viernes, 25 de diciembre de 2009

El secreto del Escorial


No me va a resultar fácil desvelar aquí el secreto del Escorial. Por el otro lado, nada menos complicado que esta tarea, porque el mismo constructor del monasterio-palacio, Juan de Herrera, lo ha explicado en su libro Discurso de la figura cúbica, en cuyas páginas el arquitecto santanderino nos revela la idea encerrada en los fundamentos de su obra maestra. Sin embargo, ni este texto es de amena lectura, debido a las correlaciones filosóficas, matemáticas y teológicas que implica, ni se le ha ocurrido a nadie colocar aquel monumento en la base de una de las vanguardias europeas de principios de siglo, el cubismo, a pesar del visible parentesco que podemos en seguida establecer entre el uno y el otro. Vayamos, pues, por partes.

Es imposible, en primer lugar, enfocar, estudiar y tratar de comprender cualquier obra arquitectónica del pasado –un templo griego, una pirámide egipcia o maya, una catedral gótica, un palacio del siglo XVII- sin haber aprehendido antes el sentido de lo sagrado que los envuelve, los justifica y hasta los explica desde el punto de vista del mester arquitectónico. El hombre vivía en la tierra, pero con la mirada fija en el cielo, tratando de imitar a los dioses y a sus moradas, o a Cristo más tarde. La naturaleza estaba empapada de lo sagrado, cuya presencia está viva en todas las manifestaciones del hombre, desde la más remota existencia prehistórica hasta el siglo XVIII, cuando esta huella se pierde junto con la fe. El materialismo separa al hombre de lo sobrenatural, la casa, el ayuntamiento, el palacio se vuelven profanos, y hasta los templos son erigidos, y las iglesias protestantes son prueba de ello, sin ninguna relación con la tradición y, por ende, con lo sagrado. El templo es una sala donde se reúnen los fieles para escuchar los comentarios del pastor y cantar juntos, en una comunión anímica donde la presencia de Dios, como sucede en el misterio católico de la misa, no es requerida y tampoco imprescindible. Pero, por encima de todo, el templo protestante no se construye teniéndose en cuenta la relación que el arquitecto de la catedral de Toledo, de Chartres o de Santa Sofía establecía entre Dios y el lugar construido por el hombre donde su presencia podía mejor manifestarse, y donde ciertas reglas muy antiguas hacían del templo el hábitat mismo de la divinidad, su sitio preferido. Esta preferencia tenía un ritual, el de los gestos y palabras del sacerdote, dentro de una construcción establecida y edificada según los principios de una ciencia tradicional concentrada en lo sagrado.

El Escorial, terminado en 13 de septiembre de 1584, hace exactamente cuatro siglos, fue pensado por Felipe II y por su arquitecto como un centro sagrado, una iglesia en medio de un convento, y como un centro político, el de un imperio cristiano, cuya sola superioridad reconocida era Dios. Lo uno se imbricaba en lo otro. Esto planteó desde un principio unos problemas de ardua solución, y fueron resueltos, en permanente colaboración entre el soberano y el artista, durante los veintiún años que duró la construcción, tiempo récord para la época. El conjunto señala tres direcciones, ya que, en primer término, indica hacia el pasado, puesto que la parte inferior es una cripta y da cuenta del contacto permanente entre el rey y lo que Jung llamaba “el alma de los muertos”, el inconsciente colectivo y la presencia real, el espíritu de los antepasados colaborando con el soberano presente; el palacio miraba hacia la administración, enfocada y anhelada como perfecta de las cosas presentes, de la tarea política y administrativa, del inmenso imperio, primer experimento moderno de un Estado universal, con todos los problemas que esto planteó al rey y a sus secretarios; mientras el templo y el convento elevaban hacia arriba sus torres y sus plegarias, como pidiendo para un futuro mejor, de los cuerpos y de las almas, tanto del rey, de los monjes y de la corte como de todos los súbditos.

Para que esta triple tarea fuese posible, Juan de Herrera escogió la forma del cubo, considerado como perfecto, inspirado en la doctrina expuesta por Raimundo Lulio en el Ars Magna, basado a su vez, en las antiguas doctrinas de los matemáticos y filósofos antiguos, como Pitágoras y Platón, cuya geometría tenía que inspirar a los hombres el sentido de la integración de las formas en un conjunto armónico llamado cosmos, lo contrario del caos. El arte de vivir consistía, pues, en saber integrarse dentro de un orden (cosmos significa orden), siendo el sentimiento de la plenitud el resultado de dicha integración. Es precisamente la idea que domina tanto el proyecto del Escorial como el escrito de su constructor. Y es, en efecto, un sentimiento de plenitud el que embarga al espectador del edificio, y, más todavía, al turista curioso que penetra dentro de aquel orden, cuyas coordenadas geométricas están formadas, como escribe Juan de Herrera, por las dimensiones mismas del cuerpo cúbico, “longitudinal, latitudinal y profunditudinal”. De esta conjunción en el cubo de las tres dimensiones citadas mana el “infinito y misterioso reposo”, o requie característica de un palacio donde el rey tenía que poner a su espíritu en relación con el cosmos, con el fin de mejor gobernar a los suyos. Lo político se insertaba, de este modo, en una operación “perfecta y plenitudinal” que no tiene, como escribe Herrera, “ni falta ni sobra”.

Pero hay más. Si el cubo era la forma perfecta, desde el punto de vista geométrico, para los precristianos, se vuelve símbolo del misterio fundamental del cristianismo: las tres dimensiones de esta forma sin fallos corresponden a las tres entidades de la Santísima Trinidad. Sólo el cubo contiene las tres dimensiones; de ahí la forma del edificio que proyecta sobre la sierra de Guadarrama la silueta de un cubo. Sin embargo, contemplado desde arriba, a vista de pájaro, resulta fácil reconocer en el trazado interior de los patios la parrilla en que fue martirizado San Lorenzo, y es otro de los símbolos del edificio, puesto que la batalla de San Quintín (1557) fue conseguida el día del santo mártir, y la construcción se hizo como recordatorio y agradecimiento. Pero contemplado desde cualquier ángulo y perspectiva horizontal, el Escorial aparece como un cubo, concentrando en su ser de piedra símbolos religiosos, guerreros, místicos, geométricos y morales, a los que hay, forzosamente, que añadir, desde el punto de vista psicológico, el sentimiento de plenitud, cargado, en este caso, de significados políticos evidentes. Lo curioso, lo que, al mismo tiempo, comprueba la intención de Herrera y del rey, es que, una vez entrado dentro de aquel misterio de granito, cualquier persona experimenta una metanoia, una transformación a veces sobrecogedora. Lo exterior incide en lo interior, el edificio, como en las catedrales góticas o como en el palacio y el parque de Versalles, repercute en el alma del transeúnte. El hombre, rodeado por formas empapadas de intenciones, se aparta de su desorden, y, sin darse cuenta, se deja participar [sic] en un microcosmos, imagen y síntesis del equilibrio macrocósmico. Las pirámides, también tridimensionales, ejercen, según los especialistas, la misma influencia benéfica sobre los que se colocan dentro de sus coordenadas de armonía. El buen gobierno era, en aquellos tiempos de concordancia tierra-cielo, un arte y una técnica de las que el gobernante normal, quiero decir, sano de mente, tenía clara conciencia. El emperador, como el Papa y como todos los príncipes de la cristiandad, formaba parte de una societas que se movía aquí abajo, pero cuyas responsabilidades venían de arriba. Lo sagrado dominaba lo profano, y gobernar no era sino imitar, guiar al pueblo de Dios hacia sus demoras [sic] eternas del modo más justo posible. Por este motivo, los moldes en que se movían las sociedades tradicionales encajaban perfectamente en lo sagrado.

Curiosamente, el rey Felipe falleció en su monasterio el día 13 de septiembre (fecha de la terminación del Escorial) del año 1598.

Quien, como yo, estudia la literatura del siglo XX y se apasiona por sus autores y corrientes, no podrá sino encontrar una inesperada, pero lógica, conjunctio entre el cubo de Juan de Herrera y las formas cúbicas de Braque. El cubismo, dentro de la horma espiritual de Occidente, nace en El Escorial, echando poderosas raíces, como lo hemos visto antes, en Raimundo Lulio y Pitágoras. La intención del pintor, que empieza su carrera cubista pintando, en 1908, “Les maisons à l´Estaque”, no era, como dijo Matisse contemplando el cuadro, la de forjar “caprichos cúbicos”, sino la de crear un marco plenitudinal para sus líneas y colores. A lo largo de los secretos caminos del inconsciente colectivo, los cánones de Herrera desembocan en el siglo XX bajo el mismo amparo geométrico. Sólo que esta vez lo sagrado se esfuma en el desorden profano del siglo, donde ni los artistas ni los gobernantes tienen idea alguna acerca de sus obligaciones cósmicas. La política, como el arte, da cuenta de lo que un crítico llamó “la pérdida del centro”. Los derechos sustituyen a las obligaciones, el centro es cada uno, momento privilegiado del Bios universal, la anarquía, que es falta de orden, individualismo destructor, porque, desprendido de cualquier centro y deber, reemplaza la plenitud. Nadie es [sic] contento ni satisfecho, porque el individualismo es centrífugo, y, por consiguiente, desordenado y antiarmónico. Nada se puede edificar encima del desorden, que impide la realización de la plenitud, ausente tanto en el alma de los gobernantes como de los gobernados. El contacto entre el cielo y la tierra ha sido roto, y el mal obra en plena luz del día, mientras el bien, a la deriva, no tiene ni defensores ni terrenos anímicos propicios donde sentarse y dar la batalla. La solución cubista es, en este sentido, muy elocuente desde el punto de vista que aquí nos interesa: mientras resuelve problemas estéticos, es incapaz de situar al artista, como tampoco al que contempla su obra, en una posición de plenitud activa. El cubismo coincide con muchos esfuerzos típicos del siglo XX, con la investigación cuántica, por ejemplo, como lo ha demostrado Jean Cassou, pero las técnicas del conocimiento no logran centripetarse, porque no tienen lo que El Escorial manifiesta desde sus mismas intenciones: ser el marco más adecuado para el buen gobierno; dar forma visible a lo sagrado, constituir un centro, ser un monasterio y un palacio donde lo de arriba venía a coincidir con lo de abajo, la política con el cosmos. Entre Juan de Herrera y Georges Braque o Picasso, el tiempo ha corroído los vínculos esenciales, hasta tal punto que el acto de homificarse, como decía Herrera, tiende a atomizar al hombre, en lugar de sintetizarlo. Lo profano, aparentemente por lo menos, ha vencido a lo sagrado. Para mal de todos.


Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)

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