domingo, 27 de octubre de 2013

La humanidad desde Velázquez



En el último número de Razón española (el 6 de agosto-septiembre) aparece un pequeño ensayo de J. J. López Ibor titulado "Humanización del arte", una auténtica joya brotada desde el fondo del alma y de la inmensa cultura de este médico humanista, que tantas huellas ha dejado ya de su inteligencia y de su talento en la ciencia y en las letras españolas. El problema enfocado sería el siguiente: el pintor no habla, o habla poco de sí mismo; ¿cómo alcanzar el fondo real de su mundo interior? Sencillamente a través de su pintura, ya que es ésta expresión genuina de su interioridad y hasta de su estilo vital. La pintura actual, por ejemplo, daría cuenta de lo que Sedlmayr llamó "la pérdida del centro", que sería, según López Ibor, "...un proceso reductor del hombre. Lo excelso en el hombre no está en la vida consciente, ni en su inconsciente, sino en su vida espiritual". Pensamiento actual y muy cristiano a la vez. Lo humano no está ni en las oscuridades del inconsciente, como lo creyeron los surrealistas, ni en las visibilidades a menudo superficiales de la razón más o menos pura. Sino en algo que está por encima, hasta tal punto que lo podemos detectar tanto en los seres de poca razón, como los niños o los locos, como en los que viven sólo de ideología, simple doxa como la llamaba Sócrates. El mérito de Velázquez sería, pues, el de haber sabido detectar el centro espiritual en seres de poca apariencia o de poca razón, como en Las Meninas o en Los borrachos y en varias de sus obras maestras, donde la poquedad racional de los personajes no le impide descubrir la espiritualidad de los mismos. Su pintura es como una eternización de la cotidianidad, signo evidente de los poderes del artista o del creador. Mientras "el vacío es para ellos (para los artistas de hoy, n.n.) una nueva patria". Velázquez, a partir de la apariencia exterior más modesta e insignificante, llega al centro espiritual y da cuenta en sus lienzos de la participación, limitada pero íntegramente humana, de unos modelos despreciados por sus contemporáneos.

Una técnica muy original y valedera para explicar el misterio Velázquez y que ningún crítico de arte ha sabido hasta hoy explicar como es debido. "Velázquez, hijo de su tiempo, escribe López Ibor, vivía plenamente esa dimensión de gravedad personal y acertó a expresarla. Lo que no está centrado está descoyuntado o, si se quiere, descentrado. Las direcciones de la ruptura son muy variadas y posibles: descoyuntada es la pintura manierista de un Arcimboldo o incluso del Greco." Es donde nos separamos del pensamiento del ilustre psicólogo. Porque hay un camino hacia el centro que parte desde el exterior, que es la técnica de todo realista y hasta de los impresionistas, y una manifestación del centro desde sí mismo hacia el exterior, que es la de los manieristas, para llamar de alguna manera a los espiritualistas románticos, góticos, expresionistas [,] o sea, de todos aquellos que, rechazando el mensaje exterior, la fugacidad de la impresión visual, acuden al centro desde el centro mismo. El Greco forma parte de este grupo. Hasta en su adhesión aparente al mundo visible o realista, la parte inferior del "Entierro del señor de Orgaz", su técnica para alcanzar el centro, o el espíritu, acude a nosotros desde la interioridad central de los personajes. Creemos que el llamado manierismo no constituye una pérdida del centro, como tampoco el romanticismo, el expresionismo o el simbolismo. Podríamos decir que corre entre las dos categorías artísticas la misma diferencia que entre conceptos como "místico" y "ascético", siendo el mismo el fin de las dos técnicas.

No así en Picasso (al que no podremos nunca comparar con El Greco) y en muchos artistas de hoy, que no son ni El Greco ni Velázquez, precisamente porque viven dentro de una dimensión descoyuntada y no buscan el centro porque no les interesa dar con él. Lo rehúyen, al contrario, porque lo espiritual les asusta y transforman su arte en ideología, sin el menor reparo o timidez porque viven ellos mismos fuera de lo esencial, al margen del arte que es virtud (del griego areté). En este sentido, tanto Velázquez como El Greco pertenecen al mismo élan vital, que es humanizador, como diría López Ibor, siendo deshumanizadora la actitud y el manierismo decadente de tantos pintores contemporáneos. 



Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, octubre de 1984

__

miércoles, 11 de septiembre de 2013

La nueva novela histórica y la moral vertical


Fue el romanticismo y su pasión por el pasado de los pueblos quien creó el género y Walter Scott su primer campeón. Durante el siglo XIX el género conoció un auténtico auge en al marco de la misma preocupación y tanto Víctor Hugo como Alejandro Dumas, Henryk Sienkewicz (con su Quo vadis) o Gustavo Flaubert con Salambó y Pérez Galdós con sus Episodios nacionales, llenaron las conciencias individuales de una auténtica conciencia colectiva o histórica. Los mismos comunistas bolcheviques utilizaron las incursiones de Alejandro Tolstoi (con Pedro I e Iván el Terrible) tratando de encontrar en el totalitarismo del pasado exculpaciones para el presente. Al ser nuestro siglo un tiempo amoral pero, a la vez, necesitado de permanentes justificaciones ante sus fracasos y holocaustos, la novela histórica aparece y desaparece del escenario de la actualidad a medida que los tiranos visibles u ocultos nos privan de esperanza y de futuro. Hundirse en el pasado, con el fin de buscar en su lejanía paralelismos esclarecedores o consuelos de todo tipo, desencadenó oleadas de investigaciones literarias a menudo dominantes. Marguerite Yourcenar, por ejemplo, dominó durante más de dos decenios la novela francesa con su reconstitución del drama de Adriano. Pero los nombres de Mújica Laínez, el mismo García Márquez, Thornton Wilder, Umberto Eco, Gertrud von Le Fort, Robert Graves bastarían para comprender la magnitud del proceso. Y si, como afirman los futurólogos, "el futuro es el pasado", desde la perspectiva de cualquier prospectiva y programación valederas, entonces podemos vislumbrar tranquilamente y hasta profetizar un éxito cada vez mayor para este tipo de novela desocultadora del tiempo humano bajo todas sus dimensiones temporales.

Es una novela recientemente editada en Francia el acontecimiento que me da pie para esta meditación. El novelista se llama Hubert Monteilhet y su libro Nerópolis (Ed. Juillard-Pauvert, París 1984) se ha transformado en pocos meses en el éxito del año. Se trata de una historia siuada en uno de los momentos más simbólicos y, para nosotros, elocuentes, de la historia de Roma, el momento en que Nerón incendia su capital con el fin de arrasarla y sustituirla por una nueva, digna de su gloria, una Nerópolis que nos hace pensar, evidentemente, en la manía destructora y falsamente sustitutiva de los líderes comunistas que han llamado Leningrado a la ciudad de Pedro el Grande, Kaliningrad a la Koenisberg de Kant, Stalingrad, Togliatigrad (pronto habrá un Brejnevgrad, me imagino), pruebas contundentes de un odio para el pasado sólo comparable con la ignorancia, la futilidad y la barbarie de donde han brotado estos cambios basados más bien en la destrucción que en su contrario. Nerón se nos antoja, de repente, como el precursor de esta baja locura antihumana. El personaje principal de la novela de Monteilhet es un joven llamado Kaeso, hijo de un senador que asiste y comprende el peso de la decadencia, el lujo corrompido de la aristocracia, la locura del emperador, pero conoce la filosofía de Séneca y las religiones orientales y se convierte al cristianismo, única posibilidad de salvación en medio de aquel caos.

Creo que se trata de uno de los libros más auténticos de estos últimos años, en el marco de una novelística francesa carcomida por sutilezas estetizantes o politiqueras que amenazan acabar con ella y con la fama que tenía en el mundo. Este libro no es ninguna innovación, pero sí una toma de conciencia muy importante en un momento en que, en Occidente como en la Roma de Nerón, el cambio de los nombres de las ciudades, como la corrupción, la crueldad y el vicio se han vuelto reglas de la vida cotidiana, mucho más convincentes, para los jóvenes sobre todo, que la moral de las religiones. Hasta lo religioso ha llegado a ser interpretado y aceptado desde el punto de vista de la libido. El escándalo, pues, como siempre en estas circunstancias, no ha dejado de asomarse a la actualidad. Monteilhet fue acusado por el crítico literario de Le Monde de antisemitismo porque se permitió hablar de la alianza entre el gobierno neroniano y los judíos en su actuación anticristiana. Nadie puede negar el hecho. Pertenece a la historia y es ésta quien ha de colocarlo en un sitio o en otro, pero comprender hoy aquella situación no es difícil porque las autoridades religiosas y políticas de los judíos buscaban aliados en cualquier sitio, con el fin de combatir una nueva religión surgida de sus propias entrañas, pero dirigida hacia metas distintas. Toda circunstancia histórica de este tipo incluye hechos y actitudes parecidas. No se trata de una acusación, sino sólo y exclusivamente de una realidad perfectamente justificada desde el punto [sic] de su actualidad. Es preciso colocar el hecho dentro de su contexto temporal para comprenderlo por encima de cualquier filo antisemitismo [sic], actitudes que no tienen, en este caso, ninguna razón de ser, puesto que, como afirma el autor en una entrevista, un cristiano no puede ser antisemita siendo el Nuevo Testamento una continuación del Antiguo, una anulación del mismo podríamos decir, pero anulación implica una existencia anterior sine qua non. De estas siniestras escaramuzas alrededor del antisemitismo está lleno este siglo de abusos, de tiranías ideológicas, de falsas actitudes en pro o en contra, sobre todo en los medios intelectuales que han estropeado la vida y la están estropeando desde hace decenios. Es como lo de los derechos humanos. Quien no acepta el gulag, las clínicas de tortura psíquica, la miseria material y la ideología máa aberrante y humillante de todos los tiempos, es un enemigo de los derechos humanos. Quien está de acuerdo con la muerte del hombre es su aliado. Paradoja horrible, típica de un tiempo neroniano.

Pero, sin embargo, hay muchos motivos para criticar a Monteilhet. No es Nerópolis su primer libro ni su primer escándalo. Escribió hace años un panfleto contra Pablo VI de una violencia sólo justificable en el marco de la corrupción de esta Roma que es el mundo occidental y que quiere cambiar de nombre como también de dioses. Acusó al Papa del Concilio Vaticano II de haber pregonado "la doctrina de la bondad original del hombre, capaz de realizar su salvación por sus propias fuerzas". Doctrina nefasta, herejía pelagiana condenada por el Concilio de Éfeso en 431, causa primera de todas las desviaciones anticristianas, pues antihumanas también, como la de la Revolución Francesa cuando los ciudadanos se autosalvaban bajo la batuta humanista de Danton y Robespierre y, más tarde, bajo los cantos esteparios de Lenin y Stalin. Los derechos humanos prodecen de aquella aberración introducida por Pelagio e imitada por los desviacionistas revolucionarios de todas las épocas neronianas. Lo que ha creado en el mundo (pagano ayer, neopagano hoy) un fundamento para la perdición del hombre ha sido precisamene, según Monteilhet, su adhesión a la moral horizontal del paganismo o de los paganismos de siempre. En efecto, para el hombre elevado hacia Jehová, o hacia Cristo, no se trata de unos dioses inmanentes capaces de provocar en nosotros sólo la imitación de sus gestas y fechorías, siempre sangrientas y corrompidas, sino del Dios celoso y espriritual que nos contempla día y noche desde su posición metafísica trascendental. Con el cristianismo -y es su revolución- pasamos a otra dimensión, nos volvemos seres humanos (según Fellini y Pasternak), rompemos con el pasado o la prehistoria.


He aquí un ejemplo, propuesto por Monteilhet: la ley romana prohibía las relaciones homosexuales entre los ciudadanos porque lo moral era lo que servía a la ciudad. Un hombre, si tenía familia e hijos, si había cumplido con la ley, podía tranquilamente tener relaciones con un esclavo o un liberto. La moral no contemplaba, en su enfoque social y político horizontal, este tipo de relación. Nerón se casó dos veces con dos hombres, pero no con ciuddanos romanos sino con esclavos. Ni siquiera el emperador loco se atrevió a infringir la lex. El hombre pagano fabricaba él mismo su moral bajo el imperio de una utilidad terrenal limitada. El placer no abandonaba nunca esta horizontalidad. El amor no existe en la antigüedad, como tampoco existirá durante la Revolución Francesa y su continuación soviética. Y tampoco existe si lo separamos de la moral vertical. La degradación del matrimonio, el aborto, la homosexualidad, la desnatalización, la violencia generalizada, no contemplada por la ley horizontal o socialista, la droga, el placer por encima de todo, los derechos humanos, dan cuenta perfectamente del sentido neroniano de nuestra época. "Sólo el judío piadoso", afirma Monteilhet, ha permanecido vertical desde sus orígenes." Pensamiento profundo en cuya estela testamentaria yo incluiría al buen cristiano también.

Pero, afirma el novelista, el cristianismo ha muerto con [el] Vaticano II. Durante dos milenios Dios "ha tratado de evitar los desastres del pecado original", pero ante la pesadez de la naturaleza humana el experimento no ha tenido éxito. La moralidad neroniana que todo lo domina da cuenta de esta tragedia. No quiere decir que no haya cristianos en el mundo, y los seguirá habiendo durante mucho tiempo, de la misma manera en que sigue habiendo bonapartistas, legitimistas o carlistas. Lo que le parece evidente es que un Concilio haya [sic] puesto punto final a la moral vertical en sí [,] a un movimiento universal creado por Dios a favor del hombre y estrangulado por éste después de dos mil años de esperanzas. ¿Es esto así? Los años que vienen confirmarán esta tesis, tan pesimista, o la aniquilarán en sus mismas raíces que, al ser históricas, proyectan sus sombras sobre nuestro propio futuro. 

Vintila Horia, en El Alcázar, octubre 1984

__

domingo, 1 de septiembre de 2013

El nuevo Pinocho de Sigfrido Bartolini



Se me ocurre ver en el Pinocho de Collodi algo así como una lejana herencia del Decamerón de Boccaccio, no sólo porque los dos autores son toscanos y nacen bastatne cerca el uno del otro, pero [sic] también porque la obra del escritor humanista, amigo de Petrarca, es un texto destinado a las mujeres, como él mismo lo dice (narraciones "escritas para alejar la melancolía de las mujeres"), de la misma manera en que las aventuras del títere han sido imaginadas y redactadas con el fin, quizá, de alejar la melancolía de los niños. Es posible que los niños, y sobre todo los adolescentes, sean más tristes y descorazonados en su quehacer cotidiano, vinculado a los deberes de la escuela y a los altibajos del crecer físico y espiritual, que las mujeres y que tengan más necesidad que ellas de lecturas motorizantes [sic]. Pues creo que no hay texto más divertido y, al mismo tiempo, más formador, en el sentido ético de la palabra, que la obra maestra de Collodi, escrita a finales del siglo XIX (empieza a publicarse por entregas el 7 de julio de 1881 en el Giornale per i bambini), en un momento en que D´Annunzio, Dostoievski y Nietzsche empiezan o terminan su carrera fulgurante en una Europa cansada de lo clásico, de lo repetitivo y de lo realista. Algo nuevo está despuntando llevando [sic] nombres como los de Rimbaud, Céline, Van Gogh, la generación del 98 y las próximas vanguardias, coronado el todo por las revelaciones revolucionarias de la nueva física. El socialismo, y su corolario comunista, tratará de presentarse al mundo como el último grito del pensamiento y de la esperanza y no será sino su propia tumba cansada de la vida y de la muerte. Era difícil ser niño en una época así.

Y aparece Pinocho, con el fin de ayudar en al vasto y profundo proceso de la metamorfosis occidental. Magno consuelo que los niños de hoy no han logrado tener, o no lo han merecido.

He vuelto a leer el texto ilustrado por las 300 xilografías del pintor, toscano también, Sigfrido Bartolini (editado por la Fundación Nacional C. Collodi, Pescia 1983) y no dejo desde entonces de pensar en el más espontáneo y natural paralelismo: la historia de Pinocho es la de Gregorio Samsa, el personaje de Kafka que, al levantarse, una mañna, se da cuenta de que se había tansformado en un gusasno. Con Pinocho sucede al revés: el títere de madera se despierta, transformado también, pero en persona humana. Es, de repente, un joven como los demás, después de haber pasado toda su niñez, en son de engaños, desde el momento en que Gepetto compra un trozo de madera y le da forma de "burattino", hasta el momento cumbre de su vida que consiste en salvar a su padre encerrado en el vientre de un monstruo marino. Todo lo había comprobado y sufrido: golpes, amenazas de muerte, hambre, viajes aéreos, muerte en la horca, dejándose siempre llevar por sus malas ganas escolares y por su permanente deseo de pasarlo bien. Su tendencia al hedonismo, que es la de los niños que no quieren estudiar y se imaginan la vida como un eterno juego, acaba un día cuando su esencia auténtica, la de futuro hombre útil a los demás, le empuja a salvar a su padre-escultor. El niño se transforma en aquel momento en un joven de verdad. No sin haber cruzado todos los paisajes del mal. El cambio de forma (metamorfosis) se produce en el momento oportuno, en un final feliz que espera, se supone, a todos los niños. Mientras que en el cuento de Kafka el cambio supone otra cosa: el momento quizá en que el adolescente se despierta de verdad, un día triste pero revelador, en que el poeta escondido en el fondo de su conciencia se da cuenta de que su misma vocación lo transforma en algo poco semejante a los demás. La alegoría es muy clara y es posible que Kafka mismo la haya vivido, junto con tantos poetas. Baudelaire la había cantado en los versos desgarradores de "Bendición", el primer poema de sus Flores del mal.

Mi amistad con Sigfrido Bartolini se produjo de forma casi milagrosa. Nos conocimos en un congreso, en Roma, en la primavera de 1962. En julio del mismo año estaba veraneando con mi familia en la costa toscana, cerca de Forte dei Marmi. Me había equivocado de calle, daba la vuelta hacia la carretera de la playa, con el fin de volver a casa, cuando, desde una esquina, alguien me hizo señas con la mano. Era Sigfrido, que veraneaba en el mismo sitio. Volvimos a vernos, siempre volvemos a vernos, en cualquier sitio, en Roma, París, Madrid, Turín o su Pistoia natal, donde me regaló en septiembre pasado el tomo monumental dedicado a al obra maestra de Collodi, en cuyas xilografías trabajó durante más de un decenio. Asistí, año tras año, al desarrollo casi increíble de este trabajo, en que el pintor dejó lo mejor de sí mismo, y torturado por la enfermedad que transforma sus manos, mientras trabaja, en antorchas doloridas. Es como un Aleijadinho del siglo XX, consumido por su pasión artística.

Es posible, tal como lo afirma Giano Accame (en L´Italia del popolo, Roma, diciembre de 1983), que esta edición del Pinocho sea un libro para adultos, debido a la calidad exquisita de los dibujos[,] animados todos ellos por una segunda vida interior, pictórica, mágica y hasta esotérica. En el retrato del pescador malo, que está a punto de freír a Pinocho en su terrible gruta, Accame descubre las facciones de Carlos Marx. Lo que a mí me apasiona al contemplar las ilustraciones en blanco y negro o en color de Sigfrido son [sic], en primer lugar, el sentido oculto de los objetos y, en segundo, la magia del paisaje toscano presente en todas las páginas. Los objetos caseros, tarros, cazuelas, cuchillos, copas, el fuego en la chimenea campesina, las mismas casas, parecen vivos, puras sincronicidades que acompañan y completan el alma de la historia. Ardengo Soffici, el maestro toscano de Sigfrido, tenía también este don de pintar almas en los cacharros que sacaba de la vida cotidiana y colocaba de repente en la eternidad de la idea que cada cosa encierra en su forma visible. (Fue Bartolini quien me llevó una tarde a casa de Soffici, en Forte dei Marmi). Las barracas de pescadores que pinta, con el mar toscano como fondo, parecen también almas de barracas y alma de mar. Uno sabe, desde lejos, que aquel paisaje no puede ser sino de Bartolini, con la precisión con que la obra maestra logra definir y completar lo que representa.

Los animales aparecen en Pinocho como si fuesen seres humanos. Hablan, engañan, consuelan, tienen su filosofía, devoran, ríen o lloran. El mundo de Pinocho es, pues, una especie de sueño, durante el cual el títere de madera cruza "la selva oscura" y, a pesar de sus posibilidades de salvarse con la ayuda de la escuela, ayuda que rechaza, tiene que padecer todos los castigos del infierno para llegar a comprender. Una vez alcanzado el nivel de la comprensión, la pesadilla se acaba y la madera viviente se transforma en ser humano. No pretendo demostrar que Dante esté también presente en el libro de Collodi, pero sí todos los arquetipos fundacionales de la cultura italiana, parte de Occidente y, por consiguiente, parte de cada uno de nosotros, quiero decir de cualquier niño occidental. Lo que explica el éxito que ha tenido en todas partes, como si todos nosotros, en un período determinado de nuestra vida, hayamos [sic] participado en los terrores formativos de Pinocho. Por este motivo, creo, la edición ilustrada por Sigfrido Bartolini puede ser, al mismo tiempo, una edición para refinados y maduros, pero también para el público cotidiano de Collodi, los niños que no han dejado de leerlo desde 1883 hasta hoy y nunca dejarán de hacerlo. De la misma manera que Perrault, Grimm, Andersen o Selma Lagerlöf, Collodi supo sacar a la superficie profundidades encerradas en el inconsciente colectivo occidental. Lo que supo hacer Bartolini fue dar vida plástica a una obra maestra de la literatura al mismo nivel de la más auténtica creación, valedero para el sueño de un alma sin edad.

Vintila Horia, en El Alcázar, marzo de 1984

__

domingo, 11 de agosto de 2013

La autobiografía del joven Nietzsche



Escribía Nietzsche en su quinta conferencia, dictada en Basilea en 1872, perteneciente al ciclo Sobre el porvenir de nuestros establecimientos de enseñanza: "Un hombre de cultura degenerado es cosa grave; y es para nosotros un golpe terrible el darse cuenta [de] cómo todos nuestros hombres públicos, sabios y periodistas llevan el signo de la degeneración." Parecen pensamientos de hoy. ¿Es posible que el proceso de la degeneración europea haya empezado hace más de cien años y que todavía no lo hayamos entendido ni tenido la fuerza de cercenarlo y hasta de aniquilarlo? En realidad todo esto empieza mucho antes, al final quizá de la Edad Media, cuando con la sustitución de la catedral gótica por el templo pagano algo fundamental se haya venido abajo dentro de nosotros. Pero volvamos a Nietzsche.

La autobiografía del pensador alemán cubre pocos años de su vida, la infancia y la adolescencia, de 1865 a 1869, cuando, a la edad de veinticinco años, Nietzsche ocupa la cátedra de filología de la Universidad de Basilea. Son sus años decisivos, marcados por la muerte prematura de su padre y de su hermano, hechos que dejarán profundas huellas, imborrables, además, en el alma del autor de la Gaia ciencia [sic]. Mucho se habla hoy de una "Nietzsche-Renaissance", y es posible que esta autobiografía, tan poco conocida hasta la fecha, tenga un papel importante en una necesaria revisión del mito Nietzsche. En efecto, esta relación con el padre lo llevó a expresar en su autobiografía sentimientos que lo acercaron cada vez más, en aquella época, "a la sabia voluntad de Dios". Hablaba incluso de "la mano providencial de Dios", lo que no le impidió, más tarde, escribir las páginas insensatas del Anticristo, considerando a Jesús, junto con Sócrates, como la causa de la decadencia occidental. Pero su infancia y su adolescencia se desarrollan bajo el signo del padre y de su reflejo sobrenatural, el Padre por antonomasia. Poco tiempo después, en 1870, y durante los años siguientes, Nietzsche vibrará al unísono con la filosofía de Schopenhauer, su nuevo ídolo. Se acercará al mundo oriental, al mito del eterno retorno, rechazará el cristianismo, dará las primeras señales de su locura y caerá en las tinieblas del mundo inconsciente. ¿Qué relación establecer entre aquel encuentro y su esquizofrenia? ¿Es posible pensar en un shock inicial provocado por la muerte del padre, en pleno proceso de formación, y la locura final? ¿Y añadir a aquella lejana herida la lectura del pesimista autor del Mundo como voluntad y representación?

Otra pregunta inquietante: ¿cómo es posible ser, al mismo tiempo, de derecha y nietzscheano? Creo que en España la respuesta resulta más fácil de formular [sic] que en otros países, porque el concepto de derecha, después de José Antonio y de Franco, se confunde con el de cristianismo, con un matiz político que completa al religioso, dentro del individuo como dentro del Estado. No es así en Italia, por ejemplo, donde muchos fascistas (Marinetti, por ejemplo, y otros) eran anticatólicos declarados. Hasta Julius Evola, quien trató de llevar el fascismo hacia un esoterismo político y hasta religioso, fue anticatólico a lo largo de todo su derrotero espiritual, influenciado por Nietzsche, pero sobre todo por las religiones orientales. Para no recordar aquí la trágica situación del nacionalismo alemán, directametnte influenciado por Nietzsche y Schopenhauer, y que actuó contra la Iglesia desde el primer momento, tratando, además, de resucitar los dioses del Walhalla germánico. Fue aquel encuentro el que produjo la huida precipitada de la libertad y el infierno europeo de 1945; ¿y cómo entender el cristianismo sino situado bajo vivir permanente de la libertad? Por este motivo todos los totalitarismos son anticristianos, de derecha como de izquierda. El Nietzsche joven pensaba también de esta manera, y resulta apasionante separar aquella época de su formación de la de su ejanenación que produjo en él la pérdida simultánea de la razón.

Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 1984

__

viernes, 10 de mayo de 2013

El bicentenario de Alejandro Manzoni


Hace dos años, el novelista italiano Mario Pomilio publicaba un libro titulado Navidades 1833 (Ed. Rusconi, Milán, 1983) en cuyas páginas trataba de resucitar la tragedia que marcó la larga vida de Alejandro Manzoni, el autor de la novela Los novios (I promessi sposi, cuya primera edición es de 1827). Su esposa, Enriqueta Blondel, suiza de origen, con la que se había casado en 1808, fallecía precisamente el día de Navidad de 1833. Un año después moría su hija mayor, Julia, esposa del escritor Máximo d´Azeglio. En 1873, pocos meses antes de pasar Manzoni a mejor vida, fallecía su hijo Pedro, mientras sus parientes y amigos trataban de esconder el trágico acontecimiento, y el novelista agonizaba, después de haber sufrido una caída a los noventa años de edad y después de haber dominado todo un siglo de prosa italiana con un libro considerado, hoy todavía, como la mejor novela italiana de todos los tiempos. Vida completa y feliz, llena de amor, de éxitos y de hijos, llevada lejos de los trajines cotidianos, ya que Manzoni poseía una respetable fortuna personal, su final fue marcado, son embargo, por muchos acontecimientos que amargaron sus últimos años y arrastraron dramas y dolores a lo largo de toda la segunda parte de su existencia. Mario Pomilio supo resucitar el acontecimiento que marca por primera vez esta vida aparentemente feliz, al reconstruir aquella Navidad cuando el escritor, al perder a su amada esposa, se enfrentaba con problemas que nunca supo resolver, que nadie supo nunca resolver.

Si est Deus unde malum, si Dios existe, ¿por qué el mal?, se preguntaban los antiguos, en el umbral mismo de una problemática de tan difícil respuesta y que tantos santos trataron de resolver, sin que nuestra conciencia haya llegado a formular todavía explicaciones satisfactorias. Sí, este es el valle de las lágrimas y hay que sufrir hic et nunc con el fin de que la eternidad sea lo contrario de lo perecedero. Pero, ¿por qué? ¿Cuál es el sentido de la muerte de los inocentes, del premio cotidiano de los malos, de la muerte del todo, envuelto el mundo visible en llamas y en gritos? Si esto es así, ¿para qué un infierno? Y tanto los gnósticos, como decenas y hasta centenares de herejes respondieron con palabras más injustas todavía que nuestras dudas.

El dolor de Manzoni tuvo que ser tremendo, ante tanta desgracia. Había nacido en Milán el 7 de marzo de 1785, de un matrimonio desavenido, hijo probablemente de uno de los amantes de su madre, a la que adoró hasta el final y con la que se reunió más tarde, después de educarse en colegios religiosos, alejado por su padre de toda vida familiar. En 1805 logra por fin volver con su madre y es en el París de los fastos napoleónicos donde toma contacto con la filosofía de Condillac, profesa un ateísmo científico, acorde con su tiempo, asiste a la caída de Napoleón, entra poco a poco en un ambiente nuevo, dominado por el genio de Chateaubriand, conoce a Enriqueta, la pierde durante una manifestación callejera, entra en la iglesia de San Roque, pide a Dios que le revele Su presencia y Su poder al restituirle a su mujer y, poco después, vuelve a encontrarla. Su conciencia se queda profundamente conmovida. Enriqueta abjura de su fe protestante y los dos esposos, reunidos en el seno de la Iglesia, reciben del Papa el permiso para volver a casarse según el rito católico, en 1810, ya en Milán, donde el escritor empieza a dedicarse a la literatura. Escribe versos, estudios históricos, tragedias y, de repente, empieza a investigar el siglo XVIII lombardo y escribe Los novios. Durante el resto de su vida, más de medio siglo, se dedicará a corregir y mejorar el texto de su obra maestra, al amparo de las preocupaciones materiales, pero sacudido por tragedias familiares que transforman a este hombre en una especie de curioso mártir romántico. Y digo curioso porque los románticos, sus contemporáneos, mueren jóvenes, mientras él pasea sus llagas a lo largo de toda una centuria.

El doble centenario del escritor provocó en Italia un montón de reacciones, desde las dudosas apreciaciones de la intelectualidad entre comillas, hasta los representantes más cualificados de la literatura italiana actual, aplastada, creo, por el peso de Manzoni, en un momento, precisamente, en que las letras peninsulares no brillan como antes, ni alumbran interiores anímicos, ni plantean problemas esenciales. La literatura italiana es, hoy, tan imitadora de sí misma como la francesa o la alemana, y resulta penoso decir por qué, pero el hecho es evidente y la letargia es casi traumática. Han fallecido todos los grandes y los vivientes son pequeños. Es posible que el trauma sea de origen político, disimulado por el juego de los partidos mayoritarios que han agostado la psique más rica en poderes creadores, presente en la base de todos los renacimientos y restauraciones de lo humano a lo largo de todos los siglos del hombre occidental.

Pero volvamos a Manzoni. ¿Cómo perdonarle la grandeza en medio de tanta incertidumbre ocultadora? Los novios plantea, justamente, el tema de la opresión y de la felicidad imposible, hasta en un pueblo perdido, en el marco de un mundo dominado por un personaje llamado el "innominado", representación del demonio como clave del mal político del que padece el mundo y de todos los males que nacen de este. Y es en el momento en que el representante del príncipe de este mundo se convierte, bajo la luz directa de un santo del siglo XVII, Carlos Borromeo, cuando la reparación se vuelve posible, y los dos novios separados por la intervención irreverente del señor del mal pueden recuperar su felicidad y casarse. Novela católica, diría, por antonomasia y romántica por añadidura, siendo los dos conceptos complementarios, sobre todo en la primera parte de XIX, cuando el romanticismo vivía bajo el influjo de Chateaubriand y la recuperación de la libertad, en tiempos de la Restauración, coincidía con la de la fe. ¿Cómo entender, si no, la trama, los personajes, los acontecimientos representativos, la descripción de la peste en Milán, la conversión del innombrable, la simbología encerrada en cada gesto y cada paisaje? Resulta inútil hablar de liberalismo católico, en relación con la ideología de Manzoni, o de preferencias plebeyas y democráticas por parte del autor, como lo afirma el mismo Pomilio, muy equivocado en este sentido: Manzoni supo construir una obra maestra, el único monumento en prosa italiana del Romanticismo, un libro que llena de acción y estilo los decenios románticos en Italia, a pesar o en contra de la impotencia de los demás. Italia no conoció el romanticismo, dicen. Pero me parece que Los novios vale más que todas las novelas de Víctor Hugo juntas. ¿Manzoni inútil o superfluo? Si Italia, desde la aparición de su novela, no hace sino confundirse con sus personajes, los buenos como los malos...

Tiene razón, además, el gran toscano que fue Giuseppe Prezzolini, al decir que "El antiheroico y el antihumanista Manzoni fue autor principal de una reforma que llevó a la italia moderna a aquel lenguaje de los periodistas, de los manuales, de la escuela y de la conversación general, que hizo posible la unificación de la península." ¿No es esto bastante para colocar a Manzoni al lado de Cavour y de Víctor Manuel II, forjadores de la unidd política? Si nos ponemos a leer hoy los libros de Alfieri, los poemas de los líricos italianos de finales del XVIII, y hasta a Carducci, que no supo aprovechar la lección de Manzoni, nos encontramos ante un idioma incomprensible, intelectual, clásico por imitación, insostenible, elitístico [sic] en el peor sentido de la palabra, casi salonnard, que aplasta la literatura italiana bajo una inaguantable capa de cemento humanista. Fue Manzoni quien supo levantarla y tirarla por la borda de la indiferencia general. La unidad anímica de los italianos, quiero decir la literaria, la realizó Manzoni, de la misma manera en que Dante la supo realizar, por primera vez, a finales de la Edad Media, en el marco de una operación muy parecida, quiero decir llevada a cabo por la pluma de un genio, unificador por vocación y destino. Y si las flaquezas burguesas de don Abbondio, el cura gordo de carnes y flaco de espíritu, proceden del modélico Sancho Panza, la relación con el genio está a la vista de todos.

Dicen sus críticos que Balzac, Stendhal, Tolstoi y Dickens hicieron mejor [sic] que él. Tengo dudas. Cuantitativamente no se le pueden comparar. Pero prefiero Los novios a las aventuras de Mister Pickwick y a Guerra y paz y un personaje como don Cristóforo, el otro cura, el activo, el auténticamente cristiano en la profundidad de su fe y de su actuación, profetiza la aparición en la literatura católica europea de los curas de Bernanos. Además del paisaje, el retrato psíquico y el poder de la narración o de la épica, que dan al libro su tono de obra perenne, Manzoni añade su poder de creación lingüística, mérito no desdeñable en una época de incertidumbre y de pugnas de todo tipo cuando, como hoy, se estaban jugando los destinos de los pueblos.

¿Es el hombre "el remordimiento de Dios" o "un proyecto de Dios", como ha sido tantas veces definido? La vida de Manzoni parece apoyar la primera definición, mientras su obra aparece cada vez más como una ilustración de la segunda. La fe inquebrantable del escritor, atravesando acontecimientos terribles, nos permite conmemorar su doble centenario a través de esta bifurcación biográfica e ideológica, de la que ha podido nacer la perfección única de su novela.

Vintila Horia, en El Alcázar, hacia 1985

__

sábado, 2 de febrero de 2013

Visconti contra Thomas Mann




No he podido aguantar más que un cuarto de hora la conversación de los sabios alrededor del tema del SIDA, ilustrado, hasta cierto punto, por "Muerte en Venecia", la película que Visconti sacó de la famosa novela de Thomas Mann. El libro ha sido publicado en 1912, en pleno desarrollo del expresionismo alemán, era el segundo libro importante del autor y planteaba un tema que algo tenía que ver con la problemática estética de finales del XIX y principios del XX y con las preocupaciones renovadoras de los vanguardistas de la época, a las que Thomas Mann no se adhirió jamás, de manera expresa y elocuente, pero cuyo impacto sufrió a lo largo de toa su carrera literaria. Y no aguanté aquel programa como tampoco aguanto la película, porque todo el conjunto de "La clave" del viernes pasado me pareció lastimado desde un principio por un desconocimiento total -por parte de Visconti como por parte de los dialogantes- de la novela, como de las intenciones de su autor. Thomas Mann no fue ni comunista ni cliente in spe del SIDA, tuvo muchos hijos y llevó una vida sentimental normal y, por el otro lado, fue un burgués, de derecha cuando escribió "Muerte en Venecia" y de centro cuando se pasó, después de 1918, del lado democrático o liberal de las cosas.

He aquí la lista de las traiciones de Visconti respecto de la novela: el protagonista es un escritor, el de la novela es un músico; Aschenbach, el escritor de la novela, no es homosexual; nunca aparecen en el libro mensajes relacionados con la lucha de clases, como la penosa escena en el hotel del Lido, según Visconti, cuando la pobre gente que viene a tocar para los ricos es echada de mala manera por el personal de servicio; nunca Aschenbach encuentra a una tal Esmeralda, personaje que sólo aparece en la literatura de Thomas Mann cuarenta años más tarde, en su novela "El doctor Faustus", cuyo ideario interior nada tiene que ver con el de "Muerte en Venecia". Una mala mezcla de malas y desahuciadas dinamitas. No hay nada más falso, más traído por los pelos, más seudorromántico, más pasado de moda, más perverso hasta lo ridículo que las películas de Visconti. Todas ellas llevan un mensaje de "liberación". "Muerte en Venecia", como decía uno de los participantes en "La clave", es "un himno a la liberación". ¿Pero qué liberación? ¿En qué página de su libro habla Thomas Mann de la liberación? De la liberación de los marginados homosexuales, quería decir el médico libertador, como si éste hubiera sido el padre del cordero, dicho sea en lenguaje machista.

Sin embargo, Thomas Mann plantea en su magnífica novela el problema de la liberación, sin mencionar la palabra y sin pensar en ella como iba a hacerlo Visconti traicionando al autor sin el menor reparo. Se trata de la liberación del espíritu encerrado en un cuerpo, según la interpretación que Platón da al asunto. Lo estético, en el libro, se vuelve instrumento de dicha liberación. No se trata de ninguna liberación de los marginados, sino del tema más serio de la vida, que es el de la muerte como prolongación liberada, más allá de las limitaciones marginadoras de la cárcel corporal o somática. Por este motivo, el adolescente, que aparece en la película bajo el aspecto de un cuerpo deseado por el músico pederasta, no representa en la novela más que el vehículo, el Hermes Trismegisto, que lleva las almas desde la finitud del cuerpo a la libertad sin límites del espíritu inmortal. Es el papel que desarrolla la belleza, lo bello platónico, desde que el hombre se ha transformado en un imitador del padre, en creador de belleza. Cualquier obra maestra es capaz, según esta interpretación, de movernos hacia la eternidad, es decir, hacia la más correcta de las interpretaciones. Y es lo que Visconti fue incapaz de comprender, o, si lo fue, sus vicios políticos y corporales le impidieron realizar lo comprendido. Y nos encontramos de repente con lo caduco que destroza desde dentro toda la falsa creación de un director de cine incapaz de pasar por encima de sus vicios e inclinaciones y crear algo en consonancia, no con lo peor de sí mismo, sino con los ideales descubridores de la verdad, que solo los auténticos liberados, los artistas normales, o geniales, o vencedores, a través del arte, de sus propias limitaciones, con capaces de realizar. 

Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 1985

__