viernes, 25 de diciembre de 2009

El secreto del Escorial


No me va a resultar fácil desvelar aquí el secreto del Escorial. Por el otro lado, nada menos complicado que esta tarea, porque el mismo constructor del monasterio-palacio, Juan de Herrera, lo ha explicado en su libro Discurso de la figura cúbica, en cuyas páginas el arquitecto santanderino nos revela la idea encerrada en los fundamentos de su obra maestra. Sin embargo, ni este texto es de amena lectura, debido a las correlaciones filosóficas, matemáticas y teológicas que implica, ni se le ha ocurrido a nadie colocar aquel monumento en la base de una de las vanguardias europeas de principios de siglo, el cubismo, a pesar del visible parentesco que podemos en seguida establecer entre el uno y el otro. Vayamos, pues, por partes.

Es imposible, en primer lugar, enfocar, estudiar y tratar de comprender cualquier obra arquitectónica del pasado –un templo griego, una pirámide egipcia o maya, una catedral gótica, un palacio del siglo XVII- sin haber aprehendido antes el sentido de lo sagrado que los envuelve, los justifica y hasta los explica desde el punto de vista del mester arquitectónico. El hombre vivía en la tierra, pero con la mirada fija en el cielo, tratando de imitar a los dioses y a sus moradas, o a Cristo más tarde. La naturaleza estaba empapada de lo sagrado, cuya presencia está viva en todas las manifestaciones del hombre, desde la más remota existencia prehistórica hasta el siglo XVIII, cuando esta huella se pierde junto con la fe. El materialismo separa al hombre de lo sobrenatural, la casa, el ayuntamiento, el palacio se vuelven profanos, y hasta los templos son erigidos, y las iglesias protestantes son prueba de ello, sin ninguna relación con la tradición y, por ende, con lo sagrado. El templo es una sala donde se reúnen los fieles para escuchar los comentarios del pastor y cantar juntos, en una comunión anímica donde la presencia de Dios, como sucede en el misterio católico de la misa, no es requerida y tampoco imprescindible. Pero, por encima de todo, el templo protestante no se construye teniéndose en cuenta la relación que el arquitecto de la catedral de Toledo, de Chartres o de Santa Sofía establecía entre Dios y el lugar construido por el hombre donde su presencia podía mejor manifestarse, y donde ciertas reglas muy antiguas hacían del templo el hábitat mismo de la divinidad, su sitio preferido. Esta preferencia tenía un ritual, el de los gestos y palabras del sacerdote, dentro de una construcción establecida y edificada según los principios de una ciencia tradicional concentrada en lo sagrado.

El Escorial, terminado en 13 de septiembre de 1584, hace exactamente cuatro siglos, fue pensado por Felipe II y por su arquitecto como un centro sagrado, una iglesia en medio de un convento, y como un centro político, el de un imperio cristiano, cuya sola superioridad reconocida era Dios. Lo uno se imbricaba en lo otro. Esto planteó desde un principio unos problemas de ardua solución, y fueron resueltos, en permanente colaboración entre el soberano y el artista, durante los veintiún años que duró la construcción, tiempo récord para la época. El conjunto señala tres direcciones, ya que, en primer término, indica hacia el pasado, puesto que la parte inferior es una cripta y da cuenta del contacto permanente entre el rey y lo que Jung llamaba “el alma de los muertos”, el inconsciente colectivo y la presencia real, el espíritu de los antepasados colaborando con el soberano presente; el palacio miraba hacia la administración, enfocada y anhelada como perfecta de las cosas presentes, de la tarea política y administrativa, del inmenso imperio, primer experimento moderno de un Estado universal, con todos los problemas que esto planteó al rey y a sus secretarios; mientras el templo y el convento elevaban hacia arriba sus torres y sus plegarias, como pidiendo para un futuro mejor, de los cuerpos y de las almas, tanto del rey, de los monjes y de la corte como de todos los súbditos.

Para que esta triple tarea fuese posible, Juan de Herrera escogió la forma del cubo, considerado como perfecto, inspirado en la doctrina expuesta por Raimundo Lulio en el Ars Magna, basado a su vez, en las antiguas doctrinas de los matemáticos y filósofos antiguos, como Pitágoras y Platón, cuya geometría tenía que inspirar a los hombres el sentido de la integración de las formas en un conjunto armónico llamado cosmos, lo contrario del caos. El arte de vivir consistía, pues, en saber integrarse dentro de un orden (cosmos significa orden), siendo el sentimiento de la plenitud el resultado de dicha integración. Es precisamente la idea que domina tanto el proyecto del Escorial como el escrito de su constructor. Y es, en efecto, un sentimiento de plenitud el que embarga al espectador del edificio, y, más todavía, al turista curioso que penetra dentro de aquel orden, cuyas coordenadas geométricas están formadas, como escribe Juan de Herrera, por las dimensiones mismas del cuerpo cúbico, “longitudinal, latitudinal y profunditudinal”. De esta conjunción en el cubo de las tres dimensiones citadas mana el “infinito y misterioso reposo”, o requie característica de un palacio donde el rey tenía que poner a su espíritu en relación con el cosmos, con el fin de mejor gobernar a los suyos. Lo político se insertaba, de este modo, en una operación “perfecta y plenitudinal” que no tiene, como escribe Herrera, “ni falta ni sobra”.

Pero hay más. Si el cubo era la forma perfecta, desde el punto de vista geométrico, para los precristianos, se vuelve símbolo del misterio fundamental del cristianismo: las tres dimensiones de esta forma sin fallos corresponden a las tres entidades de la Santísima Trinidad. Sólo el cubo contiene las tres dimensiones; de ahí la forma del edificio que proyecta sobre la sierra de Guadarrama la silueta de un cubo. Sin embargo, contemplado desde arriba, a vista de pájaro, resulta fácil reconocer en el trazado interior de los patios la parrilla en que fue martirizado San Lorenzo, y es otro de los símbolos del edificio, puesto que la batalla de San Quintín (1557) fue conseguida el día del santo mártir, y la construcción se hizo como recordatorio y agradecimiento. Pero contemplado desde cualquier ángulo y perspectiva horizontal, el Escorial aparece como un cubo, concentrando en su ser de piedra símbolos religiosos, guerreros, místicos, geométricos y morales, a los que hay, forzosamente, que añadir, desde el punto de vista psicológico, el sentimiento de plenitud, cargado, en este caso, de significados políticos evidentes. Lo curioso, lo que, al mismo tiempo, comprueba la intención de Herrera y del rey, es que, una vez entrado dentro de aquel misterio de granito, cualquier persona experimenta una metanoia, una transformación a veces sobrecogedora. Lo exterior incide en lo interior, el edificio, como en las catedrales góticas o como en el palacio y el parque de Versalles, repercute en el alma del transeúnte. El hombre, rodeado por formas empapadas de intenciones, se aparta de su desorden, y, sin darse cuenta, se deja participar [sic] en un microcosmos, imagen y síntesis del equilibrio macrocósmico. Las pirámides, también tridimensionales, ejercen, según los especialistas, la misma influencia benéfica sobre los que se colocan dentro de sus coordenadas de armonía. El buen gobierno era, en aquellos tiempos de concordancia tierra-cielo, un arte y una técnica de las que el gobernante normal, quiero decir, sano de mente, tenía clara conciencia. El emperador, como el Papa y como todos los príncipes de la cristiandad, formaba parte de una societas que se movía aquí abajo, pero cuyas responsabilidades venían de arriba. Lo sagrado dominaba lo profano, y gobernar no era sino imitar, guiar al pueblo de Dios hacia sus demoras [sic] eternas del modo más justo posible. Por este motivo, los moldes en que se movían las sociedades tradicionales encajaban perfectamente en lo sagrado.

Curiosamente, el rey Felipe falleció en su monasterio el día 13 de septiembre (fecha de la terminación del Escorial) del año 1598.

Quien, como yo, estudia la literatura del siglo XX y se apasiona por sus autores y corrientes, no podrá sino encontrar una inesperada, pero lógica, conjunctio entre el cubo de Juan de Herrera y las formas cúbicas de Braque. El cubismo, dentro de la horma espiritual de Occidente, nace en El Escorial, echando poderosas raíces, como lo hemos visto antes, en Raimundo Lulio y Pitágoras. La intención del pintor, que empieza su carrera cubista pintando, en 1908, “Les maisons à l´Estaque”, no era, como dijo Matisse contemplando el cuadro, la de forjar “caprichos cúbicos”, sino la de crear un marco plenitudinal para sus líneas y colores. A lo largo de los secretos caminos del inconsciente colectivo, los cánones de Herrera desembocan en el siglo XX bajo el mismo amparo geométrico. Sólo que esta vez lo sagrado se esfuma en el desorden profano del siglo, donde ni los artistas ni los gobernantes tienen idea alguna acerca de sus obligaciones cósmicas. La política, como el arte, da cuenta de lo que un crítico llamó “la pérdida del centro”. Los derechos sustituyen a las obligaciones, el centro es cada uno, momento privilegiado del Bios universal, la anarquía, que es falta de orden, individualismo destructor, porque, desprendido de cualquier centro y deber, reemplaza la plenitud. Nadie es [sic] contento ni satisfecho, porque el individualismo es centrífugo, y, por consiguiente, desordenado y antiarmónico. Nada se puede edificar encima del desorden, que impide la realización de la plenitud, ausente tanto en el alma de los gobernantes como de los gobernados. El contacto entre el cielo y la tierra ha sido roto, y el mal obra en plena luz del día, mientras el bien, a la deriva, no tiene ni defensores ni terrenos anímicos propicios donde sentarse y dar la batalla. La solución cubista es, en este sentido, muy elocuente desde el punto de vista que aquí nos interesa: mientras resuelve problemas estéticos, es incapaz de situar al artista, como tampoco al que contempla su obra, en una posición de plenitud activa. El cubismo coincide con muchos esfuerzos típicos del siglo XX, con la investigación cuántica, por ejemplo, como lo ha demostrado Jean Cassou, pero las técnicas del conocimiento no logran centripetarse, porque no tienen lo que El Escorial manifiesta desde sus mismas intenciones: ser el marco más adecuado para el buen gobierno; dar forma visible a lo sagrado, constituir un centro, ser un monasterio y un palacio donde lo de arriba venía a coincidir con lo de abajo, la política con el cosmos. Entre Juan de Herrera y Georges Braque o Picasso, el tiempo ha corroído los vínculos esenciales, hasta tal punto que el acto de homificarse, como decía Herrera, tiende a atomizar al hombre, en lugar de sintetizarlo. Lo profano, aparentemente por lo menos, ha vencido a lo sagrado. Para mal de todos.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

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viernes, 17 de julio de 2009

Elogio de la locura como incertidumbre


Petrarca escribió casi toda su obra en latín y pensó siempre que, debido a ello, iba a enfrentar con éxito la batalla con la eternidad. Y, sin embargo –con excepción quizá del Secretum-, lo único que la haya sobrevivido hayan sido sus versos en italiano, el famoso Canzoniere del que disfrutaron los enamorados y se alimentaron los poetas desde el siglo XIV hasta hoy. El primer humanista se había equivocado de latitud crítica y había apostado por un caballo que acabó perdiendo. Lo mismo le sucedió a Erasmo, de cuya inmensa obra, toda ella en latín, que dominó dos siglos de pensamiento teológico europeo y desencadenó el erasmismo en España, sólo sobrevive su Elogio de la locura, obra escrita por divertimento, como él mismo lo confiesa. La idea del libro brota en su imaginación durante un viaje por Italia, en 1515, cuando escribe: “... para no malgastar todo el tiempo que había de pasar a caballo, en charla intrascendente y vulgar, preferí algunas veces reflexionar conmigo mismo... y, como la ocasión no parecía adecuada para un ensayo serio, me pareció que podía hacer para divertirme el elogio de la locura.” Estas líneas aparecen en la introducción al libro y están dirigidas a Tomás Moro, su amigo inglés con el que iba a volver a encontrarse poco después. Esta obra, como bien dice José Luis Vidal en el excelente estudio introductivo [sic] que le acompaña, no fue escrita por Erasmo “... con el propósito de dar lo mejor o lo más sustancial de su pensamiento”. ¿No le había ocurrido lo mismo a Petrarca? Y, hasta cierto punto, a Montaigne, quien, decenios más tarde, de viaje hacia Loreto, compone a caballo un libro menos serio que sus Ensayos pero todavía de una enorme actualidad y de un interés que, si no sobrepasa el nivel de su obra ensayística, la iguala en la maestría con que el autor maneja los colores de la actualidad más plástica y cotidiana.

El problema que uno se plantea desde las primeras páginas de la Laus stultitiae es de matiz cervantino. ¿Y cómo evitarlo? En otras palabras: ¿hasta qué punto son El licenciado Vidriera y el mismo Quijote consecuencias de una atenta lectura y de un profundo entendimiento del divertimiento erasmiano? Bataillon había afirmado rotundamente: “Si España no hubiera pasado por el erasmismo, no nos hubiera dado el Quijote.” Si Cervantes había o no leído el Elogio es tema secundario para nosotros. Es más probable que lo haya conocido, de alguna que otra manera, durante su estancia en Italia, dentro de una situación necesitaria que todavía implicaba el conocimiento si no la lectura de un autor tan famoso en la Europa de entonces, desesperadamente entregada a una lucha típicamente petrarquista, la de saberse uno cristiano o pagano, en el marco de una polémica que ningún escritor serio de la época logró resolver a favor del uno o del otro de los dos conceptos que desgarraron las entrañas de Petrarca y de todo el Renacimiento, hasta el mismo Miguel Ángel. La aegritudo del Secretum se había vuelto stultitia. Y si Cervantes había o no conocido a Erasmo es como afirmar que Flaubert procede en línea recta, o subversiva, del Mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. La cuestión, para una correcta y poco erudita perspectiva literaria, relacionada con poiesis, me parece exenta de importancia.

Queda por esclarecer –e ignoro si algún crítico universitario lo ha esclarecido hasta la fecha- el tema de “la locura de la cruz”, que Erasmo añade a los demás temas demostrativos de la presencia de la locura en todas las actividades humanas. José Luis Vidal escribe (en la edición del texto traducido por Antonio Espina y que también merece elogios, editado por Planeta, Barcelona, 1987): “... la Locura (aquí, no obstante, más que en ningún otro sitio, Erasmo parece descuidar la ficción por él dispuesta y es su voz misma la que creemos oír) da un paso más y apela a su presencia misma en la Escritura.” El texto, muy polémico por cierto, reza así: “Cristo mismo, para socorrer la locura de los hombres, siendo como era la sabiduría del Padre, se hizo necio también él, en cierto modo, cuando, al tomar la naturaleza humana, tomó la figura de hombre; igual que se hizo pecado para redimirnos del pecado. Y no quiso redimirnos de otro modo que por la locura de la cruz, por medio de apóstoles obtusos y vulgares, a los que a propósito recomendó la necedad.” Es lo que fue llamado en su época, por los partidarios de Erasmo, “la locura salvífica”. Es cuestión de semántica. El latín se presta a muchas interpretaciones. Imbecillitas no es lo que pensamos en román paladino, sino debilidad y, también, cobardía. Stultitia puede ser necedad, estupidez, irreflexión, locura e imprudencia. La stultitia crucis no coincide, evidentemente, con ninguno de los matices citados antes. Cristo no se dejó crucificar por estupidez y tampoco por irreflexión o imprudencia. Menos todavía por locura. Enviado por el Padre al exilio de la carne, se dejó voluntariamente insertar en el fatum de los hombres y sólo se hizo condenar y matar para que se cumpliera su destino ejemplar, ya que, sin crucifixión, no hay resurrección, y sin esta tampoco hay cristianismo. El silogismo crístico es perfecto. Ninguna de las fases de su derrotero excluye o contradice a la otra. Todo forma parte de una lógica divina tan completa que no excluye ni lo racional ni lo irracional, pero elimina la exclusividad erasmiana de este último. Preferir a los incultos, a los niños y a los simples de espíritu no implica simpatizar con los stultissimi, sino rechazar las filosofías de los sofistas y hasta de los estoicos, ya que no nos ayudan a conquistar la verdad. Todo el sistema de la filosofía y de la teología erigido por los sabios a lo largo de dos milenios vale poco, según Heidegger, comparado con lo que él llama “la teología de Cristo en la Cruz”. Que tampoco es stultitia, sino cristianismo indefinible desde los conceptos de los filósofos y hasta de muchos teólogos.

Me pregunto, por consiguiente, ¿hasta qué punto es Erasmo cristiano? Hasta el punto, quizás, en que lo eran los hombres de su tiempo, rotos por dentro, como Petrarca, colocados por el humanismo en un lecho de Procusto que desgarraba su cuerpo con los artificios e instrumentos del alma, o a esta con los de aquella. Es impresionante en el texto de Erasmo la riqueza de los argumentos. Parece una ideología. Trata de encontrar forzosamente argumentos para demostrar su tesis: la locura, único poder que hace posible la vida, tesis que Erasmo defiende en un momento, precisamente, en que, ante la división producida por la Reforma, tendrá que tomar partido, a favor, sin embargo, de una Iglesia con la que no simpatizaba. Sí, pero fue la fórmula que, en el fondo, amargó su vida, sobre todo hacia el final, cuando su amigo Tomás Moro es condenado a muerte y ejecutado según la voluntad de Enrique VIII. Fue uno de los intelectuales (no sé cómo mejor llamarlo) más agudos de todos los tiempos, torturado por la aegritudo petrarquiana, deseoso de impartir serenidad y paz interior a sus desgarrados contemporáneos, pero sin lograrlo ni siquiera para sí mismo. Y no tuvo la suerte de Petrarca, porque las poesías que escribió no están a la altura de su divertimiento, única supervivencia de una obra que conmovió a los hombres de su tiempo, pero que, para nosotros, sólo vive en este Elogio de algo que nos define hasta cierto punto, pero nos apasiona con reparos. Creo que Cervantes y El Greco resolvieron el problema con mayor sabiduría cristiana, lo que vuelve a situarnos dentro de una cordura cada vez más alejada de Erasmo.


Vintila Horia, en El Alcázar, 12 de marzo de 1987


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miércoles, 8 de julio de 2009

La realidad de la disidencia


El periódico romano Il Secolo d´Italia publicó hace poco una interesantísima entrevista con el disidente soviético Iuri Malchev, autor de un libro titulado La otra literatura, editado en Milán en 1976. Esta entrevista, hecha a una de las personalidades más prominentes del exilio soviético, actualmente profesor de literatura rusa de la Universidad de Milán, es de una desgarradora tristeza. En primer lugar, porque pone de relieve la situación de proletarios a la que han sido reducidos en la URSS los escritores que no forman parte del partido y que tienen la osadía de manifestarse en contra del mismo y, en segundo lugar, porque da cuenta de la situación del disidente exiliado en Occidente donde pocos intelectuales se atreven a tomar actitud [sic] contra el comunismo por miedo de verse tachados de reaccionarios. En realidad, como declara Malchev, la mayor parte de los escritores de categoría, como Solzhenitsin o Zinoviev, viven desde [hace] años en el llamado mundo libre. De los poetas o novelistas fieles al régimen, como es el caso de Evtuchenko, pocos o ninguno pueden ser comparados con los demás. Nadie los lee y sus libros se amontonan en las librerías y en las editoriales del Estado y acaban en la hoguera como material inútil y embarazoso. Evtuchenko no es "sino un cadáver viviente", al que nadie lee ya porque la gente ha sido desengañada por el poeta, en un principio considerado como disidente y luego convertido por la buena vida y los viajes al exterior en un instrumento del partido. Lo mismo ha sucedido en Rumania, por ejemplo, con Miguel Beniuc, poeta de mucho talento hasta el momento en que doblegó a su musa y la convirtió a la fea hada mala del comunismo.
En cuanto a la situación de los disidentes soviéticos en la Europa occidental o en las Américas, la opinión de Malchev es de las más desgarradoras. "No es un misterio para nadie que la cultura italiana está todavía dominada por la filosofía marxista. Todos temen ser considerados como anticomunistas y, de esta manera, perder el título de demócratas." La situación, bajo este aspecto, es desesperada, porque esta triste estupidez se ha transformado en una costumbre, bajo cuyas banderas se está marchitando Europa.

En cuanto a Sakharov, Malchev declara lo siguiente: "Es una auténtica angustia. Es una trágica historia, hecha más trágica aún por el silencio de la opinión pública mundial. Tratemos de imaginar si esto hubiese ocurrido en Chile o en África del Sur: hubiéramos tenido manifestaciones, protestas. Para Sakharov, en cambio, el silencio absoluto". La cobardía de Occidente es realmente impresionante. Por este motivo y por los expuestos más arriba, el desengaño de los emigrados es indescriptible. Afirma Malchev: "Esta migración hacia occidente ha sido para muchos de nosotros una gran desilusión: la mayor parte de los exiliados viven en un estado de desesperación y de desconfianza. Pensábamos encontrar aquí un ambiente capaz de acogernos y que habría podido comprender nuestros problemas y ayudarnos en nuestra lucha. En cambio, ha sucedido exactamente lo contrario." Es esta quizá una de las vergüenzas más inocultables de nuestra época. Gente decidida a defender la libertad, bien supremo de los seres humanos, es hoy casi tan maltratada en Occidente como en el gulag del que han huido despavoridos.

Es el caso de Alejandro [sic] Solzhenitsin. Después de los primeros éxitos, debidos a su talento y al Premio Nobel (¿cómo se atrevieron a dárselo los académicos suecos que acaban de premiar al vate de Nelson Mandela?), el autor de El primer círculo ha sido abandonado al olvido, considerado como un elemento indeseado dentro de esta politiquería occidental decidida a vender a la URSS no sólo mercancía sino también libertades. "Su posición (la de Solzhenitsin), declara Malchev, no sólo no es extremista y alocada, como se dedican a describirla sus poco honestos adversarios, sino que refleja el alma más auténtica del pueblo ruso. Si hoy hiciéramos venir a un ruso a Occidente y lo hiciéramos hablar de sí mismo, de sus propias esperanzas, nos hablaría como lo hace Solzhenitsin. A los occidentales esto podrá aparecer como extremista, pero es la [?] de un ruso, uno de los 250 millones de rusos". Lo que significa que, a pesar de las mentiras difundidas por los medios de comunicación, sometidos a lo que Malchev llama "la filosofía marxista", la inmensa mayoría de los rusos, como de los pueblos satélites, está en contra del régimen. Por este motivo no hay elecciones políticas en la URSS y por este motivo, también, los intelectuales de Occidente, amantes de la libertad, están en contra de los pueblos y al lado de los peores tiranos.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 30 de octubre de 1986


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sábado, 20 de junio de 2009

Aproximación a Europa a través de Robert Musil


Escribe el autor de El hombre sin atributos: “Somos la primera época en la historia incapaz de amar a sus poetas”. En cuanto a la relación de esta época con la filosofía, dice: “Un pensamiento que pretende ser profundo, atrevido, original, pero que, hasta el momento, se limita exclusivamente al terreno racional y científico”. Creo haber encontrado en los ensayos que Musil publicó a lo largo de varios años, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, una de las claves más atrevidas y valederas de nuestro siglo. El libro se titula Sobre la estupidez y otros escritos (Arnoldo Mondadori Editore, Milán, 1986) y contiene, entre otros, tres o cuatro trabajos que llaman poderosamente la atención del lector de hoy, acostumbrado a asistir al espectáculo de la estupidez contemporánea, concentrada sobre todo en la invalidez y la corruptibilidad del intelectualismo marxista. Sólo si tuviéramos un día el valor de volver sobre la opinión que Kafka, Rilke, Musil, Thomas Mann, Unamuno y Ortega tuvieron acerca del materialismo dialéctico, podríamos tomar la medida del mal que esta falsa filosofía ha provocado en el hombre, a pesar de las advertencias que ellos han formulado en libros, conferencias o artículos. Lo mismo ha sucedido con el freudismo. Me di cuenta de ello antes de leer los ensayos de Musil, mientras terminaba con otra lectura, la de una biografía dedicada, hace años ya, a uno de los personajes femeninos más apasionantes de la segunda mitad del XIX y de la primera del XX, Lou Andreas Salomé (Mi hermana, mi esposa, por H. F. Peters, Plaza y Janés editores, Colección El Arca de Papel, Barcelona, 1980), a la que amaron Nietzsche, Rilke y todos los que se le acercaron, persona inteligente, atractiva, muy culta, síntesis quizá de la feminidad contemporánea, escritora, “madre, hermana y amante”, que ha sido capaz de hacer evolucionar a Rilke hacia la esencia de sí mismo. Interesante el hecho de que, al pretender Rilke hacerse psicoanalizar por Freud, a pesar de considerarle como “antipático y hasta repelente”, Lou Salomé, que se encontraba entonces en Viena estudiando el psicoanálisis y cautivando a Freud, se opuso a ello. Escribe Peters: “Se dice que, más tarde, Lou comentó que se había opuesto con todas sus fuerzas al psicoanálisis porque, según su opinión, la semilla de lo que después se conocería como las Elegías de Duino, de cuya existencia ella estaba segura, hubiera sido arrancada con el resto.” El papel destructivo del psicoanálisis aparece claramente en esta oposición por parte de una de las discípulas más fervientes del maestro vienés. De la misma manera podemos encontrar oposiciones encarnizadas al marxismo en los textos más hondos y más representativos de los genios del siglo. Una antología de los mismos resultaría muy aleccionadora y hasta sorprendente. Marxismo y psicoanálisis han sido, quizá, las causas profundas del mal que todavía padecemos, el uno en Occidente, el otro en el universo del gulag.

Europa padece de los dos males a la vez, territorio intermedio, situado en la encrucijada de los males. En uno de los ensayos más actuales de su libro, citado más arriba, titulado “Europa, abandonada a sí misma”, Musil analiza la situación de nuestro continente, quizá demasiado en función de su situación personal de austríaco desengañado por la derrota de 1918 y por la descomposición del imperio habsbúrgico, pero ya sabemos hasta qué punto aquel sistema político, tan tradicional y antiguo, era representativo de toda una situación continental. Hay varias conclusiones a las que llega Musil y que me gustaría poner de relieve aquí y comentar fugazmente. En primer lugar, la sensación del escritor de que “después de 1914 el hombre ha demostrado ser, sorprendiendo a todo el mundo, una masa más maleable de lo que se hubiera podido creer. ¿Por qué? Pues sencillamente porque “la naturaleza del hombre es capaz tanto de canibalismo como de la crítica de la razón pura”. Dentro de este espantoso abanico de posibilidades, el hombre europeo ha tenido un momento la posibilidad de corregir su trayectoria y ha sido al final del XVIII cuando creyó que “... dentro de nosotros existiera una fuerza y que bastaba con liberarla para que ella se expandiese con asombrosa facilidad”. La llamaban “razón” y colocaban sus esperanzas en una “religión natural”, en una “moral natural” y hasta en una “economía natural”. Ellos despreciaban la tradición y se creían capaces de reconstruir el mundo basándose en el espíritu. La tentativa, basada en supuestos teóricos demasiado frágiles, falló, dejando detrás un montón de ruinas.

En segundo lugar, por consiguiente, la Revolución francesa, seguida por la rusa, como causa de la masificación. Esta paulatina revelación de lo revolucionario como nefasta sustitución de lo tradicional, en el marco de una esperanza traducida a conceptos letales y caóticos y a hechos criminales universalizados, constituye uno de los hechos más importantes en la historia de la redención política del hombre, por llamar de alguna manera a lo que está sucediendo en el umbral mismo de 1989, fecha que va a servir, dentro de poco, a los ángeles caídos para ensalzar de nuevo su rebelión y su catástrofe, y para los demás, para desenmascarar el fraude.

En tercer lugar, una conclusión que envuelve lo político en general, como actuación y como filosofía de la vida en sociedad: el pragmatismo antiidealista, que fue fruto de la Revolución y del liberalismo, ha hecho coincidir en una sola casta, o clase dirigente, al político y al comerciante, conceptos afines “a pesar de todo lo que los separa”, afirma Musil. He aquí sus importantes consideraciones: “Las bases espirituales del capitalismo son las mismas: sólo se tienen en cuenta los hechos; sólo se confía en sí mismo; sólo se aferran los apoyos sólidos y se trabaja en serio; el hombre, el hombre tal como se presenta, es plenamente autónomo; y en el llamado tiempo libre será un desierto, el desierto del alma. La política, tal como la entendemos hoy, es la más clara antítesis del idealismo, para no decir su perversión. El hombre que especula con las rebajas de los hombres, que se llama “político realista”, considera como “reales” sólo las bajezas del hombre, porque cree que sólo en ellas puede confiar plenamente. No cuenta nunca con la convicción, sino siempre, y sólo, con la cerción [¿] y la astucia.” De este modo se ha podido alcanzar lo que Musil llama más adelante “el desprecio luciferino por la impotencia del idealismo. Un desprecio que no es sólo típico de los corrompidos, sino a menudo también de los hombres fuertes de nuestro tiempo”.

Si aplicamos esto a la vida política de los últimos decenios, en Europa, y también en España, podemos enfocarlo todo bajo una temible luz, reveladora de tantas desgracias. Lo pragmático nos ha sumido en una mentalidad de masa, incapaz de reaccionar tomísticamente y de quitarse de encima a los tiranos (políticos o comerciantes), creando al mismo tiempo un prototipo político de la más baja categoría, el hombre inculto que controla el poder desde la caverna de las urnas, pero goza del poder con la satisfacción mediocre del comerciante enriquecido y no con la consciencia del poder puro que hacía vibrar a los políticos de antaño, quiero decir de antes de la época de las revoluciones, cuando la masa era comunidad y cuando el pueblo apoyaba al caudillo, quiero decir al monarca, en su busca permanente de aventura que ensanchaba los límites no sólo de lo nacional, sino de lo humano. Hoy el político-comerciante lo que ensancha es su poder y su haber, y lo que esto hace menguar es el ideal, la felicidad y la novedad creadora de las comunidades, incapaces de salirse de lo económico.

Y, por fin, una curiosa y original, inesperada y cruel constatación sobre la corriente dominante en los tiempos en que Musil escribía sus obras maestras, me refiero al Hombre sin atributos y a Las cavilaciones del alumno Törless. . Al expresionismo llama “una payasada”. Esto ninguno de sus contemporáneos lo había afirmado, por lo menos con tanto desprecio. Es quizá una manera de poder explicarnos un hecho visible y poco comentado por la crítica oficial o universitaria: los genios de la época –me refiero a Kafka, Thomas Mann, Rilke, Hesse, el mismo Musil y otros- no se han acercado demasiado a la corriente dominante en la Alemania de entonces. Han aceptado algunas de sus ideas y revisiones, pero no se han dejado arrastrar ni por las polémicas ni por los entusiasmos. Había empezado entonces la descomposición política de las vanguardias, que iba a culminar con el surrealismo, descomposición en la que interpretó un papel preponderante Bertold Brecht con su inaceptable conversión a un comunismo deletéreo y fatal, del que sólo supo desprenderse demasiado tarde, durante la rebeldía obrera en el Berlín invadido ya por los soviéticos, primera rebelión seria contra el fantasma marxista y contra el ismo degradante más letal en la historia de Europa.

Volvemos con estas consideraciones sobre algo que hemos tocado varias veces en estas crónicas: el racionalismo nos separó de lo subjetivo y de lo personal y nos hundió en la objetividad. Escribe Musil: “La objetividad, por ello, es incapaz de constituir un orden humano, sino sólo un orden de las cosas.” Si el pensamiento no es capaz de insertarnos en el sentimiento, en un orden religioso y hasta místico, entonces no sirve más que para separarnos del hombre. Y es lo que ha sucedido. Basados en la esperanza de un “hombre nuevo”, desde 1789 hasta hoy, los europeos han envejecido, en el centro mismo de una separación fundamental. La esperanza iluminista se ha vuelto desesperación y desengaño y ha procreado en todos los continentes, pero sobre todo en los espacios del hombre blanco, protagonista de la nueva civilización y de los conceptos “revolucionarios”, un sinfín de reacciones, a menudo alocadas, universitarias, juveniles y menos juveniles, musicales y literarias, desde Rimbaud hasta Ezra Pound, pasando por las vanguardias, que no pueden dejar de impresionar al historiador del siglo XX como al del XIX, siglo de la posrevolución. El mismo concepto de decadencia es inconcebible e incomprensible si lo separamos de la historia de la revolución liberal, más tarde marxista. “Histórico –escribe Musil- es lo que nosotros mismos no haríamos.” Un “nosotros mismos” evidentemente tarado por los males antitradicionales de los tiempos contemporáneos. Ni Santa Teresa ni San Juan de la Cruz, y tampoco El Greco o Quevedo, a pesar de todo, hubieran dado de lo histórico una definición tan acobardada.

Vintila Horia, en El Alcázar, 30 de octubre de 1986

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viernes, 1 de mayo de 2009

El perfume o la vida


Uno se pregunta, al final del libro de Patrick Süskind El perfume (Ed. Seix Barral, Barcelona, 1985), si el protagonista de esta novela no es sino una encarnación del demonio, o del político. Del político revolucionario, quiero decir. O quizá de los dos, en una de las síntesis más sobrecogedoras y apasionantes de la novelística actual. Sólo se me ocurre comparar El perfume, desde esta perspectiva, con El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, y El tambor de hojalata, de Günter Grass, libros tan simbólicos, tan conceptistas y, por ende, tan antirrealistas como la mejor literatura de nuestro siglo. Si, por el contrario, la novela de Süskind no es más que un puro juego literario, una fantasía inspirada en ciertos juegos del lúdico y trágico siglo XVIII, anunciador de dramas revolucionarios aún sin concluir, entonces su creación y su éxito me parecen de una futilidad sin remedio. Pero estoy convencido de que un escritor, hijo de un gran pintor, testigo, como Grass y Carpentier, de los inmensos derrames cerebrales de nuestro tiempo, provocados por los excesos utópico-psiquiátricos del XVIII, no pudo permanecer indiferente a lo esencial. La novela de nuestro tiempo ha dado pruebas de su participación en la tareas de liberación del hombre, en la que toman parte las ciencias y la filosofía. Es así como, una vez aclarado el asunto de la participación de Süskind en la cruzada de las élites creadoras, destinada a acabar con las imposturas y a esclarecer el horizonte para que el tercer milenio realice una verdadera separación con respecto a su pasado próximo, es así como me atrevo a penetrar en la explicación y el análisis de El perfume.

El mismo nombre del protagonista es aleccionador. Se llama Jean-Baptiste Grenouille, o sea, Juan Bautista Rana, y podría aparecernos como un Juan Bautista al revés, bautizando no a un posible salvador, sino a una rana, a un ser de sangre fría, a una encarnación temporal del demonio, en un siglo mal llamado de las luces, ya que fue más bien un anticipo de las tinieblas que se nos echaron encima en el XIX, cuando tomó cuerpo, a través de la ciencia y la filosofía, el materialismo determinista proclamado como Biblia sine qua non del hombre enciclopedista o postcartesiano. Desde el primer párrafo, el autor nos sitúa dentro de la realidad de su héroe. “Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille, y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales, como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etc., ha caído en el olvido, no se debe, en modo alguno, a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no dejó huellas en la historia: el efímero mundo de los olores.”

Juan Bautista tenía un olfato tan agudo y tan penetrante como la voz del enano chillón de Günter Grass, algo por encima de lo normal, un don destructor, que lo llevará a cometer crímenes abominables con el solo fin de conseguir un perfume capaz de otorgarle la posibilidad de hacerse amar por los demás, y, de este modo, dominarles. Fin de por sí satánico, que el autor explica así: “Sabía que era capaz de mejorar este aroma. Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él, Grenouille, con todo su corazón.” Y más adelante, embriagado por la idea de su perfume: “No estaba loco. Su estado de ánimo era tan claro y alegre que se preguntó por qué lo quería. Y se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado.”

Se trata, en pocas palabras, de un personaje enfermizo, feo, huérfano abandonado, criado en un orfanato de París y que se da cuenta, con el tiempo, de que posee el don del olfato hasta tal punto que, al husmear un día un olor embriagador en una calle de París, se deja llevar por su atractivo, descubre su fuente en una joven y la mata para saborear el perfume de su cuerpo, para poseerla con el olfato. En cambio, el cuerpo de Juan Bautista no despide ningún olor, igual que el de una rana o el del diablo. Es un ser de sangre fría que nunca amará a nadie y nadie lo amará, pero que, para conseguir la felicidad, se dedicará a crear en Grasse, en el sur de Francia, un perfume especial, asesinando a veinticuatro bellas vírgenes, con el fin de dar una base a su creación, recogiendo el olor de sus cuerpos, al que añadirá, como virtud olfatoria final, el olor de la vigesimoquinta joven, la más bella de todas, a la que asesinará utilizando la misma táctica. Pero, una vez conseguido el perfume más atractivo del mundo, será descubierto, reconocido como asesino, juzgado y condenado a una muerte infamante en la plaza pública. Y es cuando se produce el milagro. Grenouille perfumará su cuerpo antes de salir para el cadalso, de manera que la multitud que había acudido para asistir a su castigo y muerte, embriagada por el olor del asesino, acabará adorándole, se dedicará a una orgía animálica en las calles de Grasse, el mismo tribunal que le había condenado lo absolverá, y el padre mismo de la víctima le pedirá aceptase [sic] ser su hijo adoptivo. La transformación de los seres que lo odiaban en esclavos inocentes, dedicados a amar al asesino de las veinticinco jóvenes en flor, es casi hipnótica, monstruosa, obra del perfume sacado de los cuerpos de las víctimas. Grenouille abandonará la ciudad encantada y regresará a París, donde, en medio de un cementerio y de un grupo de maleantes que lo miran con ojos enemistosos [sic], utiliza otra vez el truco del perfume, y el efecto es tan inmediato, concentrado el efecto en unos cuantos seres humanos, que estos llevan su adoración hasta el punto de querer poseer el cuerpo de su nuevo dios, al que adoran destrozándole, cayendo sobre él “como hienas” y devorándolo, acto seguido, del tal suerte que, “media hora más tarde, hasta la última fibra de Jean-Baptiste Grenouille había desaparecido de la faz de la tierra”.

A lo largo de todos los tiempos el político malo ha sido identificado con el demonio o con un aliado del mismo. El dirigente mefistofélico es carismático, utiliza la palabra (como en Mario el brujo, de Thomas Mann), para transformar la falta de voluntad de su pueblo en una sola voluntad sometida a sus deseos. También Hermann Broch en Der Versucher (El tentador), había tratado de explicar el embrujo del político moderno y la facilidad con que logra apoderarse de las conciencias más sutiles. Stalin y Hitler representarán para siempre modelos de “tentadores”, característicos de un linaje que empieza, quizá, con Pericles, pasa a través de muchos avatares, para tomar formas de modernidad con Cromwell y luego con los engendros más peligrosos fabricados por la especie humana bajo nombres que Süskind deja de citar pero que no han sido menos atroces que Saint-Just, Mirabeau y Robespierre. Sin embargo, creo que la novela más completa y sugestiva, la que se atreve a analizar las entrañas mismas del fenómeno, ha sido El siglo de las luces, en cuyas páginas el mago se vuelve clase usurpadora en el poder. El usurpador es uno de los nombres del enemigo. La masa mayoritaria sucumbe ante el embrujo y las tentaciones de una minoría capaz de utilizar la palabra como instrumento de la tentación y de asesinar a los auténticos conocedores del logos, los poetas. Tanto con la revolución francesa, como con la rusa, los poetas han sido las víctimas preferidas de los falsos poetas en el poder. Escribe Carpentier: “La revolución había forjado hombres sublimes, ciertamente, pero había dado alas, también, a una multitud de fracasados y de resentidos, explotadores del terror que, para dar muestra de alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana.” Y más adelante: “En más de un comité se había escuchado el bárbaro grito de: “Desconfiad de quien haya escrito un libro”... Y hasta había llegado el ignaro de Henriot a pedir que la Biblioteca Nacional fuese incendiada, mientras el Comité de Salud Pública despachaba cirujanos ilustres, químicos eminentes, eruditos, poetas, astrónomos, al patíbulo...” El perfume que envolvió a la revolución (a las dos, la de 1789 y la de 1917) apesta todavía en los aires del tiempo, y había sido fabricado con los mismos métodos que utiliza Grenouille para destilar los suyos. El resultado es idéntico, sólo que la segunda revolución no ha sido aún devorada por sus adoradores. O sí. Pero, al ser contemporáneos de la atrocidad, no nos damos cuenta de ello...

Sin embargo, creo que hay más en la novela, tan lograda y tan llena de alegorías, de Patrick Süskind. Por encima del símbolo político que encierra, el lector atento olfateará el matiz metafísico de la tragedia, que es la del mismo demonio. Éste no tiene olor. No tiene, pues, una existencia terrenal auténtica. No posee una identidad característica y, por ello, es rechazado siempre, no sólo por feo, sino también por falto de presencia real, de humanidad. No es amado y no puede amar. ¿Hay algo más terrible que esto? La corta trayectoria de Jean-Baptiste en la vida terrenal es, en el fondo, una tragedia, que el mismo protagonista no comprende, sino que sólo intuye y hace todo lo posible para paliarla o anudarla inventándose un perfume humano que, al final, acaba con él.

Hay algo revelador en la novela de Süskind, un profundo soplo metafísico que dio vida a las letras alemanas desde el siglo XVIII hasta hoy. Pienso en el derrotero literario de Alemania desde Las afinidades electivas, de Goethe, hasta El perfume, un soplo que parece acudir desde el equilibrio interior que caracteriza la cultura alemana y que permite interpretar lo que Novalis llamaba la noche y Hölderlin “pan y vino”, día y noche, completez humana, consciencia y subconsciente, clásico y romántico. Mientras la novela francesa se ha desarrollado casi siempre a un nivel moral, razonado y razonable, y la rusa se ha desarrollado en una permanente tormenta aislada en su propio infierno, en el mundo de abajo del alma rusa, la alemana ha asumido todos los poderes del espíritu a la vez, como en este modelo de novela actual que es la historia de un perfumista en busca de su propio perfume, y al que sólo encontrará más allá de la vida, como recompensa o como castigo.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)


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sábado, 28 de marzo de 2009

Quién y cómo fue el rey de El Escorial


Una de las biografías más apasionantes que haya leído últimamente es el Felipe II, de Geoffrey Parker (Alianza Editorial, Madrid 1984), no sólo por el quién sino sobre todo por el cómo. Porque hay muchos libros dedicados al rey prudente, desde las maldades de Brantome, las mentiras de Orange o las insulsas consideraciones de Antonio Pérez, fuentes de la leyenda negra, hasta la historia anecdótica de Van der Hammen o la espléndida narración de Luis Cabrera de Córdova. La mayor parte de los libros sobre España en general y sobre Felipe II, en particular, se publicaban en el extranjero y eran el espejo clarísimo de los sentimientos inspirados por España y su rey a holandeses, ingleses, franceses o italianos, cuyos territorios habían sido ocupados o directamente amenazados por el poderío español. “Mientras penetraba con mayor profundidad el poder español en Europa, se extendía con él la leyenda negra.”

Pero la razón principal y la primera fuente de la leyenda negra ha sido de origen religioso. “La persecución del protestantismo por los Habsburgo no hizo más que intensificar la campaña contra España.” Si consideramos objetivamente hechos como la ocupación de gran parte de Italia, el frecuente conflicto con la Santa Sede y con Venecia, el fomentar una guerra civil en Francia, subvencionada desde Madrid y que duró casi un siglo; las victorias de Carlos I y de su hijo sobre los protestantes, la anexión de Portugal y de su imperio colonial, el susto, aún presente en el inconsciente colectivo inglés, producido por la expedición de la Invencible, el conflicto con Holanda, mantenido por los ingleses al rojo vivo, la rectitud de una conducta política inspirada siempre en la ortodoxia religiosa, que no conoció nunca desvíos ni titubeos, resulta explicable la doble antipatía a la que aludíamos antes. El teatro, la novela, la poesía, las universidades, las cortes europeas, los maniobreros políticos, los mismos banqueros amenazados por las quiebras españolas debidas a la universalidad de sus guerras emprendidas todas ellas en nombre del cristianismo, todo el mundo se levantó contra España –y a menudo desde dentro- con el fin de detener el ímpetu de la “furia spagnola” como la llamaban los italianos. Y no me parece justo enfocar la Historia de España del siglo XVI bajo otro punto de vista. De ahí el aspecto de grandeza única que tiene la aventura española en Europa, en África y en las Américas, su tono entre místico, medieval y universal, militar y religioso al mismo tiempo, y el apasionamiento de sus enemigos, que fueron siempre rivales heridos en su orgullo.

¿Cómo fue el rey que dominó aquella aventura durante más de medio siglo? Creo que no hay respuesta valedera a dicha pregunta. ¿Cómo fue realmente Cervantes?, sería una manera correcta de contestarla. Porque a ninguna de ella[s] podemos encontrar suficientes argumentos para reconstituir un personaje modélico, capaz de reproducir delante de nosotros la figura física y espiritual de los dos genios que llevaron el nombre de España más allá de sus propios ocasos. Por este motivo, y considerando la distancia que nos separa de ellos en el tiempo, creo que sólo un novelista genial lograría recomponer la época, el lugar y sobre todo el Madrid y El Escorial de entonces, la religiosidad fundamental del personaje, su tragedia innata, o su inclinación hacia la tragedia, que es la del teatro español del XVI, y la presencia paralela de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz, el Quijote como conclusión de todo aquello y Las Lusíadas como introducción, y, al recomponer este complicado juego de paisajes y personas lograría dar vida a un Felipe II auténtico, al que los historiadores no son capaces de hacer revivir. Y esto es lógico, por el otro lado, porque un personaje como el hijo de Carlos I y de la gran señora que fue Isabel de Portugal, no es sólo producto de unos documentos, como lo piensa Geoffrey Parker, al final de su bellísimo libro; y tampoco puede el retrato de un pintor dar cuenta de la complejidad interior de alguien que manejaba papeles, hasta cuatrocientos al día, y, al mismo tiempo, cazaba, admiraba el paisaje igual que un romántico, pensaba en amoríos e intrigas, se preocupaba por sus jardines, palacios, tierras, bibliotecas y colecciones, y tenía que conducir guerras en el Mediterráneo y en Flandes, en Alemania, en Francia y en Italia, amén de las dificultades con las que tenía que enfrentarse en las Alpujarras o en Aragón. “Todo esto sobrepasa la posibilidad de imaginación limitada a la ciencia de los archivos a la que [sic] un historiador casi nunca puede sobrevolar con plenitud.

Es evidente que la herencia de Juana la Loca, por un lado, y la de los Habsburgo por el otro –piensen por ejemplo en la larga y complicada historia de Rodolfo II de Austria (véanse el Carlos de Europa, de Wyndham Lewis, y el Rodolfo II de Habsburgo de Philippe Erlanger, ambos en la Colección Austral, de Espasa Calpe)- formaron la base caracterial de Felipe y que la magnitud de su obra, la inmensidad de su tarea, a la que no siempre supo corresponder de manera total y eficaz, dieron al personaje un matiz difícilmente encajable en los moldes de las corrientes históricas y menos todavía en el molde cuantitativo de Pierre Chaunu. Es la cualidad, por encima de todo, lo que mueve al rey, como al hombre Felipe II y lo perfecciona o lo arruina en casi todas sus empresas. Es, a la vez, hijo y padre de su época. Pudo haber tenido muchos defectos, como todos los seres humanos, pero creo que el defecto mayor que se le imputa, la burocratización de su imperio y el estilo de su misma administración, fueron más bien admirables que imperfectos, ya que por primera vez en la historia algo tan descomunal como un imperio donde nunca se levantaba y nunca se ponía el sol planteaba, desde sus mismos principios, problemas que no tenían solución. Rusia posee hoy el territorio más grande del mundo y, a pesar de una técnica incomparablemente más desarrollada que la de que disponía Felipe II, no logra dominarlo, se desmaya anualmente ante la improductividad agrícola de su política y se cae de cansancio ante sus Flandes meridionales que son el Afganistán del presente y los claros afganistanes del futuro. Al contrario, Felipe II, tal como dirige desde El escorial en el verano y desde Madrid en el invierno, su imperio sin fin, me aparece hoy como el administrador más hábil y organizado que la humanidad haya jamás conocido, ya que improvisaba como mejor podía, en medio de unas sorpresas que surgían diariamente ante él y sus consejos y juntas, y a las que solucionaba con escritos destinados a ser leídos meses y años después de que los hechos se hubiesen producido. Su política puede ser considerada como la primera política, o administración, capaz de corresponder a las exigencias de los tiempos modernos y a las de unos espacios, modernos también, en cuanto planteamientos infinitos.

Además, temas y situaciones como la muerte de Escobedo, en la que tuvo un papel evidente, relacionado con las locuras políticas de su hermanastro en Flandes, por un lado, y el arresto y luego la muerte de don Carlos, por el otro, habrán interpretado su papel en una vida aferrada rigurosamente a la religión.

Lo que hubiera podido ser un Escorial gótico me sugiere de repente otra perspectiva. Podemos considerar, pues, el año 1561, cuando la capital se traslada de Toledo a Madrid, y una vez terminado al real monasterio, a El Escorial veraniego, como un año límite en la historia de España, como la fecha en que empieza a resquebrajarse desde dentro la magna aventura española. Y, sin embargo, no pudo ser de otra manera. En Carlos I no hay rasgos humanistas, quiero decir renacentistas, ni en el carácter ni en la cultura, ni en su actitud cotidiana ante la vida y la política. Su centro es Toledo, lo contrario de todo lo demás en la Europa de entonces. Mientras Felipe se aparta de Toledo, inaugura en Madrid una ciudad más bien barroca y en el Escorial un epicentro político situado bajo una cúpula renacentista pensada por fray Juan Bautista de Toledo, alumno de Miguel Ángel y terminada por Juan de Herrera, arquitecto, humanista y mago. ¿Hasta qué punto interviene la magia en la vida del soberano y de su arquitecto? La magia, claro está, como característica renacentista. Sabemos que leía a Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola y que poseía, según Parker, “por lo menos doscientos libros de magia –herméticos, astrológicos y cabalísticos...”

Evidentemente, no fue Felipe II el primer humanista español y tampoco se le puede reprochar de alguna manera su inclinación que no era sino un modo involuntario de insertarse en su tiempo. Sin embargo, el drama evolucionó visiblemente entre 1561 y 1616 y produce, en sus conclusiones y postrimerías, victorias militares, derrotas, obras maestras, tragedias de todo tipo, ensanches en lo ecuménico y pérdidas esenciales. Entre el abandono de Toledo y la muerte de Cervantes, en pleno auge creador, España juega su último acto, si es que podemos fijar unas fechas para el desarrollo de una tragedia tan inmensa, tan plenitudinaria [sic] desde el punto de vista humano, y tan compleja. Pero este mismo balanceo entre lo medieval, que fue el meollo de todos los éxitos españoles, políticos, militares y culturales, y el humanismo europeo, italiano sobre todo, entre Dante y Maquiavelo podríamos decir para simplificar el asunto, acabó con la victoria del segundo y con la derrota lenta, terrible, de una Numancia nacional a la que el renacentismo había sitiado desde fuera y desde dentro con la ayuda de todo lo que no era España en el mundo de entonces y que, como lo pone de relieve Geoffrey Parker en su libro, era mucho.

Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)




viernes, 6 de febrero de 2009

Comentario muy personal a la "Declaración de Venecia"


Creo que uno de los textos más importantes y más cargados de consecuencias redactado y lanzado al mundo durante estos últimos tiempos es la aparentemente modesta “Declaración de Venecia”, fechada el 7 de marzo de 1986 y llegada hace poco a mi puerto serrano. Y me parece satisfactorio, desde un punto de vista personal, el que miembros de la UNESCO y de la Fundación Cini, veneciana también, reunidos en la ciudad de Tiziano y de los dogos, hayan llegado en 1986 a las conclusiones a las que el autor de estas líneas llegó, año tras año y libro tras libro, desde 1969 a esta parte. No voy a pecar por modestia ni por su contrario, pecados intelectuales en sus insoportables excesos, afirmando que no tuve día ni noche de descanso, durante casi dos decenios, al constatar el desnivel existente entre los avances de la ciencia, y especialmente de la física, y el empeño de la política, como de la ciencia política, en seguir aplicando a la humanidad fórmulas y tácticas pertenecientes al siglo pasado. Lo he afirmado en libros, artículos, clases y conferencias: el mundo va mal porque lo dirigen ideologías y políticos cuyos contenidos y cuyas mentes, respectivamente, siguen arrastrando prejuicios del pasado. Hasta las guerras y las revoluciones de nuestro siglo no son sino consecuencias directas de dicho desnivel. Por un lado, el principio de indeterminación o el de complementariedad, con sus inmediatas consecuencias renovadoras, y, por el otro, el materialismo dialéctico, el gulag, la lucha de clases, los abusos del capitalismo, el consumismo más descarado e inconsciente. Me parecía más que evidente, una vez digerido dentro de mi mente el diálogo con Heisenberg, o con Toynbee y Gonseth, con McLuhan o con Bernard Lovell (reproducidos en mi libro Viaje a los centros de la tierra, editado en tres idiomas hasta la fecha), que el progreso, por un lado, y el eterno regreso por el otro, hayan [sic] producido el descalabro y la angustia en que vivimos desde 1914 y 1917. No somos capaces, desde hace tanto tiempo, de crear un sistema sociopolítico destinado a regir hombres y bienes, siguiendo la enseñanza, tan completa y tan humana a la vez, que la física ha regalado al mundo, poniendo fin, ya en 1900, a las superficialidades del materialismo determinista. Y fue sobre las bases de la nueva física como se llegó a la desintegración del átomo, a la conquista del espacio exterior y a la esperada reconciliación entre ciencia y religión, uno de los fenómenos más cargados de futuribles de la época en que vivimos. Pues todo esto aparece en la “Declaración de Venecia” y me parece del mejor augurio.

Reza así el punto 1 de dicha Declaración: “Somos testigos de una importante revolución, engendrada por la ciencia fundamental (en particular modo por la física y la biología), por el impacto que produce en la lógica, la epistemología y también en la vida de todos los días a través de las aplicaciones tecnológicas. Sin embargo, constatamos al mismo tiempo la existencia de un importante desnivel entre la nueva visión del mundo que sube desde el estudio de los sistemas naturales y los valores que predominan todavía en la filosofía, en las ciencias del hombre y en la vida de la sociedad moderna. Porque estos valores están basados, en una gran medida, en el determinismo mecanicista, el positivismo y el nihilismo. Nosotros entendemos este desnivel como algo fuertemente letal y portador de pesadas amenazas de destrucción para nuestra especie.”

¡Menos mal, dios mío, menos mal! Era tiempo de que alguien, desde una cátedra universal como es la fundación Cini, y desde una tribuna, algo quebrantada en su prestigio, como es la UNESCO, pero insustituible, dijera estas cosas en un momento, precisamente, en que, a pesar de todo, la revolución es aún contemplada como una revolución [sic ¿por evolución?], cuando no es sino un retorno, el mito del eterno retorno hecho política y opresión. Sin embargo, no entiendo por qué la Declaración veneciana llama nihilismo lo que lleva el nombre de comunismo, o de materialismo dialéctico, desde hace más de un siglo. Las responsabilidades del nihilismo, que encontraron en Nietzsche y Dostoievski a sus mejores críticos, son menores comparadas con su alma mater marxista. Hay que tener el valor de llamar [a] las cosas por su nombre, esclarecer y poner en evidencia los conceptos [antes] de empezar a buscar soluciones.

El punto 2 me resulta más importante todavía, ya que plantea el problema fundamental: “... sin dejar de reconocer las diferencias fundamentales entre la ciencia y la tradición, constatamos no su oposición, sino su complementariedad. El inesperado y enriquecedor encuentro entre la ciencia y las varias tradiciones del mundo permite pensar en la aparición de una nueva visión de la humanidad...” Pensamiento sumamente actual y tonificante, ante las tomas de posición de la trasnochada “teología de la liberación”, que pretende arrastrarnos otra vez hacia las cuevas del materialismo y de la falsa revolución. No entiendo, tampoco, por qué siempre se utiliza sólo el concepto de tradición y no el de religión, lo que resultaría también complementario. Pero lo más difícil es, sin duda alguna, empezar, y en Venecia se acaba de empezar algo decisivo para los seres humanos.

El punto 3 pone de relieve la necesidad de una investigación realmente “transdisciplinaria”, lo que no entienden ni los materialistas marxistas ni los consumistas. Lo transdisciplinario puede llevarnos, en la política, a la metapolítica, otro concepto profundamente relacionado con mi técnica del conocimiento, tal como la voy desarrollando desde la aparición de mi Viaje a los centros...

E punto 4 es capital: se proclama la obligación urgente de la búsqueda de “nuevos métodos de educación” capaces de sustituir a los antiguos, tratando de sintonizar con las grandes tradiciones culturales. Una educación sacando [sic] sus nuevas savias de las tradiciones culturales, de la tradición en general, añadiría yo, y de los avances indeterministas rimando [sic] con dichas tradiciones. Creen saber los de la Fundación Cini que “la organización apropiada para promover tales ideas” sería la UNESCO. Una UNESCO, me parece, necesariamente modificada ella misma en su ideología e intenciones. El capítulo de la educación como motor del cambio, proclamado en el punto 1 y en el 3, se me antoja como uno de los más aptos para poner en marcha la revolución enfocada en Venecia. La distancia entre la pobre, avejentada y monstruosa LODE española y la “Declaración de Venecia” aparece como trágica y cómica a la vez, trágica para todos los niños y estudiantes españoles, cómica porque desfasada y fuera de tiempo y de lugar.

Informar a la opinión pública acerca de los cambios producidos durante el siglo, cambios referentes a la revolución cuántica y sus consecuencias, forma la materia del punto 5. Hasta la fecha, los medios de información han escamoteado todo lo que han podido los desafíos (como los llama la Declaración) de la ciencia contemporánea, sencillamente porque, al ser dichos medios los portadores de los mensajes materialistas, sólo han presentado y divulgado las consecuencias filosóficas, técnicas, científicas y políticas de los mismos. ¿Cómo y quién iba a hablar por televisión del principio de indeterminación, cuando éste aniquila cualquier pensamiento o doctrina relacionados con lo que la Declaración llama positivismo y nihilismo y que abarca un sinfín de territorios nublados por la antigua filosofía en el poder? Ningún partido es capaz hoy de fomentar un cambio tan radical, porque todos ellos, son excepción, se nutren del pan amargo y seco, amasado por los ismos vinculados con el siglo XIX.

Es curioso cómo los reunidos en Venecia no hayan [sic] pensado en una imagen pictórica de la situación a la que se atreven, casi heroicamente, a acometer, y que da cuenta de la auténtica tragedia en la que seguimos debatiéndonos desde hace decenios. En una conferencia que dicté, en el mes de abril, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, decía yo, después de analizar la raíz de los mismos males que, casi en la misma fecha, ponían de relieve los sabios reunidos en Venecia:

“He pensado mucho, contemplando esta deplorable situación sin remedio, en el cuadro de El Greco, “El martirio de San Mauricio”, donde un oficial romano, junto con todos sus camaradas, acepta el sacrificio último en nombre de una idea nueva, rechazando una posibilidad de vivir que les obligaba a seguir matando en nombre de los antiguos dioses. San Mauricio y los suyos son la humanidad actual, en su representación más adelantada, las elites científicas, la intelectualidad fiel al origen mismo de la palabra, los que están dentro del intelligere, mientras los demás, los que no han entendido aún, pero que controlan el poder, las elites políticas, envían al sacrificio a las primeras. Están enviando al sacrificio a pueblos enteros y están dispuestos a desencadenar un conflicto universal y último, por supuesto, en el nombre de sus antiguos dioses. Un entendimiento antideterminista y cuántico del mundo evitaría, claro está, el gesto letal de los deterministas.” (Este fragmento forma parte de la conferencia citada más arriba que, bajo el título de “Europa fin de siglo”, aparecerá en un próximo número de Razón Española.)

Pero los lectores de mis estudios y ensayos (siento mucho citar títulos míos, pero no hay más remedio ante el reto de la Fundación Cini,) saben muy bien que esta problemática forma parte no sólo de mis preocupaciones ensayísticas, sino novelísticas también, ya que aparecen tanto en mi Introducción a la literatura del siglo XX, de [sic] Consideraciones sobre un mundo peor o en Los derechos humanos y la novela del siglo XX, como en Perseguid a Boecio. Preguntaría, pues, al final de estas constataciones: ¿cómo es posible que sólo hoy, más de ochenta años desde que Planck haya formulado las bases de la nueva física, inaugurando una nueva era científica y técnica, y casi setenta desde que el determinismo tomara forma en el Estado soviético, con las consecuencias que sabemos, nadie [sic ¿por alguien?] se haya atrevido a esbozar los principios de una posible y lógica salvación? Libros audaces, como los de Lupasco, Basarab Nicolescu, Michel Random, Jean Charon o Solange de Mailly Nesle, analizados todos ellos en estas páginas, han preparado quizás el terreno para que la “Declaración de Venecia” sea posible, mejor tarde que nunca. Lo que me da valor y optimismo para seguir trabajando en el mismo sentido que empecé a trazar para mí en 1969; y es que esta minoría de la que formo parte, una minoría que en un principio era yo solo, pretendiendo [sic] modificar las fuentes, las intenciones y el programa de los políticos sobre la base de la nueva ciencia, pasó hasta hoy casi inadvertida. Supongo que la plataforma veneciana le servirá para lanzarse a la conquista del mundo, para bien de los infelices mortales sometidos s la dictadura del determinismo.

Vintila Horia, en El Alcázar, 5 de junio de 1986

jueves, 22 de enero de 2009

Mircea Eliade


Un día, en París, hace veinte años, le dije a Eliade: “Creo que eres uno de los más grandes filósofos de las religiones de nuestro tiempo.” Me contestó, desde su modestia, tan característica de los que tienen conciencia de lo que realmente son: “No soy más que un historiador de las religiones.” Fue las dos cosas a la vez, y serán los decenios futuros quienes demostrarán al gran público el acierto filosófico, la información, la honestidad intelectual, la profundidad de todos sus puntos de vista, la perenne actualidad de este escritor, que fue, además, un novelista de primera magnitud.

Yo tenía quince años cuando, de retorno a la India, Eliade había empezado a publicar sus primeras obras literarias, la novela Maytrei entre ellas, y, más tarde, Señorita Cristina y otras, que aportaban ideas, estilos, problemáticas nuevas en el marco de la literatura de entonces. La India, con sus profetas y sus costumbres, sus paisajes y sus religiones, penetraba como un vendaval en los espíritus de los adolescentes que entonces éramos. En seguida ingresó Eliade en la Universidad, como ayudante de Nae Ionescu, uno de los catedráticos más famosos de la época, y se dio a conocer a través, también, de sus estudios relacionados con la historia de las religiones y del periodismo, ya que colaboró asiduamente en los cotidianos y semanarios de la época, marcados por un tradicionalismo que formaba parte de las tendencias más apasionadas de la juventud del mundo intelectual. Lindando con Rusia, Rumania no había tenido simpatías ni por los gobiernos zaristas, ni se adhería a la ideología y menos todavía a la práctica política del régimen comunista. El partido comunista no tenía mil miembros en 1944, cuando las tropas soviéticas invadieron y ocuparon el territorio rumano, anexionando, incluso, parte de sus provincias orientales, lo mismo que habían hecho con Polonia, Checoslovaquia y los países bálticos. Eliade, como todos los intelectuales rumanos de la época, algunos de ellos exiliados famosos, militaba en contra del marxismo, desde el fondo de sus convicciones políticas como desde el de sus convicciones religiosas.

Antes de estallar la guerra, Mircea Eliade fue nombrado agregado de cultura de la Embajada de Rumania en Londres; luego fue trasladado a Lisboa, estrenó en 1940 su única obra teatral, Antígona, en el teatro nacional de Bucarest; luego la catástrofe de la postguerra se nos echó encima a todos, y, al salir yo, en 1945, del campo de concentración de María Pfarr, en Austria, traté en seguida de contactar con los que, como yo, se habían decidido a no regresar al país ocupado y deformado por un régimen que nada tenía que ver con las raíces más antiguas ni con las más modernas libertades del país. Con Eliade, desde Italia, y más tarde desde la Argentina, me escribí con regularidad. Me envió un día el manuscrito de su novela El bosque prohibido, para preguntarme cuál era mi opinión y si valía la pena publicarla, y le contesté, entusiasmado por la lectura de aquel libro, que no tuvo mucha suerte entonces, sólo de crítica, según recuerdo, ya que no rimaba, en el París de los años cincuenta, con las pálidas elucubraciones literarias de un ambiente dominado por la mala literatura de Sartre. Un historiador de las religiones difícilmente podía adherirse a aquella profanación, de la que el espíritu francés tardó bastante en recuperarse.

Un año después recibí otra carta sorprendente del amigo Eliade, que pedía mi consejo sobre si era oportuno abandonar París y aceptar un interesante ofrecimiento que le acababa de hacer la Universidad de Chicago. No sé hasta qué punto mi consejo le valió para algo. El hecho es que mi amigo escogió América, donde hizo una carrera fulminante. Publicó libro tras libro, estudió religiones con criterio de pensador y creyente, tuvo mucho éxito, ya en París, con El mito del eterno retorno, uno de sus ensayos más profundamente marcado por su espiritualismo rumano; editó a lo largo de los años el famoso también Tratado de historia de las religiones, De Zamolxis a Gengis-Khan, Imágenes y símbolos, Mefistófeles y el andrógino, seguidas por más de una veintena de ensayos, estudios, novelas y cuentos, traducidos hoy a todos los idiomas cultos.

Difícilmente podríamos encontrar una figura tan compleja, rica y universal. No sólo porque haya cultivado tantos géneros a la vez, sino porque ha sabido situarse, en cada uno de ellos, en su onda más actual y más convincente. La importancia de las religiones en la historia de las civilizaciones había sido puesta de relieve por Vico, ya a principios del XVIII, y Spengler, como Toynbee más tarde, otorgaron a lo religioso un peso específico de grandes consecuencias, hasta el punto de que el auge de una cultura apareció como coincidiendo con la cumbre de su propia religión, pero fue Mircea Eliade quien analizó con pasión de erudito la característica de las grandes religiones y el enlace mítico y cultural que cada una de ellas tuvo con el drama del hombre. La cultura occidental pierde con su muerte a una de sus personalidades más conocidas y más fundamentalmente relacionadas con su tiempo y con sus más auténticas tradiciones.

Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986