea problemas existenciales que los cristianos no hubiesen detectado. Los enemigos de Cristo, en un plano de sabiduría divina, se vuelven de esta manera sus aliados inconscientes. Sin embargo, no es el mismo el peso de los escritores cristianos y el de los ateos a lo largo de los combates ideológicos del siglo XX. No se puede caer en la demagogia sandinista, por ejemplo, a la hora de hablar de la utilidad de la Iglesia en lo inmediato, lo social, lo político, etcétera. ¿Por qué? Sencillamente porque las soluciones brindadas por los unos o por los otros, por los aliados o por los enemigos, no son las mismas. Prueba de ello es lo que sucede en la URSS, en Cuba y en otros espacios adversarios. Puede ser interesante para un cristiano del mundo libre, como lo era Charles Moeller, el experimento soviético, pero sería aleccionador preguntar sobre el mismo al cristiano y hasta al no cristiano que viven dentro de aquel experimento.

El autor es muchas veces poco tajante y hasta favorable cuando analiza la obra de los no creyentes y de los enemigos en cuyas obras “la inquietud espiritual está siempre presente”. Y creo que se equivoca rotundamente cuando afirma que “La esperanza humana no está separada, aunque es distinta, de la esperanza cristiana”. Sí que es separada y distinta, porque la una se refiere al otro mundo y la otra a éste, siendo dominado éste por quien sabemos, por el Príncipe del que el mismo Cristo nos habló. No se puede de ninguna manera estar al lado de las tesis de Mauriac, nos damos cuenta hasta qué punto las opiniones y convicciones de los agnósticos y anticristianos pueden estar enfermas de maldad y de ignorancia. Escribía Mauriac, relatando una visita de Malraux (en el tomo III de Moeller): “Entonces me planteaba la misma cuestión que me plantea esta noche. La Iglesia ha tenido a este pueblo (el español) bajo su férula... ¿Y qué ha hecho él?” No sabemos si Mauriac había contestado a la pregunta. A lo mejor no, porque tampoco conocía a los españoles o los conocía tan mal como Malraux. La respuesta es sencilla: La Iglesia enseñó a los españoles a no tener miedo a la muerte. Es el logro más extraordinario jamás realizado por una institución divina o humana en la Tierra. Rilke lo había observado y anotado en sus cartas de Toledo. No sólo desencadenó el misticismo más sutil, traducido en poesía por san Juan de la Cruz, sino que cinceló un ser humano desprendido del temor a la muerte. La unión entre la psique española y la fe dio resultados magníficos bajo todos los aspectos del saber y de la esperanza. Malraux lo entendió. Me gustaría volver sobre el tema, analizando aquí la semana próxima el contenido del capítulo sobre Unamuno, en el tomo IV de la obra de Moeller.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)


viernes, 20 de abril de 2007

Koestler o el suicidio nominalista


En medio de una interesante y actualísima tertulia, donde se suele hablar de todo, en torno a una personalidad política española de mucho relieve intelectual, alguien planteó el otro día el tema del exilio relacionado con el destino de Arthur Koestler. Este exilio esconde desde el principio en su trayectoria, la idea del suicidio. Solzhenitsin, se dijo, iba a terminar de la misma manera, ya que nadie puede seguir vibrando en tierra extraña con la misma intensidad que en la de donde ha sido arrancado. El suicidio de Koestler sería, pues, una fatalidad relacionada con el exilio.

Yo creo que no es así. En primer lugar, porque no todos los exiliados se suicidan. Asistiríamos hoy a un increíble autogenocidio, ya que hay millones, muchos millones de exiliados, salidos de su cauce después de la Segunda Guerra Mundial, o después de lo que pasó en Palestina, o después de Vietnam, o, ahora mismo, después de Jomeini o de la ocupación del Afganistán. La gente, incluso, escoge la libertad, es decir, el exilio voluntario, antes que permanecer en lo que podríamos llamar “la patria del nominalismo”. O sea, del producto de la utopía. Y estoy convencido de que Koestler, que logró desde muy joven separarse de la religión de sus antepasados y preferir el frágil Capital al sólido Talmud, no se hubiera suicidado, a pesar de todo, si no hubiese abandonado la base religiosa de su infancia y la de su raza, que vive en el exilio desde hace milenios y no piensa en suicidarse, justamente porque el fundamento de su existencia no es nominalista, o concretamente materialista, sino religioso. Tampoco se va a suicidar Solzhenitsin, a pesar de los rigores a los que está sometido en su exilio, de la misma manera en que fue sometido a otros durante la estancia en su tierra, sencillamente porque el autor de El primer círculo es un hombre profundamente cristiano y de la misma manera en que aborrece el marxismo o el aborto, se niega a aceptar la táctica destructora del suicidio. Sólo los materialistas son tanáticos.


Koestler pudo haber sido uno de los espíritus más abiertos y constructivos de nuestro siglo. Del mismo modo en que Pascal, en un momento revelador y crucial de su vida, escogió la religión y abandonó la ciencia, Koestler abandonó la religión (su religión marxista) y se convirtió a la ciencia. Sus libros, en este sentido, son tan buenos como sus novelas y reportajes escritos durante su época marxista y que culminan con su El cero y el infinito, novela en cuyas páginas asistimos a su cambio interior y a su adhesión a una posición anticomunista. Esto, sin embargo, no fue suficiente. Su mente preclara logró empaparse de muchos conocimientos científicos actuales y comprendió el papel revolucionario que la ciencia interpretó en este umbral de los nuevos tiempos. Pero no llegó jamás a sacudirse de encima la última partícula de polvo materialista y tampoco el pesimismo que acompaña al agnóstico. (El que vive dentro del mal y lo practica sufre mucho más que sus víctimas, afirmaba el poeta Boecio en su De consolatione philosophiae, afirmando implícitamente que el remordimiento y el dolor acompañan permanentemente al hombre que triunfa dentro del mal). Olvidar el hecho fundamental de que, durante muchos años, uno haya sido el cómplice de los campos de concentración estalinistas y de las torturas anímicas y somáticas del universo leninista, no es nada fácil. Sólo la oración y la penitencia nos pueden salvar en casos así, como al piloto que arrojó su bomba sobre Hiroshima. Koestler llegó hasta las cercanías de la cumbre, pero no descubrió en el vasto horizonte que la ciencia abría ante sus ojos, más que destrucción y miseria.


De la misma manera en que Koestler acabó suicidándose , en el marco de su visión parcial del mundo y del hombre, pueden suicidarse pueblos enteros; los que, por ejemplo, votan en masa a los partidos nominalistas, quiero decir sólo parcialmente adheridos a la verdad. Cinco rectores representando a cinco universidades españolas han firmado una proclamación, o una simple súplica, para darle un nombre administrativo al asunto, pidiendo permiso al ministro de la Educación para que los universitarios festejen este año el primer aniversario de la muerte de Marx. ¿Es esto posible? ¿Por qué ha de festejar la Universidad, la élite de las élites, a un pensador cuya doctrina ha sido desecha por la ciencia, como por la filosofía, por la evolución misma de las artes como por la de la sociedad y de la cultura contemporánea en general? Festejar es homenajear. Pero, ¿cuál de las ideas de Marx sirve todavía? ¿Y para qué? ¿Qué es lo que ha quedado en pie de su doctrina, sino el esqueleto más tremendamente inactual de una sociedad de esclavos? Por esto decíamos, no sólo los individuos llegan a preferir el suicidio a la vida, que es apasionada búsqueda, sino también los pueblos.


                                                                                                                          Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 9 marzo 1983







jueves, 19 de abril de 2007

El nombre de la rosa es politeísmo

No, no es un título estrambótico, sino la conclusión de un largo debate interior. El lector recordará el comentario que dediqué en estas páginas a la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, afirmando al final de mi comentario que el secreto del libro estaba encerrado en la última frase, que rezaba así: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. Que es, en realidad, todo un programa nominalista. Vamos a ver, en el artículo de hoy, qué es el nominalismo y qué relación tienen, por un lado, la novela de Umberto Eco y, por el otro, la frase citada más arriba, con algunas de las tendencias más ocultas y tenaces de la lucha filosófica e ideológica actuales y con la intención misma de la novela del autor italiano. De nuestra matizada inquisición dependerá, pues, en la medida en que lograré llevarla  como es debido a cabo, el esclarecimiento de algunas ideas y de algunos ideales que tanto daño está haciendo al hombre contemporáneo y sobre todo al hombre cristiano, meta y víctima de estas tendencias. Y me pregunto ingenuamente: ¿Quién ha puesto de relieve hasta ahora, en el marco de la crítica católica española, el sentido polémico de El nombre de la rosa? Nadie, et pour cause, porque dicho silencio tiene una causa, quiero decir la colaboración entre la rosa y la cosa, por así decirlo, como luego veremos. ¿Es que ya no hay teólogos en Salamanca? 

La frase citada por Eco significa en castellano lo siguiente: “Permanece la rosa original con el nombre, después, sólo tenemos nombres”. Esto quiere decir, en un sentido nominalista, que la palabra rosa no tendría ningún sentido si las rosas, en cuanto realidades, dejaran de existir. O sea: ¿Es posible hablar de ideas generales por encima de las cosas que ellas representan en la tierra, o sólo hay estas cosas visibles y palpables? ¿Existen, sí, conceptos universales o sólo los objetos que dan cuenta de ellos (nominales o reales)? Si la rosa en sí desaparece, también desaparece el nombre de la rosa. La polémica es muy antigua y se encuentra, como casi todos los problemas que agitan las filosofías, en Platón y Aristóteles, idealista el primero, nominalista o realista el segundo. Desde el punto de vista científico, esto tiene también su peso y posibilidad de definición, en el mismo sentido esbozado más arriba, ya que “Nominales sunt philosophae qui scientias non de rebus universalibus, sed de rerum communibus vocabulis haberi existimant”. No de rebus o cosas universales, sino de rerum o de cosas comunes que contradicen tanto lo abstracto como lo general. Los universales, que apasionan a los platónicos medievales, pasando por San Agustín y Boecio (aunque éste trata de reconciliar las dos tendencias y de encontrar una justa síntesis entre sus dos maestros, Platón y Aristóteles) hasta Abelardo, el cual, en el siglo XII, plantea ya el tema nominalista, en el nombre de la rosa, quiero decir en contra de los universales. Impresionismo y expresionismo, figurativo y abstracto, en la pintura contemporánea, corpuscular y ondulatorio, monoteísmo y politeísmo, siguen planteando ante nuestros ojos el antiguo y apasionante tema medieval, y digo apasionante porque el polemos que agitó a los antiguos da cuenta perfectamente de la dualidad interior que nos compone y define y que ha sido puesta en nosotros desde los comienzos y esclarecida desde el punto de vista lógico, por Platón y su discípulo, su hermano y enemigo al mismo tiempo.

Umberto Eco se reconoce como nominalista no sólo en la frase final de su libro, sino también en las consideraciones que estructuran poco a poco su actitud, desde las primeras páginas hasta las últimas. Por ejemplo: “La ciencia tiene que hacer con las proposiciones, y sus términos indican cosas singulares” (ver pág. 210 de la edición italiana). En base a su experiencia, como sigue afirmando el personaje principal de la novela, no hay leyes universales, ya que si estas existiesen, implicando “un orden dado de las cosas”, esto significaría que Dios sería prisionero de ellas, mientras sabemos que Dios es un ser libre y que si no fuera así, el mundo tendría otro aspecto. Bastaría decir aquí que Dios es libre hasta el punto de que ha creado Él mismo el orden y sus leyes, y que hablar de un Dios prisionero de sus propias leyes no tiene sentido. Pero no quiero entrar aquí en disquisiciones teológicas.

Demos un salto hacia nosotros mismos para entrar directamente en el tema que nos preocupa e implica. El nominalismo está en los cimientos mismos del materialismo contemporáneo, cuyo padre directo ha sido David Hume, quien niega al hombre y a su posibilidad de conocimiento cualquier capacidad o poder metaempírico. ¡Abajo la idea, viva la impresión! Conocemos sobre bases únicamente psicológicas, ya que tomamos contacto con la realidad a través de los cinco sentidos. Ni siquiera conceptos como tiempo y espacio existen de por sí, sino sólo como impresiones que se suceden la una a la otra, en un caso, y como impresiones que coexisten en el otro. El tiempo y el espacio no son sino puros nombres, como el de la rosa o como el de Dios. La misma inclinación religiosa del ser humano no brota desde su técnica racional de enfocar el mundo, y tampoco desde sus a priori o aposteriori de tipo metafísico, sino, como dice Hume, “desde las esperanzas y temores que continuamente agitan el alma humana”. El hombre es, pues, naturalmente politeísta, según esta interpretación nominalista, basada en una consideración psicológica que elimina los universales y se basa únicamente sobre lo que Hume considera entonces como la “naturaleza humana”.

Este inciso filosófico nos obliga a retroceder hasta Francis Bacon y Thomas Hobbes, fundadores, el primero , del método experimental, de origen aristotélico también, y, el segundo, de un nominalismo político cuyo monumento espantoso tiene un nombre muy alejado del de la rosa, pero en estricta conexión con el mismo: Leviathan. Bajo esta perspectiva, ya que no existe sino lo individual y concreto, separados de cualquier abstracción y categoría, tenemos forzosamente que tener en cuenta las características y exigencias de cada individuo en parte, único contenido de lo real. El ser en cuanto individuo se sale completamente del concepto de bien, por ejemplo, puro invento metafísico, puro nombre. El hombre concreto no es sino un complejo de necesidades particulares y positivas, de manera que lo único que interesa, en este sentido nominalista, resulta ser el placer de dicha concretez, el placer que más tarde encontraremos en la base del freudismo y de cierto socialismo de los derechos (humanos, por supuesto) que transforman al hombre en una suerte de animal individual, concretamente singularizado en un destino sin meta, ya que el placer no puede constituirse en una finalidad. ¿Cómo existen entonces realidades tan efectivas y tan ligadas al nombre y a la abstracción como son los Estados? Problema que los nominalistas no han sabido resolver o, cuando lo han hecho, han desenmascarado su falta absoluta de realismo, lo que les ha obligado a transformar la sociedad y el Estado en obligaciones torturadoras, como en toda utopía. La utopía de Hobbes se llama Leviathan y es el nombre del Estado moderno, en cuyo marco el ciudadano está obligado a firmar un contrato social y renunciar a sus libertades en nombre de una libertad general, que es pura abstracción antinominalista y que está en la base de todo tipo de totalitarismo. Su fuerza es la del derecho, evidentemente, pero de un derecho que él mismo se otorga, ya que resulta ser, después de la firma, también abstracta y antinominalista, del contrato social, el único individuo (el Big Brother de Orwell), el gran individuo cuya voluntad sustituye cualquier ley moral, religiosa, política, social o jurídica. La paz y la guerra, el bienestar y la miseria de los firmantes están en sus manos absolutistas. Las tendencias politeístas del hombre psicológico, tal como Hume lo enfocará a través de su mundo fenoménico (cada esperanza y cada miedo con su dios, como en las sociedades primitivas) están ya previstas y resueltas dentro de la visión sensorialista y antiespiritualista de Hobbes, cuya sociedad no puede tener otro aspecto sino el del horrible Leviatán que es el nombre de una rosa contemporánea (“nomina nuda tenemus”) encarnada en el Estado soviético o en la sociedad politeísta, separada de toda abstracción metafísica o religiosa, y que sería el Estado del futuro, peor todavía, ya que de la rosa prístina no queda ni siquiera el nombre. Si perecen los hombres, realidades concretas de los nominalistas, perecen también las sociedades. Si el hombre no es libertad, sino libertad entregada a Leviathán, será difícil buscar al hombre en la geografía de esta tierra, en el espacio concreto de Hume. No permanecerá ni siquiera su nombre. Es gulag, donde ni la realidad concreta, el hombre cuantitativo, ni su nombre, representan algo, sino un material bruto moldeado en nombre de la utopía. ¿Y por quién? es la pregunta que yo planteo a Umberto Eco. ¿Quiénes serán los que, en nombre del futuro Leviathán, acabarán con nosotros? Y, por supuesto, con ellos mismos, ya que, a pesar del nominalismo, el hombre es una especie, una categoría, una idea, que no puede ser cortada en dos sin que desaparezca tanto el objeto sometido a esta operación, como el cuchillo, vuelto inútil después de la misma, que la ha realizado. 

Libro terrible el de Umberto  Eco, no sólo anticatólico, como yo lo afirmaba aquí, hace unas semanas, sino decididamente antihumano, como todo politeísmo nominalista y leviathánico.

Vintila Horia, en El Alcázar, 9 de marzo de 1983